Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


martes, 1 de marzo de 2011

CONVERGENCIA DE LOS ESPEJOS




Contempló su imagen. Las huellas del cansancio se habían desprendido de su piel, como las hojas que, con la lección bien aprendida, saben que tienen que desprenderse de los árboles al llegar el otoño. Tal y como había soñado se supo hermosa. Rutilante. Conservaba esa calma tensa que debe reinar en el ojo del huracán, inmune al revuelo que la circundaba. Pidió a los demás que la dejaran sola. Luego se había desnudado lentamente, descubriendo porciones de su piel oscura a aquella otra que la contemplaba desde la superficie diáfana del espejo. Se veía con nuevos ojos. Ojos regresados desde esa vida que a partir de hoy dejaba de aguardarla. Ojos en cuyas retinas se amalgamaban las retinas de millones de mujeres, que alguna vez protagonizaron idéntico ritual. Ojos que conocían que se habían acabado los tiempos de andar descalza por los bosques, con los cabellos sueltos enredándose en las ramas. Ahora, de pronto, conocía mil y una maneras de recogerse el pelo y las canciones de la infancia permanecerían encerradas en el interior de una caracola. Hasta que llegase un día en el que la acercaría a la oreja de un niño y le explicaría que ahí se escondían todos los sones del mar. Y que si prestaba atención podría escuchar el canto de las sirenas.


En algún otro lugar, en muy distinta época, otra mujer que podría estar-así es nuestro capricho-del otro lado del espejo, contempla su imagen de similar manera. Se pasa las horas observando como la oscuridad se cierne sobre sus ojos, cercándolos, y en su avanzar estirpa la luz con la que habían brillado en un tiempo no muy lejano. Ahora para quien la viese, sería difícil imaginar que hasta hace poco había sido alegre. Que sus risas eran aplaudidas por el eco en altos pasillos de piedra. Que su cintura se meneaba estentóreamente al compás del laud y con el canto de la cigarra. Que sus hombros habían sido los más bellos del reino y se podrían ejecutar melodías con los suspiros arrancados por las hebras negras que-no por descuido, sino más bien por coquetería- jugueteaban libres alrededor de su nuca. Al verla la joven del otro lado del espejo no dejaría de apreciar la gravedad y severidad de su rostro. E intentaría aprehenderlos para remendar con ellos una máscara que sabía le sería precisa en un futuro. Al igual que ella, esta otra se desnudó y con sus dedos, despacio, persiguió el correaje de sus huesos bajo la piel y se convenció de que el cuerpo no es más que un cerrojo del alma. Y en ese convencimiento olvidaba el delirio y el goce que se había procurado a través de sus muslos frescos y carnosos, enlazados alrededor de otro cuerpo joven. Pues ahora de repente se sentía vieja y tras el histerismo y la locura de los meses precedentes, los últimos acontecimientos le habían devuelto el porte sereno y regio. Y se negaba a pensar en cosa alguna que la atara a la vida, consciente de estar más del otro lado, y, por encima de todo, del lugar que le correspondía en la historia.


La primera joven, acompañada de su hermana mayor y de una prima, examina la delicada lencería y a cada comentario de las otras responde con una risita nerviosa. Su rostro es moreno y salvaje. Sin duda la joven del otro lado la hubiese confundido con una campesina, sin siquiera reparar en que su piel es tersa como las escamas de una rosa y que las uñas de sus dedos son como diez cinceladas lunas. Salpican sus cabellos con flores que la hacen sentir la viva imagen de la primavera y su piel quema como el fuego. Así que le sorprende que no se convierta en cenizas una vez que el vestido blanco se ciñe a su cuerpo. El blanco es símbolo de pureza, de virtud,…de entrega, piensa. Y su educación, a pesar de los comentarios de las matronas, la había preservado inocente. Si hasta hace poco el único contacto que admitía era el de la hierba en su piel, cuando se acostaba para observar el carnaval de las nubes, las manos erguidas hacia el cielo. Un estremecimiento recorrió su cuerpo al pensar en el arribo de la noche. “Tienes la piel de gallina, niña ¿quieres que avivemos el fuego?”. No, negó con un sutil movimiento de cabeza.
No eran muchas las ocasiones en las que había visto al novio y casi siempre la madre ejercía de carabina. Una vez, mientras ésta iba a impartir sus disposiciones a la cocina, él la condujo detrás de los setos y la había tomado entre sus brazos. No sabía la razón pero aquella circunstancia le produjo gran desasosiego. Había sentido aquel abrazo como un cerrojo sobre su cuerpo. De todos modos podía considerarse afortunada, pues casaba con un mozo joven y de trato amable. Era consciente de que no todas las muchachas podían afirmar lo mismo. Conocía algunas que debido a la situación familiar se habían avenido a matrimonios con hombres mayores que les proporcionaran una holgada situación económica. Pero por encima de todo era consciente del lugar que le correspondía en el mundo.

A la otra joven le habían permitido conservar a tres de sus antiguas doncellas en su actual situación. El día anterior cuando le informaron de que por un percance debía retrasarse la “ceremonia”-así ella en un arresto de ironía la llamaba-, había dicho “Mr. Kingston, oigo que no moriré antes del mediodía, y siento mucho por ello, ya que pensé estar muerta para esas horas y por delante de mi sufrimiento”*. A lo que Mr Kingston no pudo sino contestarle que su sufrimiento sería breve. “Oí que dicen que el verdugo es muy bueno, y tengo un cuello pequeño”*, dijo la joven mientras colocaba sus diminutas manos alrededor de su cuello, como si estuviera tomando medidas para la espada del verdugo y a continuación rió melodiosamente. Así que Mr Kingston salió cabizbajo, reflexionando, quizás, en cómo un alma acusada de semejantes crímenes podía mostrar en tales circunstancias tamaña entereza. Y en aquella estancia dejó a tres desdichadas doncellas arropadas por los vestidos de su joven señora.



En verdad estaba radiante la novia en cuyas pestañas las lágrimas parecían tejer delicadas telas de araña. Y llegó el momento en que la cubriera el velo, cuyo material, de tan sutil, atenuaba la luz del sol sin llegar a ocultarla. Destacaban bajo él los rojos labios, de manzana a la que se le hinca el diente y cuyo jugo inunda las bocas, hasta la garganta. Al salir de la habitación se vio rodeada por miradas de admiración y recordó lo cómodo que resultaba para ella pasar desapercibida. Alguien, cuyo rostro no pudo precisar entre tantos, le puso unos lirios entre las manos que ella sostuvo con fuerza, tratando de evocar la presencia de la naturaleza, que durante su juventud había sido su única y verdadera amiga. Los alzó hasta la nariz y respiró intensamente, despidiéndose del verano en el campo. Ahora viviría en la ciudad, donde la hierba se troca en asfalto y a las colinas les arrancan los ojos y las denominan ventanas. Y sintió unas manos invisibles que le ceñían el cuello, como si le tomasen las medidas para el dogal. “Pero no-pensó-este debería ser el día más feliz de tu vida”. Así que cuando le preguntaron si iniciaban la marcha ella asintió resueltamente.


A la segunda joven las doncellas la ayudaron a ponerse el vestido gris oscuro, de damasco, adornado con unas pieles. Bajo él se escondían unas enaguas rojas, único vestigio de su anterior coquetería. El cabello negro lo peinaba recogido y llevaba su tocado francés, como tenía por costumbre. Tuvo una última mirada para su rostro y allí pudo distinguir una mujer nueva, desconocida, que la miraba desde un futuro que no existía. Quién sabe si en aquellos momentos se dirigió algún reproche, pero si lo hizo pronto aceptó el sacrificio consumado, por un hombre, por un país. Sin percibir cómo, alguien puso un libro entre sus manos, en el que ella adivinó su devocionario y al que apretaron sus dedos con fuerza, para sustraer de él la resolución, pues por momentos temió que le abandonara el aplomo en la hora del último paso. Al salir de la estancia se enfrentó con los ojos de la guardia que la contemplaban, algunos embriagados de odio, otros sumidos en la costumbre del antiguo respeto. De inmediato irguió la cabeza, consciente de que este es el modo en el que camina una reina, y ella sería reina hasta que no tuviese donde ceñir la corona. Así que cuando le preguntaron si iniciaban la marcha ella asintió resueltamente



Ahora en cada habitación los espejos permanecen vacíos, sin otro reflejo que la propia estancia, de la que sólo aseveran un único cuadradito inmutable, excepto por los distintos modos en los que acostumbra a declinar la luz. Las jóvenes son arrojadas a la calle y sus pasos las conducen al lugar de la ceremonia. Bajo el sol el vestido gris resplandece tanto como el vestido blanco y las dos comparten el mismo rostro grave y la misma mirada hacia dentro. También la exaltación de los espectadores parece la misma y el mismo rumor semeja enardecer a la masa congregada. Ambas sostienen con fuerza el objeto entre sus manos y el tacto de las flores es suave y susurrante como las plegarias que se alzan desde el devocionario. Ambas compiten con el sol en belleza, ambas tienen la cabeza coronada. Ambas miran al frente y encuentran al final de los escalones al hombre que, intranquilo y vestido de negro, aguarda. Y finalmente, ambas clavan los ojos en el mismo tajo, con la misma mancha de sangre, grabada por el sacrificio en la madera.


*Palabras atribuídas a Ana Bolena el día anterior a su ejecución

jueves, 24 de febrero de 2011

LAS CANCIONES DE MI ABUELO

Imagen: A illa de Cortegada

Ayer fue 23F. La imagen que tengo de ese día es la de mi abuelo en la cocina ante nuestro televisor en blanco y negro.
Curiosamente el murió un 23F. Hace ahora 11 años
Creo que esta no es una historia triste, aunque puede que haya caído en el sentimentalismo
En todo caso es la historia de la persona que me enseñó a cantar
Y cuando digo cantar me refiero a que cantar con otra gente supone para mí uno de los mayores grados de comunión con los otros
La historia de la persona que vertió en mi sangre este inevitable amor por la parranda
Por Moncho!!!


Durante los últimos años de su vida, literalmente, tenía el corazón demasiado grande. Un corazón al que su propio peso y tamaño dificultaban el bombeo de la sangre. Cada latido un esfuerzo, una empresa, como de levantador de pesas que tiene que sostener el hierro a la altura de los hombros, hasta que con un último impulso es capaz de erguirlo sobre su cabeza. Pero al sentarse era como si sus extremidades se viesen invadidas por innumerables hormigas y a veces olvidaba y se ponía a sacudirse los pantalones. Un corazón que se aplastaba contra sus pulmones, que se sentían como peces atrapados en la red del pescador. Conocía esa sensación, pues la había visto tantas veces reflejada en los ojos de los peces… La angustia, el desconcierto, la certeza de que es cuestión de tiempo que todo se acabe…Siempre había tenido un sexto sentido para la pesca. Cuando remontaba la ría, hasta su nacimiento, instintivamente se colocaba en el camino que habían escogido mayor número de anguilas para regresar al río-¡qué curioso el ciclo natural de las anguilas!- Así que sus redes eran las más rebosantes y las que más brillaban bajo los auspicios del sol. Curiosamente, la mayoría de las veces, cuando regresaba de comer en la orilla el trozo de empanada de pan de maiz con berberechos que le preparaba su mujer, alguien le había usurpado su lugar de la mañana. Pero el no se enfadaba y en silencio buscaba un nuevo destino para la tarde, y las anguilas volvían a caer en sus redes, como por costumbre, y se sentía poco más o menos que como el flautista de Hamelin. Siempre cantaba al trabajar, sino cantaba en alto cantaba en silencio, para sí, quizás aquella música sin voz fuese capaz de hipnotizar a las anguilas. Los otros le miraba sin disimular el rencor que siempre nace en los hombres al encontrarse ante otro más afortunado, o, quizás en mayor grado, al encontrarse en presencia de alguien cuyo tejido moral es superior. Pues no hay nada que más avive los malos sentimientos que topar conjugadas virtud y fortuna. Pero qué le vamos hacer, siempre ha sido así el género humano, y él lo sabía.

Unos días antes su nieta le había sorprendido cosiendo redes invisibles, sobre la cama de un hospital. La enfermedad, el delirio… Por entre una sonrisa en la que destacaban dos únicos dientes, le había comentado que tenía que darse prisa si quería tenerlas listas para el día siguiente. Pero hacía décadas que no se hacía a la mar. Ahora se contentaba con verla perfilarse desde le muelle. Aquella mar tranquila, sinuosa, redondeada. Aquella mar femenina y fértil, a la que le gustaba recogerse las enaguas y mostrar sus hermosas y robustas piernas. Mar de vodevil. Piernas a las que se aferraba el pueblo con sachos y ganchas y así, recostada, se parecía a Gulliver hecho prisionero en el país de Liliput. Aquella mar que les había enseñado a cantar y a la que celebraban en los bares. Y su isla, verde y remolona. Oasis panza arriba, ocultando en su vientre el mayor bosque de Laurel de Europa. “Se vas a Carril, nada mais chegar, verás Cortegada, deitada no mar”, como dice la canción. Y aquel olor que saturaba el aire, olor de abundancia. Olor a salitre, a marea baja, a buena cosecha. Y los turistas tomando fotos a aquel fenómeno que allí era tan viejo, como viejo es el mundo. La mar se queda seca, vacía de sí misma, quizás por unas horas más próxima a la luna. Puede que en un futuro algo o alguien corte ese hilo que los une. Pero por ahora, cada día, sus corazones laten al unísono, como los de dos amantes en la distancia.

Por lo de pronto el seguía allí con su corazón cansado y las noches en vela. Se acostaba pero enseguida sentía agitarse los pulmones, revolviéndose en su jaula. Le faltaba el aire y se erguía para buscarlo, daba vueltas por la habitación, tanteando una grieta por la que poder respirar. No quería perturbar el sueño de los otros, por eso luchaba en silencio, pero pronto sus pasos resonaban en el techo del piso de abajo, los oídos atentos, temiendo escuchar esa respiración que se debate. Subían a buscarlo, trataban de calmarlo, pero el leía en sus ojos que nada había que hacer. Así que un día decidió irse a su manera. Preparó una queimada para acompañar la caja de pastillas. Fue a la nevera y cogió un bote mermelada, pues quería irse con un sabor dulce en su boca y fue lo mejor que pudo encontrar. Así que una a una marcharon en procesión las pastillas por su garganta. Cada una de ellas era una imagen, un recuerdo, el rostro de un ser querido. Y se iba despidiendo de la vida, de la mar, mientras sus labios recitaban el conjuro de la queimada. De pronto algo detuvo su mano mientras dibujaba el camino destinado a la última pastilla. Quizás fue uno de aquellos rostros. Quizás fue el eco de una canción que retozaba en su boca. Quizás las ansias de por última vez contemplar el mar. Gritó como hacía tiempo que no gritaba y los demás acudieron en su ayuda. Entonces fueron la carrera hacia el hospital, los porqués, el lavado de estómago… “La vejez es humillante”, pensaba. Pero más humillante fue acostarse en una habitación con barrotes en la ventana.
Recordaba que hacía un par de años, cuando se había roto una pierna, a los pocos día ya andaba por los pasillos del hospital, cortejando a las enfermeras. Tenía esa habilidad de otra época para el halago elegante y embaucador. Unos treinta años antes, cuando estaba en Alemania y tuvieron que operarle de las amigdalas, las enfermeras se mostraban encantadas con aquel español, que coqueteaba con ellas chapurreando apenas el idioma, y se daba un aire a John Wayne. “En el calor de la noche,a plena luz del día, siempre dispuesto para alegrarte el día. Hombre de bien a carta cabaly como el Duque: feo, fuerte y formal”, dice otra canción. Siempre había tenido porte de lobo de mar, la piel tostada por el sol, las espaldas recias y húmedas como la cubierta de un barco. No era el mayor de sus hermanos, pero siempre había sido el más alto, el más robusto, el faro que no sólo alumbra sino que construye el camino. En una familia con cinco hombres fuertes, en puerto de mar, nunca faltarán ollas llenas, incluso en los malos tiempos. Sino son panes, son peces, o almejas. Y luego vino la época del oro negro. Las jornadas eran largas, pero el mar vomitaba aquellas preciadas conchas de color carbón, que ocultaban un carnoso tesoro dentro. Los precios fueron altos en los mercados. El pueblo prosperó. La islita verde parecía estar más sonriente. Ellos eran la viva imagen de la prosperidad del pueblo. Las tabernas estallaron en cantos y en vino. “Éche un andar miudiño,
miudiño, miudiño,miudiño, miudiño o que eu traio”.Las mujeres se los rifaban. Eran tiempos para el amor y el sacerdote celebraba esponsales a las seis de la mañana, antes de que el vientre comenzara a insinuarse bajo el vestido blanco de novia. Él eligió una mujer con el carácter de una yegua salvaje. La perseguía cuando iba a lavar la ropa al río. Ella le arrojaba piedras para que no la siguiera, pero él se lo tomaba como si le marcara el camino hacia sus brazos. Así que el cura los casó a las ocho de la mañana. Cuando tuvieron a su primera hija, ella cogió una silla y se sentó en la puerta a esperar la muerte. Pero la muerte no vino. A día de hoy aun la espera. Él supo que se había casado con una mujer difícil, indomable. Pero era de los pocos hombres con la paciencia suficiente…“Si no estás conmigo nada importa El vivir sin verte es morir Si no estás conmigo hay tristeza Y la luz del sol no brilla igua. Sin tu amor los celos me consumen Y...”
Juntos pasaron las décadas, los hijos y llegaron los nietos. Hubo una a la que dio innumerables biberones y cambió infinidad de pañales, como tributo, le puso su nombre a su barca más rápida. En aquellos tiempos en la Isla de Cortegada todavía se podía ver el esqueleto de uno de sus barcos, El Pilaruca, como los huesos de un animal prehistórico, sobre la arena. También tuvo otra nieta a la que llamaba “su Gilda” y que tenía una voz tejida por gotas de lluvia, como si algún hada benigna le hubiese agraciado en la cuna con el don de la voz de los pájaros. Los tres cantaban en la cocina “De colores, de colores se visten los campos en la primavera. De colores, de colores son los pajaritos que vienen de afuera. De colores, de colores es el arcoiris que vemos lucir. Y por eso los grandes amores de muchos colores me gustan a mi,..” Pero pronto sus nietas llegaron a la adolescencia que es una época en la que las jóvenes dejan de pasar el rato con los abuelos. Aquellos fueron los tiempos en los que él disfrutó de la segunda y ultima juventud. Los tiempos de “Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres y desnudos al amanecer nos encontró la luna”, que él cantaba con su particular seseo. El seseo de los hombres de mar. Se reunía con amigos a los que incluso doblaba en edad y unos ponían el vino, otros el lugar, el las almejas y también gustaba de cocinar. Transcurrían las noches en Cobas, y así, naturalmente, dieron comienzo a una nueva tradicción hoy en día arraigada en Galicia, la de “furanchear”. Casí siempre el amanecer los encontraba, no desnudos, pero sí cantando. Y después eran los sermones de la mujer, pero “que me quiten lo bailado” y “sarna con gusto no pica”

Más tarde llegarían los días en los que le tocó arrastrar su corazón por las esquinas, la vejez, la nada….


Más de diez años de todo esto y yo te busco y te encuentro, no en el cementerio donde tu tumba es soleada y mira al mar, como tu querías. Sino en el mismo mar, en los picos de sus olas y en la preciosa y alborotada cabellera de la Isla de Cortegada. Pero sobre todo te encuentro en las tabernas y en el fondo de las “cuncas de viño”-las hostias cóncavas- y en aquellos que te conocieron y que, independientemente de la diferencia generacional, te querían. Hablan de ti, como de alguien provisto de esa sencillez que caracteriza a aquellos que saben vivir, y que constantemente están apegados a la vida-pues saben que vivir es un baile que se baila agarrado- y a las gentes. Acabamos juntos brindando por “Tío Moncho”-grito acuñado por la salvaje Ana-pues para todos eres tío, aunque para mí eres abuelo. Y pienso que en esos momentos tus pulmones vuelven a ensancharse, libres del peso de tu enorme corazón-pues casi me parece natural y poético que el origen de tu muerte tenga que ver con su gran tamaño- como peces que regresan al mar, porque, invariablemente, no sé si el amanecer, pero al menos la noche nos sorprende cantando.

jueves, 3 de febrero de 2011

LA BICICLETA

MEA CULPA:YO TAMBIÉN ROBO IDEAS.HE DE CONFESAR QUE LA IDEA DEL CUENTO NO ES MÍA,SINO QUE LA TOMÉ DE PABLO LIBRE (SU BLOG: UNA PÁLIDA IDEA) Y DE UNA CANCIÓN DE LA QUE HABLÓ EN NIDO DE SERPIENTES Y QUE DECÍA ALGO ASÍ COMO QUE SIEMPRE TENÍA UNA BICICLETA ESCONDIDA ENTRE SUS SUEÑOS PARA LOS MALOS MOMENTOS.ASÍ QUE CONSIDERO DE RECIBO AÑADIR ESTA APRECIACIÓN




De niño, Fermín deseaba por encima de todas las cosas que le comprasen una bicicleta. Pero a pesar de las promesas, a pesar de las buenas notas, a pesar de su comportamiento de chiquillo tranquilo que se mantiene al margen de conflictos, la ansiada bicicleta no llegaba. Los que sí llegaban eran los libros de aventuras en los que naufragaba durante horas y horas, pues Fermín siempre había sido un niño de constitución debil, al que una madre prematuramente viuda protegía en exceso.

-¿Cuándo podré jugar en la calle con los otros niños?-preguntaba Fermín
-El día que tengas la bicicleta-contestaba su madre

Así que de modo natural para Fermín, la bicicleta se fue convirtiendo en símbolo de libertad. Tanto que cuando leía Los Tres Mosqueteros, se imaginaba a Artagnan al rescate de los conflictivos herretes de diamantes, cabalgando a lomos de una bicicleta, y no de un hermoso y blanco corcel. Asimismo Phileas Fogg concluyó gran parte de “La vuelta al mundo en ochenta días” pedaleando, y no alternando los sucesivos medios de transporte que le deparó el azar. A cada nueva aventura que leía aumentaba su deseo, al que no hizo sino espolear el hecho de que en “Los Cinco junto al mar”los protagonistas realizasen parte de su viaje a la granja Tremannon subidos a otra bicicleta. El día en el que por fin tuviese la suya también él se imaginaba resolviendo enrevesados misterios… Pues aquella bicicleta era sin duda la panacea, el santo grial, la más valiosa fórmula de la alquimia…


Una noche soñó que por fin le regalaban una bicicleta roja, con su correspondiente timbre plateado. Como era un niño curioso, con ayuda de un destornillador pronto lo hubo desmontado. Cual no sería su sorpresa cuando descubrió que estaba habitado por un verde y hermoso grillo. Rápido lo volvió a cerrar, no fuera a ser que se escapase y su bicicleta quedara silenciosa, olvidada de su melódico cri-cri. Casi por encima se percató de que en el manillar tenía grabadas unas letras blancas, que por alguna razón estaban borrosas y por mucho que lo intentó no logró descifrar. “Bah!- pensó-Habrán sido escritas por el anterior dueño de la bicicleta-pues intuyó que aquella bicicleta no era nueva, sino que habría ido pasando de unos niños a otros, a través de sus sueños-Seguramente como ocurre con los barcos, alguno le habrá puesto nombre”... Así que olvidó y como una marabunta se dispuso a recorrer las calles. A cada latido de su corazón tocaba el timbre para enterar a todos los niños del barrio de que por fin tenía su bicicleta. Y pedaleó con todas sus fuerzas, sin pensar hacia donde se dirigía. Subió montañas que se abrazaban al cielo. Persiguió el curso de zigzagueantes ríos. Incuso en varias ocasiones estuvo a punto de alcanzar el horizonte, pero, finalmente, resbaladizo se le escurría entre las manos. Por primera vez experimento el vértigo y la locura. Y supo lo que era ser niño. Pues de él siempre decían que había nacido viejo.

Cuando entre sueños escuchó los primeros compases del día descubrió que su impulsiva carrera le había llevado frente a una montaña. De una esquina de su lucidez rescató la fórmula mágica “ábrete Sésamo”, y el eco de estas palabras horadó la superficie de granito, surgiendo en su interior una cueva que albergaba todos los tesoros de los que le hablaban los libros. Allí con gran pesar dejó su bicicleta, encargando al cancerbero-que curiosamente para su subconsciente era un perrillo muy manso que respondía al nombre de Rufo- que la mantuviese vigilada con cada par de ojos de sus tres cabezas.
Al despertar se sintió feliz-con el rabillo del corazón intuyó que así sucedería siempre que él lo deseara-porque en aquel lugar a donde uno va cuando duerme, escondida entre sueños y entelequias, ahora sabía que le esperaba su roja y resplandeciente bicicleta.

Lo mejor de todo es que con los días descubrió que sus incursiones no tenían por que limitarse a las noches, sino que durante la tarde o la mañana su imaginación le conducía en volandas ante la montaña mágica. Y aunque eran muchos los extraños objetos que almacenaba en su vientre, enseguida Fermín se abalanzaba sobre su bicicleta roja y tras las pertinentes declaraciones de amor, se sujetaba fuertemente al manillar, dispuesto a quebrar todas las fronteras que la rutina de su tranquila vida le había impuesto. Afortunadamente las mentes de los niños son prolíficas y suplen con creces la falta de experiencia, pues a su paso se iba derramando un nuevo y ditirámbico mundo, que parecía desplegarse como una alfombra salpicada de arabescos.
Así que de pronto la vida de Fermín se llenó de aventura, como si el fuese el protagonista de alguno de sus libros, quien vivía en una aparente calma, sobresaltada de pronto por una inesperada irrupción de lo extraordinario. Y cuando en la realidad de sus días se tropezaba con motivos para estar triste-como aquella vez que el abuelo Manuel estuvo mucho tiempo enfermo, para al final nunca volver del hospital. O aquella otra en la que Gisela, la niña que fue su primer amor, cambió de escuela porque a su padre lo trasladaron en el trabajo y ya no la vió más… Era tan triste la estampa de su pupitre vacío. Casi podía verla con aquellos ojos soñadores y el lazo azul sujetándole los cabellos para que no flotaran…- Fermín, desafiante, nunca se rendía, puesto que sabía que siempre, siempre, podría encontrar su bicicleta escondida entre sus sueños y así explorar los ochenta mundos…

En todo aquel tiempo, Fermín nunca pudo leer la palabra que conformaban aquellas letras blancas, grabadas en la bicicleta...

Con los años Fermín fue ganando en robustez lo que iba perdiendo en imaginación… hasta que la balanza quedó equilibrada. Al fín podía enfrentarse cara a cara con la vida y sustituyó la bicicleta por un cochecito-eso sí,de color rojo-de segunda mano. Conoció a una chica, Teresa, con la que después de un apasionado comienzo, compartía una vida tranquila y equilibrada, de convivencia fácil, alternando las imprescindibles dosis de romanticismo para así caer lo menos posible en el inevitable tedio.
Lo que sí había permanecido invulnerable desde la infancia era su amor por los libros y tras muchos años de estudio acabó consiguiendo plaza como profesor de literatura en una facultad pública. Le agradaba sobre todo presentir esa fascinación que irradiaba de su figura hacia sus alumnos y el trato con aquellos en los que intúia una devoción por las palabras de tejido similar a la suya. Trataba de ser para ellos el maestro que nunca había tenido, pues los suyos habían sido otros tiempos, donde el del maestro era un personaje respetado pero inevitablemente severo y autoritario. Muy lejos de la actualidad en la que se buscaba una mayor involucración y empatía en la relación profesor-alumno, basada en una ecuación de reciprocidad.
Así que podríamos decir que Fermín era alguien casi feliz. Es más si le interrogáramos al respecto, en aquellos tiempos, nos contestaría que se consideraba alguien completamente feliz…
Pero de pronto todo cambió, pues, lamentablemente, el progreso siempre resulta excesivo a aquellos ojos donde arraiga la tradición, que cegados por ese resplandor-el progreso es un faro que arroja su luz desde el futuro, para orientar nuestros pasos hacia un mundo mejor y más justo- se pliegan sobre si mismos. La atmósfera pasó de ser libre y respirable a opresiva, mera hiel para los pulmones. Así que Fermín, preso de una tristeza oscura, con una gota de luz al fondo-algo parecido al entusiasmo alimentaba esa gota luminescente, a la que bien podríamos llamar esperanza-casi sin pretenderlo se convirtió en adalid de la causa y como los héroes de las novelas que tanto le entusiasmaran en su juventud, tornó su pluma en espada, para aguijonear a las mentes más autocomplacientes y a la vez más encorsetadas de aquella sociedad. Pero olvidó que si el empuñaba una pluma, los otros disponían de armas de fuego y la falta de escrúpulos necesaria para dispararlas. Así que aquellos que promulgaban la libertad y la palabra pronto se vieron encañonados y señalados con el dedo,que en ciertas circunstancias dispara la más mortífera de las balas.
Un día llegó hasta ellos un rumor sobre desapariciones y era aquel un rumor que no se despegaba de la piel y teñía los caminos de fantasmas. Al principio fueron unos cuantos nombres, pero las paulatinas gotas acabaron rebosando los vasos y estos asolaron el mundo. Hasta que una tarde al llegar a casa se encontró la puerta abierta y por primera vez supo lo que era el miedo, pues se daba cuenta de que hasta ese momento sólo lo conocía por sus pesadillas infantiles. Una nube de alivio relajó su rostro cuando se percató de que, afortunadamente, era demasiado temprano para que Teresa estuviera en casa...
Bruscamente lo condujeron a un coche, y del coche a una pequeña habítación en un tenebroso edificio. Aunque el sentía que aquello no era habitación, ni celda, ni jaula, sino más bien féretro. Pues no había ni luz, ni un mísero ventanuco por donde pudiese recibir la visita de alguna avecilla que lo alegrara con su canto. “¡Qué más da!-se dijo- a estas horas los ballesteros ya habrán asesinado a todas las aves del mundo”
Y finalmente, días después, se encontraba en aquella silla, con las manos atadas a la espalda. A esa hora tenía el cuerpo tan entumecido de los golpes, que ya apenas podía sentir el dolor, ni escuchar las preguntas de aquellos hombres-si es que después de todo lo vivido podía darles semejante sustantivo.
“Las corrientes deben matar los nervios-pensó-por eso en los psiquiátricos las emplean para tratar a los locos”, pues pese a su perplejidad-o a causa de esta- se encontraba tranquilo. Sólo le irritaba aquel mar de sangre que se había derramado por sus pupilas y las abrasaba. A punto estuvo de decir a sus carceleros que se apiadasen de él y le lavasen los ojos, o mejor aun que se los arrancasen para no tener que volver a ver en su memoria-porque en aquellos momentos olvidaba que los ojos de la memoria sólo la muerte o la enfermedad los pueden arrancar- aquellas imágenes-de tortura, pues a los opresores les gusta fustigar a sus víctimas obligándoles a ver el dolor de otras víctimas- que acababa de presenciar. Y que cercenasen sus orejas para no tener que escuchar de nuevo aquellos gritos que habrían compadecido a la misma luna. Pero se calló y se contentó con recibir en sus carnes la nueva descarga de patadas y vejaciones, con la esperanza de que esta vez…..

Y así a expensas del mundo, se dejó ir…..

Ahora-mientras lo muelen a palos como si el fuese una piñata o un espantapájaros que no tiene cerebro, y al menos en eses momentos ya no le queda un resto de consciencia para percatarse de lo que le estan haciendo- de nuevo está ante la montaña mágica de su infancia. De nuevo la fórmula secreta abre las puertas de la cueva de los tesoros. Y de nuevo la ve allí, inconfundiblemente roja, con su timbre plateado en cuyo interior canta un grillo. De pronto recordó y con un presentimiento busca aquellas letras grabadas que nunca antes pudo leer. Esta vez eran tan nítidas como las constelaciones encerradas en la lente de un astrónomo. Así que por fin, despacio, puede leer: LIBERTAD. Y sabe al fin cómo se llama aquella bicicleta que, después de tanto tiempo, todavía permanecía escondida entre sus sueños…Y comprende que había sido él y no otro, el que le había dado tal nombre

lunes, 31 de enero de 2011

La infidelidad del girasol


En un tiempo muy, muy lejano existió un campo mullidamente verde del que brotó un tierno y solitario girasol al que el canto de las aves dio el nombre de Adalberto. Era aquel un girasol de tan resplandecientes cabellos y tan frágil apariencia, que la Hierba que crecía a su alrededor no pudo evitar enternecerse y pronto en su pecho germinaron unos sentimientos a los que bien podríamos designar como instintos maternales. Así que, como aun recién comenzaba a perfilarse la primavera y los días eran todavía fríos, y un viento hostil llegaba procedente de aquel lugar donde nacen las nieves, la hierba se tensaba hasta casi arrancarse de la tierra, para convertirse en escudo o muralla y así evitar que las ráfagas heladas penetrasen hasta corroer el tallo del girasol. Pero era tal la ofensiva del viento y tantas sus embestidas, que aquellas situadas en la parte exterior no tardaron mucho en helarse y el hielo acabó por secarles hasta la última gota de savia de sus cuerpos y con ella la vida. “Afortunadamente-pensaron las supervivientes-Adalberto es todavía demasiado pequeño para erguir la cabeza por encima nuestra y divisar a nuestras hermanas muertas, pues este sería un golpe demasiado duro para alguien tan tierno y joven”. Y es que ellas mismas se sumían en hondo pesar al contemplar como a su alrededor todo era arrugado y seco, y como sus antes verdes y relucientes compañeras iban regresando paulatinamente a la tierra.

Pasó el tiempo y al fin llegó el día en el que la primavera se tornó cálida y en su abrazo volvió a surgir la hierba, con tanto vigor que ya apenas quedaba huella del combate con el viento. Y el mismo Adalberto había crecido tanto que podía erguir la cabeza por encima de sus hombros y divisar el océano verde que se extendía a su alrededor, como si el no fuese más que una isla flotando en un mar de hierba. Era Adalberto un girasol tan alto y carnoso que la Hierba no podía evitar sentirse orgullosa y pensaba-aunque esto no podía afirmarlo, ya que no había visto ninguno antes- que Adalberto era el girasol más hermoso que nunca había existido.
Y así llegó el verano en el que el sol es el único soberano. Adalberto se pasaba los días con sus brazos extendidos al cielo y gozó como nunca al sentir la ardiente caricia del astro rey en su rostro. Pero al llegar la oscuridad se sentía languidecer y abatido, arrastrando sus cabellos por la Tierra una noche se dirigió a ella de esta manera:
-Madre, tú que me acoges en tu seno y eres tan vieja y sabia, dime ¿por qué cada noche se ceba en mi corazón la pena y cunde en mi pecho tan gran desánimo?
Al escuchar estas palabras la Hierba empalideció, pues descubrió como a pesar de lo maternal y protectora que siempre se había mostrado con Adalberto, éste se dirigía a la Tierra de tal manera. De todos modos, a pesar de este primer sobresalto, pronto hubo entre la hierba voces que llamaron a la calma, no en vano, decían, la Tierra es la madre de todos los seres.
-Ah! Eres tan joven Adalberto!-contestó la Tierra con voz granítica- y desconoces tantas cosas! ... Deberías abrir tus oídos a las historias que cada día a nuestro alrededor susurra el aire, pero… ya sé! ya sé! me dirás que tú desconoces su idioma y que para mí es muy fácil reprocharte, puesto que no hay lengua de las que pueblan los bosques cuyo canto me sea desconocido. Además tú has nacido único en tu especie en este verde campo, sin más alimento que el que te proporcionan mis ubres y sin más cuidados que los que te prodiga la maternal Hierba. Así que yo misma hablaré al Aire que como culpable de tu soledad- pues no en vano habrá arrancado tu semilla del lugar de donde debías haber nacido para traerte a este lugar donde todo lo desconoces- no podrá negarse a contarnos esa historia que sin desmayo repite el eco del bosque…..Ven Bello Aire, príncipe inconstante-clamó la tierra-Ven a contar la historia del niño de los cabellos de oro a este girasol incómodo con su propia naturaleza pues tú, caprichoso, lo desviaste de la senda que debía tomar.
-Calma! Calma! Oh! Madre tierra, reina entre reinas. Origen y final de todo. Seno y sepulcro de todo lo que ha sido, de todo lo que es y de todo lo que será. No hace falta que a mí te dirijas con reproches, porque si bien soy inconstante, también soy inconsciente-aquí el aire sonrío orgulloso ante su propio ingenio- y nunca pretendí separar a este girasol de su familia. Así que, cuando vi las consecuencias de mis actos, le pedí a mi hermano el Viento del Norte que extinguiese su vida- todavía no era más que un brote y por lo tanto no tenía uso de razón- para poder devolverlo a ti, rogándote que le dieses una segunda oportunidad y la existencia que por estirpe le correspondía. Afortunadamente en aquellas circunstancias y pese a su aparente fragilidad, no le faltó defensa, pues fue la hierba paladín incansable, ejército rocoso que no sucumbió ni a la fatiga, ni al desaliento, ni a la muerte (y eso que fueron incontables las víctimas de tan numeroso ejército). Afortunadamente, digo, pues tengo para mí que nunca había visto entre los de su especie ninguno tan hermoso. Tanto más que cualquier otro parece un digno heredero del niño de los cabellos de oro, cuya historia con inmenso placer os he de contar. Para que ambos me entendais de modo simultáneo-y así oh madre! para que no tengas que ejercer de traductora-emplearé para narrarla el lenguaje que hablan las flores. Así que sin más preámbulos, empiezo…
-“Hace muchos años, en un lugar muy, muy lejano, nació un niño tan hermoso que el radiante Sol enseguida se encaprichó de él. De tal modo que asomándose por la ventana del cuarto donde el neonato dormía, penetró su luz en la estancia y acariciando la infantil cabeza le concedió el don de que en cuanto le medrasen-puesto que la cabeza del niño, como ocurre a menudo entre las crías de los hombres, lucía todavía virgen –sus cabellos tendrían su mismo color- atributo que, como todo el mundo sabe, es especialmente apreciado entre los humanos. Así que el niño creció y una mata rubia como el oro fue cubriéndole la cabeza, hasta que se hizo tan espesa que cuando se la miraba recordaba a los campos de trigo en el momento que alcanzan su máximo esplendor. Su sola comtemplación provocaba en los hombres el feliz sentimiento que surge cuando los rayos de sol hieren con sus dedos las monótonas y densas nubes del crudo invierno, y entonces los cielos semejan desangrarse de luz. Así que las gentes cuando estaban tristes sólo tenían que acudir a la granja donde vivía el niño y en sus corazones brincaba de nuevo la alegría. Por todas estas razones, podéis imaginar que era este un niño muy querido.
La gente se percató de que durante aquellos años el Sol se había asomado con más frecuencia de lo acostumbrado, así que aquellos fueron años de prósperas cosechas. Para nosotros estaba claro que el Sol se prodigaba porque no podía permanecer demasiado tiempo lejos de su querido niño, así que le veíamos agarrar a las molestas nubes por sus colas y con toda la fuerza de sus robustos brazos las arrojaba lejos de su presencia, para que así no pudieran enturbiar la contemplación del pequeño Elíseo, pues era así como tan afortunado niño se llamaba. Y así Eliseo correteaba por los bosques ajeno a tan apasionado amor y vivió una Infancia feliz y sana, hasta que un día de un lugar antes muy lejano vió llegar a la Adolescencia en cuyo horizonte, aquellos entre nosotros más sagaces, ya podíamos vislumbrar al hombre que algún día habría de ser. Con la Adolescencia el temperamento de Eliseo se templó un poco, pues si durante niño parecía que con sus piernas quería abarcar el mundo y aprisionarlo entre sus angélicos brazos, ahora eran sus ojos los que pasaban horas contemplando su singular belleza. Y como para la mayoría de los jóvenes, la Adolescencia fue la época en la que sus párpados se cerraban con singular melancolía y en su pensamiento se tejían inerminables versos sobre el amor y la vida. Todo esto no hizo sino que aumentar la devoción del sol que se levantaba más y más temprano para acudir al encuentro de Eliseo. Tanto que ocurrió que una mañana que se despertó antes de tiempo, cuando todavía la luna permanecía impertérrita en el inmenso cielo, pudo sorprender al joven Eliseo que alzando los brazos hacia ésta le dirigía las siguientes palabras:
Oh bella luna
Tú que reinas en la noche
y empalideces a las estrellas
y que si asomaseis a un tiempo
tu brillo haría parpadear
al mismísimo sol
consiente que desde ahora
sea yo
tu único
y devoto
siervo

Al escuchar estas palabras un rugido que hizo temblar las alas de pájaros e incluso provocó el desvanecimiento de la misma luna, surgió de los labios del sol. Su furia iba en aumento al meditar que aquel su niño amado se había consagrado a su eterna enemiga. Y maldijo a Eliseo de tal modo que nunca pudiese contemplarla de nuevo y por lo contrario lo condenaba a que en las horas en las que él era el único rey de los cielos- pues, se envanecía, el poder de la luna distaba mucho del suyo puesto que estaba obligada a soportar durante la noche la irrupción de las inoportunas estrellas- tuviese su rostro permanentemente orientado hacia el suyo. Así que en ese instante el desdichado Eliseo fue transformado en una flor del tamaño de un joven y las gentes que nunca habían visto flor de esa especie, una vez observaron su curioso comportamiento le dieron el nombre de Girasol, pues durante el día se pasaba las horas persiguiendo los pasos de este en el inmenso cielo.
Así fue como de un modo dramático pero a la par hermoso, surgió una nueva especie, a la que, teniendo en cuenta las evidencias, podemos afirmar que pertenece nuestro amigo Adalberto”
-Sí que es una hermosa historia-afirmó la madre Tierra. Pero mira el triste rostro de nuestro querido Adalberto. Al contemplarlo una llega a creer que ciertamente hay ciertos ejemplares en su especie que están predestinados a la desgracia. Claro está que al haber permanecido desde tan niño entre la feliz hierba, sin la compañía de otros de los de su especie, su corazón late al unísono de esta y no comprende y no admite los dictados de su propia naturaleza.
-Quizás todo haya sido culpa de la hierba que se ha mostrado vulgarmente maternal- dijo el Aire al que no caían bien los paternalismo, puesto que tenía por costumbre dejar morar libremente y cuasiolvidados a la mayoría de sus descendientes.
-No… no es eso-dijo en hilo de voz Adalberto- No culpes a la hierba impetuoso Aire, puesto que esta ha sido siempre tan afectuosa conmigo que hasta este verano nunca me había sentido extraño a ella…. Sencillamente estaba pensando en la desdicha de ese joven encerrado en el cuerpo de una planta.
-Oh-dijo la Hierba-es tan bondadoso y tierno…casi se podría afirmar que dentro de su tallo late un noble corazón-En ese momento y al unísono brotó de sus ojos el llanto que de haber sido observado por cualquier criatura humana, hubiese sido confundido con el más hermoso manto del rocío.

He aquí llegado el momento en el que el narrador debe interrumpir tan enternecedor diálogo para poner en antecedentes al lector de que en el momento en el que el aire abordaba la historia del niño de los cabellos de oro, el sol comenzaba a desperezarse tras las cercanas montañas. Asi que después de enjabonarse bien la cara y cuando se hallaba completamente despierto, no pudo dejar de reparar en aquella reunión de tan extraordinarios personajes. Y un estremecimiento recorrió su espalda al comprobar que aquella suerte de asamblea tenía como centro al ejemplar de girasol más hermoso, pero a la par el más rotundamente triste que nunca antes hubieron contemplado sus ojos. Así que no pudo evitar reprocharse el hecho de no haber reparado antes en aquel al que todos llamaban Adalberto. Por lo que, como el lector supondrá, se dispuso a escuchar con gran sigilo e interés, aquella historia que con grandes aspavientos declamaba el Aire. A medida que se introducía en la misma se sorprendió al pensar que había pasado tanto, tanto tiempo de aquellos acontecimientos, que ni siquiera de ellos se acordaba. Pero con cada palabra el aire iba rescatando una imagen de su memoria y de pronto esa imagen se tornó nítida y se parecía tanto al rostro de un niño que tenía los cabellos del color de su misma piel!!!… Un sentimiento surgido de un lugar íntimo y cálido asomó a su pecho. Era aquel un sentimiento de amor tan puro-sin el más mínimo rastro de aquel odio que un día lo pervirtió- que casi se sintió reventar y pareció que un gran incendio- de tal magnitud que la hierba sintió sus mejillas secas de las lágrimas que tan sólo hacía unos instantes las inundaban- abrasaba las cercanas montañas
-Oh!-dijo Adalberto una vez repuesto del susto-Sólo es el sol que con ímpetu despierta…-Y a medida que la luz se propagaba sentía como sus miembros entumecidos por la noche recuperaban el vigor perdido. Sus pétalos se desplegaron con regocijo para que las mariposas vinieran a saludarle. El aire le tomó de la cintura y comenzaron a moverse al compas que marcaba la hierba quien, entusiasmada, no dejaba de aplaudir. La madre Tierra asentía… De pronto sintió despegar sus raices del suelo y al mirarlas vió que no eran raíces sino un par de delicados piececitos. Y él ya no era el robusto girasol en el que, gracias a los maternales cuidados de la Hierba, se había llegado a convertir. Sino que era un niño con los cabellos de oro que no cesaba de bailar entre los brazos del aire y a medida que bailaba, ascendía. Tanto bailó que pronto una gran distancia lo separaba de la Tierra y no mentiríamos si dijéramos que en aquel momento sintió miedo. Pero miró a los cielos y lo único que vió fue al sol con sus cálidos brazos abiertos de par en par y ya no hubo miedo, sino sólo un batir de caballos desbocados. Aun así, a pesar de la felicidad que le embargaba, se guardó un momento para despedirse de aquellos a quienes dejaba y se acordó de la verde hierba a la que desde la distancia concibió por primera vez como la madre que nunca había tenido. Así que para ella fue su último pensamiento.
Una vez que Adalberto se perdió de vista la tristeza se abatió sobre aquel campo mullidamente verde. A pesar de que sabían que por fin su querido niño sería feliz, pues todas presentían que nunca había sido otra cosa más que un niño encerrado dentro del tallo de un girasol. Pero de repente la hierba se sintió cambiar, como si la hubiesen teñido de un nuevo y cálido matiz. Miraron al cielo y descubrieron que el sol resplandecía de un modo distinto, pero que a la vez les resultaba familiar. Pues pronto advirtieron que aquella nueva luz les recordaba de un modo sorprendente a un tierno y joven girasol de cabellos resplandecientes, con el que hasta hace poco la hierba jugaba a ser madre.

lunes, 24 de enero de 2011

EL CORO



Aquella tarde se percibía un gran revuelo entre las palabras. Durante la mañana, con gran solemnidad, se había promulgado un bando por el cual se las informaba de que, después de un tiempo en blanco, “El Poeta” había recibido súbitamente la visita de la muy noble dama Inspiración y había sido tal la impresión que esta le había causado que enseguida una pasión de desbordante caudal había anegado su corazón. Asimismo se las conminaba a que se mantuviesen alerta y a disposición del Poeta, por si este requiriese su presencia.
Sin duda todas entre las palabras eran conscientes de la importancia de su labor, porque sólo a través de ellas “El Poeta” era capaz de achicar el agua sobrante y mantener a flote y latente su vigoroso pero sensible corazón. Y aunque yo no me considero quien para poner en duda la nobleza de su proceder, he de matizar que la causa de tan grande revuelo no era esa, sino otra que tenía más que ver con la coquetería que con el altruismo.
Era gracioso verlas, como un manojo de nervios, revolotear de un lado para otro revisando sus tocados, perforando sus labios con carmín, ensayando seductoras posturas ante el espejo. Algunas, tras haberse perfumado concienzudamente las axilas, incluso se habían abrillantado con el fin de aparecer resplandecientes, para con su luminosidad llamar de un modo irrevocable la atención del poeta. Porque de todas era sabido que “El poeta” era, entre todos los seres (aparte de los niños), el único capaz de hacer cantar a las palabras. Y todas las palabras desde que eran muy chiquititas soñaban con cantar, pues sabían que era esa la labor en la que mejor lucían. Así que aquella profusión de ungüentos, pelucas, bordados y alhajas iba encaminada a la consecución de una única y atildada ambición: formar parte del coro del poeta.

A mí, lo que realmente me causaba mayor admiración era verlas afinar sus voces, pues al hacerlo a su modo descordinado y caótico, me recordaban mucho a los sonidos en los que prorrumpe la naturaleza. Cuando las escuchaba, un grito desgarrador anidaba en mi pecho y para no arrojarlo a los cielos e interrumpir el improvisado ulular de las palabras, tenía que deshojarlo en templadas lágrimas que al caer inflingían heridas al suelo, naciendo de cada herida una flor.
Por aquellos tiempos era yo un fauno asilvestrado (muy lejos del fauno cortesano que en un futuro llegué a ser) que había creado un tosco instrumento de cañas para imitar el aullar del viento. Pero era inquieto y a la vez carente de imaginación, de resultas que lo que era mi dicha era a la vez mi desgracia, pues si bien tenía el don de amaestrar los sonidos era a la vez incapaz de proporcionarles un nuevo orden e inevitablemente caía en el aburrimiento. Así fue como un buen día, mientras perseguía las voces del bosque, llegó a mí la alegre algarabía de las palabras y sin más me tumbé en la hierba, con la flauta silente a mi lado abandonada.
Posteriormente pude comprobar que si bien las palabras generalmente eran presas de la más grande alegría y liviandad, eran a la vez capaces de ahondar en la más profunda tristeza. Y entonces a su alrededor enmudecían las fuentes y las ramas de los árboles pendían sin hojas. En eses momentos incluso el cantar de los pájaros me producía dolor. Entonces cogía mi flauta y comenzaba a trenzar melodías tan alegres que las palabras dejaban de estar cariacontecidas y se ponían a bailar la extraordinaria danza perdida, que habían aprendido de las olas.
Pienso que ellas confundían la melodía de mi flauta con el frufru del aire al deslizarse entre las hojas de los árboles, pues nunca me pareció que advirtieran mi presencia.
Durante todo aquel tiempo yo había comprendido que aunque cada palabra tenía por sí misma una sonoridad única, vibrante y bella, era en los momentos en los que unas se conjugaban con las otras cuando esta sonoridad se multiplicaba, alcanzado cotas de sonido de insólita hermosura. Y si esto sucedía durante la noche, se podía percibir como en el oscuro cielo la luna goteaba su brillo más silenciosa.
Y al fin llegó el día en el que se publicó el bando que las puso a todas al filo del infarto. En un primer momento tras la lectura del mismo un gran silencio se ahuecó en el bosque. Pero pronto el nerviosismo cundió en todas que se pusieron a repicar cual campanas. Era en verdad aquel un delicioso espectáculo.
Pude ver como las que tenían fama de más astutas comenzaron a revolotear alrededor de los demostrativos y las preposiciones, pues al parecer las tonalidades de estas eran casi imprescindibles para la ejecución de la melodía y tenían la esperanza de que por proximidad y de rebote el poeta las terminase empleando. Para mí era indudable que palabras como algoritmo, rúbrica, paspartú y diáspora tenían coloratura de soprano. Sin embargo palabras como elefante, cohete y alameda se sentían más cómodas en la de contralto. Pero era esto no más que una apreciación personal.
De pronto sentí como si una corriente de aire se deslizase a nuestro alrededor y a medida que esta se iba desplazando, los rostros de las palabras se tornaron de una mayor gravedad. Pensé llegado el gran momento en el que el poeta había cogido la pluma y pronto comprobé que no andaba equivocado, puesto que aquellas entre las palabras que debían ser las escogidas de pronto aparecieron vestidas con sus mejores galas, que consistían en unos sofisticados trajes de negra tinta, con una marca de luz allí donde tenían el corazón. Me pareció que aquellos vestidos les sentaban mejor que su propia piel.
Así que cuando por fin todas las voces habían sido seleccionadas y llegó el definitivo momento en el que elevaron sus cantos al cielo, la naturaleza vibró y sentí como por un instante la tierra giraba en el sentido correcto. Pero aquel sonido que nos envolvía en su abrazo, aunque nuevo no dejaba de resultarme familiar y también yo lo sentí como una nueva piel que se pegaba a mí mejor que mi propia piel. Así que en un impulso cogí mi flauta de caña, que de nuevo en el suelo descansaba silente y comencé a tocar, acompañando la melodía que conformaban las palabras en los labios del poeta. Y se abrieron los cielos para regalarnos su lluvia que, con su rítmico golpear la tierra, también cantaba. Las estrellas de la noche se nos unieron entonando sus arpas. Y el aire se llenó de ronroneantes aleteos de pájaro. Incluso pude escuchar crecer la hierba. Entonces supe que todo el universo es música y que cada día la naturaleza nos habla. Lo trágico es que mientras los oídos de los hombres no estén preparados, el mundo enmudece.
Suerte que yo sólo soy un fauno durante un tiempo muy asilvestrado…

sábado, 22 de enero de 2011

FÁBULA


A Begoña. Pois sei que lle gusta.
E a orixe deste conto é unha de tantas conversas…



Ainda era nova cando Sabela se decatou de que tiña un príncipe azul atragoado na gorxa.
Unha mañá, ao espertar, tragou saliva e sentiu un malestar semellante ao que se sente cando se ten amigdalite. Medio en soños correu cara o baño e fronte ao espello abriu a boca para corroborar que non houbera ningunha inflamación. Abraiouna ver como unha especie de cabeciña loira asomaba xusto polo lugar onde se suponía tiñan que estar as amígdolas e un par de ollos azuís parecían mirala dende o cristal. Logo de agardar un tempo hata que a imaxe esvaecese e de repetirse “esperta, Sabela, esperta”, sentiu algo semellante a un arrepío que lle esvaraba pola lingua. De seguido, a mesma cabeciña que vira no espello asomou dende a punta, pero desta vez ademáis ía acompañada dun corpo diminuto. Aquelo que viu era un homiño en miniatura, pero a pesar do seu tamaño non deixou de observar que era a cousa máis ben rematada que vira na sua vida. Tiña cabelos loiros como o verán e ollos inmensos que parecían a piques de desbordar un océano enteiro. As meixelas vermellas, coma mazás caídas da árbore de Newton, semellaban, o mesmo que éstas, iluminar a mente daquel que as contemplase. O sorriso pingando estrelas, a pel escarchada. Os beizos coma unha rosa desperezándose ao alba. O torso delicado e forte ao mesmo tempo, como unha miragosa conxunción de contrarios. As pernas coma cariátides. As mans de movementos arquitectónicos. O andar elegante de cabalo negro.
Logo de un rato de observarse, levarónse a cabo as correspondentes presentacións. Por suposto que cando él lle dixo que se chamaba Príncipe Azul, Sabela caiu na conta de que era cuspidiño ao príncipe de Cincenta, ¿ou era o de Brancaneves? ¿ou o da Bela durminte? Así que o nome lle cadraba que nin pintado.
O que a Sabela máis lle sorprendía era que non lograba adiviñar cal dos alimentos inxeridos o día anterior podería ser o causante da visita na sua gorxa de tan ilustre personaxe. Así que decidiuse a interrogar:
-Alteza, ¿podería informarme de cales son os motivos da sua inesperada e inestimable visita?
-A verdade é que non podería precisar como vin a parar aquí…. Acontece que fai unhas semanas partín do meu castelo calzando as botas de sete leguas, coa intención de percorrer a inmensa distancia que me separaba do país de Leste, onde habita a princesa Sumisa, que segundo din é a doncela máis bonitiña e ben educada (pois parece ser que atesoura amplos coñecementos domésticos e de urbanidade. Coñecementos, que como todo o mundo sabe, son moi estimables en calquera princesa de conto) de todas as princesas casadeiras dos reinos que circundan as Terras das Doce Montañas. Segundo o que contan, tras o nacemento da princesa Sumisa a sua fada madriña, de nome Fada Contundente, que por riba de todo tiña o desexo de que a sua afillada atopara ao longo da sua vida o amor verdadeiro, para obligala a escoller con tino enfeitizouna de tal modo que se o primeiro bico que acollen os seus beizos non é un bico de amor, haberase de transformar en vagalume e alumear as ánimas de camiño ao outro mundo na noite escura, durante toda a eternidade.
Típico. Tópico, pensou Sabela.

-Entendo Alteza, pero o que me resulta estraño é que a un príncipe da vosa alcurnia se aventure a viaxar sen a compaña dun grande séquito, a lombos dun fermoso corcel branco. Que non veña precedido do ensordecedor clamor de noventa e nove trompetas.Que non leve alomenos unha muda, pois, disculpe alteza a miña intromisión, observo que non leva equipaxe.
-Observas ben querida Sabela, pero acontece que non é preciso que os príncipes de conto teñamos que atender a cousas tan banais como mudar de roupa. Iso deixámolo para os humanos. En canto a cuestión do séquito tes que saber que unha das condicións da Fada Contundente para romper o feitizo é que a princesa Sumisa se namore a primeira vista dalguén de quen descoñeza casta, credo ou condición. Ahí tes o motivo de que viaxe só, sen escolta chegando incluso a ocultar a miña identidade a todos aqueles cos que me crucei no meu camiño, aos que tiven que presentarme como Maese Incógnito.
-Non coñezo ningunha pero coido cas fadas madriñas son seres particularmente extravagantes-sentenciou Sabela.

Pasou o tempo e o Príncipe Azul non parecía poder atopar o camiño de volta, nin o de ida tampouco. Pouco a pouco Sabela foise acostumando a esa presencia na gorxa. Parecía sentirse menos soa. Polas noites o Príncipe Azul se lle deitaba na lingua e casi o podía imaxinar durmidiño, soñando coa princesa Sumisa (pero este pensamento comezaba a asomar acompañado de algo parecido aos ciumes…) cos cabelos loiros despeinados asolagando a sua superficie rosada e húmeda. As veces lle parecía escoitalo rir en sonos e cando espertaba dalgún pesadelo de seguido chamaba por ela porque como él dicía “ela era o seu paladín nese mundo tan novo para él” “¿qué faría eu sen ti, querida Sabela? Outras, cando a Sabela lle custaba durmir, recitáballe algún bonito romance do seu mundo. Tiña unha voz que semellaba ferir de amor a quen o escoitaba. “Arrincasme o corazón do peito” lle dicía Sabela. Incluso outras se atrevía a coller os seu laud e sentábase na puntiña da sua lingua a cantarlle fermosas serenatas.
-¿De onde sacaches o laúde?, preguntoulle un bo día Sabela
-Lembra que son un príncipe de conto- respondeu o Príncipe Azul
Un bo día enterouse de que o seu hóspede era a vixésima terceira xeración da estirpe dos príncipes azuis, dos que só nacía un moi de cando en vez. Era imprescindible que houbera algunha princesa de conto. As princesas de conto eran polo xeral fermosas xóvenes de ollos tristes (alomenos iso lle parecía a Sabela) con moita disposición a sufrir adversidades e envexas por parte das bruxas existentes en tódolos puntos cardináis. E nunca se queixaban, porque sempre a recompensa era un fermoso príncipe azul que chega montando a lomos dun cabalo branco.
“Coido ca Princesa Sumisa vaise fartar de esperar”, pensaba Sabela para seus adentros.
Pasaron os anos e con eles chegaron os primeiros mozos á vida de Sabela. Primeiro foi Xurxo que era encantador e lle roubou o seu primeiro bico ao carón do mar, cando ela tiña as máns enterradas na fría arena. E dende aquelo para ela, sempre os primeiros bicos eran como un frío delicioso que lle subía polos brazos.
Logo foi Isma quen sempre lle vestía a cara cun sorriso e finalmente lle asolagou os ollos en bágoas.
Despois veu Estevo quen se convertiu no primeiro mozo formal e lle escribía cartas de amor cheiñas de lume, tanto que lle sorprendía que o papel non chegara nos sobres convertido en cinzas.
Ricardo de quen lle gustaba recordar o seu corpo espido contra a lua. O mar bramando polos catro costados. A natural presteza daquel primeiro amante.
A faces cambiaban. As voces superpoñíanse, amalgamándose nunha melodía na que a sua vida era a clave de sol. Coñeceu diversas formas de amar, as sete cores do arco da vella. Fóronlle medrando os peitos en intercambiables abrazos. Uns rompíanlle as costas e a facían sentir pequeniña, meniña…cousa que lle encantaba porque lle procuraba a sensación de sair nova, recomposta de cara a vida. Outros eran froxos o que a facía sentir branda, inerte, co corazón de pedra.
Todo cambiaba, excepto o Príncipe Azul. As veces poñíase un gorriño cunha pruma verde que lle facía cóxegas no padal e o mozo de turno lle preguntaba “¿qué che pasa Sabela? Estás a rir soa” E non era quen de evitar comparar a aquel que a miraba sorprendido, mentres se lle escorregaba a sua man coma un polbo sudado, e aqueloutro encollidiño na sua gorxa. Claro está que o Príncipe Azul sempre gañaba na comparativa….

Un día coñeceu a Mario e foi coma un furacán que lle puxo a vida patas para arriba. De repente sentiu o corazón en coiros e cun estruendo de besta a armadura se lle esparceu polo chan. Uns meses despois estaban vivindo xuntos. Os país aconselláronlle prudencia. As amigas a miraban cun chisco de envexa, porque parecía que a ela sí. A ela sí que lle estoupara o amor na cara. O caso é que era feliz.

Pero o tempo de novo rumiou a rutina. Tras anos de convivencia deixáronse sentir os primeiros escozores. Só as serenatas do Príncipe Azul parecían consolala e por iso procuraba estar máis e máis soa na casa. Mario cada vez máis a miúdo ía a tomar algo despois do traballo, cando antes sempre procuraba chegar cedo para cear xuntos. A ela isto lle importaba ao principio, e o agardaba esperta con cara de sapo, pero en canto chegaba e lle daba un bico podía sentir como se convertía de novo en princesa. Pero pouco a pouco aquel tempo para ela soa foille parecendo unha veta de ouro. Gustaba de falar co seu principiño que lle seguía a parecer un boneco enfeitizante, que sempre estaba ó seu carón, sempre se pregaba os seu desexos ca máis exquisita cortesía. “Fiel coma un canciño”, pensaba.
E o vento da rutina trouxo con él a tempestade. Os desencontros.
-Estaste convertindo nunha bruxa- lle dixo finalmente Mario. Non queres sair, non queres ver xente. As veces me pregunto se queres verme a min . Sempre estás calada. Insatisfeita. Dime Sabela ¿qué teño qué facer?
Sabela calou
-As veces penso que tes o corazón de pedra, lle espetou Mario.
Aquel só foi o comezo. Uns meses despois colleu as suas maletas para non voltar.

Pasaron semanas murchas nas que Sabela agardaba.
Pero ninguén chamaba a sua porta.
Por primeira vez en anos o Príncipe Azul estaba calado. Comezou a preocuparse. ¿Non morrería ahí dentro?, pensou. Pero non, xa non sentía o seu peso lixeiro na gorxa que, despois de tanto tempo, parecía estar baleira. Resultoulle unha sensación inquedante, coma a primeira vez que o notara, pero daquela algo sobraba e agora só había unha gran ausencia ( e custáballe entender que algo tan pequeniño podía casar un baleiro tan grande). Outra tristeza viña a sumarse a sua tristeza.
Mario non estaba. O Príncipe Azul non estaba… Pensou que era normal que se fora. Se non recordaba mal Mario dixéralle que se convertira nunha bruxa e ben é sabido que os príncipes azuis e as bruxas non fan boas migas nos contos.
Coidamos que sería lexítimo rematar a fábula neste último párrafo. Pero……………
Tempo despois:
Queda. Respira fondo. Enchénselle os pulmóns de osíxeno. O mar é de Mercurio. O ceo escorrégase ás presas das fauces do vento que a golpea con pequenos cotenos como quen chama a porta. Séntese como se a abrazasen forte e lle romperan todalas costelas, pero ao contrario das apertas de antano, non se sente reconstruida, senon que sabe que esa é unha tarefa que só a ela corresponde. Pero por fin séntese libre. Os seus pulmóns por fin gozan de aire. Porque sabe que, nalgún momento do camiño, escupiu o príncipe azul que se lle atragoara na gorxa.



sábado, 15 de enero de 2011

CUENTO PARA MATEO


Un día Mateo se percató de que su madre estaba triste y por mucho que pensara no se le ocurría cómo ponerle remedio. Fue a su cuarto y sobre la cama descubrió una escala de resplandeciente hilo dorado. Abrió la ventana e izó la escala que sorprendentemente en vez de caer hacia el suelo, ascendía hacia los cielos. Sin pestañear subió por ella y en un tiempo menor que el que los árboles se toman para agitar sus hojas se encontró encima de la luna reventona. Entonces recogió la escala y se la puso a la luna a modo de riendas, alrededor del blanco cuello y sin más comenzó a peladear por todo el cielo. La luna consintió dócil, porque le parecía una especie de libertad cesar por unos instantes de corretear alrededor de la tierra.
Al recorrer la espalda celeste pudo sentir como a las galaxias se les erizaba el bello y percibió como brillaban con mayor brío. Entonces el universo le pareció un animal herido de luz. Pensó que no le sentaría mal si le hurtaba un poquito de esta luz para si mismo. Escogió entre todas las estrellas temblorosas, dos especialmente orondas, aunque las estrellas en su inmovilidad son todas orondas. No les ocurre como a los planetas que se pasan todo el día haciendo ejercicio y jugando al tu la llevas. Las descolgó del cielo con la intención de ponérselas a su madre en los ojos y que así su mirada se iluminase, aniquilando a la tristeza que el se imaginaba como una cosa muy oscura.
Cuando regresó a su habitación se encontraba tan cansado que se arrojó a la cama sin tiempo siquiera de ponerse el pijama de Spiderman quien era su inseparable compañero de sueños. En su favor diremos que previamente no olvidó guardar las dos estrellas en el cajón de su mesilla.
Aquella mañana, cuando le despertó la luz doliente del sol, abrió el cajón y para su decepción comprobó que las estrellas no estaban. Corrió a la habitación de su madre con las lágrimas engulléndole los ojos. Ésta lo cogió entre sus brazos y esparciendo por sus cabellos fragantes y estrepitosos besos le preguntó qué le pasaba. Sin escapar su cuerpo a aquel abrazo le contó cómo había subido a los cielos con la intención de regalarle dos estrellas. La madre se rió con esa risa que no es carcajada sino música. Entonces la miró y en su rostro todavía se demoraba la risa. Así fue como Mateo descubrió que mientras él dormía, su madre había entrado en silencio en su cuarto, abierto despacito el cajón y tomado las dos estrellas que ahora iluminaban sus ojos.