Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


viernes, 9 de septiembre de 2011

QUIÉN NO TEME AL OGRO FEROZ



 Imagen sustraída de la web




En el sótano de nuestra casa vivía el Ogro Feroz. Pero este era un inquilino al que, por lo general, nosotros olvidábamos, hasta que de pronto un día lo encontrábamos sentado a nuestra mesa. Muchas veces esta circunstancia nos sobrevenía en pijama, así que vestíamos nuestros batines de seda, y quemábamos unas ramitas de incienso, para dar ambiente. Siempre nos hemos jactado de ser unos excelentes anfitriones. Tú preparabas un té que yo decoraba con una nube, aparentemente inmaculada, pero en cuyo corazón palpitaba una imprevista tormenta, que descollaba dentro de la taza en tenebrosos relámpagos. Entonces nos mirábamos temerosos, pues el Ogro Feroz siempre ha sido famoso por su irritabilidad. Y expectantes veíamos como una chispa anidaba entre las ramas secas de su mirada, que enseguida crepitaba en un espectacular fuego. Las volutas de humo herían nuestros ojos, por lo que no podíamos evitar lagrimear. Cosa que acababa de enfurecerle. Sus rugidos hendían el techo sobre nuestras cabezas y las paredes temblorosas, se agrietaban de pavor. La casa se nos venía abajo. Nuestra bonita lámpara de cuentas se despatarraba contra la mesa de cristal, rompiéndose al amor de la cresta de una ola. Ondeando una bandera blanca, acabábamos por pedir clemencia, abrazados y arropados en un beso, mientras nuestras mantas salían volando por las ventanas. De tal modo, exhaustos, nos quedábamos dormidos.

A la mañana siguiente despertábamos sobre un mar de escombros, y permanecíamos atentos, y en quietud, con nuestros oídos vueltos hacia los pasos del Ogro Feroz. Todo parecía en silencio, el Ogro Feroz de nuevo se había recluido en el sótano, y con una sonrisa cómplice le pasábamos la llave al candado. Ahora sólo nos tocaba enfrentar la reconstrucción de nuestro hogar, sintiéndonos más cansados que en la ocasión anterior, aunque nada de esto le confesábamos al otro. Lo curioso es que en eses momentos nunca conseguíamos recordar quién de los dos se había dejado la puerta del sótano abierta... 

jueves, 8 de septiembre de 2011

ESPINAS

Imagen del fotógrafo gallego Vari Caramés





Lo ignoras todo de mí
El modo en el que la sonrisa
asciende hasta mi boca
El ímpetu del aire
al encallar en mi cuerpo
El lugar de mi ser
en el que expira
la gota de luz

Con hilachas de nubes sueltas
le tejo un vestido al cielo
Mas todo es en vano

El otoño de mis ojos
es sólo tibia lluvia
contra esa ventana
que tú nunca abres



OTOÑO

Imagen: Nanoo-g


¿Cuántos cielos conviven en un cielo de otoño?

¿Cuántos rumores cantan en la voz de la hoja seca?


HISTORIA DE LUCÍA. 5-Botellas que devuelve el océano

Imagen: Grete Sterne





Al Hombre del Faro

“Durante esta última semana se insubordinaron los vientos. Al escucharlos golpeando mi ventana le he dicho a mi hermano Emilio que los metiese en cintura, y se ha echado a reír. En un mar de cieno, las inmensas olas abrían tanto la boca-hasta que pude ver al fondo unas amígdalas oscuras, infectadas-que temí que, de un mordisco, arrancaran el cielo de cuajo. Espero que con este tiempo ningún barco descarrilara en tu isla…..”

-Emilio, Emilio-preguntó un buen día Ángela-.Si en el mar no existen carreteras ¿cómo los barcos saben el camino a seguir? 

Emilio cogió un tomo de la enciclopedia, y le mostró en un mapa las rutas marítimas. Ángela, quien solía tomarse las cosas muy al pie de la letra-pero de un modo muy particular-, o a pie del trazo en este caso, creyó que los océanos estaban surcados por raíles, y, por consiguiente, los barcos navegaban sobre ellos, de un modo similar al que hacen los trenes. Por eso, para Ángela los barcos descarrilaban. Y se acostumbró a expresarlo de esa manera, aunque en los tiempos en los que escribió estas letras ya sabía que aquel mar de raíles sólo había sido producto de su imaginación infantil.


“A veces cuando acostada sobre mi cama me cuesta agarrarme al sueño, me pregunto si tendrás miedo en la noche oscura. Me cuesta imaginar una soledad más desalentadora. Aquél que vive en un punto del  inmenso océano, equidistante de cualquier lugar. No sé si en mar abierto uno se siente libre, o por el contrario siente que no existen muros más infranqueables que los de una cárcel de viento y agua. Recuerdo que cuando era niña le pedí a mi hermano Emilio que me mostrase en el atlas la ubicación de la Isla del Faro. Él, como siempre muy diligente, me lo mostró, además de enseñarme varias fotografías del faro y de la isla. Me sorprendió el hecho de que estuviera completamente cubierta de vegetación y árboles, pues yo solía imaginármela muy árida e inhóspita. Quizás porque, según comentaba la gente, allí sólo iban a parar los maleantes. Ante la imagen de aquel vergel no pude evitar exclamar “esa isla no ha de ser otra cosa que un dragón dormido. Esperemos que un día de estos no se despierte y comience a escupir fuego por la boca”. Emilio me miró maravillado, y luego me contó que se suponía que bajo la isla  existía una falla volcánica. Y que la formación de la misma había sido producto de una erupción anterior, hace millones de años. Después de semejante revelación, me pasé semanas sin dormir. Temerosa de que precisamente al dragón se le ocurriera regresar de sus sueños, cuando el único habitante de la isla era mi Hombre del Faro.”

El día que volvió del muelle, tras ver al Hombre del Faro, su madre preguntó.

-¿Y cómo es esta vez el Hombre del Faro?

-Parece un buen muchacho- contestó el padre

Al escuchar estas palabras, Ángela recordó aquello que su padre le decía para animarla a comer, pues siempre había sido una niña de poco apetito. 

-Come. Sólo si comes te convertirás en una mujer fuerte y hermosa. Y sólo así conocerás al buen muchacho con el que habrás de casarte.

En esas ocasiones Ángela lo miraba risueña y con voz sentenciosa contestaba.

-Está bien, comeré. Pero no me pidas que me alimente

A lo que el padre irrumpía con una carcajada. Porque de ese modo era como antaño contestaba su tía Esmeralda, quien a los ochenta años había decidido ponerse en huelga de hambre hasta la muerte, pero sin dejar de comer

“Hoy he soñado que venías, o que yo iba…No sabría decirte. Pero estábamos juntos en un bosque, en el que los árboles eran tan altos, como guardianes que nos mantenían a salvo del cielo. Entonces tú te quitabas los ojos de sus cuencas-cosa que en el sueño parecía de lo más natural-,que en tus manos  tenían la apariencia de dos canicas, y los ponías sobre los míos. Por primera vez vi el mundo a través de ellos, y sentí que la vida me entraba por los ojos, como si hasta ahora hubiese permanecido ciega a las cosas que uno ha de ver. Como si de repente mi mirada se hubiera vuelto porosa”

Desde que vio al Hombre de Faro, cuando Ángela-como tenían por costumbre-permanecía junto a su padre en la barca sobre la que ambos se dedicaban a coser redes, se quedaba como perpleja, observando el mar. Entonces no seguía el compás de las canciones que él cantaba, y era incapaz de poner hilo en la puntada. El padre la reprendía suavemente, o trataba de ganarse su atención mediante chanzas. Lo que él ignoraba era que Ángela, en eses momentos, se encontraba ensayando la mirada del Hombre del Faro.


A la muerte de su padre, El Hombre del Faro se convirtió en la nube en la que encalló su cometa, tras haberse roto el sedal.
 

Adquirió la costumbre de escribirle pequeños mensajes, que cuidadosamente metía en una botella junto a un puñado de conchas que escogía entre las más hermosas y originales, y luego arrojaba al mar. Desconocemos el paradero de la mayoría de ellos, y, sinceramente, dudamos que ninguno llegara a alcanzar la costa de La Isla del Faro. Pero algunos eran devueltos a la playa, escupidos sobe la arena por alguna ola. Estos fragmentos pertenecen a unos cuantos que había recuperado su hermano Emilio, y que conservó con amor, escondidos entre sus libros. Jamás le habló a nadie de ellos, ni siquiera a la misma Ángela. Hasta el día en que se los dejó leer a la pequeña Lucía.




miércoles, 7 de septiembre de 2011

HISTORIA DE LUCÍA. 4- Unos ojos que miraban al mar

Imagen: Urbano Lugris







A Ángela-pues ese era el nombre de la joven del sombrero-, siendo niña, le había impactado sobremanera la imagen de aquel joven que, metido en un traje demasiado amplio, esperaba a embarcarse, sentado sobre un enorme baúl. Entre todas las cosas que habían llamado su atención, Ángela destacaría el modo obstinado con que aquél se había quedado mirando al mar. Como si estuviera trazando un puente entre ambos. Y en aquel espacio que mediaba entre el joven, su mirada, y el inmenso océano, el tiempo pareciera haberse suspendido muy por encima de la maniobra de atraque de los barcos, de los vuelos circulares de las gaviotas, del trajín de los subastadores de pescado y del bullicio que gravitaba a su alrededor, como si estos  fueran el epicentro de alguna galaxia….  Ángela nunca había conocido a nadie que tuviera ese modo de mirar las cosas. Lo más parecido era una luz que a veces creía sorprender en el fondo de los ojos de su padre, cuando miraba a su madre. Pero era una luz que apenas nacida, parpadeaba, y se extinguía. Como la gota de rocío sobre el pétalo de una flor a punto de morir en el rayo de sol. Como el último rescoldo de alguna estrella.

Aquella mañana, bien temprano, había acompañado a su padre al puerto, como siempre hacían cuando estaba prevista la partida de algún buque importante. El padre, antiguo capitán de barco, había tenido que retirarse siendo todavía joven, debido a una lesión que le había dejado una cojera en su pierna derecha. A pesar de que ésta se había ido acentuando con el tiempo, todavía se resistía a utilizar bastón. Por eso siempre se hacía acompañar por Ángela, en cuyo hombro se apoyaba al caminar, de un  modo casi imperceptible. Cariñosamente él la llamaba, “mi Pequeño Cayado”, y ponía un dedo sobre su boca, como si aquel nombre fuera un secreto entre ellos dos.  Pero llegó un momento en el que la gente del pueblo era incapaz de imaginar la presencia del uno sin la otra, como si el padre-siempre un paso por detrás de la niña- no fuera otra cosa que su alargada e inseparable sombra. Y como en un relato que le había leído su hermano Emilio, Ángela llegó a pensar que el día en el que la vida cortase los hilos que los habían unido, sentiría que le habrían arrancado el alma. Cuando años más tarde, la tijera de la muerte efectuó aquella labor, Ángela fue consciente de que aquella mano sobre su hombro había sido el único peso que la mantenía anclada a la tierra, y se sintió como una cometa a la que se le rompe el sedal, elevándose por encima de las casas, hasta quedarse enganchada en una nube. Desde entonces, el mundo y las personas le parecieron tan pequeños y lejanos, que perdió la consciencia del significado de sus propios días. 


Si había una cosa de la que uno podía proveerse en el muelle, era de noticias frescas. A veces más frescas que las capturas de pescado de algunos barcos en el momento en el que realizaban la labor de atraque. Pero por supuesto, en días como ese, los ojos y las bocas se centraban en la partida del Excelsior-nombre del buque más grande de los que solían recalar en aquel puerto-, y en los pasajeros que, uno a uno, subían la escalerilla.  Sobre todo, la gente estaba excitada por la llegada del nuevo Hombre del Faro. Solían hacerse apuestas acerca del motivo por el que el susodicho se había hecho acreedor de semejante plaza. Los pederastas se pagaban diez a uno. Los desfalcadores doce a uno. Y los banqueros a quince. Cuando  Ángela y su padre llegaron, la expectación había decrecido, porque el Hombre del Faro ya había hecho su estelar aparición. Y para decepción de los presentes, en esta ocasión no venía esposado, ni escoltado, y tenía cara de no haber roto un plato en toda su vida.  Se empezó a extender el rumor de que el nuevo Hombre de Faro lo era por elección, no por obligación. Pero para todos era bastante difícil creer que alguien eligiese libremente semejante destino. Las mujeres suspiraban “seguramente huirá de algún amor no correspondido, con el corazón destrozado. ¿Acaso no tiene todo el aspecto de un pajarillo con un ala rota?”. Los hombres, ante aquella condescendencia, rosmaban con cierto resquemor “a este lo que le pasa es que huye del trabajo. Mírenlo, mírenlo ahí. Lo que el quiere es pasarse el resto de su vida sentado, mirando al mar. Vago es lo que es”. Y otras conjeturas por el estilo.
Hemos de decir que Ángela, con la inocencia de sus siete años, bien poco entendía de todo esto.  Lo único que, en realidad, le importaba era la magnificencia del Gran Buque, y esa extraña idea que se le había metido en la cabeza de que este parecía haber encogido desde que lo viera por última vez.  Tironeaba de la manga de su padre, con la intención de que la acompañara a examinarlo más de cerca, cuando un claro se abrió entre la multitud que los rodeaba, y entonces lo vio. Sentado sobre aquel enorme baúl, con el rostro melancólico, y las piernas colgando, aguardaba Esteban. En el momento en el que Ángela posaba sus ojos sobre él, por vez primera, este suspiró. En ese preciso instante pensaba en que no existía mayor distancia que la que lo separaba de la línea del horizonte. Y como ocurre con todo lo inalcanzable y huidizo, Esteban amaba esa línea. Lo mismo que amaba el cielo que respiraba sobre su cabeza. O las olas del mar a las que jamás podría tomar entre sus manos. Por eso Esteban leía, y leía. Porque él sentía que a través de las palabras podría asir lo inasible. O al menos le quedaba esa sensación del roce contra la piel. 

Y Ángela esperó junto a su padre, hasta verlo tomar aquel enorme baúl y la ridícula maleta, subir la escalerilla, y partir. Siempre con aquellos ojos que parecían haberle dado la espalda al mundo, vueltos a una realidad que en nada se parecía a la que Ángela intuía en los del resto de las personas. Y desde aquel día su única intención con respecto a lavida era llegar a verla a través de aquellos ojos.


martes, 6 de septiembre de 2011

HISTORIA DE LUCÍA. 3-El sueño de un sombrero



El Coloso de Rodas






Por fin, con los años, la pequeña Lucía llegó a una edad en la que su abuela y el tío Emilio acordaron que era necesario que éste la pusiera al tanto de la historia de sus padres, a pesar de las reticencias de la tía Margarita. Así, pudo averiguar que su padre no era un cíclope, ni ninguna otra criatura mitológica que se precie. Aunque sí ejercía una profesión que a punto estaba de desaparecer y pasar a engrosar la leyenda. Esteban-que así se llamaba el padre de Lucía- era farero. El último farero del mundo. Habitaba en la Isla del Faro, localizada en el mar de Ninguna Parte. Eran las aguas de aquel mar tan embravecidas que, antaño, nadie conocía sus límites. La gente decía de aquél que comenzaba “allí donde nace la borrasca” y acababa “allí donde la borrasca va a morir”.  Ningún país se consideraba dueño de tamaño trozo de agua, ni de sus caladeros. Asimismo, ningún gobierno, se había atrevido a colonizar su isla. Por lo que acabó por desaparecer de las rutas marítimas que atesoraban los mapas,  engrosando, eso sí, el imaginario popular.  Esto propició que se convirtiera en lugar de paso de bucaneros y contrabandistas, quienes, no teniendo nada que perder-y prefiriendo arriesgar la vida entre los peñascos que la rodeaban, que acabar colgando del mástil más alto de algún buque gubernamental- eran los únicos que osaban aproximarse a sus inmediaciones. Allí aguardaban meses hasta que, extraviando su rumbo en medio de alguna tormenta, algún barco mercante se aproximaba.  Y entonces ni siquiera tenían que enfrentarse con su tripulación en un combate a vida o muerte. Simplemente esperaban a que aquellas rocas, más mortíferas que las balas de cualquier cañón, realizaran la tarea por ellos. Finalmente, los gobiernos cuyo comercio se estaba viendo perjudicado por los cada vez más frecuentes siniestros, y los consiguientes saqueos, decidieron que había llegado el momento de acabar entre todos con la hegemonía de los contrabandistas en la isla. Para ello construyeron un faro. Claro está que previamente debieron desalojar la isla de sus moradores. Se pretendió convertir aquella limpieza, en un escarmiento ejemplar, para evitar que futuros maleantes pasearan sus narices por allí. Por lo que los árboles que crecían en su interior prestaron sus ramas como improvisados cadalsos. El atardecer, durante varias semanas consecutivas, vistió ropas de luto en aquella isla. Al único que se le respetó la vida, fue al jefe de los bucaneros, a quien se adiestró en las maniobras de funcionamiento del faro. Pues se creyó, que, siendo aquel un destino tan inhóspito y apartado del mundo, sólo un proscrito admitiría instalarse en semejante plaza. Además la presencia de aquél persuadiría a las nuevas hordas de bandidos que quisieran adueñarse de la isla. Pues era testigo directo del horror padecido por aquellos despojos que pájaros e insectos se encargaban de desmembrar sobre los árboles.
Muchas décadas tuvieron que pasar hasta que por fin llegó el día en el padre de Lucía, tomó el barco que lo llevaría a convertirse en el último farero del mundo. Las gentes que lo vieron embarcar no pudieron evitar preguntarse de qué estaría huyendo aquel joven de rostro dulce y cándida apariencia, que tanta lástima inspiraba a las mujeres metido en aquel traje por lo menos dos tallas más grande. Le acompañaba una pequeña maleta de cuero, y un gran baúl, realmente pesado, y del que parecía no querer separarse. Las malas lenguas decían que detrás de aquel aspecto mediocre se escondía la astuta mente de un ladrón de bancos, y qué otra cosa que varias docenas de lingotes de oro se escondían dentro de aquel baúl. Lo que ellos desconocían era que Esteban guardaba en aquél  algo que para él era más preciado tesoro: los libros que con mimo había escogido como sus únicos compañeros en la isla.

Allí permaneció durante once  largos años sin tener más contacto con el mundo que a través de los barcos que cada tres meses acercaban a ella para llevarle el avituallamiento, y algunas esporádicas cartas de su madre, escritas con el puño y letra de su hermana Margarita. Hasta que un día recibió una carta de la compañía que gestionaba el faro, instándole a que, después de once años, se tomara el mes pertinente de vacaciones, puesto que, aunque sus predecesores eran siempre bandidos o delincuentes de la peor calaña, él era sin embargo un ejemplar y digno ciudadano, y debía equiparar sus condiciones a las de el resto de los trabajadores. Aquel anuncio causó gran sorpresa a Esteban, que en cierto modo se había habituado a aquella vida casi monacal y apenas pensaba en el mundo que le esperaba a cualquiera de los dos lados del océano. Mundo que se había desdibujado tanto , que sus contornos habían sido sustituidos por aquellos que se perfilaban en los libros. Pero, contrariamente a lo que se pueda suponer, aquellos años pasados en el faro enfrentándose a la borrasca y al huracán-esgrimiendo una espada de luz que cortaba la oscuridad, tal y como en los tiempos antiguos se colocaba un cuchillo junto al enfermo para cortar el dolor- , a ese dragón de verdes y escamosas olas llamado océano, pero, sobre todo,  a ese espectro de ojos vacíos que responde al nombre de soledad;  el joven y vacilante Esteban se había convertido en un hombre seguro, y firme, con unas imperiosas ganas de agarrarse al mundo y a la vida. Ganas que hasta la llegada de aquella carta desconocía, pero cuya lectura había sido el desencadenante del terremoto, tras el lento y paulatino desplazamiento de las placas tectónicas. Así que los días previos a su partida se sentía nervioso y excitado, y no paraba de hacer planes. Se sentía obligado a, en ese mes de vacaciones, atesorar experiencias suficientes como para poder alimentarse de ellas durante el resto del año, tal que tuviese que prepararse para la hibernación. Es más, en un alarde de ingenuidad, había decidido recuperar el tiempo perdido durante aquellos once años. Por lo que en un mes debía forjar once amistades irrompibles, embriagarse de once diferentes bebidas espirituosas, y ,por consiguiente, vivir once diferentes resacas, ser invitado a once banquetes de once gastronomías exóticas, aprender a bailar once distintos aires, batirse en duelo en once ocasiones y por último, pero no menos importante, enamorarse once veces, y otras tantas veces morir de amor. Y este, y no otro,era el propósito que anidaba en su cabeza en el momento en que el barco atracaba en el puerto ,mientras desde cubierta observaba la maniobra con el extrañamiento propio de quien siempre está del otro lado. Al descubrir en el muelle la multitud agolpada, que con impaciencia aguardaba el arribo de sus seres queridos, no pudo evitar pensar que no habría nadie esperándole, tras once años ajeno al mundo.Pero en el centro de este pensamiento irrumpió la luz, deslumbrándole los ojos. Haciendo visera con la mano se percató de que, en un lugar del muelle,  los rayos de sol impactaban en su camino con un objeto blanco, de redondeadas formas, y que al contacto con el mismo parecían multiplicarse. En un principio le pareció que aquel objeto flotaba en el aire, pero a medida que se acercaban, bajo él,  un rostro iba dibujándose oscuro, contrastando con aquella blancura. Pronto aquel rostro correspondió al  de una mujer, con una espléndida sonrisa deshilvanando sus labios. A Esteban le pareció que, de un modo inexplicable, aquella sonrisa se dirigía inevitablemente hacia su boca. Como si de un resorte invisible se tratase sus labios se desplegaron libres, pues hacía tanto tiempo que se sentían esclavos de la soledad, que casi creían olvidado el modo natural de sonreir.... Cuando sus pies tocaron tierra vió a la mujer aproximarse con paso seguro, sujetando con la delicada mano enguantada, el blanco sombrero sobre su cabeza, el cual parecía empeñado en levantar el vuelo. En un primer momento se miraron callados. Entonces aquella mano que sujetaba el sombrero en un rápido movimiento estrechó la suya. Ahí fue cuando el sombrero, por fin libre, alzó el vuelo, justo al tiempo que una colonia de aves marinas, y terminó por confundirse con ellas. 

-“He ahí un sombrero que cumplió su sueño de ser pájaro”, dijo Esteban

-“Por fín estás aquí, Hombre del Faro! Te he estado esperando tanto tiempo!!!”, dijo ella

Y así fue como Esteban, quien había planeado enamorarse once veces en un mes, se enamoró una y para siempre. Y prácticamente aquello fue lo único que hizo de todo lo que tan minuciosamente había planeado.

lunes, 5 de septiembre de 2011

ASI FUE CÓMO ME CONVERTÍ EN EL HOMBRE DEL SACO

Ilustración: Marta Álvarez


Para El Maquinista Ciego


Ayer, con las prisas(y como mi portátil está en la UVI, y en casa no puedo conectarme) se me olvidó poner que este breve relato es para Sisu, porque fue ella la que en un comentario creó la imagen de este relato en mi cabeza.Quizás mi cerebro funcione de una manera extraña, pero este comentario  
"(y a comer y a caerse de nuevo con ilusión! –malo será que no haya quien nos quiera tras el golpe y nos dibuje estrellitas de cromer sobre las heridas ;))", provocó en mí esa imagen de alguién volcando las estrellas del cielo, sobre el regazo de otro alguien....De ahí la historia. Lo del Hombre del Saco surgió mientras escribía, y me pareció que ese podía ser un buen título. Beso, Sisu






La niña lloraba porque amaba las estrellas y no entendía que estuvieran tan lejanas y distantes, cuando eran tan hermosas. En aquellos tiempos, si había una cosa que me disgustaba, era ver que la niña estaba triste. Así que tomé el cielo entre mis brazos y lo incliné ligeramente, sobre su regazo. Una a una fueron cayendo las estrellas. Rodaban ligeras sobre la superficie oscura, arrancando alegres destellos con sus puntas. Poco a poco, el vestido de la niña se fue llenando de luz. Las estrellas, juguetonas- y muy excitadas por verse libres- comenzaron a corretear como centellas. Se subían por los brazos de la pequeña, haciéndole cosquillas. Adoraba verla reír. Se ciñeron en una corona alrededor de sus cabellos negros,  para que ella jugara a ser una princesa de cuento. Y yo, diligentemente, acepté el papel de bufón. La niña quería música, y las estrellas, acercándose a sus oídos, le cantaban una canción que hablaba del alba de los tiempos, en un lenguaje que sólo los pájaros y los niños entienden. Pero al salir el sol, la niña se acordó del mar y sus tumultuosas olas, todas vestidas de espuma. Y dijo que quería hacerles una visita. Yo, con tiento, le dije que era toda una descortesía hacia sus invitadas las estrellas, irse aun no habiendo finalizado la velada. Pero la niña se puso a patalear, y a chillar, diciendo que sería muy desgraciada si en esos momentos no podía ver el mar. Quizás todo esto tuviera que ver con el hecho de que durante el día, las estrellas no brillaban y tenían una aspecto muy similar al de cualquier piedra. Pero quizás me equivoco en mi razonamiento. Y en realidad este cambio, se debía, sencillamente, a su carácter voluble, y un tanto caprichoso. El caso es que la niña se fue, sin más, dejándome con mi disfraz de bufón, sentado sobre un montón de rocas. Pensando en cómo me las iba a ingeniar para devolverle las estrellas al cielo.

En las primeras páginas de los periódicos de aquel día se habló de un extraño fenómeno. De repente, sin pedir permiso, el cielo se había apagado, hasta quedarse como un lienzo negro. En ese momento, los niños que dormían en sus camas, se despertaron, y fueron corriendo a refugiarse entre las sábanas de sus padres, pues semejante oscuridad espoleaba sus miedos. Entre ellos hubo una niña que tuvo la ocurrencia de decir, que durante la noche el Hombre del Saco había subido hasta el cielo y secuestrado a todas las estrellas. Sus padres rieron encantados ante tal ocurrencia.  Pero a mí no me hizo mucha gracia convertirme de ese modo en semejante personaje