Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


lunes, 28 de marzo de 2011

CÍRCULO

Hay momentos que se conforman en la curvatura de tu cuello. Camino por las calles de esta ciudad desconocida, que se me ofrece blanda, a lo largo de sus cuestas, sus repechos ,… y me siento como si escalara tu nuca-la cima más alta que hombre alguno haya coronado- hasta el nacimiento de los cabellos. Los muerdo y con ellos enhebro mis alientos, que lentamente se evaporan, a la caída del sol.
Esta ausencia es una amante belicosa. Construyo una imagen de ti con la que me acuesto cada noche. Y me toma como el mar toma a la costa, a empellones. Consciente de que no puedo hacer otra cosa, más que entregarme. Entenderás que ésta que está aquí se me disputa. Y yo no soy más que débil carne. Por eso, de vez en cuando, rescato tu sonrisa, la escribo en un papel , así, “tu sonrisa”, y la guardo en el bolsillo de la chaqueta, pegada al corazón. Por lo menos, durante ese día, es tu sonrisa la que va desgranando mis latidos, como a una mazorca.
Otras veces son tus ojos los que dibujo, repletitos de pestañas que se contonean, como las patitas de una araña panza arriba. Me dejas picaduras violeta alrededor de los pezones, que yo me rasco con violencia, hasta hacerme sangre.
Pero a menudo, dibujo simplemente una rayita, vertical y velluda. Habrás adivinado que es tu sexo. Ardiente falla en la que me consumo. Mi cuerpo se transmuta en volutas que se desparraman por el aire, quien se las lleva lejos. Muy lejos. Tan lejos que imagino que alguna afortunada se dejará caer, indolentemente, sobre tus cabellos, que alguno de mis otros yo muerde, sobre la cima de la ciudad blanda. Y otra vez vuelta a empezar…

martes, 22 de marzo de 2011

LAS RAMAS DE LOS ÁRBOLES


A Eduardo, porque desde el día que le conozco siento que soy desde dentro hacia fuera



Yo era un árbol que crecía hacia el interior, y al llegar la primavera podía verse como unas flores remilgadas asomaban entre mis dientes. Seguramente aquello era insano, y acabaría matándome por dentro, pero a mí me divertía sentir las ramas expandiéndose a través de mis intestinos, las hojas cosquilleando las paredes de mi estómago. Me gustaba imaginármelas enroscándose alrededor de mis costillas, gateando hasta llegar a mi corazón, y construir para él una tupida carcasa que lo protegía en los días de lluvia. Era yo un árbol inconsciente, inocente y fantasioso, es decir, de la peor de las especies. Los demás no podían evitar mirarme con cierto resquemor, me ignoraban cuando por mi parte realizaba algún torpe intento para entablar conversación, y orientaban sus ramas hacia los lugares más alejados de mi persona. Así que me convertí en un árbol solitario, y como-según ya comenté-mis ramas crecían para adentro, en los días de verano no había sombra que me resguardase del sol y podía percibir como mi joven piel comenzaba a secarse prematuramente. Tampoco el invierno era más piadoso conmigo, pues al hallarme solo, el viento se ensañaba con especial fiereza, y en más de una ocasión mi corteza permaneció helada días enteros, pudiendo sólo hallar consuelo en la presencia de la luna. Pues pronto comprendí que le resultaba muy placentero ver su rostro reflejado en el espejo de mi piel. Tanto que en ocasiones tenía la cortesía de abrigarme, despojándose de su resplandeciente manto. En el momento en el que me lo pasaba por los hombros, mi humilde cuerpo aparecía cuajado de estrellas.
Irremediablemente triste para mí era el otoño, pues a su llegada las hojas de los otros árboles se disfrazaban de un color pardo-rojizo, que me recordaba intensamente al cielo en la hora del ocaso, cuando las montañas parecen incendiadas, y yo me siento dispuesto a entregar mi alma por pasear los dedos por sus lomos ardientes. Las cosas no mejoraban con la caída de la hoja, pues mucho me agradaba a mí el espectáculo de las hojas arrancadas por la brisa, deslizándose en comparsa, arrojándose en tirabuzones, o en caída libre. Pero como siempre he sido un tanto corto de vista y el resto de árboles me habían aislado en mi pequeño parapeto, todo aquello se me presentaba desdibujado, como la obra inconclusa de algún pintor impresionista. Entonces no podía dejar de llorar y con cada una de mis lágrimas más tupida se volvía la carcasa que envolvía mi corazón.
Lo peor acontecía con la llegada de la primavera. Cuando veía a los pájaros regresando alegres de sus periplos por tierras más cálidas, dispuestos a anidar en la garganta frondosa de alguno de mis congéneres. Un buen día se me acercó un petirrojo, que agitando sus pequeñas alas frente a mí, habló del siguiente modo:
-Hola, ¿a qué exótica especie perteneces?Pues nunca había visto uno como tú, ni en las lejanas y misteriosas tierras del sur, ni por ninguno de los países de estas latitudes.
-Cosa extraña-le contesté- porque existen muchos como yo. Sin ir muy lejos podrás ver que estoy rodeado de ellos. Soy, simplemente, un árbol.
-¡Uy! ¡Que gracioso! Un árbol dice….Mirad chicos-cantó dirigiéndose a sus compañeros-este señor tan raro de aquí, se cree un árbol…
-No me lo creo, lo soy
-Ja,ja,ja-entonaron los petirrojos a coro- un árbol, dice, un árbol….
- Es cierto-dijo mi vecino más cercano, quien hasta el momento no había dado muestras de estar atento a la conversación, pero que, conociendo como conocía su naturaleza, sería extraño que dejara pasar una oportunidad de meter baza-es uno de nosotros. Aunque bien raro y excéntrico. Le encanta distinguirse y se pavonea de su comportamiento llamándolo “carácter”-explicó con un acento realmente molesto.
-Pero-preguntó el petirrojo que había iniciado la conversación-¿y las ramas? ¿y las hojas?
-Crecen hacia mi interior-respondí en un tono vago, un poco intimidado ante tanta pregunta
-Pero ¿por qué?-insistió-no lo entiendo…¿De qué servirían mis alas si crecieran hacia dentro?-preguntó como si interrogara al aire
-Nunca me han enseñado otra manera de crecer-respondí. La verdad es que no puedo decir que aquello fuera cierto, pero desde que tenía uso de razón había ocurrido así.
-¡Pero eso es insano!-exclamó el petirrojo-¿no ves que si creces demasiado acabarás por reventar?
-Puede ser…-comencé a responder titubeante
-Mírate, apenas llegada la primavera ya las flores asoman por tu boca….-en estas estaba cuando uno de sus compañeros se le acercó recriminándole que les retrasara en la ardua labor de encontrar un buen árbol.
-En fin…tu sabrás..-me dijo y se alejó ligero hasta ponerse a la altura de sus compañeros
No puedo decir que aquel encuentro no produjera ningún efecto en mí. Además, últimamente sentía demasiada prieta la carcasa de mi corazón, e incluso me parecía ver como mi piel comenzaba a resquebrajarse. Generalmente le quitaba hierro a este asunto tildándolo de producto de mi mente ociosa. Pero aquella noche apenas pude dormir, y a la mañana siguiente mis ojos estaban circundados por dos enormes ojeras.
-¡Uf, que mal aspecto tienes!!!- no tardé en reconocer en aquella voz atiplada el canto alegre del petirrojo.
-¿Qué haces aquí?-respondí huraño-¿no te habías ido con tus compañeros?
-Ciertamente, pero has de saber que ante todo soy un petirrojo muy curioso. Mis compañeros siempre me dicen que como a los gatos, esta curiosidad mía acabará por matarme…-respondió pensativamente
-Así que los dos llevamos dentro el germen de nuestra destrucción..-respondí sentenciosamente
-Puede ser-dijo- aunque pienso que aun estás a tiempo de ponerle remedio. A ver, intenta abrirte…
-¿Cómo?
-Abrirte…no puede ser tan difícil si todos lo hacen. Piensa, por ejemplo, en el sol. ¿No te gustaría sentir su tacto en tus ramas? ¿su lengua deliciosa lamiendo tus hojas?
-Sí, supongo que sí-respondí un poco por cortesía, pues aquella era la primera vez que alguien realizaba tal esfuerzo por mí.
-Y la lluvia….¿no crees que sería maravilloso sentir sus piececillos bailoteando encima? ¿o tamborileando con sus dedos?. .. para mí no hay mejor sensación que refrescarme bajo la lluvia y luego sacudir mis plumas al sol, allí donde nace el arco iris.
-Sí-dije-pero eso ha de ser muy hermoso cuando se ha viajado tanto..
-Por eso mismo, yo he viajado mucho y te puedo decir que crecer como tu creces es no puede ser natural
-Pues a mí siempre me ha ido bien-respondí un tanto mohíno ante tamaña insistencia
-¡Ahhh!-se lamentó el petirrojo-los árboles sois tan tozudos…supongo que se debe a que vivís tantos años...-y sin decir más se dio la vuelta
-No! No te vayas!-le exhorté-es que….Hace tanto que nadie habla conmigo... Me gustaría que te quedaras, aunque sólo fuera un ratito..
-Está bien, pero sólo un ratito….
-¡Gracias! ¡Gracias! Por favor háblame de tus viajes……
Comenzó a hablarme del mar, que, según contó, es tan inmenso que en él podrían alojarse cinco lunas, incluso en la fase en la que andan más alborotadas... También de algunos lugares, alojados entre montañas, en los que las estrellas brillan más puras, como si les hubiesen pasado un paño vivificante por el rostro. De los ríos que parecen siempre empeñados en perseguir algo que no encuentran, a lo que nunca dan tregua. De como la piel de las gentes de las tierras cálidas parece cincelada en las arenas del desierto... Yo me sentí transportado en volandas por mi imaginación y daba muestras de sentirlo todo con tal intensidad, que él no dudó en bautizarme como el primer árbol viajero. Y afirmó que realmente era único en mi especie, pues no sólo tenía la extraña cualidad de crecer para adentro, sino que además podía volar hasta los lugares más lejanos, permaneciendo unido a mis raíces.
En estas estábamos cuando llegó la noche y el petirrojo comenzó a sentirse muy nervioso, pues estaba bastante lejos del lugar donde habían construido su nido, y la noche se presentaba perceptiblemente fría. Lo alenté a que no se preocupara, pues si quería podía dormir en mi coronilla. Ya trataría yo de que estuviera cómodo entre las ramas y hojas que por ella asomaban. Además cualquier cosa sería mejor que volar en plena noche, con riesgo de extraviarse o perecer en las garras de algún ave rapaz... Tal y como dije traté de recrear un lecho con mis ramas y el petirrojo se instaló en él, no sin cierta suspicacia. La noche, en efecto, transcurrió fría y de vez en cuando podía sentir como su cuerpecillo temblaba, pues era su plumaje tan liviano que apenas constituía abrigo. Traté de concentrarme y hacer crecer mis ramas para transmitirle con ellas mi calor, y de pronto sentí como la carcasa de mi corazón se aflojaba. Al instante su respiración se tornó más tranquila.
A la mañana despertó muy contento, pues había pasado muy buena noche y me preguntó si no me importaría que permaneciera conmigo unos días. Por supuesto aquella circunstancia me llenó de felicidad y de pronto, en su compañía y por primera vez, me sentí realizado como árbol. Transcurrieron los días y mientras el petirrojo los adornaba con las historias de sus viajes, yo compartía con él mi experiencia singular de árbol que crecía hacia el interior. Sorprendentemente aquello a él parecía interesarle en extremo, sobre todo cuando escanciaba los argumentos con mis fantasías. Cosa que conseguía que el petirrojo se hinchase de puro placer.
Una vez me dijo “viajar por el mundo es hermoso y te hace libre, pero tú no has viajado menos ni eres menos libre, pues has llegado hasta los confines de tu imaginación. Y la imaginación es como el horizonte, aunque uno se le acerque siempre existe un nuevo horizonte, allá a lo lejos..” Cuando le comenté que lo encontraba muy sabio, me respondió con las siguientes palabras que jamás olvidaré “nunca debes de avergonzarte de ser quien eres, pero es peligroso cuando ser quien eres te limita. El mundo está lleno de seres extraordinarios cuyo contacto nos enriquece”. Continuábamos en compañía mutua cuando sentimos aproximarse el verano. Entonces le comenté que quizás sería conveniente que regresara al nido, pues no sabía si sería quien de protegerle de los rayos del sol. Pero él se negaba a abandonarme y yo podía sentir como la carcasa de mi corazón se hacía cada vez más ligera. Hasta podía escuchar su latido retumbante bajo mi corteza.
Una mañana me despertó su canto. Al abrir los ojos me encontré ante mí con un días gris, cosa que me sorprendió, pues el anterior había sido espléndido, y me parecía percibir con fuerza la presencia del temido verano. Sin embargo ahora veía recortarse una gran nube en torno mía. Mientras el petirrojo revoloteaba contento, como un cometa loco, que se siente libre de su órbita, no dejaba de gritar “¿lo ves? ¿lo ves?”
-¿Qué? ¿a qué viene tanto alboroto, amigo mío?
-¿No lo ves?- me miró sorprendido
-¿El qué????-comenzaba a ponerme un poco nervioso- perdona, no quise gritarte..
-No importa-exclamó jubiloso-¡Hoy nada importa!... Pero, querido amigo, llevas tanto tiempo creciendo para adentro, que has olvidado como mirar hacia fuera... ¡Mírate!
Empujado por su entusiasmo moví mi cabeza a ambos lados, de arriba abajo, de este a oeste…. Así pude ver como todo a mi alrededor era verde. Que mis cabellos estaban poblados de pájaros y pequeños insectos reptantes. Que tenía aquí y allá ramas salpicadas de hojas estrelladas. Que definitivamente se había desvanecido la carcasa de mi corazón y toda aquella naturaleza que habitaba dentro de mí, había florecido hacia fuera, y yo disfrutaba de mi particular fiesta de la primavera. Además aquello que yo había confundido con una nube eran las curvas de mi cuerpo,femenino, dibujándose sobre la hierba. Entonces pude sentir mis brazos balanceándose con la brisa, que no paraba de hacerme reverencias. Y me recree en el hermoso color de mis hojas, que por fin enrojecerían con la llegada del otoño. Pero lo mejor, lo que realmente me llenaba, era la alegría de mi petirrojo que revoloteaba enfebrecido a mi alrededor…

Así fue como de árbol que crece para adentro, apenas un tronco, me convertí en el más robusto y frondoso del bosque. Y como el silencio que desde que nací me rodeaba, se convirtió en el eco del saludo alegre de mi petirrojo, que ya desde lejos se anunciaba, cuando regresaba a mí al perfilarse la primavera.
Ah! Sí, debo añadir que, a pesar de todo esto, nunca perdí la costumbre de crecer para dentro.

lunes, 21 de marzo de 2011

FRUSTRACIÓN

Hay noches
en las que me aferro
con fuerza a la almohada
y la domino
a mordiscos
Mi boca enmudece
atragantada de plumas
y mis dientes
visten la sangre
del pájaro muerto

Es enfermizo
que cuando me tocas
mi piel se esquirle
en palabras
y que mis silencios
te arranquen los ojos
niño ciego
Que se conviertan
en dados
en manos del
azar
y al estrellarse
contra la verde
piel del tapiz
arranquen siempre
un número muerto

jueves, 17 de marzo de 2011

CANTO AL HERMANO PERDIDO

Murió en mi lecho
y como alguien dijo después
aquel día lloraron hasta las piedras

Yo le había prestado mi lecho de hermana
Para que no tuviera frío
Para que no estuviera solo
Para que leyera libros en las noches en blanco
mientras el agua estriaba las paredes
y el aliento de la muerte acechaba tras las ventanas
imprimiendo funestos caracteres en el cristal

Tras el ataud
escrito en el envés de sus párpados
pude leer
Que eternamente tuvo frío
Que finalmente murió solo
Que habían rasgado el libro de la noche

Hicimos astillas con la cama
Prendimos con ellas una hoguera
y avivamos el fuego con nuestras lágrimas

Al amanecer
barrimos las cenizas con la escoba
y le rogamos al viento que se las llevara
Lejos
Hay días en los que sentimos como sopla
saturado de humo

sábado, 12 de marzo de 2011

LOS PUENTES DE PARIS





A Emma y a todos aquellos que confluyen en su blog, cuya lectura me trajo este cuento http://emmagunst.blogspot.com/



Un buen día decidió morir de amor.

Ocurrió al despertarse, mientras el sol despegaba la habitación de la oscuridad y la sumía en el mar del nuevo día. Entonces se dio cuenta de que el amor, lo mismo que la vida, no puede desandarse. Sólo matarlo o morir. Aquel fue un pensamiento impregnado de claridad. Como una verdad impronunciable en la que sólo existen los pájaros cantando, y las hojas de los árboles.

Tomó el cuenco y lo llenó de leche. Cogió el pan y comenzó a desmenuzarlo en pequeños trozos, que caían indolentes en aquel océano blanco. Con la cucharilla los hacía zozobrar como barcos en la borrasca, y cuando su corazón de miga se encontró empapado, los observó hundirse sin oponer resistencia. En ese instante supo que sólo existía un lugar al que ir a morir de amor.

Aquella tarde, con su mochila al hombro, salió de la casa y comenzó a caminar. Aunque conocía el destino, dejó que la ruta la decidieran sus pies. Sus brazos se movían con aquel dócil vaiven de alas pegadas al cuerpo, conscientes de que por mucho que se desplegasen nunca llegarán a alzar el vuelo. Al caminar se iba despidiendo. Sentía como al barrio le costaba dejarle marchar, como le prodigaba miradas seductoras, tiernas. Le hablaba, y en su voz se conjugaban los ecos de la infancia con las tardes felices de la adolescencia, cuando, entre las caladas de un cigarrillo furtivo, contemplaba la caída del sol, con la misma ensoñación con la que Nerón contemplaba arder Roma. Las esquinas le lanzaron por el aire aquel primer beso, robado a unos labios frescos en una mañana de primavera. Cuando volvió a verla sus mejillas se tiñeron de un rubor que le cubrió hasta los ojos. Jamás pudo abrir otra vez los párpados para volver a mirarla.

Comenzó a silbar al llegar a la carretera. Escuchaba el sonido de los coches deslizándose a su lado. Tuvo lástima de aquella gente con tanta prisa, como si temieran que se les escapase el tiempo. Ahora a él eso ya no le importaba. Desde que había decidido que su tiempo había terminado, se dio cuenta de que el tiempo solo era otra de las ridículas ataduras de los mortales y su afán de medirlo todo. Una vez se les ocurrió medir el amor. Conometraron el número de latidos que cabían en un beso. En el suyo cupieron más latidos, por lo que concluyó que él la amaba más. Desde aquel día esa idea lo torturaba y se convenció de que aquello no sería para siempre. Los presentimientos son al contrario de los deseos, si uno los dice en alto acaban por cumplirse.

Llegó la noche y con ella vinieron a hacerle compañía las estrellas. La luna estaba escondida y pensó en que quizás no volvería a verla otra vez. La luna es de esas cosas por las que merece la pena vivir. Pero el amor es la única cosa por la que merece la pena morir, decidió. Así que a pesar de las súplicas de las estrellas y el agujero que la ausencia de la luna había dejado en el cielo, sostuvo que su resolución era irrevocable.

A la mañana temprano se encontró en los límites de la ciudad. A pesar de la hora, le esperaba jadeante y lúcida, con esa hermosura natural de mujer recién levantada. Al pasar por el mercado compró una manzana y la fue mordisqueando, sintiendo como su jugo ácido le atravesaba los dientes. Tal vez su última manzana… Le enardecía el combate de los vendedores en sus puestos, a ver quién gritaba más alto, a ver en qué puesto lucía la fruta más brillante…. A el le hubiese gustado ser mercader, con su mandil blanco y un bigote que atusarse con aire pensativo. Los hombres con bigote le parecían portadores de una sabiduría olvidada…

Transcurrió la tarde entre escaparates de cristales mágicos y las curiosidades de los puestos de los márgenes del Sena. Una mano pálida, venida de otro tiempo, rebuscando encontró una fotografía que sostuvo triunfal ante sus ojos. La figura de Simone de Beauvior se recortaba en la penumbra, escribiendo, como la única luz capaz de abatir a las sombras en el Café del Flore. Ella le había comentado que quizás por eso la gente escribía “por abatir a las sombras del espíritu”. El se sintió totalmente prendido a su sonrisa.
Igual que aquella tarde, se sumergió en las calles, sin rumbo, esperando que como entonces la casualidad le hiciera pararse, mirar al frente y tropezar con el mismo Café del Flore. Aquellas eran el tipo de circunstancias que a ella le hacían saltar y batir palmas. Le abrazó y sintió su cuerpo menudo como un lodazal. Se imaginó hasta el cuello de barro, pero no le importó. Supuso que la felicidad es pegajosa. Más tarde se encontraron ante la placita Simone de Beauvior y Jean Paul Sartre, y fueron nuevos brincos y cabriolas. El aire se tornó esponjoso y su tacto era de mousse de chocolate.
Pero esta tarde no le depararía todas aquellas cosas, únicamente su recuerdo, y entonces se percató de que ya no dolía.

A la hora de las sombras llegó al Pont Neuf. Estuvo contemplando las aguas del Sena, como un hilo de tinta ciñendo las caderas de la noche. Se acercó a la balaustrada, pero de pronto uno de sus pasos se perdió en el aire. Allí había algo, un bulto, una figura humana. Estaba ahí, dormida, con su rostro cerrado, únicamente al alcance del resplandor de una farola. Le pareció joven, brillante, viva. Los cabellos le caían hacia atrás y pensó que seguramente tendrían continuidad en el río. Casi sin percatarse acercó su mano, e incluso antes de tocarla percibió que su piel estaba fría. Sus ojos se abrieron y en un principio le parecieron cubiertos por la telaraña del sueño, pero al instante se agazaparon, como animalillos asustados. Se levantó, cogió la manta con la que se abrigaba y una enorme mochila y echó a correr. El fue tras de ella, llamándola con un nombre de mujer que nunca había escuchado, y que no sabía cómo había asomado a su boca. Pero ella corría y corría ….hasta que se perdió en la noche.
Volvió al puente y se arrodilló en el lugar donde un momento antes dormía la muchacha. Allí sólo encontró un cuaderno de raídas tapas amarillas.

Antes de que abandones
el aire
quiero que sepas que fuiste
importante como el pan fresco
el arcoiris, las estrellas, el color índigo
y los puentes de París

Luisa Futoransky*



Aquel fue el poema que apareció en una hoja escogida al azar. Pensó que seguramente aquella era una libreta mágica y comenzó a leer aleatoriamente. Tan solo cuando llevaba unas cuantas páginas se percató de que todos los poemas estaban escritos por mujeres. Y en estas le sorprendió el día sin que recordase su resolución. Se percató de que debía aplazarla para la noche. Decidió aprovechar su último tiempo visitando los puentes de París de los que hablaba el poema. Uno de sus favoritos era el Pont des arts. Recordó su asignatura pendiente, contemplar las estrellas desde el Pont des arts bebiendo vino y comiendo queso. Lástima que aquel había sido su último día en París, y tuvieron que emplazarlo para una próxima visita.
Cuando caminaba hacia el Pont des arts, recordó la libreta y se le ocurrió que debería buscar a su dueña para devolvérsela. El aire de la mañana era fresco y tenía prendidos los cabellos en una melodía, pensó. Sonaba a guitarra y talle cimbreante. La mañana en Paris sabe mover las caderas. Se rió, quizás también a él se le había pegado un poco de poesía. Pero sí, era una guitarra….y una voz de mujer, cálida. Le pareció que ya no sentía tanto frío. Era como si los lugares que alcanzaba aquella voz fueran protegidos por una leve campanita de cristal, y ya no penetrara el viento. Vio un grupo de gente y supuso que del epicentro de aquel, procedía la voz. De pronto calló. Aplausos. La gente comenzó a dispersarse. Su corazón batía fuertemente. Se llevó la mano al pecho ¿Cuántos latidos caben en una espera?
Incluso antes de que el círculo quedara despejado, supo que era ella.
Posó su mochila en el suelo y la abrió. Sacó la libreta amarilla y desde la distancia se la ofreció a la chica de la guitarra.
-Acércate-fue lo único que dijo
Se acercó y se la quedó mirando. Sus ojos parecían más soñadores cuando estaban abiertos. Se la ofreció con delicadeza y ella casi se la arrancó de las manos.
-Pensé que no volvería a verla…son los poemas que canto. Mi posesión más preciosa…Perdona que ayer saliera corriendo, pero es que al dormir me vuelco sobre mi misma, y fue como si al despertarme me arrancaras de mí. Por eso tuve que salir corriendo, para volver a encontrarme…. ¿Quieres que te cante algo?
El asintió levemente, como si pensara que ante un gesto brusco ella saldría corriendo de nuevo. Se dejó mecer por aquella voz, cálida como la brisa del verano, agitando las ramas de los árboles. Ella le contó que así se ganaba la vida, cantando poemas por los puentes de París.
-La gente se vuelve generosa en estos puentes ¿sabes? Generosa con el amor. Pródiga en besos….La gente viene a este río a amarse, a besarse….aquí elude sus miedos y se enfrenta a la vida. Cuando uno atraviesa alguno de estos puentes se siente pleno…y en el peor de los casos un puente siempre te lleva a una nueva orilla.
-Yo vine a los puentes de París para morir de amor. Sabía que era el único lugar donde podía hacerlo…
-Sí, la gente también hace eso…-se limitó a responder ella.
Estuvo todo el día escuchándola, mientras las monedas doradas titilaban en la chistera negra, de raso. Había parejas que le pedían que cantara solamente para ellas. Entonces la chica buscaba algún poema que hablara de amor y recitaba con aquella voz que parecía envolverlos, protegiéndolos del frío y del viento.
Al llegar la noche compraron queso y pan y los tomaron sobre la estructura del Pont des Arts, contemplando las estrellas que brillaban sobre sus cabezas. Una línea fina, como el óvalo de una mejilla, se dibujaba en el cielo. Era la nueva luna que comenzaba a gestarse. Dentro de unos días estaría rebosante. Pensó en lo espléndida que se vería desde ese puente y en su mágico resplandor iluminando el rostro de la chica mientras dormía a su lado. Como ahora. Se dijo que nunca nos hallamos tan indefensos como cuando dormimos. Por eso dormir con alguien resulta un acto de entrega. Muchas veces incluso mayor que el sexo….Le gustaba aquella intimidad, como de resaca del mar que te arrastra al centro de ti mismo a medida que te acerca a la otra persona…y ahogarse en ella…en vez de hacerlo en las aguas del Sena.
Decidió que le gustaría esperar con la chica la llegada de la luna nueva. Como ella misma decía, en el peor de los casos un puente siempre te lleva a una orilla nueva….


* poema sustraido del blog de Emma http://emmagunst.blogspot.com/

jueves, 10 de marzo de 2011

JUEGO DE NIÑOS


De la vieja casa, con sus paredes abyectas, preferían entre todas las habitaciones las escuálidas y carcomidas vigas del desván. Así que en las tardes muertas del estío, cuando el sol abrasaba los tejados y la hierba decidía replegarse hasta sus raíces, los niños subían por las escaleras serpenteantes, con las verdes capas anudadas al cuello, y Adrián, siempre en cabeza, fingía escupir fuego por la boca, como si mientras ascendían en fila india conformaran aquel dragón que habitaba sus sueños, y del que nunca alcanzaba a escuchar el nombre. Leocadia constantemente les advertía que con aquella calor se iban a achicharrar, y ellos se reían y le respondían que se equivocaba porque, aunque verdes y con alas, no eran chicharras sino las escamas de un mitológico y espeluznante dragón, más viejo que el propio tiempo. A pesar de sus risas el sol se desmigajaba con fuerza y empapaba en sudor sus ropas infantiles. Incluso Jorge tenía que secar con su pañuelo las saladas gotas que proliferaban por su nariz, pues de lo contrario las gafas se le escurrían indolentemente. Pero, como niños que eran, ellos sabían hallar en todo la contrapartida, y veían en aquel calor acuciante las características propias del clima caribeño. Así que cada tarde jugaban a los piratas, satisfechos por poder recrear las circunstancias de sus aventuras con la mayor verosimilitud. Cogían los pañuelos que antes les servían de capas y con ellos se cubrían la cabeza al modo de los bucaneros. Revestían sus voces de cierta gravedad y donaire, y sus risas se desdoblaban de modo estridente, como si en vez de reirse las cincelasen en roca, y fueran repetidas indefinidamente por el eco. Algunos cojeaban como si hubiesen perdido una pierna en singular combate y la hubiesen remplazado por aviesas patas de palo. Pero la mayor controversia surgía a la hora de dirimir quien de ellos sería el portador del único parche para ojo que, en excelsa ocasión, tras innumerables ruegos, les había confeccionado Leocadia. Aquel parche negro poseía la extraordinaria capacidad de dotar de un aire siniestro a aquel que lo luciera. Y en el fondo todos querían sentir aquel aire siniestro venteando desde su cara. A Jorge le frustraba saber que el estaba previamente descartado para interpretar el papel del pirata del parche negro, pues, en ocasión anterior, Adrián había argumentado que un pirata con parche y gafas era algo tontamente inverosímil. Y Jorge deseó que Adrián se atragantara con aquella palabra nueva, que habría aprendido durante esos días en la escuela, con la que tanto se le llenaba la boca.
Así que empuñando los sables de madera y las sogas anudadas a su cintura, abordaban el navío conformado por la vieja y enorme cama que, desvencijada y cubierta de polvo, rechinaba bajo los pies de aquellos piratas con sus fauces rugientes de querubín. Las refriegas siempre resultaban sangrientas, decoradas con salsa de tomate que habían hurtado previamente de la despensa de Leocadia. Más tarde, a la caída del sol, correrían hasta el río con el fin de que todo rastro del combate desapareciese de sus ropas. Y las arrojaban con sus bulliciosos cuerpos dentro, fingiéndose naúfragos a despecho de los tiburones, hasta el momento en el que el último jirón del sol desaparecía tras las montañas. Así que regresaban a casa empapados, salpicando el recibidor de pequeñas gotas, escapando entre risas de la furia de Leocadia que los perseguía con su escoba hasta sus habitaciones. Allí, una vez a salvo, se felicitaban por haber eludido otra vez la ira de la implacable y pérfida bruja del norte.
Pero antes de esto, durante la tarde, el juego de los piratas finalizaba siempre de la misma manera. El bando de los perdedores debía ser ejemplarmente castigado, por lo que su capitán era colgado del mastil más alto, una vez sentenciado el combate. Para ello enlazaban una soga a la viga del techo más próxima a la cama y pasaban el nudo en torno al cuello de aquel al que en aquella ocasión le tocara ser ajusticiado. Así que el capitán perdedor saltaba desde la cama, con la soga al cuello y fingía su muerte, hinchando los carrillos, simulando los estetores de la muerte, pero con los pies convenientemente pegados al suelo. Aquí para escarnio del perdedor, Adrián solía argumentar que le faltaba verosimilitud-y dale con la palabrita- a la actuación. Sobre todo estos comentarios menudeaban cuando era Jorge a quien le tocaba protagonizar dicha escena…
Todos estos pormenores eran precavidamente decididos la tarde anterior, una vez subían a sus habitaciones, jadeantes todavía tras la persecución de Leocadia. Allí se sorteaban los bandos y se preparaba un pequeño guion de la batalla del día siguiente en la que cada uno tenía su frase. Las frases más espectaculares se las adjudicaban el capitán del bando perdedor- para el momento previo a la horca- y el capitán del bando vencedor, quien, finalmente, siempre mostraba un poco de indulgencia para la tripulación vencida, pues al fin y al cabo “donde manda patrón no manda marinero” tal y como le escuchaban decir a Leocadia. Asimismo habían dibujado en una libreta un plano de la cubierta del barco donde tendría lugar en combate, y con unos Clips de Playmobil establecían las posiciones de cada uno de los combatientes. Así que aquella tarde, cuando se efectuó el sorteo de los papeles, el azar quiso depararle a Adrián el papel del capitán perdedor. No eran frecuentes las ocasiones en las que esto acontecía, así que Adrián, hinchando el pecho como un palomo, les dijo que de una vez por todas se iban a enterar de lo que era actuar. Entretanto Jorge no pudo dejar de sentir como al pronunciar tales palabras, éste le miraba de soslayo.
Cuando al día siguiente se reunieron para subir al desván y dar comienzo a la próxima batalla, se percataron de que Adrián no formaba parte del grupo. Leocadia les informó de que al llegar de la escuela había subido al desván con la intención de ensayar su actuación . Así que por una vez fue Jorge quien encabezó el dragón aleteante, que ascendió entre risas la escalera con su aliento de fuego. Al llegar al descansillo se percataron de que la puerta estaba entreabierta y al empujarla emitió un quejido que se abatió como un oscuro presagio sobre sus espaldas. La habitación estaba a oscuras pero la única ventana arrojaba una luz espectral, que incidía por completo en una figura arrodillada, justo en el centro, al pie de la cama y que a su vez proyectaba en el suelo una sombra, como la del minutero de un reloj de sol. Jorge pensó que en aquel momento serían cerca de las cinco de la tarde y que casualmente la posición de ese humano minutero coincidía con esa hora. Los niños proclamaron su nombre pero la figura permanecía quieta y así, de espaldas, parecía una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos que la mantienen en pie. Pero, contrariamente a lo que pensaron en un primer momento, había un hilo al que todavía permanecía unido, uno que lo sujetaba por el quebradizo contorno de su cuello. Tras unos minutos, Jorge tomó la iniciativa adelantándose al grupo. Cuando llegó a la altura de la figura, apróximo la mano a su espalda, y en aquel momento la vio desplomarse, pues la cuerda anudada a la viga más alta, había terminado de romperse. Pudo ver entonces el rostro Adrián, vacío como el de un muñeco roto, con los ojos fijos en un horizonte en el que quizás hubiera alcanzado a escuchar por vez primera el nombre del dragón verde que habitaba sus sueños, y a lo mejor llegó a saber que durante aquella tarde había sido Jorge quien lo encabezaba.

La investigación concluyó que Adrián había debido acortar la cuerda con el fin de dotar a sus juegos de mayor verosimilitud, con tan mala suerte que en el salto se había desnucado. A Jorge no le sorprendió ver como con esta explicación todos se dieron por satisfechos. Tanto niños como adultos sabían que Adrián, en los últimos tiempos, era un devoto de la verosimilitud. Por eso Jorge sospechaba, que a pesar del resultado obtenido, Adrián nunca se habría enfadado….Aunque él no podía evitar sentir todo aquello como algo ridículo y pegajoso. Al fin y al cabo sólo se trataba de un simple juego de niños, pensó.

viernes, 4 de marzo de 2011

Pensamientos ridículos

¿Existe algo más indefenso que un cadáver?

A veces imagino formas ridículas de morir
Por ejemplo doy un traspiés en la ducha
Y mi cuerpo cae
inerte
con todo el peso de mi carne de piedra
Los senos se descolgarán
cada uno hacia su costado
y los pliegues de mi vientre
recordarán al bandoneón de Piazzola.

Otras veces sueño que muero
de una muerte violenta
una explosión
por ejemplo
y mis miembros
son esparcidos
al calor de la noche
Entonces alguien los recoge
Enumera
Y los va metiendo en una bolsa negra
Pero antes un reportero
Los filmará con su cámara
Y tras una relación minuciosa
Y pormenorizada del accidente que me costó la vida
Las imágenes de mi cuerpo
Mutilado
Engrosarán las filas de la posteridad

En la muerte
¿Quién nos defenderá de la televisión?