Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


Mostrando entradas con la etiqueta relatos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta relatos. Mostrar todas las entradas

viernes, 8 de abril de 2011

TANGO (parte final)


Pintura de Ricardo Carpani ¨El último tango del tigre milan



A partir de aquel momento fuimos tres. En los inicios sentía a Margot como una intrusa, pero poco a poco me fui embriagando-más adecuado sería decir envenenando-de su presencia. Las ocasiones en las que debido a sus actuaciones o ensayos se ausentaba, comencé a echarla terriblemente en falta, y la apatía me invadía. En esos momentos Aníbal no dejaba de lamentarse y repetía constantemente que Margot nos insuflaba la vida de la que antes-ingenuos de nosotros-carecíamos. En el fondo sentía que no le faltaba razón, pero sin embargo yo me empeñaba en argumentar lo contrario, lo que provocaba que Aníbal se ofuscara. Cuando estaba ella yo apenas le hablaba. Y para mirarla tenía que armarme de valor en una trinchera de alcohol. Bebía y mirarla era más fácil. Entonces sentía que me gustaba mirarla, y para ello bebía más. Afortunadamente soy capaz de mantener la compostura a pesar de haber ingerido grandes cantidades de whisky.
Pronto sentí que su presencia no era simplemente ella, sino un vasto territorio que se delimitaba a su alrededor, y que con el tiempos se fue expansionando, como si en cada nueva incursión, a cada nuevo encuentro, fuera ganando terreno en mi vida. El aire en torno a ella estaba cargado de electricidad y yo prefería no aproximar mi mano, por temor a sentir el calambrazo. Lo peor sucedía cuando en alguna de sus efusivas demostraciones de amistad llegaba a tocarme. Entonces sentía que definitivamente perdería todo el imperio de mi mismo, y en aquel momento, sin más, terminaría por poseerla. En mi vida había conocido deseo igual por una mujer. Durante un tiempo dejé de frecuentarlos, pero mis sueños eran constantemente invadidos. A menudo la veía, desnuda, con los cabellos al aire-en mis noches su pelo corto a lo garçon se convertía en abundante melena-, aullando a la luna. De este modo comprendí que llega un momento en la vida de todo hombre, en el que se verá irremediablemente atraído por la llamada de una loba….

Un día que nunca olvidaré, nos encontramos fortuitamente en la calle
-Es usted muy malo-me dijo-ya no viene nunca a visitarnos...Y su boca se desplegó en aquella inconfundible sonrisa de licántropo.

Por supuesto que no escatimé esa ocasión de regresar junto a ella, como vulgarmente se dice, con el rabo entre las piernas. Si ella era una loba yo me convertí en un perrito faldero. Mientras Aníbal se encerraba en el estudio a pintar-porque he de reconocer que cerca de ella vivió su etapa más prolífica. Como el mismo decía, en su cuerpo había localizado “la veta de venus”. Aunque creo que cuando hablaba así se refería a otra cosa…-yo la acompañaba en sus compras y a los ensayos. No pasó mucho tiempo hasta que nos convertimos en amantes. No puedo decir nada en mi favor. No hice nada por evitarlo. Durante mucho tiempo los tres fuimos completamente felices. Aníbal en su inocencia. Nosotros con conocimiento de culpa y sin ningún remordimiento de conciencia. La verdad es que no nos hubiese extrañado que Aníbal se hubiese percatado de todo, porque, aunque al principio tratamos de ser discretos, al poco tiempo nos volvimos temerarios. Cuántas veces acaricié su pierna por debajo de la mesa hasta llegar a la ranura palpitante de su sexo, mientras Aníbal hablaba exultante acerca de su próxima exposición- que yo iba a sufragar con mi dinero, hecho que no cesaba de agradecerme encarecidamente….- Cuántas nos besamos a hurtadillas al encontrarnos de camino al baño, momento en que Aníbal nos aguardaba con la ingenua mirada sumergida en su copa de bourbon, sin sospechar nada.
Yo le compraba ropas caras, joyas. Le enviaba flores. Cosas que no pasaban desapercibidas para Aníbal, que la interrogaba acerca del origen de esos obsequios. Ella inventó la existencia de un admirador, al que llamaba “su gauchito”. El fantasma de los celos comenzó a asediar a Aníbal. Incluso yo comencé a sentir celos de aquel admirador que ella se había inventado como tapadera. A veces me sorprendía cuestionándome si en realidad no existiría. Entonces miraba mi chequera y confirmaba que había sido yo quien había extendido los cheques que pagaron aquellos regalos

Un día, mientras desayunaba en el salón de mi casa irrumpió Margot- a quien yo en mi intimidad solía llamar por su nombre bautismal, Ana. Así creaba la ilusión de que para mí no había mentira, ni chanza, ni tango -muy excitada.

-No aguanto más-dijo. Ya es lo suficiente difícil fingir una vida, como para fingir dos. Tenemos que acabar con esta situación.
-¿Y qué quieres que hagamos?-le dije mientras escanciaba para ella una copa de vino
-Vayámonos. Lejos…tú y yo. Dejémosle. No le hará mal. Es un artista...debe vivir una vida plena. Gozar de las mieles del amor, el desamor………y el olvido. Cuando transcurran los años, y esté en la cumbre de su éxito, no nos sentiremos mal por lo hecho. Pues lo habremos engrandecido.

No sé si se debió a su tono exaltado, pero en principio no encontré objeciones a este razonamiento

-Siempre he querido cruzar el océano. Me he estado informando y un barco parte la próxima semana…Vivamos juntos esa locura. Tú tienes dinero y yo puedo cantar. Seremos felices allá. Estaremos más cerca de donde el sol nace.

De este modo pronto nos vimos envueltos en una vorágine de preparativos, compras,… itinerarios que íbamos marcando con alfileres en un enorme atlas que habíamos adquirido para la ocasión...
Mientras, la vida de Aníbal transcurría en la más absoluta felicidad e ignorancia. Yo lo miraba, y poco a poco me iba despidiendo de él. Buscaba cualquier excusa para cavar con mi mano la arena de sus cabellos. Le convencí de que era necesario hacer un catálogo de sus cuadros y nos pasábamos horas clasificándolos. Desde que conocía a Margot la luz y el color invadieron su obra. Un día le dije “querido, sin duda estás en los comienzos de una nueva era. En eso se nota que estás destinado a permanecer entre los grandes. En tu obra ya podemos hablar de etapas…”. Incluso una noche lo acompañé a la casa de Madame Andrea, porque deseaba por encima de todas las cosas contemplarlo de nuevo rodeado de las lobas. Tal y como lo viera aquella primera vez.

La noche previa a la partida, permanecí en vela, contemplando las maletas vacías sobre mi cama. A la tarde siguiente de este modo me encontró Margot, que había acudido enfurecida a mi casa al ver que no había ido a reunirme con ella en el muelle. Al encontrarme sentado, con la mirada perdida, se disipó su furia. Supongo que deseaba creer que algo debía haberme ocurrido para no acudir a la cita. Tras unos minutos en silencio, me miró, y con aquella voz que utilizaba para cantar los tangos me dijo:

-Siempre supiste que no ibas a venir. En realidad yo también lo sabía, pero no quise……Es como en el tango. Se necesitan dos para bailarlo, y tú has decidido bailarlo con él. Pero olvídalo, tú no eres su maldita pareja de baile. Tú simplemente eres su maldita y árida sombra. Estás tan vacío y carente de vida, que lo único que te hace sentir medio vivo es andar pegado a él. Incluso a mí me amaste como una sombra. Aquella que se quedaba atrás cuando paseábamos de la mano. Aquella que se dibujaba en la pared cuando nos besábamos a la luz de una farola. Aquella que se desliza en la cama para enlazar nuestros cuerpos durante el sexo. Una sombra…una miserable sombra. Y yo no puedo amar una sombra. Ya no.

Fui incapaz de decir nada , y me limité a ver desaparecer su cuerpo a través de la puerta.

Cuando a los pocos días regresé al café, fue como si hubiésemos vuelto atrás en el tiempo. Margot se comportaba con camaradería, como si nunca hubiésemos sido amantes. Como si sólo hubiesen sido parte de un sueño nuestros planes de fuga. Al principio me pareció que no sentía nada, y comencé a preguntarme si como decía Margot yo no sería más que una sombra. En ese caso no sería capaz de sentir más que sombras de sentimientos. Pero poco a poco, comenzaron a rechinarme los dientes cuando se besaban. Y no era tanto que añorara el cuerpo cálido de Margot, sino que me quemaba pensar que aquella piel se derritiera entre los brazos infantiles de Aníbal, quien se ahogaría en ella como en arenas movedizas. De pronto me pareció muy joven, e incluso ya no encontraba en su obra aquel barniz de genialidad que me fascinara en un tiempo.

Un día en que él se retrasaba, no pude evitar dirigirme a ella

-Ana-la llamé-No puede ser que te conformes con él. Tú no eres de las que se conforman

Me miró como para decir algo, pero luego calló, como si hubiera decidido que yo era un ser que no merecía sus palabras. Casi podía imaginar sus pensamientos “¿quién perdería el tiempo hablando con una sombra?”. Su boca sólo se abrió para proyectar en el aire una gutural y sonora carcajada lobuna.
-¿De qué os reís?-dijo Aníbal que en ese mismo instante entraba por la puerta.
-Nada…tu amigo Lázaro que en ocasiones es muy ocurrente-entonces hizo esa mueca, que en ella daba a entender que quedaba finalizada la conversación.

Finalmente, un día, entré en el Café Berlín mientras actuaba sobre el escenario, y me acerqué a la mesa desde donde la contemplaba Aníbal con rostro arrobado. Al verme se levantó y se acercó a mí para abrazarme. Entonces, saqué una daga que previamente había escondido bajo mi chaqueta, y se lo clavé en el corazón. Hasta la empuñadura. Una vez hecho esto, antes de que aquellos que estaban a nuestro alrededor, percatándose de lo ocurrido, se abalanzaran sobre mí, me miré las manos que esperaba ver manchadas de su sangre. Pero no, lo único que pude ver fue la luz. Una luz que como una mancha se iba extendiendo ante mis ojos. Y el rostro de Margot que me miraba con pena y que pronto fue, asimismo, engullido por aquella luz. Y de nuevo fue la oscuridad.


Ahora estoy aquí, en esta celda. Condenado a una eterna oscuridad. Sé que ella tenía razón, y yo no soy más que una sombra, de la peor especie, una sombra errante, pues no se puede dar sombra sin cuerpo. Supongo que por eso he escrito esta historia, para rememorar olor, tacto y forma de ese cuerpo al que una vez me supe atado-tal vez él fue el origen y el fin de mi único y verdadero amor-.Aquel que durante algún tiempo me mantuvo del lado de la luz y de la vida...Yo lo maté.

TANGO (parte cuarta)


Imagen: El tango del arcángel de Keen Van Dongen


Tras dejar transcurrir las obligadas jornadas de duelo, Aníbal se dispuso a seguir las señas que le conducirían a enfrentarse cara a cara con su pasado. Se dirigió a la Calle del Placer y comprobó que el número escrito se correspondía con el de una casa de tres plantas, de aspecto modesto pero aseado. Llamó al timbre, y pronto dos muchachas jóvenes aparecieron en la puerta propinándose, entre risas, juguetones empujones la una a la otra.
-Todavía es demasiado temprano para recibir-dijo la más alta cruzando graciosamente las piernas.
Había algo en su aspecto que le resultaba intensamente familiar, y le trajo a su memoria a las mujeres que había frecuentado en los lupanares de Roma.
-Vengo a ver a Andrea-dijo recordando las instrucciones de su tía- Es por un asunto personal….
-Ah!...... En ese caso mi compañera será lo bastante gentil como para ir a comprobar si ya se ha levantado-respondió con una sonrisa pícara la joven rubia
-Dígale que vengo de parte de Estrella Otero-titubeó Aníbal
La joven alta corrió escaleras arriba, mientras la joven rubia continuaba sonriendo pícaramente a través de la puerta entreabierta. Por su boca de vez en cuando asomaba la cáscara rosa de una goma de mascar, que ella masticaba ostentosamente, dejando sus encías al descubierto. A Aníbal le pareció que tenía que ser muy diestra para mascar de aquella manera sin en ningún momento cesar de sonreír pícaramente... La irrupción de una mujer madura, entrada en carnes, que descendía lentamente las escaleras, le rescató de su aturdimiento. Para cualquiera habría sido difícil reconocer en aquella mujer de porte matriarcal a la antigua pupila de Madame Alberta. Lo único que sobrevivía de la astuta Andrea era aquella agudeza de entendimiento, que asomaba constantemente a sus ojos, que se vestían de ese modo a la llegada del alba, para no desnudarlos hasta bien entrada la noche. Y aun así no podría afirmarse que durante el sueño su mente no continuase tejiendo.
Andrea hizo un movimiento con su cabeza y sus pupilas de inmediato partieron, tal y como habían llegado, propinándose alegres empujones, con aquella picardía que se les atribuye a los trasgos.
Una vez solos Andrea-a la que ahora todos se dirigían como Madame Andrea-depositó dos sonoros besos en sus mejillas, ante la turbación de un estupefacto Aníbal.
-No te acuerdas de mí ¿verdad, querido?-y sin tiempo a que la interrumpieran continuó diciendo-No es de extrañar…todavía eras muy niño la última vez que nos vimos… Acompáñame-dijo- tu tía Estrella me pidió hace tiempo que te lo contara todo-y tras ofrecerle el brazo, ambos comenzaron a ascender las escaleras.
De nuevo Aníbal se encontró caminando por los oscuros corredores de su infancia. En cada ocasión que al pulsar el interruptor se prendía la luz, sentía como de pronto se iluminaba un rincón de su memoria, que hasta entonces había permanecido en sombras, que de pronto escapaban espantadas por la claridad. Madame Andrea no escatimó detalles. Incluso en lo referente a la noche de la crisis de Elsa, como eufemísticamente la designaba. También le confesó que el huésped, al que su madre había dado muerte entre los brazos de la desdichada Gabriela, no era otra persona que su propio padre, al que la mala suerte había conducido a la misma casa donde en su día recalara la pobre Elsa, a la que en el pasado tan despiadadamente había tratado.
-Madame Alberta siempre decía que tu madre tenía mal sino. Aun así la sacó de la calle y la acogió en su casa. Si alguna vez la invadió el arrepentimiento, este huía gimiente en el mismo instante que recordaba tus ojos…. Incluso en su lecho de muerte no logró olvidarte-dijo repentinamente triste- Mientras acondicionaban su cadáver para el entierro encontraron, entre sus manos crispadas, un pequeño dibujo arrugado, de aquellos que puntualmente le enviaba tu tía Estrella, y que había sido pintado por ti. Cuando la iba a visitar a la granja, donde vivía con su sobrina, me los enseñaba diciendo orgullosamente “mira, mira, ¿puedes imaginarte una cosa más bonita?...y todos pintados por aquellas manos gordezuelas…” Supongo que para la mayoría de nosotras tú eras como el hijo que nunca habíamos parido. Para el resto eras como el hijo que la vida les había disputado, y que, con las manos en alto, habían tenido que abandonar a su suerte…
Tras aquel día Aníbal regresó con asiduidad a la casa que un su día había regentado Madame Alberta, y que un golpe del destino-acerca del cual no vamos a entrar en detalles- había puesto en las manos hábiles de Andrea. En aquellos años la casa había medrado en prosperidad. Tanto que incluso los huéspedes distinguidos la visitaban en mayor número que antes. Como durante una época aquel se convirtió en el lupanar de moda, yo y mis conocidos comenzamos a contarnos entre los habituales. Unos llevados por la frescura lozana de las hermosas nínfulas que lo habitaban, y en mi caso atraído sobre todo por la interesante compañía y envolvente conversación de Madame Andrea. No fueron pocas las ocasiones en las que ésta me hablaba en tono exaltadamente maternal, acerca de su protegido, al que, sin el menor género de duda, consideraba un genio. No tardé en verme atrapado en aquella red que pacientemente la araña Andrea iba tejiendo en torno a su pupilo. Ahora pienso que todo obedecía a un plan previamente ideado por ella, quien seguramente creía que mis influencias habrían de serle de provecho en su carrera. Cosa que efectivamente el tiempo confirmó.
Una de tantas noches en las que me encontraba en la casa, fuimos definitivamente presentados. Enseguida caí presa de la poderosa fascinación que ejercía su persona. Lo hallé reclinado en un diván de estilo oriental, custodiado tiernamente por las lobas. A las que sólo les faltaba lamer aquella piel- que, de lo pálido, parecía enteramente cubierta de rocío-para mostrar una imagen más animal y protectora. Cuando me acerqué en compañía de Madame Andrea me pareció que nos miraban de soslayo, pues sus ojos continuaban prendidos del joven de cabellos rubios y presencia hipnótica. En mi recuerdo los labios se alzan para mostrar bajo ellos unos afilados y amenazantes colmillos. Y no puedo evitar pensar en esta imagen acompañada por un sonoro gruñido de advertencia. Supongo que no es más que una visión desvirtuada de nuestro primer encuentro. Pero tengo la impresión de que, instintivamente llegaron a sospechar que mi presencia acabaría por apartarle de ellas.

Durante mucho tiempo fuimos inseparables. Incluso Aníbal me permitía permanecer junto a él cuando pintaba-concesión que nunca antes había tenido con nadie- pues decía que mi presencia le impedía ponerse tenso, u ofuscarse en los momentos en los que la inspiración desertaba. Entonces me pedía que le narrase las aventuras de mis numerosos viajes, y en verdad escuchaba tan atento que, llegado un momento, parecía abandonar la habitación- su cuerpo se aquietaba, como abandonado de toda vida. Incluso parecía que dejaba de respirar- para acompañarme del brazo por mis recuerdos. Pero de pronto volvía, y dejándome con la palabra en la boca se zambullía de nuevo en el cuadro. Me parecía entonces un artista que necesita poner distancia con su obra para tomar la perspectiva.
Todo marchaba bien, hasta que un día Aníbal dejó para mí un mensaje en la dirección del hostal en el que se hospedaba, al que fui a buscarle de madrugada al regresar tras una prolongada ausencia. Según decía, después de unas semanas de trabajo continuo y extraordinariamente fértil, se encontraba en una época en la que le era indispensable alejarse de la pintura. Por todo ello se había sumergido hasta las simas de la vida-esta era la expresión un tanto envarada que empleaba en su carta-y quería mostrarme al exótico ejemplar abisal que había encontrado. Me imaginé que se trataría de una de sus tantas conquistas, a las que en primer lugar sucumbía con desatinado entusiasmo, para a los pocos meses lamentarse por la infertilidad de aquel período en el que se consagraba enteramente a la pasión. Entonces se jactaba de que el estado ideal del artista era el celibato. Y como tal se comportaba, de no ser por la asiduidad con la que su temperamento fogoso le impelía a frecuentar las guaridas de las lobas. Para justificarse solía decir que “el amor sensual no entumece el espíritu, al contrario, actúa como el ejercicio físico, lo fortalece…..”
Presto me encaminé hacia el Café Berlín, a reunirme con él. Como siempre a esas horas el local estaba medio vacío, y ya los músicos abandonaban el escenario, tras la actuación que había tenido lugar durante la noche. Al fondo vi a Aníbal, quien me saludó, acompañado de una figura femenina, vestida de negro, con un escote de pico que dejaba al descubierto dos cuartas partes de la espalda, y que parecía rematar en un encantador lunar que se subrayaba en la piel. Ahora me resulta increíble pensar que me acercara a ellos totalmente ignorante de que aquel instante iba a cambiar por completo la vida de los tres. Me asombra esa ingenuidad. Me parece que ese tipo de momentos deberían ir precedidos del sonido de los tambores o el clamor de las trompetas. Pero la vida es incorregible, y nunca nos pone preavisos. Y si lo hace estamos tan embotados que ni nos percatamos.
Puedo ver de nuevo a aquella mujer volviéndose a cámara lenta. Su cabello negro peinado a lo garçon. Sus ojos grises, como un océano en tormenta, a punto de desbordarse. La nariz ligeramente en punta, lo que lograba el efecto de volver su mirada todavía más incisiva. La sonrisa sutil que armonizaba el rostro. El cuerpo rotundo, y elástico, como un junco…..Se llamaba Ana Zúñiga, pero todos le decían Margot, como el tango. Porque presumía de que ella, como la otra, había tenido que acomodarse una nueva vida, pero en su caso no le suponía ningún peso,” al fin y al cabo se trataba únicamente de simple capacidad de adaptación al medio”….
-¿A qué es una deliciosa cínica?-preguntó Aníbal mientras sin ningún decoro la besaba-Pero tendrías que escucharla cantar. Es rotunda y descarada. Ningún hombre le iría a la zaga.
Eso me quedó claro desde el primer momento. Hablaba con tal seguridad que uno ni se planteaba analizar la lógica de sus argumentos. Lo único que quería era sumergirse en aquella voz grave, que planteaba la vida sin condescendencias. El único con el que pecaba de condescendencia era con Aníbal, al que trataba de un modo similar al que lo hacían las lobas. A medida que nos acercábamos a la mesa, mientras Aníbal pedía una botella de bourbon y unos vasos, se volvió a observarle y dijo:
-Mírale, es como un ángel que rechazando su divinidad se ha arrancado las alas….
Aquella noche bebimos hasta altas horas para celebrar a la vida y al amor. Finalmente nos apiadamos del pobre Antonio, el camarero, quien sobornado por mi dinero consintió en cerrar varias horas por encima de la establecida. Nos arrojamos a la calle ebrios, con la carcajada suelta…La luna todavía asomaba, cuajada, con su cara más bonita. Nos quedamos embobados mirándola los tres abrazados. Aníbal le pidió que cantara y sin hacerse de rogar Margot se arrancó con un tango. Previamente y en mi honor, dijo que a modo de presentación, nos obsequiaría con “La Margot”, a la que tenía reservada para las grandes ocasiones.
Cantó, vestida de negro, con los ojos vueltos a la luna, el rostro de espectro teñido por su resplandor. Tenía la voz grave, amaderada, y en mis oídos sonaba como el bourbon que habíamos tomado, reservado durante el tiempo justo en barrica. Otras veces su voz se volvía de azúcar y parecía derretirse en mi paladar. A pesar de la distancia que mediaba entre ellas, sentí que no era tan diferente a las lobas.

jueves, 7 de abril de 2011

TANGO (parte tercera)


Pintura: Mong-Lan




Desde hacía algún tiempo había comenzado a frecuentar la casa un noble, de cabellos rubios y porte elegante, que además hacía ostentación de los más exquisitos modales. La delicadeza de éstos era tal, que aquellos que lo conocían caían con frecuencia en el error de suponer en él mayor fortuna que la que el destino le había tenido a bien en deparar. Por todo ello en casa de Madame Alberta le concedieron crédito ilimitado, sin pensar en que aquel apellido debiera abrirle las puertas de los más selectos palacios de la libido, a no ser que el apellido no le hubiese granjeado fortuna a la par del mismo. Más tarde, repasando lo acontecido durante aquellos días, Madame Alberta recordaba haber sorprendido los ojos aparentemente sin vida-siempre que miraba aquellos ojos le parecían cadáveres, pues en ellos parecía aniquilarse toda luz- de Elsa, inundados por un extraño y lúgubre resplandor, la primera vez que vio entrar a aquel huésped por la puerta. Quiso el destino que éste también se encaprichase de Gabriela, a la que obsequiaba con las más extravagantes chucherías, que previamente debía de haber sustraído del ajuar de alguna acaudalada dama a la que frecuentaría durante las horas de luz. Gabriela al verse perseguida por los dos cliente más codiciados del local no dudó en condenar al ostracismo a Enrique, el pasante, quien, hasta no hacía mucho, había sido el objeto de la única pasión legítima que había sentido en su vida. Un día éste se presentó en la puerta de Madame Alberta, exigiendo verla. En eses momentos ella se encontraba atendiendo las necesidades del nuevo cliente, quien causaba gran expectación en cada una de sus visitas. Las muchachas lo recibían entre risas, complacidas ante lo lisonjero de su comportamiento, acostumbradas como estaban al trato más rudo de los habituales de la casa. Por todo esto, cuando vieron llegar a Enrique, ebrio, clamando por Gabriela a gritos, no dudaron en echarle sin contemplaciones. Olvidando que cada una de ellas se había erigido en adalid de aquella historia de amor, que, en sus albores, tanto las había enternecido. Sólo una persona debió compadecerse ante la desesperación grabada en el rostro de Enrique, aunque en aquel momento no dio muestra alguna de turbación. Aquella persona era Elsa quien probablemente sintió como, en el momento que el pobre Enrique salía por el umbral de la casa acompañado por uno de los matones de Madame Alberta, el único rincón intacto de su cordura acababa por derrumbarse. Aquella misma noche penetró a hurtadillas en el cuarto donde los dos amantes reposaban desnudos, empachados el uno del otro, tras el festín, y con sus tijeras de costura cortó con saña los hilos que los mantenían enlazados a la vida. Atraídos por los gritos de pánico pronto acudieron todas las gentes de la casa, tanto huéspedes como concubinas, y a pesar de que eran muchos, la habitación fue invadida por un silencio fúnebre. Ya los gritos de los amantes habían sido enmudecidos por la muerte, y era tanta la sangre desperdigada por techos, paredes y lámparas, que parecía que toda la habitación yacía asesinada. Lo único que se escucharon fueron los estertores, y tras ellos el postrero hálito, aquel por donde la vida finalmente se escapa. Al pie del lecho vieron la pálida figura de Elsa, cual parca sosteniendo las tijeras en alto, con sus ropas grises cubiertas de plasma. Al volverse hacia los presentes su boca se quebró en un grito, que en los oídos resonó como la llamada de una bestia salvaje. Inevitablemente las lobas rompieron a aullar.


Aquello fue el fin de la casa. Madame Alberta decidió reunir sus ahorros e irse a vivir al campo, junto a una sobrina viuda, quien siempre le escribía implorándole que se retirara de aquella vida disoluta que llevaba. Las lobas se desperdigaron hacia otras casas para construir sus nuevas guaridas entre los brezos, y en la oscuridad y el silencio recomenzar a lamerse las heridas. Elsa fue recluida en un sanatorio para enfermos mentales, hasta el final de sus días. Los cuerpos de la bella Gabriela y el huésped fueron lavados concienzudamente y depositados en sus ataúdes.
Sólo el futuro del pequeño Aníbal se dibujaba impreciso.

Mientras se realizaban los preparativos de la mudanza Aníbal deambulaba entre las faldas de las lobas. Madame Alberta pensó en llevarse al niño a la casita de campo, pero como no los unía ningún grado de parentesco, le asustaban los inconvenientes con los que se pudiera topar. Sobre todo teniendo en cuenta la nube que se cernía sobre su pasado como un insalvable obstáculo para las instituciones moralistas de la época. Por todo esto temía que su amado niño acabara convertido en carne de hospicio. Sus noches se llenaron de sombrías imágenes acerca de las vicisitudes por las que aquel alma sensible tendría que atravesar. Ya comenzaba a plantearse llevárselo consigo, sin avisar previamente a las autoridades, cuando recibieron en la casa una inesperada visita.
Una tarde, en la que ya todo estaba perfectamente embalado, y los pasillos lucían completamente desnudos de aquella promiscuidad que en su día los caracterizara, Dolores-la muchacha que Madame Alberta había contratado con el fin de que la ayudara en la ardua tarea del desalojo-la informó de que había una mujer de aspecto respetable esperando en la puerta. A Madame Alberta aquello de mujer respetable le daba muy mala espina, y corrió hacia el recibidor temiendo encontrarse a una envarada representante de los servicios sociales que sin duda, informada por los vecinos, vendría a arrancarle con sus garras a su querido niño. Pero allí, rodeada de las cajas que contenían sus enseres, se encontró a una mujer de edad madura, con el cabello completamente blanco, y en cuyo rostro arrugado brillaban unos ojos rabiosamente infantiles, en los que parecía flotar constantemente una alegre picardía. Se presentó como Estrella, una tía de la desdichada Elsa, a la que nunca había llegado a conocer. Hacía unas pocas semanas que había regresado del extranjero, pues ella también en un momento dado de su vida había sido repudiada por su familia. En su caso había sido por razones de credo, ya que en su juventud se había enamorado perdidamente de un joven judío. A los pocos días de su vuelta, hojeando el periódico, se había enterado de todo lo acontecido, así que, sin hacerse anunciar, se había presentado en la casa familiar para encararse con los padres, reprochándole las consecuencias que sus actos habían desencadenado en la vida de la pobre Elsa y el pequeño Aníbal, quien al fin y al cabo era su único nieto. Según relató la propia Estrella, todavía sentía un estremecimiento al recordar la ausencia de toda expresión en aquellos rostros indolentes, que ante su propia e inevitable exaltación, se mostraban carentes de toda vida. Por todo ello había permanecido apenas unos minutos en la casa donde había transcurrido la totalidad de su infancia, y cuando por fin se vio libre de aquellos muros, agradeció que su vida ya no pudiera ser tan larga como para darle un motivo por el que atravesar de nuevo aquel umbral. Decidió esperar unos días antes de acudir a casa de Madame Alberta, pues todavía se sentía presa de una gran agitación.
-“He venido a interesarme por el pequeño Aníbal-dijo-, porque seguramente debo ser la única persona cuerda de su familia a la que le importe algo su existencia”.
De este modo fue como Madame Alberta pudo dar por finalizadas sus tribulaciones respecto al futuro de Aníbal.

Los años vividos con la tía Estrella transcurrieron plácidamente. A su modo ella era un espíritu libre, por lo que el niño dispuso de mucho espacio para desarrollar su carácter y capacidades creativas. Desde muy pronto mostró inclinación por las artes pictóricas. Inclinación que los largos viajes por Italia y Grecia, no hicieron otra cosa que acrecentar. Y si sus primeros años transcurrieron entre las penumbras de unos pasillos- cual minotauro encerrado con la insólita compañía de las lobas-los siguientes años, fueron años de luz y aire libre. Incluso cuando se pasaba encerrado horas entre las paredes de una galería o los altos muros de un museo, sentía que podía respirar a través de los cuadros que se exhibían ante él como campos abiertos.

Una tarde, mientras paseaban por Roma, un adolescente Aníbal permaneció durante un tiempo con la mirada extraviada entre dos voluptuosas mujeres que, sin más, dejaban pasar el tiempo ofreciéndose desde la puerta de un burdel. Imaginamos que Estrella, al igual que nosotros, intuyó que desde un rincón poco iluminado de su memoria, Aníbal había rescatado una de aquellas imágenes de las lobas que le acompañaron en su infancia, y que desde ese mismo día ya no lo abandonarían. Tras la cena, Estrella le dio dinero, y Aníbal corrió a perderse fascinado por los lupanares de la ciudad eterna. Allí, donde en tiempos lejanos Rómulo y Remo fueron amamantados por la loba Luperca.

Al poco tiempo la tía Estrella enfermó, por lo que debieron realizar el viaje de regreso a casa. Llegados a este punto ella creyó conveniente darle a conocer los pormenores de su origen e infancia. Si no lo había hecho hasta ese momento, fue porque lo consideraba todavía demasiado joven, y quería evitar a toda costa que su extraordinario carácter se viera enrarecido por aquellas poco comunes circunstancias. Lo llamó a su habitación y tomándolo de ambas manos le hizo un gesto para que se aproximara, y arrojando un beso en su mejilla depósito entre estas un papel en el que estaban escritas las señas de una dirección. A continuación Estrella cayó exhausta sobre la almohada, y se dispuso sin prisas a aguardar la muerte, pues consideraba que ya no tenía cuenta pendiente con este mundo.
Puntual a la cita, ésta la visitó a los pocos días.

miércoles, 6 de abril de 2011

TANGO (parte segunda)




Entre sus clientes habituales tenía Gabriela especial apego por un joven moreno y desgarbado,llamado Enrique. Era Enrique un joven silencioso, bastante apuesto sin llegar a guapo, al que una mirada soñadora ennoblecía el rostro. Aunque en sus primeros encuentros apenas habían cruzado palabra, Enrique siempre se decantaba por la compañía de Gabriela, y en aquellas ocasiones en las que ésta se encontraba ocupada con algún otro cliente, Enrique sin más esbozaba un “hasta luego”, y partía tan silenciosamente como había llegado. Ocurrió un día que, tras una de sus visitas, Gabriela se encontró sobre la almohada una esquelita blanca, doblada en cuatro pliegues, en cuya parte superior estaba escrito su nombre. Al leerla la sorprendieron unos cuantos versos, tan torpes como apasionados. Algo que nunca hubiese sospechado en un temperamento tan aparentemente anodino como el de Enrique. Así fue como aquellos versos, a primera vista tan insignificantes, prendieron una pequeña llama en el corazón de Gabriela, que por primera vez en su vida entrevió la existencia de una nueva variable del amor, pues siempre se supo avocada al amor sensual, pero no al espiritual. Transcurrió aquella relación como una melodía cuyos primeros compases discurren de manera sutil y tímida, pero llegado un momento se desarrolla in crescendo, y la armonía roza cotas que enmudecen el corazón de quien la escucha-pues a veces, aunque no nos percatemos, el corazón pospone brevemente sus latidos, por respeto a la belleza. Por lo que una noche en la que había decidido prepararle a Enrique una velada especial, Gabriela se vistió con su batín de seda, con tan mala suerte que cuando corrió escaleras abajo para recibirle, se enganchó en el pasamanos de bronce, rasgándose al instante la delicada tela. De tal modo que aquella noche que iba a ser tan significativa para ellos, Enrique se la pasó consolando a Gabriela, y le prometió que no volvería a verla hasta que los frutos de su trabajo le permitieran restituirle aquel batín, que tan amargas lágrimas le estaba costando. Sin duda aquellas eran las últimas palabras que Gabriela deseaba escuchar, pero entre hipos y llantos, fue incapaz de explicarle a Enrique que si cumplía aquella promesa, con su empleo de pasante, tardarían por lo menos veinte años en volver a verse.
Transcurrieron las semanas sin noticia alguna de Enrique. Y un día por fin Gabriela se sintió morir de amor. Podía vérsela caminando por los pasillos, cabizbaja, como una golondrina que extravía la bandada en su camino hacia el sur, al llegar el otoño. Por eso cuando Madame Alberta fue a sus habitaciones aquella mañana, no pudo contener la congoja que por tanto tiempo ocultara. Y lloró, no tanto por el batín o la posible cólera de Madame Alberta, sino por la ausencia prolongada del pasante Enrique.

A Madame Alberta le causó gran disgusto aquella historia a la que presentía funesto final, pues bien conocía el abigarrado carácter del cliente. Pero también ella había sido joven, y no podía evitar que se le reblandeciera el corazón ante el ingenuo amor que se había despertado en toda una profesional como Gabriela. Por otro lado también comprendía que para una joven de esa condición no había nada más peligroso que el citado sentimiento. Así que programó una charla concienzuda al respecto para los próximos días, y sin reproches se dispuso a dilucidar el modo de salir de aquel embrollo. Aquí de nuevo intervino la providencial Andrea quien-siendo astuta y observadora- no había dejado de estudiar a aquella cuya presencia pasaba desapercibida para la mayoría, pues tenía esa rara cualidad de algunos animales, que ante el peligro parecen mimetizarse con el entorno. El hecho es que Andrea se había fijado en que Elsa, a pesar de contar sólo con unos pocos vestidos y de la dureza de la clase de labores a la que estaba destinada, no presentaba en sus ropas ni rasgaduras, ni agujeros. Sólo observando con precisión, pudo percibir que los vestidos, si bien no habían escapado sanos y salvos a las circunstancias, sí que habían sido finamente reparados. Incluso con maestría. Así dedujo que Elsa, como muchas otras jóvenes de la alta burguesía, había dedicado sus horas a aburrirse y a zurcir, mostrando en ello una extraordinaria habilidad. Madame Alberta razonó que nada tenían que perder, por lo que sin más preámbulos-pues ya el tiempo implacable se les echaba encima-Elsa comenzó a remendar el exquisito batín, con sus hermosas manos temblorosas. Paulatinamente, a medida que la aguja avanzaba, Elsa dejó de sentirse la presa de aquellas águilas que en torno a ella revoloteaban, y efectuó tal tarea con el inmenso placer que siempre le causaba. De tal suerte que todo rastro de herida desapareció de la tela, a excepción de una delgada y difusa cicatriz. Apenas una silueta. Y todas se felicitaron al pensar que al cliente-como hombre que era-aquella circunstancia le pasaría totalmente desapercibida.

Gabriela sintió que con la última puntada de Elsa, la herida de su corazón se cerraba, la sangre dejó de correr a borbotones, y los latidos recobraron su ritmo habitual. Recordó su deber y condición en el mundo, y sin más dilación se dispuso a prepararse para el arribo del cliente. Pensó que el que Elsa empleaba no era un hilo corriente, sino uno mágico, que a la par que restauraba telas, también restauraba las heridas del alma.

A partir de aquel día la posición de Elsa cambió en la casa. Ya nunca más se le encomendaron labores domésticas, pues en una casa con tantas jóvenes los incidentes con la ropa eran cosa habitual. Por lo que se dedicó exclusivamente a las tareas de reparación y mantenimiento del vestuario. Resultando que finalmente también tenía un excepcional talento para ornar aquellos vestidos que, o pasados de moda, o cansadas de su uso, habían sido relegados al fondo de los armarios. Elsa, utilizando telas sobrantes o algunas otras que con sus ahorros compraban las muchachas, los hacía aparecer nuevos y a la última. Madame Alberta se preguntaba cómo una joven de familia tan católica y que vestía siempre de gris, podía tener tanto talento para combinar los colores, y para esculpir escotes en cuyo interior los senos semejaban a la sazón más turgentes.

Por fin un día, mientras cosía, Elsa sintió sus faldas humedecidas, y pronto convulsionaron su rostro los primeros dolores del parto. Parió con una facilidad asombrosa en un ser de tan enjutas caderas y tan menguada fortaleza física. Madame Alberta suspiro aliviada pues había temido que aquella frágil muchacha no sobreviviría al parto. Más asombroso fue contemplar al hermoso y rollizo niño de cabellos rubios, que asomó gimiendo completamente cubierto de churretes de sangre. Elsa insistió en llamarle Aníbal, por lo que algunos sospecharon que así debía llamarse aquel progenitor al que insistía en mantener en el anonimato.


Pasaron los meses y el pequeño Aníbal crecía libre y alegre como un pájaro. Elsa permanecía la mayor parte del día zurciendo, así que las muchachas, quienes disponían de mucho tiempo para permanecer ociosas, se disputaban la tarea de mimarle. Debió ser aquella primera infancia muy hermosa. Rodeado de bellos rostros de mujer, cada uno con una sonrisa prendida en los gruesos labios de carmín rojo. Seguramente a Aníbal le conquistó el sueño en infinidad de regazos, y sus mejillas se hartaron de coleccionar cuantos tactos y formas se pueden catalogar en unos senos. Era de naturaleza curiosa, así que cuando comenzó a andar no dudó en deslizarse por aquel laberinto de pasillos, que conducían a las mitológicas guaridas de las lobas. Modo cariñoso con el que, con los años, comenzó a referirse a aquellas mujeres, pues eran territoriales e intuitivas, su dominio era el de la noche, y daban muestras de la más espontánea ternura y generosidad. Aquí sería necesario añadir que, como hasta bien entrada la adolescencia no trató con otras jóvenes, confundió este comportamiento con la verdadera naturaleza de la mujer, y- siempre según mis conclusiones- todos sus amores futuros estarían marcados por la búsqueda, infructuosa y desesperada, de la encarnación de estas cualidades en cada mujer a la que se sentía predispuesto a amar.

Elsa se esforzó en infundirle el temor a dios y enseñarle los preceptos de la santa madre iglesia. Es evidente que estas dos cosas eran completamente contrapuestas al clima reinante en la casa, pero en su mente infantil ambos ambientes se amalgamaban. Apenas distinguía la diferencia existente entre las velas de sebo que ardían ante el altar de la iglesia, y la luz parpadeante de los farolillos chinos que adornaban el salón principal.

Los habituales de la casa pronto se acostumbraron a aquella presencia de cabellos rubios merodeando por los corredores. Por otra parte, teniendo en cuenta la estética imperante en estos lupanares, no podemos evitar preguntarnos como un niño de tan corta edad vagaba sin temor por los pasillos en penumbra, solamente iluminados por lámparas de extravagantes tulipas, que debían arrojar contra las paredes una luz harto fantasmal. Quizás Aníbal permanecía las horas intentando descifrar los contornos de las sombras, porque, sin duda, estas compañeras de su infancia acabaron por engrosar las filas del nutrido imaginario que los años le vieron desplegar en sus lienzos. Y todo aquel mundo intensamente femenino y a la vez saturado de testosterona, fue fermentando en el joven Aníbal. Conformando la primera capa de sustrato y de la que durante más tiempo se alimentó su imaginación todavía imberbe.

Pasaron los años y Aníbal los contaba en función de las arrugas que se iban acumulando alrededor de los ojos de Madame Alberta, como si alguien hubiese inscrito en su piel las vivientes líneas de un reloj de sol. Del mismo modo Madame Alberta contaba el tiempo a través de los centímetros que Aníbal le iba ganando en altura, como si el niño estuviera enfrascado en una carrera de fondo contra ella.
Pero, hasta el día en el que Elsa enloqueció, no sintió que se había vuelto vieja.

martes, 5 de abril de 2011

TANGO (parte primera)





Esta es la historia de un hombre solo. De un hombre que nunca más podrá hallar cobijo en los ojos de sus semejantes. De alguien cuya opaca sustancia es repelida por los rayos del sol y que, por consiguiente, nunca más volverá a inflamarse, a desbordarse, con el espíritu de la vida. En definitiva, es la historia del hombre que yo era y de cómo llegué a convertirme en el hombre- no sé, quizás sería más acertado decir "la sombra"- que ahora soy. En consecuencia pido de antemano disculpas a aquel lector que no pueda dejar de percibir en este relato cierta tendencia a la exaltación y al sentimentalismo, pero es difícil contar en tono exento de todo dramatismo el desarrollo de unos acontecimientos en los que uno es el epicentro. Una vez expuesto lo anterior y sin más preámbulos, comienzo…


A decir verdad siempre me he considerado un ser solitario. No se trata de que rehuyera totalmente la presencia de los demás, por lo que tampoco se puede decir que mi espíritu estuviera infectado de esa curiosa afección llamada misantropía. En realidad yo me inclinaba más hacia la abstracción, o hacia la mera contemplación de la vida, y sobre todo a la delectación de esos intersticios que surgen en la interacción entre el mundo y el hombre, a los que denominamos arte. En cuanto a mis congéneres, siempre he sentido un inmenso placer en observarles desde la distancia. A la mayor parte de los actos sociales a los que asistía, lo hacía más bien impelido por este afán de estudio que por el placer de interactuar con los allí presentes. Si bien mi fluidez en el arte de la conversación conseguía que la mayoría de aquellos a quienes trataba no fueran conscientes de la superficialidad de nuestras relaciones, y, seguramente, no me equivoco si afirmo que algunos entre ellos tenían la jactancia de referirse a aquellas con el sustantivo de amistad. Mi ventaja consistía en que yo conocía y disponía siempre los límites de esas relaciones. Límites que sólo en raras ocasiones dejaba traslucir a los otros.
Entre aquellas relaciones destacaba la figura de Aníbal Otero, un joven artista, distinguido y apasionado, al que unos tacharían de excéntrico y al que yo daría el calificativo de genio. Supongo que parte de mi fascinación hacia él se debía, en cierto modo, al abismo que separaba nuestros caracteres, y que acabó por convertirlo en mi principal objeto de estudio. Ahora pienso que este sentimiento de curiosidad bien podría estar entroncado con la amistad, o incluso con el amor. Pero eso deben juzgarlo ustedes.

Antes de continuar, debería precisar que el círculo en el que me movía estaba constituido por lo más selecto de la sociedad. Mis padres habían fallecido en un accidente automovilístico, cuando yo no era más que un niño. Por ello pasé directamente a la tutela de mi abuelo, quien, aparte de ser el albacea de la cuantiosa herencia que recaería en mis manos una vez hubiese cumplido la mayoría de edad, era además uno de los pocos patricios que todavía en aquella época aunaban fortuna y un nombre netamente aristocrático. Así que de él recibí una exquisita educación, aparte de otra jugosa suma, que podría derrochar sin temer que el más extravagante modo de vida deviniese en su merma. Y aunque nunca he sentido excesiva inclinación hacia los bienes materiales, no me resultaba nada despreciable disponer de exorbitantes sumas con las que adquirir un valioso incunable, o la pintura de algún artista en ciernes, a precios escandalosos para una subasta. Siempre me ha ofuscado la idea de que en nuestra sociedad capitalista, una obra de arte se valora más por su montante en el mercado, que por el hecho de que en esta se muestre el verdadero genio. Así que he de confesar que, si he tenido alguna manía, ha sido la de encumbrar a artistas mediocres a golpe de talonario, y puedo carcajearme de que, todavía hoy, algunos de los nombres con más relumbre en los círculos artísticos, lo son por obra y gracia de mi divina intercesión. Ahora recuerdo que otra de las cosas que heredé de mi abuelo fue un particular sentido del humor…En este momento, desde la distancia, no dejo de percibir la ironía presente en ese comportamiento, pues no ha habido situación que más me haya admirado que la confrontación con el verdadero genio. Cualidad esta que yo no dejaba de percibir en el joven Aníbal-y este es el otro punto que tan fuertemente me atraía hacia su persona- cuya escasa obra se conducía por cotas que no alcanzaba ninguno de sus contemporáneos, pero en las que su disoluto modo de vida le impedía instalarse. Así que me propuse guiarlo por aquellos caminos en los que su espíritu indomable lograra serenarse, y así no se desbordase antes de proyectarse en el recipiente de aquella gran obra para la que yo le creía destinado. Hoy en día sé que es infantil querer domesticar la luz de las estrellas. Sólo los niños pueden…

Sin duda era Aníbal un ave nocturna. Creo que esto en parte se debía a la fascinación que ejercía sobre él el reino de las sombras- cuyo misterio se había empeñado en desentrañar a través de sus pinturas- y por otra parte al hecho de que, como el mismo decía, estaba incapacitado para dormir. Supongo que esto último, aun tratándose de una exageración, tampoco estaba muy lejos de la verdad. Pues no fueron pocas las ocasiones en las que durante la noche acudía al encuentro de Aníbal, en el hostal donde habitualmente se hospedaba, y al no hallarlo allí-conducido por algún comentario del recepcionista o del camarero de algún bar, parada acostumbrada en sus correrías-me pasaba días enteros siguiéndole la pista, sin lograr darle alcance, hasta que otro día cualquiera averiguaba que lo habían visto en las inmediaciones de sus habitaciones, y por fin me lo encontraba ante el lienzo, pintando preso de una gran agitación. En aquellas circunstancias yo me quedaba mirándole, apartado, apenas esbozaba un saludo entre dientes…. podía pasarme horas enteras contemplándole. Era aquel un espectáculo que me subyugaba. Aníbal, con su bello e imberbe rostro, semejaba un ángel caído, que en su caída debía haberle arrebatado al cielo un par de estrellas que ahora refulgían febrilmente en sus ojos, pues en verdad miraban con una luz más allá de este mundo. De pronto le veía empalidecer, y sin apartar su vista del lienzo comenzaba a mesarse los cabellos, a arrancárselos como buscando la raiz de su inspiración. Y una vez más tomaba frenético el pincel, y de él, con movimientos espasmódicos, comenzaban a surgir trazos, imágenes… No podía dejar de pensar que aquella debía de ser la creación de algún dios siniestro, pues tenía la rara cualidad de que, por muy brillantes y alegres que fueran los colores que escupía su pincel, sus cuadros resultaran, durante aquella época, invariablemente oscuros. Así como la obra de algunos pintores parece surgida de dios y de la luz, a mí me parecía que Aníbal pintaba desde el lado de las sombras. Por eso la contemplación de su obra resultaba incómoda, y no dejaba a nadie indiferente. Porque quizás en aquellas imágenes, aunque nada más lejos de cualquier forma de obscenidad o vileza, se reflejara lo más turbio del alma humana.

No fue difícil convertirse en su mentor, usurpar la figura paterna que nadie hasta ahora había ostentado. Su madre, una muchacha poco agraciada nacida en el seno de una familia burguesa, había sido seducida a tierna edad, por un joven de aquella nobleza venida a menos, y por lo tanto dotado de las más exquisitas maneras, único vestigio del pasado esplendor. Como la familia burguesa, aparte de burguesa era también católica, y en aquella casa se presumía de practicar la más estricta caridad cristiana, en cuanto tuvieron noticias del embarazo de la hija menor, y constataron que el novio-a quien no habían temido abrir sus puertas de par en par, seducidos por el lustre de su apellido-había puesto pies en polvorosa- en pos de otra cándida joven , que si bien no superaba a Elsa en candidez, si la superaba en fortuna-, no dudaron en arrojarla-a modo de expiación- a la calle. Aun a riesgo de que se convirtiera en pasto de las hordas protestantes. Para ser justos, es preciso añadir que toda la familia, a la hora de aceptar esta situación, dio muestras de la más inestimable resignación cristiana.
En definitiva, la pobre Elsa se encontró de repente en los brazos de un mundo cuya perfidia y voluptuosidad desconocía. Si bien, en un primer momento, respiró aquel aire viciado a pleno pulmón, libre al fin del corsé del hogar paterno, pronto la embriaguez dio paso al temor y a la desesperanza. Eran tiempos en los que para una mujer era difícil ganarse el sustento. Sobre todo para una mujer que tenía unas manos como las de Elsa. Hermosas-seguramente lo único hermoso que adornaba a aquella pálida y escuálida figura- y poco acostumbradas al trabajo. Cuyas únicas muescas se las habían ocasionado las cuentas del rosario al deslizarse. Así que, desamparada, cuando a punto estaba de encomendar su alma a dios, junto a la del futuro genio que en su vientre se gestaba, tropezó con una mujer, Madame Alberta, que, aunque no practicaba la más estricta caridad cristiana, tenía un corazón de fuego que, entre otras cosas, le había granjeado una muy dudosa reputación. Y aquella mujer, que regentaba una casa en el Barrio del Placer, se apiadó de aquella muchacha feúcha, cuyo único rastro de vitalidad parecía resistir en aquel vientre abultado, al que se abrazaba compulsivamente. No dudó llevársela a la casa, consciente de que, tanto física como moralmente, estaba muy lejos de aquellas que le proporcionaban el sustento. Hacía unos días la mujer que se ocupaba de la limpieza se había despedido argumentando que a su rutilante marido no le complacía que trabajara en una casa de semejante catadura moral, por lo que decidió darle la oportunidad de ganarse las habichuelas sustituyéndola. Claro que pronto se dio cuenta de que, probablemente, la pobre Elsa no había desempeñado aquel tipo de labores en toda su vida. Y el trabajo le resultaba pesado, para aquellas escasas fuerzas que ya no harían otra cosa más que menguar. Por lo cual las muchachas no entendían el motivo que inducía a la siempre exigente Madame Alberta a mostrarse tan condescendiente con aquella tan torpe y tímida. No se percataban de que se trataba del tipo de condescendencia que uno tiene con un perrito al que ha encontrado en la calle, hambriento y lleno de pulgas.

Un buen día, quiso el destino que les fuera anunciada la visita de un importante y generoso cliente al que- se lamentaba Madame Alberta- no veían con la frecuencia deseada, puesto que la mayor parte del año permanecía en Italia, junto a su esposa, cuya delicada salud requería de los efectos balsámicos de un clima más cálido. Este cliente sentía una extraña fascinación por una pelirroja, Gabriela, cuyo cuerpo lechoso estaba invadido por innumerables pecas, y poseía unos ojos tan claros que, de modo similar al de los gatos, parecían apresar en sus redes los fotones de luz que, momentos antes de su entrada, circulaban a su antojo por la estancia. El cliente-al que, debido a los perjuicios que podrían causar en su vida la naturaleza de los acontecimientos que aquí narramos, preferimos seguir denominando simple y llanamente como “el cliente”- en su más reciente visita, había obsequiado a Gabriela con un hermoso batín carmesí de seda, elaborado por uno de los Canuts con mayor renombre de Lyon. Supuso Madame Alberta que éste esperaría que, durante su próxima estadía, Elisa vistiera aquel delicado batín, que de modo perfecto se adaptaba a los pliegues y convergencias de su cuerpo. Así que se dirigió a las habitaciones de ésta para comunicarle la llegada de tan ilustre huésped , y a conminarla a que a la hora en punto estuviese lista y aderezada con el batín color sangre. Lo que no esperaba Madame Alberta es que, en cuanto tuvo conocimiento de la noticia, las pecas de Gabriela mudasen su color por el de la piel que enmascaraban, confundiéndose su rostro con la pared, de no ser por la luz que en sus ojos titilaba. Incluso sus labios, del rojo que sólo algunas rosas alcanzan al nacer, se habían vaciado de sangre. Sus ojos espejearon entonces como los charcos que se forman tras la lluvia cuando son atravesados por los rayos del sol, y prorrumpió en incontenible llanto. Madame Alberta pidió explicaciones, temiéndose que en esos momentos se cerniese sobre sus cabezas la mas cruel e inesperada de las catástrofes, así que pronto se sintió turbada por la misma agitación. Ante los gritos, acudieron en tropa el resto de las muchachas, y pronto aquella habitación se semejó al camarote de un barco zarandeándose caprichosamente entre las manos impetuosas del dios Neptuno. Afortunadamente entre ellas había una muchacha, Andrea, que, aunque no especialmente bonita, destacaba por su ingenio y su carácter resuelto. Así que, poco a poco, fue desplazándose desde el exterior al centro del círculo que aquellos lozanos cuerpos habían formado, y con su rostro sereno llamó a la calma. Ante la resolución que siempre mostraba Andrea, las voces fueron mitigándose y al fin, cuando se hizo el silencio, pudo contar lo que todas sabían y habían ocultado a los ojos de Madame Alberta.

lunes, 4 de abril de 2011

A-M-O-R

Una pequeña A como una mosca deambulaba por la comisura de sus labios. Yo dije “tienes algo ahí”. “¿Dónde?”-preguntó él llevándose la mano al pelo con aquel gesto tan encantador. “Ahí”, y mi dedo tembloroso se aproximó al páramo vedado de su boca. La A obediente, con sus esqueléticas patitas, se posó con donaire en mi yema. La sostuve contenta frente a sus ojos y el dijo “es simplemente un escarabajo” y sin más cerró los ojos como quien pide un deseo y sopló con fuerza. Aquella A de resplandecientes cabellos, alzó el vuelo, sin que yo tuviera tiempo de sacar del bolsillo el pañuelo para decirle adiós.

Otro día mientras jugábamos a piedra-papel-tijeras, vi como una elegante M se posaba en sus nudillos, y sin más comenzó a gimotear.

- “¿Qué te ocurre pequeña M?”-le dije.

-“Yo estaba tan tranquila cosiendo en mi casa, entretenida con la labor que descansaba sobre mis rodillas-comenzó a explicar entre hipos- cuando ante mis ojos pasó una A de resplandecientes cabellos, así que sin pensármelo un segundo me fui en pos de ella. Pero ahora ya hace días que la he perdido de vista y tampoco puedo hallar ya el camino de retorno a mi hogar. Así que creo que en todos los libros no debe existir una M tan desdichada como yo”.

-“Conozco a la A de quien me hablas. Hace unos días la sostuve por un segundo en mi dedo, pero de pronto vi como se agarraba a las crines del viento-la verdad que aquí le mentí y no me atreví a decir el nombre del verdadero culpable de aquella huída-, quien se la llevó a horcajadas. Si lo deseas yo puedo soplar tan fuerte que en un día ganes la distancia que te lleva de ventaja, y así puedas reunirte finalmente con ella”

-“¿De verdad, de verdad, de verdad…?-y mientras esto decía tan alegre estaba que no paraba de hacer cabriolas sobres sus nudillos. Entonces él algo debió sentir sobre su mano derecha, porque parpadeó dos veces y con su izquierda aplastó a la pequeña M mientras ejecutaba uno de aquellos espectaculares saltos. La vi apenas una huella sobre su piel, que el separó con sus uñas, recogió con la punta de sus dedos y terminó por echarla al polvo. “No sé que pasa últimamente con los bichos”-me dijo. Nada respondí por temor a parecer sentimental.

Nos sentamos recostados contra la pared mientras observábamos fenecer la tarde. Yo fingía alisar mis cabellos cuando le vi prender un cigarro. Su humo sinuoso arrojaba al aire figuras misteriosas, que más bien me parecían una provocación. De pronto entre ellas vi florecer una O, perfecta e ingrávida. Me miró por entre sus pestañas y se dirigió a mí del siguiente modo:

-“¿Habrás visto, por casualidad, una M que llevo largo tiempo buscando?”

-“Sí-respondí- pero por desgracia, cuando esa M se encontraba en el grado máximo de su expresión, la vi dar un traspiés-volví a mentir-, y caer al suelo. Seguramente ahora estará recorriendo el mundo bajo la suela de algún zapato”.

-“¡Oh!, y que será ahora de mí…”-no bien acababa de pronunciar estas palabras cuando vi emerger su mano, que la sacudió por los hombros y sin más se desintegró, tropezando el humo de su cuerpo etéreo contra mis párpados. “Perdona-dijo él-no me di cuenta de que tu no fumas”


El último día entre las vides jugábamos al “tu la llevas”. Teníamos los cabellos entreverados de pámpanos y la tarde era fresca bajo las sombras de las cepas, quienes sostenían su preciada cúpula cual cariátides. Los racimos estaban florecidos y se antojaban deliciosos y pesados. Él era más rápido que yo y no tardó en atraparme entre sus brazos. Por un momento pensé que iba a besarme, pero algo me distrajo de la carne apretada de sus labios. Ante mí, encima de nuestras cabezas, había un hermoso racimo de uvas moradas. Sobre una de aquellas pulpas sorprendí la tierna figura ensortijada de una R.

-“Hola-me dijo-¿habrás visto pasar por aquí una O de garganta tan profunda que se diría que comunica con el otro lado de la tierra?”

-“Sí, la he visto.¿ No me dirás que la andas buscando?”

-“En el momento en que nací alguien me dijo que pasaría por aquí. Así que desde ese día la estoy esperando”-respondió de forma melancólica

-“Pues siento decirte que has esperado en vano, porque cuando la tuve ante mis ojos, ambas vimos pasar unas nubecillas juguetonas y con cola de trapo, así que encontrando su piel similar a la de ellas, la contemplé partir, confundiendo a aquellas con su rebaño. Y sin más se extravió en el cielo”

-“Así que finalmente, tras esta larga espera, nunca pasará por aquí”-se compadeció

-“No te apenes ensortijada R, quizás algún día la veas regresar a ti en forma de lluvia”

En estas estábamos cuando vi como sus dedos tomaban el racimo sobre nuestras cabezas y justamente arrancando la uva donde estaba posada la R la introdujo en su boca, y la horadó sin compasión con sus afilados dientes. Entre sus labios asomó un hilillo de jugo que yo, en mí desesperación, confundí con la sangre inocente de aquella letra. Entonces sí que su boca se aproximó de modo irreverente a la mía, pero envalentonada me desentendí del beso de sus labios, y eché a correr siguiendo el ejemplo de aquellas letras que por alguna razón que no comprendía se habían dispersado antes de encontrarse. Y decidí buscar lejos de él aquel lugar a donde pensé se dirigía aquella pequeña A, de cabellos resplandecientes, que un día había visto asomar entre las comisuras de su boca, y el confundió con un escarabajo.

miércoles, 30 de marzo de 2011

DELIRIO





Sentía un horrible dolor de cabeza. Allí, tumbada, con los ojos cerrados. Presentía la luz a mi alrededor como la promesa de una estocada. Y yo ya no traía yelmo, ni escudo. Me sabía desnuda, y en algún momento de la noche debió escurrírseme la sábana. Sentí un infantil pudor hacia la habitación. Traté de recordar…

La noche anterior, tras ahogarme en alcohol, él me trajo a cuestas hasta casa. Luego, en mi habitación, caballerosamente me había quitado los zapatos y los vaqueros. Cuando ya me creía dormida y arropada, antes de que saliera definitivamente por esa puerta, me alcé sobre la cama y terminé de arrancarme la ropa. “No te vayas-le dije-No me dejes pudrirme sola. No esta noche. Mañana será un buen día para comenzar a hacerlo”. Me miró con aquellos ojos satánicos. Hace tiempo que olvidé la letra del exorcismo que un día me enseñó mi abuela. También en algún momento de mi vida he extraviado el camino hacia aquel bosque, donde nacen las castañas de las brujas…. No hay antídoto para el amor. Lo sabía. Él también. “No te hagas esto princesa”, dijo mientras sus ojos se tornaban tristes. “Pues entonces ayúdame a morir. Ahógame la boca con los asfódelos de tus besos y espera a que caiga sobre mí la noche eterna”. Sin más se volvió, y se dirigió hacia la salida. “Tú tenías que ser mi caballero andante. Lo prometiste. ¿Quién me defenderá ahora de las hordas enemigas? ¿Quién?...”. Por única respuesta escuché el sonido de la puerta al cerrarse. Entonces mordí el polvo.

Durante toda la noche estuvo sonando el móvil. Sabía que era él, que no sería capaz de dormir tranquilo tras mis amenazas de matarme. Llamaba para confirmar que todavía seguía viva. Vano consuelo. Decidí no contestar para que sufriera un poco imaginando las ciento una maneras que podía escoger para suicidarme, que, cuidadosamente, una vez había anotado con buena letra en un cuaderno.

Al despertar temo la herida de la luz. La llegada de un nuevo día que me traiga tu ausencia. Siento los párpados tensos. Como a punto de reventar. ¿Y si a partir de este momento me convierto en un ser sin párpados?. Ya nunca jamás podré conciliar el sueño. Decido dejar pasar la luz por una pequeña rendija. Quema. Sobre todo quema la piel que ya no está. “Tan sólo en la oscuridad puedo atraer tu imagen hacia mí”. Tengo una gran experiencia en soliloquios. Puedo inventar las palabras que tú no dices. “Te quiero, pero a veces olvido. Ya no habrá más dragones en tu sueño”. “Ni tampoco demonios de las estepas. Prométemelo”, contesto. Enarbolar la bandera de una promesa… El pañuelo que llevas anudado en tu lanza está lleno de desgarrones por el uso. Me quedo dormida acodada en las gradas, observando la justa en la que vas perdiendo…

Por fin tras este último sueño consigo abrir los ojos. Los clamores del tambor todavía retumban en mi cabeza. Tengo el cuerpo entumecido y me cuesta horrores moverme. Es como si mis miembros continuaran dormidos, casi inertes. Noto un molesto picor en la nariz y trato de recuperar mi mano para rascarme. Algo me lo impide. Siento una soga alrededor del cuello de mi mano. Si hago fuerza tengo la sensación de que puede quebrarse. Levanto la cabeza y observo como mi cuerpo está inmovilizado por un sinfín de diminutas cuerda. “¡Ay no!-me digo-me he reencarnado en Gulliver en el país de Liliput”. Están tan tensas que a pesar de su tamaño no consigo moverlas. “Sólo es cuestión de tiempo que los soldados vengan a buscarme”, me digo ridículamente. Pero siento como si unos diminutos pies anduvieran sobre mi cuerpo. Alguien se pone a gritar en mi vagina. “Eco, ecooo..” Me hace cosquillas y por primera vez en mucho tiempo me río. “¿Qué haces estúpido? ¿No ves que eso no es una cueva?”, escucho que dice otra voz. Esos pasitos sobre mi piel me erizan el vello. Por un momento temo que se trate de una invasión de arañas velludas, y hasta me parece ver unas patitas negras que se aproximan hacia mi, y ya coronan la cumbre de mi seno derecho. Pienso en el asta de una bandera coronando mi pezón, y…..¡Ay! Es tan solo una “M”. Mayúscula. Me mira. No tiene ojos y me mira.
-Perdona por lo de antes-me dice-todas las “G” carecen de seso.
-¿Una “G” en mi vagina? Debe ser lo más cerca que he estado de hallar el famoso punto con ese nombre-respondo más que para la “M”, para mí misma.
-Te equivocas. No hay ningún punto que se llame “G”. Los puntos que yo conozco sencillamente se llaman puntos. Y si ese punto del que hablas es tan famoso, debería conocerlo-dice como si se dirigiera a un auditorio invisible.
-Olvídalo. No tiene importancia. ¿Podrías decirme que haces sobre mi pecho? Resulta un poco molesto.
-Perdona. Vengo de muy lejos y no conozco estas tierras. Me he adelantado para anunciar la visita de su majestad nuestra augusta letra “A” y el rey consorte la letra “B”.
“Que imaginación tan parca es la mía-me digo-. La A y la B son esposos..Vaya obviedad. Al menos parece que se trata de un régimen matriarcal…”
No bien acababa de pronunciar las anteriores palabras cuando se escuchó el sonido estruendoso de unas trompetas, y el grueso de lo que me pareció un ejército comenzó a asomar ordenadamente a la altura del ombligo. Pronto me percaté de que estaba allí el abecedario en pleno. Tanto minúsculas, como mayúsculas, negritas, e incluso no faltaban las cursivas. De pronto aquella masa compacta, como respondiendo a alguna señal acordada, que yo no pude percibir, se separó en dos hebras. Y por el centro vi asomar dos letras de porte majestuoso. Por supuesto se trataban de sus augustas majestades “A” y “B”, que en verdad tenían un aspecto regio. “A” me recordaba bastante a la Reina de Corazones de “Alicia en el País de las Maravillas”, y temí de un momento a otro escuchar su voz chillona pronunciando la conocida sentencia “Que le corten la cabeza”. Lamenté todavía más el tener la manos atadas, pues entendí que mi cuello necesitaba en aquellos momentos unas caricias tranquilizantes. Decidí esperar en silencio hasta que algunos de los dos consortes me dirigiese la palabra, pues es sabido que a los reyes no les gusta que le dirijan la palabra previamente a que ellos lo hagan.
-Y bien…?-dijo la reina “A”, dirigiéndome una mirada que encontré bastante veleidosa.
-Y bien…?-repitió el rey “B”
-Y bien…?-repetí yo un tanto intimidada. Los ojos de la reina me parecían capaces de prodigar centellas por doquier.
-¿Qué tienes que decir en tu favor, jovencita?-dijo recobrando la serenidad
-Pues…¿es necesario que llame a un abogado?-pregunté
-No digas tonterías. Sabes bien que venimos en son de paz-dijo-Hace tiempo que teníamos programada esta visita, pero el viaje es tan largo, y su majestad “B” es tan perezosa….
-Y a qué se debe tan grande honor hacia mi persona-había decidido que sería mejor para mi cuello seguirles el juego.
-Y aún lo pregunta!!!-dijo la reina y estalló en una sonora carcajada, a la que se unió el grueso de su séquito, como bien indican todos los libros de protocolo- ¿Acaso ignoras la grave falta que has cometido?
-¿Yooooo?-exclamé bastante sorprendida
-Ah! Mira que eres atolondrada, chiquilla. ¿Voy a tener que recordarte a ti, el olvido al que nos has condenado?
-¿Cómo?
-Tú antes componías bonitos poemas. Nos tratabas con mimo y nosotros gozábamos vistiendo la tinta de tus versos. Pero ahora, lo único que trazas son lamentos y amenazas.
-¿Qué puedo hacer, si es que amo, y el amor ahoga mi voz?
-Pero al principio escribiste hermosos cantos de aurora…
- En aquellos tiempos disfrutaba corriendo descalza sobre la hierba. Pero finalmente el amor me devolvió olvido ¿no es justo que os haya olvidado también yo a vosotras?
-Te equivocas, no es cuestión de justicia. Es simplemente cuestión de temas, y a nosotras el desamor nos parece un tema tan bueno como el amor.
-Siento contrariaros, pero me cuesta horrores escribir. Las palabras parecen haber abandonado mi pluma, para siempre.
-Sin embargo para escribir un decálogo enumerando ciento una maneras de matarte sí que tienes tinta….
-Ahí lo que utilicé es la tinta de la desesperación, pero en esa-ya os lo he dicho-he acabado por ahogarme.
-No te preocupes, para eso estamos nosotras aquí. Hemos decidido darte una oportunidad y para ello vamos a sacrificarnos. No se trata de una renuncia,sino un advenimiento.
-La verdad es que anoche debí beber demasiado, porque ahora no entiendo una palabra.
-No te preocupes, tú limítate a mantener tu boca abierta..
Me dispuse a obedecer, sintiendo con el rabillo del ojo que aquello todo era un sueño, y sólo era cuestión de dejarse llevar. Vi entonces como “A”, conducida gentilmente por “B”, se dirigió a mi cuello, escaló no sin esfuerzo el páramo de mi barbilla, y se aproximó a mi boca. Una vez allí, tras haber besado a “B” de un modo que me pareció demasiado fogoso para unos labios reales, se arrojó en pos de mi garganta, gritando “Jerónimooooo”, lo cual, dicho sea de paso, me pareció tan solo una excentricidad más de mi subconsciente. De inmediato “B”, imitó a “A”. Y no transcurrió mucho tiempo antes de que el resto del séquito se zambullera sin miedo en aquel océano negro. Yo las sentía, rodar, agitarse, tropezarse las unas con las otras. Me pareció que aquella debía ser una situación harto incómoda para los augustos consortes, que seguramente tendrían algún pie o mano arrimado a sus reales posaderas. Poco a poco las letras se iban arracimando, ocupando la totalidad de mi tráquea y la últimas ya se apilaban desde las amígdalas al velo del paladar. Comenzó a faltarme el aire, y traté de toser para expulsarlas, pero parecían agarrarse con sus pies y sus manos. Entonces supe que si no hacía nada por arrojarlas fuera, acabaría por morir asfixiada. Fue en ese momento cuando me desperté.


Aunque ya no estoy dentro del sueño, siento que el nudo sigue ahí. Es el amor que me atenaza el cuello. Me lo toco y me extraña no sentir esa rugosidad del lazo. Los peores nudos son los que no tienen ni forma, ni imagen. Si tienen forma se pueden desatar. Si tienen imagen siempre se puede comprar una goma de borrar. Recuerdo las palabras de la reina. El desamor es un tema tan bueno como el amor. Cojo mi cuaderno y arranco las hojas donde un día anoté las ciento una maneras de suicidarse. Comienzo a escribir todo lo que ha acontecido durante la noche. Ya no puedo parar. Dejo de ser una barca varada en la playa. Una pequeña lengua de mar se desliza sobre la arena, y comienza a lamerme las costuras. De vez en cuando me llevo la mano al cuello y me parece percibir que el nudo está un poquito más suelto. Quizás sólo un milímetro. Pero por un milímetro se empiezan a recorrer las grandes distancias.

martes, 22 de marzo de 2011

LAS RAMAS DE LOS ÁRBOLES


A Eduardo, porque desde el día que le conozco siento que soy desde dentro hacia fuera



Yo era un árbol que crecía hacia el interior, y al llegar la primavera podía verse como unas flores remilgadas asomaban entre mis dientes. Seguramente aquello era insano, y acabaría matándome por dentro, pero a mí me divertía sentir las ramas expandiéndose a través de mis intestinos, las hojas cosquilleando las paredes de mi estómago. Me gustaba imaginármelas enroscándose alrededor de mis costillas, gateando hasta llegar a mi corazón, y construir para él una tupida carcasa que lo protegía en los días de lluvia. Era yo un árbol inconsciente, inocente y fantasioso, es decir, de la peor de las especies. Los demás no podían evitar mirarme con cierto resquemor, me ignoraban cuando por mi parte realizaba algún torpe intento para entablar conversación, y orientaban sus ramas hacia los lugares más alejados de mi persona. Así que me convertí en un árbol solitario, y como-según ya comenté-mis ramas crecían para adentro, en los días de verano no había sombra que me resguardase del sol y podía percibir como mi joven piel comenzaba a secarse prematuramente. Tampoco el invierno era más piadoso conmigo, pues al hallarme solo, el viento se ensañaba con especial fiereza, y en más de una ocasión mi corteza permaneció helada días enteros, pudiendo sólo hallar consuelo en la presencia de la luna. Pues pronto comprendí que le resultaba muy placentero ver su rostro reflejado en el espejo de mi piel. Tanto que en ocasiones tenía la cortesía de abrigarme, despojándose de su resplandeciente manto. En el momento en el que me lo pasaba por los hombros, mi humilde cuerpo aparecía cuajado de estrellas.
Irremediablemente triste para mí era el otoño, pues a su llegada las hojas de los otros árboles se disfrazaban de un color pardo-rojizo, que me recordaba intensamente al cielo en la hora del ocaso, cuando las montañas parecen incendiadas, y yo me siento dispuesto a entregar mi alma por pasear los dedos por sus lomos ardientes. Las cosas no mejoraban con la caída de la hoja, pues mucho me agradaba a mí el espectáculo de las hojas arrancadas por la brisa, deslizándose en comparsa, arrojándose en tirabuzones, o en caída libre. Pero como siempre he sido un tanto corto de vista y el resto de árboles me habían aislado en mi pequeño parapeto, todo aquello se me presentaba desdibujado, como la obra inconclusa de algún pintor impresionista. Entonces no podía dejar de llorar y con cada una de mis lágrimas más tupida se volvía la carcasa que envolvía mi corazón.
Lo peor acontecía con la llegada de la primavera. Cuando veía a los pájaros regresando alegres de sus periplos por tierras más cálidas, dispuestos a anidar en la garganta frondosa de alguno de mis congéneres. Un buen día se me acercó un petirrojo, que agitando sus pequeñas alas frente a mí, habló del siguiente modo:
-Hola, ¿a qué exótica especie perteneces?Pues nunca había visto uno como tú, ni en las lejanas y misteriosas tierras del sur, ni por ninguno de los países de estas latitudes.
-Cosa extraña-le contesté- porque existen muchos como yo. Sin ir muy lejos podrás ver que estoy rodeado de ellos. Soy, simplemente, un árbol.
-¡Uy! ¡Que gracioso! Un árbol dice….Mirad chicos-cantó dirigiéndose a sus compañeros-este señor tan raro de aquí, se cree un árbol…
-No me lo creo, lo soy
-Ja,ja,ja-entonaron los petirrojos a coro- un árbol, dice, un árbol….
- Es cierto-dijo mi vecino más cercano, quien hasta el momento no había dado muestras de estar atento a la conversación, pero que, conociendo como conocía su naturaleza, sería extraño que dejara pasar una oportunidad de meter baza-es uno de nosotros. Aunque bien raro y excéntrico. Le encanta distinguirse y se pavonea de su comportamiento llamándolo “carácter”-explicó con un acento realmente molesto.
-Pero-preguntó el petirrojo que había iniciado la conversación-¿y las ramas? ¿y las hojas?
-Crecen hacia mi interior-respondí en un tono vago, un poco intimidado ante tanta pregunta
-Pero ¿por qué?-insistió-no lo entiendo…¿De qué servirían mis alas si crecieran hacia dentro?-preguntó como si interrogara al aire
-Nunca me han enseñado otra manera de crecer-respondí. La verdad es que no puedo decir que aquello fuera cierto, pero desde que tenía uso de razón había ocurrido así.
-¡Pero eso es insano!-exclamó el petirrojo-¿no ves que si creces demasiado acabarás por reventar?
-Puede ser…-comencé a responder titubeante
-Mírate, apenas llegada la primavera ya las flores asoman por tu boca….-en estas estaba cuando uno de sus compañeros se le acercó recriminándole que les retrasara en la ardua labor de encontrar un buen árbol.
-En fin…tu sabrás..-me dijo y se alejó ligero hasta ponerse a la altura de sus compañeros
No puedo decir que aquel encuentro no produjera ningún efecto en mí. Además, últimamente sentía demasiada prieta la carcasa de mi corazón, e incluso me parecía ver como mi piel comenzaba a resquebrajarse. Generalmente le quitaba hierro a este asunto tildándolo de producto de mi mente ociosa. Pero aquella noche apenas pude dormir, y a la mañana siguiente mis ojos estaban circundados por dos enormes ojeras.
-¡Uf, que mal aspecto tienes!!!- no tardé en reconocer en aquella voz atiplada el canto alegre del petirrojo.
-¿Qué haces aquí?-respondí huraño-¿no te habías ido con tus compañeros?
-Ciertamente, pero has de saber que ante todo soy un petirrojo muy curioso. Mis compañeros siempre me dicen que como a los gatos, esta curiosidad mía acabará por matarme…-respondió pensativamente
-Así que los dos llevamos dentro el germen de nuestra destrucción..-respondí sentenciosamente
-Puede ser-dijo- aunque pienso que aun estás a tiempo de ponerle remedio. A ver, intenta abrirte…
-¿Cómo?
-Abrirte…no puede ser tan difícil si todos lo hacen. Piensa, por ejemplo, en el sol. ¿No te gustaría sentir su tacto en tus ramas? ¿su lengua deliciosa lamiendo tus hojas?
-Sí, supongo que sí-respondí un poco por cortesía, pues aquella era la primera vez que alguien realizaba tal esfuerzo por mí.
-Y la lluvia….¿no crees que sería maravilloso sentir sus piececillos bailoteando encima? ¿o tamborileando con sus dedos?. .. para mí no hay mejor sensación que refrescarme bajo la lluvia y luego sacudir mis plumas al sol, allí donde nace el arco iris.
-Sí-dije-pero eso ha de ser muy hermoso cuando se ha viajado tanto..
-Por eso mismo, yo he viajado mucho y te puedo decir que crecer como tu creces es no puede ser natural
-Pues a mí siempre me ha ido bien-respondí un tanto mohíno ante tamaña insistencia
-¡Ahhh!-se lamentó el petirrojo-los árboles sois tan tozudos…supongo que se debe a que vivís tantos años...-y sin decir más se dio la vuelta
-No! No te vayas!-le exhorté-es que….Hace tanto que nadie habla conmigo... Me gustaría que te quedaras, aunque sólo fuera un ratito..
-Está bien, pero sólo un ratito….
-¡Gracias! ¡Gracias! Por favor háblame de tus viajes……
Comenzó a hablarme del mar, que, según contó, es tan inmenso que en él podrían alojarse cinco lunas, incluso en la fase en la que andan más alborotadas... También de algunos lugares, alojados entre montañas, en los que las estrellas brillan más puras, como si les hubiesen pasado un paño vivificante por el rostro. De los ríos que parecen siempre empeñados en perseguir algo que no encuentran, a lo que nunca dan tregua. De como la piel de las gentes de las tierras cálidas parece cincelada en las arenas del desierto... Yo me sentí transportado en volandas por mi imaginación y daba muestras de sentirlo todo con tal intensidad, que él no dudó en bautizarme como el primer árbol viajero. Y afirmó que realmente era único en mi especie, pues no sólo tenía la extraña cualidad de crecer para adentro, sino que además podía volar hasta los lugares más lejanos, permaneciendo unido a mis raíces.
En estas estábamos cuando llegó la noche y el petirrojo comenzó a sentirse muy nervioso, pues estaba bastante lejos del lugar donde habían construido su nido, y la noche se presentaba perceptiblemente fría. Lo alenté a que no se preocupara, pues si quería podía dormir en mi coronilla. Ya trataría yo de que estuviera cómodo entre las ramas y hojas que por ella asomaban. Además cualquier cosa sería mejor que volar en plena noche, con riesgo de extraviarse o perecer en las garras de algún ave rapaz... Tal y como dije traté de recrear un lecho con mis ramas y el petirrojo se instaló en él, no sin cierta suspicacia. La noche, en efecto, transcurrió fría y de vez en cuando podía sentir como su cuerpecillo temblaba, pues era su plumaje tan liviano que apenas constituía abrigo. Traté de concentrarme y hacer crecer mis ramas para transmitirle con ellas mi calor, y de pronto sentí como la carcasa de mi corazón se aflojaba. Al instante su respiración se tornó más tranquila.
A la mañana despertó muy contento, pues había pasado muy buena noche y me preguntó si no me importaría que permaneciera conmigo unos días. Por supuesto aquella circunstancia me llenó de felicidad y de pronto, en su compañía y por primera vez, me sentí realizado como árbol. Transcurrieron los días y mientras el petirrojo los adornaba con las historias de sus viajes, yo compartía con él mi experiencia singular de árbol que crecía hacia el interior. Sorprendentemente aquello a él parecía interesarle en extremo, sobre todo cuando escanciaba los argumentos con mis fantasías. Cosa que conseguía que el petirrojo se hinchase de puro placer.
Una vez me dijo “viajar por el mundo es hermoso y te hace libre, pero tú no has viajado menos ni eres menos libre, pues has llegado hasta los confines de tu imaginación. Y la imaginación es como el horizonte, aunque uno se le acerque siempre existe un nuevo horizonte, allá a lo lejos..” Cuando le comenté que lo encontraba muy sabio, me respondió con las siguientes palabras que jamás olvidaré “nunca debes de avergonzarte de ser quien eres, pero es peligroso cuando ser quien eres te limita. El mundo está lleno de seres extraordinarios cuyo contacto nos enriquece”. Continuábamos en compañía mutua cuando sentimos aproximarse el verano. Entonces le comenté que quizás sería conveniente que regresara al nido, pues no sabía si sería quien de protegerle de los rayos del sol. Pero él se negaba a abandonarme y yo podía sentir como la carcasa de mi corazón se hacía cada vez más ligera. Hasta podía escuchar su latido retumbante bajo mi corteza.
Una mañana me despertó su canto. Al abrir los ojos me encontré ante mí con un días gris, cosa que me sorprendió, pues el anterior había sido espléndido, y me parecía percibir con fuerza la presencia del temido verano. Sin embargo ahora veía recortarse una gran nube en torno mía. Mientras el petirrojo revoloteaba contento, como un cometa loco, que se siente libre de su órbita, no dejaba de gritar “¿lo ves? ¿lo ves?”
-¿Qué? ¿a qué viene tanto alboroto, amigo mío?
-¿No lo ves?- me miró sorprendido
-¿El qué????-comenzaba a ponerme un poco nervioso- perdona, no quise gritarte..
-No importa-exclamó jubiloso-¡Hoy nada importa!... Pero, querido amigo, llevas tanto tiempo creciendo para adentro, que has olvidado como mirar hacia fuera... ¡Mírate!
Empujado por su entusiasmo moví mi cabeza a ambos lados, de arriba abajo, de este a oeste…. Así pude ver como todo a mi alrededor era verde. Que mis cabellos estaban poblados de pájaros y pequeños insectos reptantes. Que tenía aquí y allá ramas salpicadas de hojas estrelladas. Que definitivamente se había desvanecido la carcasa de mi corazón y toda aquella naturaleza que habitaba dentro de mí, había florecido hacia fuera, y yo disfrutaba de mi particular fiesta de la primavera. Además aquello que yo había confundido con una nube eran las curvas de mi cuerpo,femenino, dibujándose sobre la hierba. Entonces pude sentir mis brazos balanceándose con la brisa, que no paraba de hacerme reverencias. Y me recree en el hermoso color de mis hojas, que por fin enrojecerían con la llegada del otoño. Pero lo mejor, lo que realmente me llenaba, era la alegría de mi petirrojo que revoloteaba enfebrecido a mi alrededor…

Así fue como de árbol que crece para adentro, apenas un tronco, me convertí en el más robusto y frondoso del bosque. Y como el silencio que desde que nací me rodeaba, se convirtió en el eco del saludo alegre de mi petirrojo, que ya desde lejos se anunciaba, cuando regresaba a mí al perfilarse la primavera.
Ah! Sí, debo añadir que, a pesar de todo esto, nunca perdí la costumbre de crecer para dentro.

sábado, 12 de marzo de 2011

LOS PUENTES DE PARIS





A Emma y a todos aquellos que confluyen en su blog, cuya lectura me trajo este cuento http://emmagunst.blogspot.com/



Un buen día decidió morir de amor.

Ocurrió al despertarse, mientras el sol despegaba la habitación de la oscuridad y la sumía en el mar del nuevo día. Entonces se dio cuenta de que el amor, lo mismo que la vida, no puede desandarse. Sólo matarlo o morir. Aquel fue un pensamiento impregnado de claridad. Como una verdad impronunciable en la que sólo existen los pájaros cantando, y las hojas de los árboles.

Tomó el cuenco y lo llenó de leche. Cogió el pan y comenzó a desmenuzarlo en pequeños trozos, que caían indolentes en aquel océano blanco. Con la cucharilla los hacía zozobrar como barcos en la borrasca, y cuando su corazón de miga se encontró empapado, los observó hundirse sin oponer resistencia. En ese instante supo que sólo existía un lugar al que ir a morir de amor.

Aquella tarde, con su mochila al hombro, salió de la casa y comenzó a caminar. Aunque conocía el destino, dejó que la ruta la decidieran sus pies. Sus brazos se movían con aquel dócil vaiven de alas pegadas al cuerpo, conscientes de que por mucho que se desplegasen nunca llegarán a alzar el vuelo. Al caminar se iba despidiendo. Sentía como al barrio le costaba dejarle marchar, como le prodigaba miradas seductoras, tiernas. Le hablaba, y en su voz se conjugaban los ecos de la infancia con las tardes felices de la adolescencia, cuando, entre las caladas de un cigarrillo furtivo, contemplaba la caída del sol, con la misma ensoñación con la que Nerón contemplaba arder Roma. Las esquinas le lanzaron por el aire aquel primer beso, robado a unos labios frescos en una mañana de primavera. Cuando volvió a verla sus mejillas se tiñeron de un rubor que le cubrió hasta los ojos. Jamás pudo abrir otra vez los párpados para volver a mirarla.

Comenzó a silbar al llegar a la carretera. Escuchaba el sonido de los coches deslizándose a su lado. Tuvo lástima de aquella gente con tanta prisa, como si temieran que se les escapase el tiempo. Ahora a él eso ya no le importaba. Desde que había decidido que su tiempo había terminado, se dio cuenta de que el tiempo solo era otra de las ridículas ataduras de los mortales y su afán de medirlo todo. Una vez se les ocurrió medir el amor. Conometraron el número de latidos que cabían en un beso. En el suyo cupieron más latidos, por lo que concluyó que él la amaba más. Desde aquel día esa idea lo torturaba y se convenció de que aquello no sería para siempre. Los presentimientos son al contrario de los deseos, si uno los dice en alto acaban por cumplirse.

Llegó la noche y con ella vinieron a hacerle compañía las estrellas. La luna estaba escondida y pensó en que quizás no volvería a verla otra vez. La luna es de esas cosas por las que merece la pena vivir. Pero el amor es la única cosa por la que merece la pena morir, decidió. Así que a pesar de las súplicas de las estrellas y el agujero que la ausencia de la luna había dejado en el cielo, sostuvo que su resolución era irrevocable.

A la mañana temprano se encontró en los límites de la ciudad. A pesar de la hora, le esperaba jadeante y lúcida, con esa hermosura natural de mujer recién levantada. Al pasar por el mercado compró una manzana y la fue mordisqueando, sintiendo como su jugo ácido le atravesaba los dientes. Tal vez su última manzana… Le enardecía el combate de los vendedores en sus puestos, a ver quién gritaba más alto, a ver en qué puesto lucía la fruta más brillante…. A el le hubiese gustado ser mercader, con su mandil blanco y un bigote que atusarse con aire pensativo. Los hombres con bigote le parecían portadores de una sabiduría olvidada…

Transcurrió la tarde entre escaparates de cristales mágicos y las curiosidades de los puestos de los márgenes del Sena. Una mano pálida, venida de otro tiempo, rebuscando encontró una fotografía que sostuvo triunfal ante sus ojos. La figura de Simone de Beauvior se recortaba en la penumbra, escribiendo, como la única luz capaz de abatir a las sombras en el Café del Flore. Ella le había comentado que quizás por eso la gente escribía “por abatir a las sombras del espíritu”. El se sintió totalmente prendido a su sonrisa.
Igual que aquella tarde, se sumergió en las calles, sin rumbo, esperando que como entonces la casualidad le hiciera pararse, mirar al frente y tropezar con el mismo Café del Flore. Aquellas eran el tipo de circunstancias que a ella le hacían saltar y batir palmas. Le abrazó y sintió su cuerpo menudo como un lodazal. Se imaginó hasta el cuello de barro, pero no le importó. Supuso que la felicidad es pegajosa. Más tarde se encontraron ante la placita Simone de Beauvior y Jean Paul Sartre, y fueron nuevos brincos y cabriolas. El aire se tornó esponjoso y su tacto era de mousse de chocolate.
Pero esta tarde no le depararía todas aquellas cosas, únicamente su recuerdo, y entonces se percató de que ya no dolía.

A la hora de las sombras llegó al Pont Neuf. Estuvo contemplando las aguas del Sena, como un hilo de tinta ciñendo las caderas de la noche. Se acercó a la balaustrada, pero de pronto uno de sus pasos se perdió en el aire. Allí había algo, un bulto, una figura humana. Estaba ahí, dormida, con su rostro cerrado, únicamente al alcance del resplandor de una farola. Le pareció joven, brillante, viva. Los cabellos le caían hacia atrás y pensó que seguramente tendrían continuidad en el río. Casi sin percatarse acercó su mano, e incluso antes de tocarla percibió que su piel estaba fría. Sus ojos se abrieron y en un principio le parecieron cubiertos por la telaraña del sueño, pero al instante se agazaparon, como animalillos asustados. Se levantó, cogió la manta con la que se abrigaba y una enorme mochila y echó a correr. El fue tras de ella, llamándola con un nombre de mujer que nunca había escuchado, y que no sabía cómo había asomado a su boca. Pero ella corría y corría ….hasta que se perdió en la noche.
Volvió al puente y se arrodilló en el lugar donde un momento antes dormía la muchacha. Allí sólo encontró un cuaderno de raídas tapas amarillas.

Antes de que abandones
el aire
quiero que sepas que fuiste
importante como el pan fresco
el arcoiris, las estrellas, el color índigo
y los puentes de París

Luisa Futoransky*



Aquel fue el poema que apareció en una hoja escogida al azar. Pensó que seguramente aquella era una libreta mágica y comenzó a leer aleatoriamente. Tan solo cuando llevaba unas cuantas páginas se percató de que todos los poemas estaban escritos por mujeres. Y en estas le sorprendió el día sin que recordase su resolución. Se percató de que debía aplazarla para la noche. Decidió aprovechar su último tiempo visitando los puentes de París de los que hablaba el poema. Uno de sus favoritos era el Pont des arts. Recordó su asignatura pendiente, contemplar las estrellas desde el Pont des arts bebiendo vino y comiendo queso. Lástima que aquel había sido su último día en París, y tuvieron que emplazarlo para una próxima visita.
Cuando caminaba hacia el Pont des arts, recordó la libreta y se le ocurrió que debería buscar a su dueña para devolvérsela. El aire de la mañana era fresco y tenía prendidos los cabellos en una melodía, pensó. Sonaba a guitarra y talle cimbreante. La mañana en Paris sabe mover las caderas. Se rió, quizás también a él se le había pegado un poco de poesía. Pero sí, era una guitarra….y una voz de mujer, cálida. Le pareció que ya no sentía tanto frío. Era como si los lugares que alcanzaba aquella voz fueran protegidos por una leve campanita de cristal, y ya no penetrara el viento. Vio un grupo de gente y supuso que del epicentro de aquel, procedía la voz. De pronto calló. Aplausos. La gente comenzó a dispersarse. Su corazón batía fuertemente. Se llevó la mano al pecho ¿Cuántos latidos caben en una espera?
Incluso antes de que el círculo quedara despejado, supo que era ella.
Posó su mochila en el suelo y la abrió. Sacó la libreta amarilla y desde la distancia se la ofreció a la chica de la guitarra.
-Acércate-fue lo único que dijo
Se acercó y se la quedó mirando. Sus ojos parecían más soñadores cuando estaban abiertos. Se la ofreció con delicadeza y ella casi se la arrancó de las manos.
-Pensé que no volvería a verla…son los poemas que canto. Mi posesión más preciosa…Perdona que ayer saliera corriendo, pero es que al dormir me vuelco sobre mi misma, y fue como si al despertarme me arrancaras de mí. Por eso tuve que salir corriendo, para volver a encontrarme…. ¿Quieres que te cante algo?
El asintió levemente, como si pensara que ante un gesto brusco ella saldría corriendo de nuevo. Se dejó mecer por aquella voz, cálida como la brisa del verano, agitando las ramas de los árboles. Ella le contó que así se ganaba la vida, cantando poemas por los puentes de París.
-La gente se vuelve generosa en estos puentes ¿sabes? Generosa con el amor. Pródiga en besos….La gente viene a este río a amarse, a besarse….aquí elude sus miedos y se enfrenta a la vida. Cuando uno atraviesa alguno de estos puentes se siente pleno…y en el peor de los casos un puente siempre te lleva a una nueva orilla.
-Yo vine a los puentes de París para morir de amor. Sabía que era el único lugar donde podía hacerlo…
-Sí, la gente también hace eso…-se limitó a responder ella.
Estuvo todo el día escuchándola, mientras las monedas doradas titilaban en la chistera negra, de raso. Había parejas que le pedían que cantara solamente para ellas. Entonces la chica buscaba algún poema que hablara de amor y recitaba con aquella voz que parecía envolverlos, protegiéndolos del frío y del viento.
Al llegar la noche compraron queso y pan y los tomaron sobre la estructura del Pont des Arts, contemplando las estrellas que brillaban sobre sus cabezas. Una línea fina, como el óvalo de una mejilla, se dibujaba en el cielo. Era la nueva luna que comenzaba a gestarse. Dentro de unos días estaría rebosante. Pensó en lo espléndida que se vería desde ese puente y en su mágico resplandor iluminando el rostro de la chica mientras dormía a su lado. Como ahora. Se dijo que nunca nos hallamos tan indefensos como cuando dormimos. Por eso dormir con alguien resulta un acto de entrega. Muchas veces incluso mayor que el sexo….Le gustaba aquella intimidad, como de resaca del mar que te arrastra al centro de ti mismo a medida que te acerca a la otra persona…y ahogarse en ella…en vez de hacerlo en las aguas del Sena.
Decidió que le gustaría esperar con la chica la llegada de la luna nueva. Como ella misma decía, en el peor de los casos un puente siempre te lleva a una orilla nueva….


* poema sustraido del blog de Emma http://emmagunst.blogspot.com/