Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


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martes, 22 de marzo de 2011

LAS RAMAS DE LOS ÁRBOLES


A Eduardo, porque desde el día que le conozco siento que soy desde dentro hacia fuera



Yo era un árbol que crecía hacia el interior, y al llegar la primavera podía verse como unas flores remilgadas asomaban entre mis dientes. Seguramente aquello era insano, y acabaría matándome por dentro, pero a mí me divertía sentir las ramas expandiéndose a través de mis intestinos, las hojas cosquilleando las paredes de mi estómago. Me gustaba imaginármelas enroscándose alrededor de mis costillas, gateando hasta llegar a mi corazón, y construir para él una tupida carcasa que lo protegía en los días de lluvia. Era yo un árbol inconsciente, inocente y fantasioso, es decir, de la peor de las especies. Los demás no podían evitar mirarme con cierto resquemor, me ignoraban cuando por mi parte realizaba algún torpe intento para entablar conversación, y orientaban sus ramas hacia los lugares más alejados de mi persona. Así que me convertí en un árbol solitario, y como-según ya comenté-mis ramas crecían para adentro, en los días de verano no había sombra que me resguardase del sol y podía percibir como mi joven piel comenzaba a secarse prematuramente. Tampoco el invierno era más piadoso conmigo, pues al hallarme solo, el viento se ensañaba con especial fiereza, y en más de una ocasión mi corteza permaneció helada días enteros, pudiendo sólo hallar consuelo en la presencia de la luna. Pues pronto comprendí que le resultaba muy placentero ver su rostro reflejado en el espejo de mi piel. Tanto que en ocasiones tenía la cortesía de abrigarme, despojándose de su resplandeciente manto. En el momento en el que me lo pasaba por los hombros, mi humilde cuerpo aparecía cuajado de estrellas.
Irremediablemente triste para mí era el otoño, pues a su llegada las hojas de los otros árboles se disfrazaban de un color pardo-rojizo, que me recordaba intensamente al cielo en la hora del ocaso, cuando las montañas parecen incendiadas, y yo me siento dispuesto a entregar mi alma por pasear los dedos por sus lomos ardientes. Las cosas no mejoraban con la caída de la hoja, pues mucho me agradaba a mí el espectáculo de las hojas arrancadas por la brisa, deslizándose en comparsa, arrojándose en tirabuzones, o en caída libre. Pero como siempre he sido un tanto corto de vista y el resto de árboles me habían aislado en mi pequeño parapeto, todo aquello se me presentaba desdibujado, como la obra inconclusa de algún pintor impresionista. Entonces no podía dejar de llorar y con cada una de mis lágrimas más tupida se volvía la carcasa que envolvía mi corazón.
Lo peor acontecía con la llegada de la primavera. Cuando veía a los pájaros regresando alegres de sus periplos por tierras más cálidas, dispuestos a anidar en la garganta frondosa de alguno de mis congéneres. Un buen día se me acercó un petirrojo, que agitando sus pequeñas alas frente a mí, habló del siguiente modo:
-Hola, ¿a qué exótica especie perteneces?Pues nunca había visto uno como tú, ni en las lejanas y misteriosas tierras del sur, ni por ninguno de los países de estas latitudes.
-Cosa extraña-le contesté- porque existen muchos como yo. Sin ir muy lejos podrás ver que estoy rodeado de ellos. Soy, simplemente, un árbol.
-¡Uy! ¡Que gracioso! Un árbol dice….Mirad chicos-cantó dirigiéndose a sus compañeros-este señor tan raro de aquí, se cree un árbol…
-No me lo creo, lo soy
-Ja,ja,ja-entonaron los petirrojos a coro- un árbol, dice, un árbol….
- Es cierto-dijo mi vecino más cercano, quien hasta el momento no había dado muestras de estar atento a la conversación, pero que, conociendo como conocía su naturaleza, sería extraño que dejara pasar una oportunidad de meter baza-es uno de nosotros. Aunque bien raro y excéntrico. Le encanta distinguirse y se pavonea de su comportamiento llamándolo “carácter”-explicó con un acento realmente molesto.
-Pero-preguntó el petirrojo que había iniciado la conversación-¿y las ramas? ¿y las hojas?
-Crecen hacia mi interior-respondí en un tono vago, un poco intimidado ante tanta pregunta
-Pero ¿por qué?-insistió-no lo entiendo…¿De qué servirían mis alas si crecieran hacia dentro?-preguntó como si interrogara al aire
-Nunca me han enseñado otra manera de crecer-respondí. La verdad es que no puedo decir que aquello fuera cierto, pero desde que tenía uso de razón había ocurrido así.
-¡Pero eso es insano!-exclamó el petirrojo-¿no ves que si creces demasiado acabarás por reventar?
-Puede ser…-comencé a responder titubeante
-Mírate, apenas llegada la primavera ya las flores asoman por tu boca….-en estas estaba cuando uno de sus compañeros se le acercó recriminándole que les retrasara en la ardua labor de encontrar un buen árbol.
-En fin…tu sabrás..-me dijo y se alejó ligero hasta ponerse a la altura de sus compañeros
No puedo decir que aquel encuentro no produjera ningún efecto en mí. Además, últimamente sentía demasiada prieta la carcasa de mi corazón, e incluso me parecía ver como mi piel comenzaba a resquebrajarse. Generalmente le quitaba hierro a este asunto tildándolo de producto de mi mente ociosa. Pero aquella noche apenas pude dormir, y a la mañana siguiente mis ojos estaban circundados por dos enormes ojeras.
-¡Uf, que mal aspecto tienes!!!- no tardé en reconocer en aquella voz atiplada el canto alegre del petirrojo.
-¿Qué haces aquí?-respondí huraño-¿no te habías ido con tus compañeros?
-Ciertamente, pero has de saber que ante todo soy un petirrojo muy curioso. Mis compañeros siempre me dicen que como a los gatos, esta curiosidad mía acabará por matarme…-respondió pensativamente
-Así que los dos llevamos dentro el germen de nuestra destrucción..-respondí sentenciosamente
-Puede ser-dijo- aunque pienso que aun estás a tiempo de ponerle remedio. A ver, intenta abrirte…
-¿Cómo?
-Abrirte…no puede ser tan difícil si todos lo hacen. Piensa, por ejemplo, en el sol. ¿No te gustaría sentir su tacto en tus ramas? ¿su lengua deliciosa lamiendo tus hojas?
-Sí, supongo que sí-respondí un poco por cortesía, pues aquella era la primera vez que alguien realizaba tal esfuerzo por mí.
-Y la lluvia….¿no crees que sería maravilloso sentir sus piececillos bailoteando encima? ¿o tamborileando con sus dedos?. .. para mí no hay mejor sensación que refrescarme bajo la lluvia y luego sacudir mis plumas al sol, allí donde nace el arco iris.
-Sí-dije-pero eso ha de ser muy hermoso cuando se ha viajado tanto..
-Por eso mismo, yo he viajado mucho y te puedo decir que crecer como tu creces es no puede ser natural
-Pues a mí siempre me ha ido bien-respondí un tanto mohíno ante tamaña insistencia
-¡Ahhh!-se lamentó el petirrojo-los árboles sois tan tozudos…supongo que se debe a que vivís tantos años...-y sin decir más se dio la vuelta
-No! No te vayas!-le exhorté-es que….Hace tanto que nadie habla conmigo... Me gustaría que te quedaras, aunque sólo fuera un ratito..
-Está bien, pero sólo un ratito….
-¡Gracias! ¡Gracias! Por favor háblame de tus viajes……
Comenzó a hablarme del mar, que, según contó, es tan inmenso que en él podrían alojarse cinco lunas, incluso en la fase en la que andan más alborotadas... También de algunos lugares, alojados entre montañas, en los que las estrellas brillan más puras, como si les hubiesen pasado un paño vivificante por el rostro. De los ríos que parecen siempre empeñados en perseguir algo que no encuentran, a lo que nunca dan tregua. De como la piel de las gentes de las tierras cálidas parece cincelada en las arenas del desierto... Yo me sentí transportado en volandas por mi imaginación y daba muestras de sentirlo todo con tal intensidad, que él no dudó en bautizarme como el primer árbol viajero. Y afirmó que realmente era único en mi especie, pues no sólo tenía la extraña cualidad de crecer para adentro, sino que además podía volar hasta los lugares más lejanos, permaneciendo unido a mis raíces.
En estas estábamos cuando llegó la noche y el petirrojo comenzó a sentirse muy nervioso, pues estaba bastante lejos del lugar donde habían construido su nido, y la noche se presentaba perceptiblemente fría. Lo alenté a que no se preocupara, pues si quería podía dormir en mi coronilla. Ya trataría yo de que estuviera cómodo entre las ramas y hojas que por ella asomaban. Además cualquier cosa sería mejor que volar en plena noche, con riesgo de extraviarse o perecer en las garras de algún ave rapaz... Tal y como dije traté de recrear un lecho con mis ramas y el petirrojo se instaló en él, no sin cierta suspicacia. La noche, en efecto, transcurrió fría y de vez en cuando podía sentir como su cuerpecillo temblaba, pues era su plumaje tan liviano que apenas constituía abrigo. Traté de concentrarme y hacer crecer mis ramas para transmitirle con ellas mi calor, y de pronto sentí como la carcasa de mi corazón se aflojaba. Al instante su respiración se tornó más tranquila.
A la mañana despertó muy contento, pues había pasado muy buena noche y me preguntó si no me importaría que permaneciera conmigo unos días. Por supuesto aquella circunstancia me llenó de felicidad y de pronto, en su compañía y por primera vez, me sentí realizado como árbol. Transcurrieron los días y mientras el petirrojo los adornaba con las historias de sus viajes, yo compartía con él mi experiencia singular de árbol que crecía hacia el interior. Sorprendentemente aquello a él parecía interesarle en extremo, sobre todo cuando escanciaba los argumentos con mis fantasías. Cosa que conseguía que el petirrojo se hinchase de puro placer.
Una vez me dijo “viajar por el mundo es hermoso y te hace libre, pero tú no has viajado menos ni eres menos libre, pues has llegado hasta los confines de tu imaginación. Y la imaginación es como el horizonte, aunque uno se le acerque siempre existe un nuevo horizonte, allá a lo lejos..” Cuando le comenté que lo encontraba muy sabio, me respondió con las siguientes palabras que jamás olvidaré “nunca debes de avergonzarte de ser quien eres, pero es peligroso cuando ser quien eres te limita. El mundo está lleno de seres extraordinarios cuyo contacto nos enriquece”. Continuábamos en compañía mutua cuando sentimos aproximarse el verano. Entonces le comenté que quizás sería conveniente que regresara al nido, pues no sabía si sería quien de protegerle de los rayos del sol. Pero él se negaba a abandonarme y yo podía sentir como la carcasa de mi corazón se hacía cada vez más ligera. Hasta podía escuchar su latido retumbante bajo mi corteza.
Una mañana me despertó su canto. Al abrir los ojos me encontré ante mí con un días gris, cosa que me sorprendió, pues el anterior había sido espléndido, y me parecía percibir con fuerza la presencia del temido verano. Sin embargo ahora veía recortarse una gran nube en torno mía. Mientras el petirrojo revoloteaba contento, como un cometa loco, que se siente libre de su órbita, no dejaba de gritar “¿lo ves? ¿lo ves?”
-¿Qué? ¿a qué viene tanto alboroto, amigo mío?
-¿No lo ves?- me miró sorprendido
-¿El qué????-comenzaba a ponerme un poco nervioso- perdona, no quise gritarte..
-No importa-exclamó jubiloso-¡Hoy nada importa!... Pero, querido amigo, llevas tanto tiempo creciendo para adentro, que has olvidado como mirar hacia fuera... ¡Mírate!
Empujado por su entusiasmo moví mi cabeza a ambos lados, de arriba abajo, de este a oeste…. Así pude ver como todo a mi alrededor era verde. Que mis cabellos estaban poblados de pájaros y pequeños insectos reptantes. Que tenía aquí y allá ramas salpicadas de hojas estrelladas. Que definitivamente se había desvanecido la carcasa de mi corazón y toda aquella naturaleza que habitaba dentro de mí, había florecido hacia fuera, y yo disfrutaba de mi particular fiesta de la primavera. Además aquello que yo había confundido con una nube eran las curvas de mi cuerpo,femenino, dibujándose sobre la hierba. Entonces pude sentir mis brazos balanceándose con la brisa, que no paraba de hacerme reverencias. Y me recree en el hermoso color de mis hojas, que por fin enrojecerían con la llegada del otoño. Pero lo mejor, lo que realmente me llenaba, era la alegría de mi petirrojo que revoloteaba enfebrecido a mi alrededor…

Así fue como de árbol que crece para adentro, apenas un tronco, me convertí en el más robusto y frondoso del bosque. Y como el silencio que desde que nací me rodeaba, se convirtió en el eco del saludo alegre de mi petirrojo, que ya desde lejos se anunciaba, cuando regresaba a mí al perfilarse la primavera.
Ah! Sí, debo añadir que, a pesar de todo esto, nunca perdí la costumbre de crecer para dentro.

lunes, 31 de enero de 2011

La infidelidad del girasol


En un tiempo muy, muy lejano existió un campo mullidamente verde del que brotó un tierno y solitario girasol al que el canto de las aves dio el nombre de Adalberto. Era aquel un girasol de tan resplandecientes cabellos y tan frágil apariencia, que la Hierba que crecía a su alrededor no pudo evitar enternecerse y pronto en su pecho germinaron unos sentimientos a los que bien podríamos designar como instintos maternales. Así que, como aun recién comenzaba a perfilarse la primavera y los días eran todavía fríos, y un viento hostil llegaba procedente de aquel lugar donde nacen las nieves, la hierba se tensaba hasta casi arrancarse de la tierra, para convertirse en escudo o muralla y así evitar que las ráfagas heladas penetrasen hasta corroer el tallo del girasol. Pero era tal la ofensiva del viento y tantas sus embestidas, que aquellas situadas en la parte exterior no tardaron mucho en helarse y el hielo acabó por secarles hasta la última gota de savia de sus cuerpos y con ella la vida. “Afortunadamente-pensaron las supervivientes-Adalberto es todavía demasiado pequeño para erguir la cabeza por encima nuestra y divisar a nuestras hermanas muertas, pues este sería un golpe demasiado duro para alguien tan tierno y joven”. Y es que ellas mismas se sumían en hondo pesar al contemplar como a su alrededor todo era arrugado y seco, y como sus antes verdes y relucientes compañeras iban regresando paulatinamente a la tierra.

Pasó el tiempo y al fin llegó el día en el que la primavera se tornó cálida y en su abrazo volvió a surgir la hierba, con tanto vigor que ya apenas quedaba huella del combate con el viento. Y el mismo Adalberto había crecido tanto que podía erguir la cabeza por encima de sus hombros y divisar el océano verde que se extendía a su alrededor, como si el no fuese más que una isla flotando en un mar de hierba. Era Adalberto un girasol tan alto y carnoso que la Hierba no podía evitar sentirse orgullosa y pensaba-aunque esto no podía afirmarlo, ya que no había visto ninguno antes- que Adalberto era el girasol más hermoso que nunca había existido.
Y así llegó el verano en el que el sol es el único soberano. Adalberto se pasaba los días con sus brazos extendidos al cielo y gozó como nunca al sentir la ardiente caricia del astro rey en su rostro. Pero al llegar la oscuridad se sentía languidecer y abatido, arrastrando sus cabellos por la Tierra una noche se dirigió a ella de esta manera:
-Madre, tú que me acoges en tu seno y eres tan vieja y sabia, dime ¿por qué cada noche se ceba en mi corazón la pena y cunde en mi pecho tan gran desánimo?
Al escuchar estas palabras la Hierba empalideció, pues descubrió como a pesar de lo maternal y protectora que siempre se había mostrado con Adalberto, éste se dirigía a la Tierra de tal manera. De todos modos, a pesar de este primer sobresalto, pronto hubo entre la hierba voces que llamaron a la calma, no en vano, decían, la Tierra es la madre de todos los seres.
-Ah! Eres tan joven Adalberto!-contestó la Tierra con voz granítica- y desconoces tantas cosas! ... Deberías abrir tus oídos a las historias que cada día a nuestro alrededor susurra el aire, pero… ya sé! ya sé! me dirás que tú desconoces su idioma y que para mí es muy fácil reprocharte, puesto que no hay lengua de las que pueblan los bosques cuyo canto me sea desconocido. Además tú has nacido único en tu especie en este verde campo, sin más alimento que el que te proporcionan mis ubres y sin más cuidados que los que te prodiga la maternal Hierba. Así que yo misma hablaré al Aire que como culpable de tu soledad- pues no en vano habrá arrancado tu semilla del lugar de donde debías haber nacido para traerte a este lugar donde todo lo desconoces- no podrá negarse a contarnos esa historia que sin desmayo repite el eco del bosque…..Ven Bello Aire, príncipe inconstante-clamó la tierra-Ven a contar la historia del niño de los cabellos de oro a este girasol incómodo con su propia naturaleza pues tú, caprichoso, lo desviaste de la senda que debía tomar.
-Calma! Calma! Oh! Madre tierra, reina entre reinas. Origen y final de todo. Seno y sepulcro de todo lo que ha sido, de todo lo que es y de todo lo que será. No hace falta que a mí te dirijas con reproches, porque si bien soy inconstante, también soy inconsciente-aquí el aire sonrío orgulloso ante su propio ingenio- y nunca pretendí separar a este girasol de su familia. Así que, cuando vi las consecuencias de mis actos, le pedí a mi hermano el Viento del Norte que extinguiese su vida- todavía no era más que un brote y por lo tanto no tenía uso de razón- para poder devolverlo a ti, rogándote que le dieses una segunda oportunidad y la existencia que por estirpe le correspondía. Afortunadamente en aquellas circunstancias y pese a su aparente fragilidad, no le faltó defensa, pues fue la hierba paladín incansable, ejército rocoso que no sucumbió ni a la fatiga, ni al desaliento, ni a la muerte (y eso que fueron incontables las víctimas de tan numeroso ejército). Afortunadamente, digo, pues tengo para mí que nunca había visto entre los de su especie ninguno tan hermoso. Tanto más que cualquier otro parece un digno heredero del niño de los cabellos de oro, cuya historia con inmenso placer os he de contar. Para que ambos me entendais de modo simultáneo-y así oh madre! para que no tengas que ejercer de traductora-emplearé para narrarla el lenguaje que hablan las flores. Así que sin más preámbulos, empiezo…
-“Hace muchos años, en un lugar muy, muy lejano, nació un niño tan hermoso que el radiante Sol enseguida se encaprichó de él. De tal modo que asomándose por la ventana del cuarto donde el neonato dormía, penetró su luz en la estancia y acariciando la infantil cabeza le concedió el don de que en cuanto le medrasen-puesto que la cabeza del niño, como ocurre a menudo entre las crías de los hombres, lucía todavía virgen –sus cabellos tendrían su mismo color- atributo que, como todo el mundo sabe, es especialmente apreciado entre los humanos. Así que el niño creció y una mata rubia como el oro fue cubriéndole la cabeza, hasta que se hizo tan espesa que cuando se la miraba recordaba a los campos de trigo en el momento que alcanzan su máximo esplendor. Su sola comtemplación provocaba en los hombres el feliz sentimiento que surge cuando los rayos de sol hieren con sus dedos las monótonas y densas nubes del crudo invierno, y entonces los cielos semejan desangrarse de luz. Así que las gentes cuando estaban tristes sólo tenían que acudir a la granja donde vivía el niño y en sus corazones brincaba de nuevo la alegría. Por todas estas razones, podéis imaginar que era este un niño muy querido.
La gente se percató de que durante aquellos años el Sol se había asomado con más frecuencia de lo acostumbrado, así que aquellos fueron años de prósperas cosechas. Para nosotros estaba claro que el Sol se prodigaba porque no podía permanecer demasiado tiempo lejos de su querido niño, así que le veíamos agarrar a las molestas nubes por sus colas y con toda la fuerza de sus robustos brazos las arrojaba lejos de su presencia, para que así no pudieran enturbiar la contemplación del pequeño Elíseo, pues era así como tan afortunado niño se llamaba. Y así Eliseo correteaba por los bosques ajeno a tan apasionado amor y vivió una Infancia feliz y sana, hasta que un día de un lugar antes muy lejano vió llegar a la Adolescencia en cuyo horizonte, aquellos entre nosotros más sagaces, ya podíamos vislumbrar al hombre que algún día habría de ser. Con la Adolescencia el temperamento de Eliseo se templó un poco, pues si durante niño parecía que con sus piernas quería abarcar el mundo y aprisionarlo entre sus angélicos brazos, ahora eran sus ojos los que pasaban horas contemplando su singular belleza. Y como para la mayoría de los jóvenes, la Adolescencia fue la época en la que sus párpados se cerraban con singular melancolía y en su pensamiento se tejían inerminables versos sobre el amor y la vida. Todo esto no hizo sino que aumentar la devoción del sol que se levantaba más y más temprano para acudir al encuentro de Eliseo. Tanto que ocurrió que una mañana que se despertó antes de tiempo, cuando todavía la luna permanecía impertérrita en el inmenso cielo, pudo sorprender al joven Eliseo que alzando los brazos hacia ésta le dirigía las siguientes palabras:
Oh bella luna
Tú que reinas en la noche
y empalideces a las estrellas
y que si asomaseis a un tiempo
tu brillo haría parpadear
al mismísimo sol
consiente que desde ahora
sea yo
tu único
y devoto
siervo

Al escuchar estas palabras un rugido que hizo temblar las alas de pájaros e incluso provocó el desvanecimiento de la misma luna, surgió de los labios del sol. Su furia iba en aumento al meditar que aquel su niño amado se había consagrado a su eterna enemiga. Y maldijo a Eliseo de tal modo que nunca pudiese contemplarla de nuevo y por lo contrario lo condenaba a que en las horas en las que él era el único rey de los cielos- pues, se envanecía, el poder de la luna distaba mucho del suyo puesto que estaba obligada a soportar durante la noche la irrupción de las inoportunas estrellas- tuviese su rostro permanentemente orientado hacia el suyo. Así que en ese instante el desdichado Eliseo fue transformado en una flor del tamaño de un joven y las gentes que nunca habían visto flor de esa especie, una vez observaron su curioso comportamiento le dieron el nombre de Girasol, pues durante el día se pasaba las horas persiguiendo los pasos de este en el inmenso cielo.
Así fue como de un modo dramático pero a la par hermoso, surgió una nueva especie, a la que, teniendo en cuenta las evidencias, podemos afirmar que pertenece nuestro amigo Adalberto”
-Sí que es una hermosa historia-afirmó la madre Tierra. Pero mira el triste rostro de nuestro querido Adalberto. Al contemplarlo una llega a creer que ciertamente hay ciertos ejemplares en su especie que están predestinados a la desgracia. Claro está que al haber permanecido desde tan niño entre la feliz hierba, sin la compañía de otros de los de su especie, su corazón late al unísono de esta y no comprende y no admite los dictados de su propia naturaleza.
-Quizás todo haya sido culpa de la hierba que se ha mostrado vulgarmente maternal- dijo el Aire al que no caían bien los paternalismo, puesto que tenía por costumbre dejar morar libremente y cuasiolvidados a la mayoría de sus descendientes.
-No… no es eso-dijo en hilo de voz Adalberto- No culpes a la hierba impetuoso Aire, puesto que esta ha sido siempre tan afectuosa conmigo que hasta este verano nunca me había sentido extraño a ella…. Sencillamente estaba pensando en la desdicha de ese joven encerrado en el cuerpo de una planta.
-Oh-dijo la Hierba-es tan bondadoso y tierno…casi se podría afirmar que dentro de su tallo late un noble corazón-En ese momento y al unísono brotó de sus ojos el llanto que de haber sido observado por cualquier criatura humana, hubiese sido confundido con el más hermoso manto del rocío.

He aquí llegado el momento en el que el narrador debe interrumpir tan enternecedor diálogo para poner en antecedentes al lector de que en el momento en el que el aire abordaba la historia del niño de los cabellos de oro, el sol comenzaba a desperezarse tras las cercanas montañas. Asi que después de enjabonarse bien la cara y cuando se hallaba completamente despierto, no pudo dejar de reparar en aquella reunión de tan extraordinarios personajes. Y un estremecimiento recorrió su espalda al comprobar que aquella suerte de asamblea tenía como centro al ejemplar de girasol más hermoso, pero a la par el más rotundamente triste que nunca antes hubieron contemplado sus ojos. Así que no pudo evitar reprocharse el hecho de no haber reparado antes en aquel al que todos llamaban Adalberto. Por lo que, como el lector supondrá, se dispuso a escuchar con gran sigilo e interés, aquella historia que con grandes aspavientos declamaba el Aire. A medida que se introducía en la misma se sorprendió al pensar que había pasado tanto, tanto tiempo de aquellos acontecimientos, que ni siquiera de ellos se acordaba. Pero con cada palabra el aire iba rescatando una imagen de su memoria y de pronto esa imagen se tornó nítida y se parecía tanto al rostro de un niño que tenía los cabellos del color de su misma piel!!!… Un sentimiento surgido de un lugar íntimo y cálido asomó a su pecho. Era aquel un sentimiento de amor tan puro-sin el más mínimo rastro de aquel odio que un día lo pervirtió- que casi se sintió reventar y pareció que un gran incendio- de tal magnitud que la hierba sintió sus mejillas secas de las lágrimas que tan sólo hacía unos instantes las inundaban- abrasaba las cercanas montañas
-Oh!-dijo Adalberto una vez repuesto del susto-Sólo es el sol que con ímpetu despierta…-Y a medida que la luz se propagaba sentía como sus miembros entumecidos por la noche recuperaban el vigor perdido. Sus pétalos se desplegaron con regocijo para que las mariposas vinieran a saludarle. El aire le tomó de la cintura y comenzaron a moverse al compas que marcaba la hierba quien, entusiasmada, no dejaba de aplaudir. La madre Tierra asentía… De pronto sintió despegar sus raices del suelo y al mirarlas vió que no eran raíces sino un par de delicados piececitos. Y él ya no era el robusto girasol en el que, gracias a los maternales cuidados de la Hierba, se había llegado a convertir. Sino que era un niño con los cabellos de oro que no cesaba de bailar entre los brazos del aire y a medida que bailaba, ascendía. Tanto bailó que pronto una gran distancia lo separaba de la Tierra y no mentiríamos si dijéramos que en aquel momento sintió miedo. Pero miró a los cielos y lo único que vió fue al sol con sus cálidos brazos abiertos de par en par y ya no hubo miedo, sino sólo un batir de caballos desbocados. Aun así, a pesar de la felicidad que le embargaba, se guardó un momento para despedirse de aquellos a quienes dejaba y se acordó de la verde hierba a la que desde la distancia concibió por primera vez como la madre que nunca había tenido. Así que para ella fue su último pensamiento.
Una vez que Adalberto se perdió de vista la tristeza se abatió sobre aquel campo mullidamente verde. A pesar de que sabían que por fin su querido niño sería feliz, pues todas presentían que nunca había sido otra cosa más que un niño encerrado dentro del tallo de un girasol. Pero de repente la hierba se sintió cambiar, como si la hubiesen teñido de un nuevo y cálido matiz. Miraron al cielo y descubrieron que el sol resplandecía de un modo distinto, pero que a la vez les resultaba familiar. Pues pronto advirtieron que aquella nueva luz les recordaba de un modo sorprendente a un tierno y joven girasol de cabellos resplandecientes, con el que hasta hace poco la hierba jugaba a ser madre.

lunes, 24 de enero de 2011

EL CORO



Aquella tarde se percibía un gran revuelo entre las palabras. Durante la mañana, con gran solemnidad, se había promulgado un bando por el cual se las informaba de que, después de un tiempo en blanco, “El Poeta” había recibido súbitamente la visita de la muy noble dama Inspiración y había sido tal la impresión que esta le había causado que enseguida una pasión de desbordante caudal había anegado su corazón. Asimismo se las conminaba a que se mantuviesen alerta y a disposición del Poeta, por si este requiriese su presencia.
Sin duda todas entre las palabras eran conscientes de la importancia de su labor, porque sólo a través de ellas “El Poeta” era capaz de achicar el agua sobrante y mantener a flote y latente su vigoroso pero sensible corazón. Y aunque yo no me considero quien para poner en duda la nobleza de su proceder, he de matizar que la causa de tan grande revuelo no era esa, sino otra que tenía más que ver con la coquetería que con el altruismo.
Era gracioso verlas, como un manojo de nervios, revolotear de un lado para otro revisando sus tocados, perforando sus labios con carmín, ensayando seductoras posturas ante el espejo. Algunas, tras haberse perfumado concienzudamente las axilas, incluso se habían abrillantado con el fin de aparecer resplandecientes, para con su luminosidad llamar de un modo irrevocable la atención del poeta. Porque de todas era sabido que “El poeta” era, entre todos los seres (aparte de los niños), el único capaz de hacer cantar a las palabras. Y todas las palabras desde que eran muy chiquititas soñaban con cantar, pues sabían que era esa la labor en la que mejor lucían. Así que aquella profusión de ungüentos, pelucas, bordados y alhajas iba encaminada a la consecución de una única y atildada ambición: formar parte del coro del poeta.

A mí, lo que realmente me causaba mayor admiración era verlas afinar sus voces, pues al hacerlo a su modo descordinado y caótico, me recordaban mucho a los sonidos en los que prorrumpe la naturaleza. Cuando las escuchaba, un grito desgarrador anidaba en mi pecho y para no arrojarlo a los cielos e interrumpir el improvisado ulular de las palabras, tenía que deshojarlo en templadas lágrimas que al caer inflingían heridas al suelo, naciendo de cada herida una flor.
Por aquellos tiempos era yo un fauno asilvestrado (muy lejos del fauno cortesano que en un futuro llegué a ser) que había creado un tosco instrumento de cañas para imitar el aullar del viento. Pero era inquieto y a la vez carente de imaginación, de resultas que lo que era mi dicha era a la vez mi desgracia, pues si bien tenía el don de amaestrar los sonidos era a la vez incapaz de proporcionarles un nuevo orden e inevitablemente caía en el aburrimiento. Así fue como un buen día, mientras perseguía las voces del bosque, llegó a mí la alegre algarabía de las palabras y sin más me tumbé en la hierba, con la flauta silente a mi lado abandonada.
Posteriormente pude comprobar que si bien las palabras generalmente eran presas de la más grande alegría y liviandad, eran a la vez capaces de ahondar en la más profunda tristeza. Y entonces a su alrededor enmudecían las fuentes y las ramas de los árboles pendían sin hojas. En eses momentos incluso el cantar de los pájaros me producía dolor. Entonces cogía mi flauta y comenzaba a trenzar melodías tan alegres que las palabras dejaban de estar cariacontecidas y se ponían a bailar la extraordinaria danza perdida, que habían aprendido de las olas.
Pienso que ellas confundían la melodía de mi flauta con el frufru del aire al deslizarse entre las hojas de los árboles, pues nunca me pareció que advirtieran mi presencia.
Durante todo aquel tiempo yo había comprendido que aunque cada palabra tenía por sí misma una sonoridad única, vibrante y bella, era en los momentos en los que unas se conjugaban con las otras cuando esta sonoridad se multiplicaba, alcanzado cotas de sonido de insólita hermosura. Y si esto sucedía durante la noche, se podía percibir como en el oscuro cielo la luna goteaba su brillo más silenciosa.
Y al fin llegó el día en el que se publicó el bando que las puso a todas al filo del infarto. En un primer momento tras la lectura del mismo un gran silencio se ahuecó en el bosque. Pero pronto el nerviosismo cundió en todas que se pusieron a repicar cual campanas. Era en verdad aquel un delicioso espectáculo.
Pude ver como las que tenían fama de más astutas comenzaron a revolotear alrededor de los demostrativos y las preposiciones, pues al parecer las tonalidades de estas eran casi imprescindibles para la ejecución de la melodía y tenían la esperanza de que por proximidad y de rebote el poeta las terminase empleando. Para mí era indudable que palabras como algoritmo, rúbrica, paspartú y diáspora tenían coloratura de soprano. Sin embargo palabras como elefante, cohete y alameda se sentían más cómodas en la de contralto. Pero era esto no más que una apreciación personal.
De pronto sentí como si una corriente de aire se deslizase a nuestro alrededor y a medida que esta se iba desplazando, los rostros de las palabras se tornaron de una mayor gravedad. Pensé llegado el gran momento en el que el poeta había cogido la pluma y pronto comprobé que no andaba equivocado, puesto que aquellas entre las palabras que debían ser las escogidas de pronto aparecieron vestidas con sus mejores galas, que consistían en unos sofisticados trajes de negra tinta, con una marca de luz allí donde tenían el corazón. Me pareció que aquellos vestidos les sentaban mejor que su propia piel.
Así que cuando por fin todas las voces habían sido seleccionadas y llegó el definitivo momento en el que elevaron sus cantos al cielo, la naturaleza vibró y sentí como por un instante la tierra giraba en el sentido correcto. Pero aquel sonido que nos envolvía en su abrazo, aunque nuevo no dejaba de resultarme familiar y también yo lo sentí como una nueva piel que se pegaba a mí mejor que mi propia piel. Así que en un impulso cogí mi flauta de caña, que de nuevo en el suelo descansaba silente y comencé a tocar, acompañando la melodía que conformaban las palabras en los labios del poeta. Y se abrieron los cielos para regalarnos su lluvia que, con su rítmico golpear la tierra, también cantaba. Las estrellas de la noche se nos unieron entonando sus arpas. Y el aire se llenó de ronroneantes aleteos de pájaro. Incluso pude escuchar crecer la hierba. Entonces supe que todo el universo es música y que cada día la naturaleza nos habla. Lo trágico es que mientras los oídos de los hombres no estén preparados, el mundo enmudece.
Suerte que yo sólo soy un fauno durante un tiempo muy asilvestrado…

miércoles, 29 de diciembre de 2010

LA FÁBULA DE LA TORTUGA CON EL CORAZÓN ROTO (modesto homenaje al Gran Cronopio)




-Ya ves, aquí estoy con el corazón roto y cara de elefante- Dijo la tortuga Eudosia a la tortuga Delfina

Los ojos de la tortuga Delfina centellearon dentro de la caverna de su concha, pues tenía por costumbre permanecer todo el día agazapada. Había llegado al extremo de que, incluso, había dejado de salir para alimentarse. Grandes enemigos son los miedos para una tortuga

-Todo por culpa de aquel Cronopio- dijo la tortuga Delfina con la voz opaca entretejida de telarañas, pues tampoco tenía costumbre de pronunciarse.

- Ay! Pero tenía una sonrisa ladeada tan simpática y me hizo el mayor de los regalos

-Regalo? A eso llamas regalo? Sencillamente dibujó un pájaro en tu concha…

-Sí, pero era un lindo pájaro y tenía unas alas que se extendían al infinito. Juntos surcamos los firmamentos y llegamos a confines que nunca antes habían sido hilvanados ante los ojos de ninguna otra tortuga. ¡Si vieras con que gracia cimbrea el viento sus caderas!!!! Y luego está el sabor de la lluvia, que cuando se amalgama con el sol siembra los campos de atávicos arco iris. Y vimos el mar que se mantiene abrazado a la tierra por el peso de las sirenas que lo serpentean, pues lo que nadie sabe es que las sirenas son peces con un inmenso corazón de plomo, por eso casi nadie nunca las ve, sólo aquellos para quienes las aguas se conjugan en sepulcro. Si no fuera por las sirenas y sus cantos que mantienen al mar atado de pies y manos llegaría un día en el que éste se despegaría de los suelos para alzarse a los cielos y reunirse con la luna que es su única y verdadera amante.

-Creo que fantaseas Eudosia- dijo lacónicamente Delfina

-No! No! ¿Acaso tus ojos pueden decirme que hayan visto lo contrario??? Tú que vives tu vida dentro de la carcel de tu concha…

- Y tú? Mírate, ahí, desnuda. Ya no tienes hogar ni refugio. ¿Qué va a ser de ti cuando llegue el frío???

-No importa porque volamos tan alto que casi nos enredamos en los cabellos del sol, así que tengo un corazón de fuego que me calienta, aunque está roto. Mientras ascendíamos, yo escuchaba como las risas del cronopio burbujeaban sobre mis espaldas y…

-¿Cómo se llamaba?

-¿Quién?

-El cronopio

-Creo que no tenía nombre…sencillamente cronopio

-Entonces es como si no fuera nadie

-O quizás es como si lo fuera todo…..En fin, como decía, las risas del cronopio burbujeaban sobre mis espaldas y yo veía como la vida se esparcía en pompas de jabón que cuando uno las mordía sabían a sirope de fresa. Atravesamos las nubes cuya piel olía como la de los ángeles según me decía mi amigo el cronopio. Nos hacíamos llamar filibusteros y no parábamos de inventarnos canciones de esas que se cantan en las tabernas y él con una hoja de papel se hizo un sombrero de porcelana…

-Lamento decirte que todavía continúas en las nubes, estimada Eudosia

-No, claro que no. Lo que ocurre que esa cárcel donde estás voluntariamente recluída asesina tu imaginación, quien, como todo el mundo sabe, es la hermana sin corbata de la sabiduría…. Por fin llegó el día en el  que la lluvia, el tacto de las nubes, y el polvo del camino, acabaron por deslucir la imagen del pájaro sobre mi concha, y yo sentí que me fallaban las fuerzas para continuar volando. Así que le rogué al cronopio que renovara la imagen con aquellas tizas que en su día había empleado para adornarme. Entonces él estalló en un desconsolado llanto y comenzó a decir entre hipos que había olvidado su caja de tizas sobre una roca. Traté de calmarlo con dulces palabras y le dije que no pasaba nada, que los cronopios son así, por eso todos los niños los quieren. Pareció tranquilizarse, pero entonces vi surcar su mejilla por una solitaria lágrima donde se reflejó por última vez la belleza desvaída de mi añorado pájaro. Y esta postrera y cristalina gota con su corazón palpitante de sal, cayó sobre mi concha, extinguiendo los últimos colores con la que una vez la había vestido la mano del cronopio. Caímos casi sin darnos cuenta. Todo fue un vértigo de nubes que ascendían, aviones que ascendían, montañas que ascencían, rascacielos que ascendían, pero no, éramos nosotros los que, desgajados, descendíamos. Busqué al cronopio para mandarle un último beso y pude ver que un grupo de aves lo rescataba, pues como todo el mundo sabe los cronopios se pasan el día imitando el canto de los pájaros, así que me imagino que debió llamarlos en nuestro socorro. Lo vi montar sobre una de sus alas y mirarme con la conciencia de que ya no había tiempo. Le sonreí en el mismo instante en el que escuché un gran crujido, y vi como saltaban por los aires, como un lamento, los tristes pedazos de mi concha, que se había estampado contra el suelo. Y luego magullada me acordé de ti, y quise saber cómo te encontrabas.

-Ya ves-dijo en un hilo de voz la tortuga Delfina-aquí nada ha cambiado.

-El tiempo que viví en los aires pensaba mucho en ti y llegué a la conclusión de que cuando una tiene amor aprecia con mayor fuerza el valor de la amistad...

-Ya viene el frío, Eudosia. Te vas a helar

-Y cuando pensaba en ti mi rostro se cubría por un velo de melancolía y el cronopio me hacía carantoñas y muecas para consolarme

-¿Y te consolaba?
-Sí, el amor siempre consuela y por si solo es capaz de hacer girar el mundo, aun así a todos nos gusta mirar el cielo de noche y contemplar las estrellas…

-Ya se acerca, Eudosia, ya se acerca.

-Ya lo veo, que lindo el frío con los cabellos blancos

-Definitivamente te has vuelto loca Eudosia

-¿Sabes por qué me sentía triste por ti?

-Dímelo Eudosia, no te queda mucho tiempo

-Me sentía triste porque hace siglos que has tornado el corazón en coraza

-Se acerca, se acerca. Adios Eudosia

-El del frío será mi último abrazo, espero poder calentarlo con mi corazón roto, pero de fuego…

Entonces Eudosia en un último esfuerzo sonrió al frío que se acercaba, pues había sido su voluntad recibir con una sonrisa a aquel al que todos reciben con un castañeo de dientes. Después como estaba muy cansada pues habían sido muchas emociones, cerró los ojos.

Largo rato se estuvo Delfina mirándola, esperando un movimiento de la que en otro tiempo había sido su amiga. En algún momento llegó a la conclusión de que nunca volvería a moverse. Emitió un suspiro cansado y las dos centellas de sus ojos que eran su única luz, su único signo de vida, terminaron por apagarse en aquella oscura cueva de su concha, en la que había permanecido desde siempre.