El Coloso de Rodas
Por fin, con los años, la pequeña Lucía llegó a una edad en la que su abuela y el tío Emilio acordaron que era necesario que éste la pusiera al tanto de la historia de sus padres, a pesar de las reticencias de la tía Margarita. Así, pudo averiguar que su padre no era un cíclope, ni ninguna otra criatura mitológica que se precie. Aunque sí ejercía una profesión que a punto estaba de desaparecer y pasar a engrosar la leyenda. Esteban-que así se llamaba el padre de Lucía- era farero. El último farero del mundo. Habitaba en la Isla del Faro, localizada en el mar de Ninguna Parte. Eran las aguas de aquel mar tan embravecidas que, antaño, nadie conocía sus límites. La gente decía de aquél que comenzaba “allí donde nace la borrasca” y acababa “allí donde la borrasca va a morir”. Ningún país se consideraba dueño de tamaño trozo de agua, ni de sus caladeros. Asimismo, ningún gobierno, se había atrevido a colonizar su isla. Por lo que acabó por desaparecer de las rutas marítimas que atesoraban los mapas, engrosando, eso sí, el imaginario popular. Esto propició que se convirtiera en lugar de paso de bucaneros y contrabandistas, quienes, no teniendo nada que perder-y prefiriendo arriesgar la vida entre los peñascos que la rodeaban, que acabar colgando del mástil más alto de algún buque gubernamental- eran los únicos que osaban aproximarse a sus inmediaciones. Allí aguardaban meses hasta que, extraviando su rumbo en medio de alguna tormenta, algún barco mercante se aproximaba. Y entonces ni siquiera tenían que enfrentarse con su tripulación en un combate a vida o muerte. Simplemente esperaban a que aquellas rocas, más mortíferas que las balas de cualquier cañón, realizaran la tarea por ellos. Finalmente, los gobiernos cuyo comercio se estaba viendo perjudicado por los cada vez más frecuentes siniestros, y los consiguientes saqueos, decidieron que había llegado el momento de acabar entre todos con la hegemonía de los contrabandistas en la isla. Para ello construyeron un faro. Claro está que previamente debieron desalojar la isla de sus moradores. Se pretendió convertir aquella limpieza, en un escarmiento ejemplar, para evitar que futuros maleantes pasearan sus narices por allí. Por lo que los árboles que crecían en su interior prestaron sus ramas como improvisados cadalsos. El atardecer, durante varias semanas consecutivas, vistió ropas de luto en aquella isla. Al único que se le respetó la vida, fue al jefe de los bucaneros, a quien se adiestró en las maniobras de funcionamiento del faro. Pues se creyó, que, siendo aquel un destino tan inhóspito y apartado del mundo, sólo un proscrito admitiría instalarse en semejante plaza. Además la presencia de aquél persuadiría a las nuevas hordas de bandidos que quisieran adueñarse de la isla. Pues era testigo directo del horror padecido por aquellos despojos que pájaros e insectos se encargaban de desmembrar sobre los árboles.
Muchas décadas tuvieron que pasar hasta que por fin llegó el día en el padre de Lucía, tomó el barco que lo llevaría a convertirse en el último farero del mundo. Las gentes que lo vieron embarcar no pudieron evitar preguntarse de qué estaría huyendo aquel joven de rostro dulce y cándida apariencia, que tanta lástima inspiraba a las mujeres metido en aquel traje por lo menos dos tallas más grande. Le acompañaba una pequeña maleta de cuero, y un gran baúl, realmente pesado, y del que parecía no querer separarse. Las malas lenguas decían que detrás de aquel aspecto mediocre se escondía la astuta mente de un ladrón de bancos, y qué otra cosa que varias docenas de lingotes de oro se escondían dentro de aquel baúl. Lo que ellos desconocían era que Esteban guardaba en aquél algo que para él era más preciado tesoro: los libros que con mimo había escogido como sus únicos compañeros en la isla.
Allí permaneció durante once largos años sin tener más contacto con el mundo que a través de los barcos que cada tres meses acercaban a ella para llevarle el avituallamiento, y algunas esporádicas cartas de su madre, escritas con el puño y letra de su hermana Margarita. Hasta que un día recibió una carta de la compañía que gestionaba el faro, instándole a que, después de once años, se tomara el mes pertinente de vacaciones, puesto que, aunque sus predecesores eran siempre bandidos o delincuentes de la peor calaña, él era sin embargo un ejemplar y digno ciudadano, y debía equiparar sus condiciones a las de el resto de los trabajadores. Aquel anuncio causó gran sorpresa a Esteban, que en cierto modo se había habituado a aquella vida casi monacal y apenas pensaba en el mundo que le esperaba a cualquiera de los dos lados del océano. Mundo que se había desdibujado tanto , que sus contornos habían sido sustituidos por aquellos que se perfilaban en los libros. Pero, contrariamente a lo que se pueda suponer, aquellos años pasados en el faro enfrentándose a la borrasca y al huracán-esgrimiendo una espada de luz que cortaba la oscuridad, tal y como en los tiempos antiguos se colocaba un cuchillo junto al enfermo para cortar el dolor- , a ese dragón de verdes y escamosas olas llamado océano, pero, sobre todo, a ese espectro de ojos vacíos que responde al nombre de soledad; el joven y vacilante Esteban se había convertido en un hombre seguro, y firme, con unas imperiosas ganas de agarrarse al mundo y a la vida. Ganas que hasta la llegada de aquella carta desconocía, pero cuya lectura había sido el desencadenante del terremoto, tras el lento y paulatino desplazamiento de las placas tectónicas. Así que los días previos a su partida se sentía nervioso y excitado, y no paraba de hacer planes. Se sentía obligado a, en ese mes de vacaciones, atesorar experiencias suficientes como para poder alimentarse de ellas durante el resto del año, tal que tuviese que prepararse para la hibernación. Es más, en un alarde de ingenuidad, había decidido recuperar el tiempo perdido durante aquellos once años. Por lo que en un mes debía forjar once amistades irrompibles, embriagarse de once diferentes bebidas espirituosas, y ,por consiguiente, vivir once diferentes resacas, ser invitado a once banquetes de once gastronomías exóticas, aprender a bailar once distintos aires, batirse en duelo en once ocasiones y por último, pero no menos importante, enamorarse once veces, y otras tantas veces morir de amor. Y este, y no otro,era el propósito que anidaba en su cabeza en el momento en que el barco atracaba en el puerto ,mientras desde cubierta observaba la maniobra con el extrañamiento propio de quien siempre está del otro lado. Al descubrir en el muelle la multitud agolpada, que con impaciencia aguardaba el arribo de sus seres queridos, no pudo evitar pensar que no habría nadie esperándole, tras once años ajeno al mundo.Pero en el centro de este pensamiento irrumpió la luz, deslumbrándole los ojos. Haciendo visera con la mano se percató de que, en un lugar del muelle, los rayos de sol impactaban en su camino con un objeto blanco, de redondeadas formas, y que al contacto con el mismo parecían multiplicarse. En un principio le pareció que aquel objeto flotaba en el aire, pero a medida que se acercaban, bajo él, un rostro iba dibujándose oscuro, contrastando con aquella blancura. Pronto aquel rostro correspondió al de una mujer, con una espléndida sonrisa deshilvanando sus labios. A Esteban le pareció que, de un modo inexplicable, aquella sonrisa se dirigía inevitablemente hacia su boca. Como si de un resorte invisible se tratase sus labios se desplegaron libres, pues hacía tanto tiempo que se sentían esclavos de la soledad, que casi creían olvidado el modo natural de sonreir.... Cuando sus pies tocaron tierra vió a la mujer aproximarse con paso seguro, sujetando con la delicada mano enguantada, el blanco sombrero sobre su cabeza, el cual parecía empeñado en levantar el vuelo. En un primer momento se miraron callados. Entonces aquella mano que sujetaba el sombrero en un rápido movimiento estrechó la suya. Ahí fue cuando el sombrero, por fin libre, alzó el vuelo, justo al tiempo que una colonia de aves marinas, y terminó por confundirse con ellas.
-“He ahí un sombrero que cumplió su sueño de ser pájaro”, dijo Esteban
-“Por fín estás aquí, Hombre del Faro! Te he estado esperando tanto tiempo!!!”, dijo ella
Y así fue como Esteban, quien había planeado enamorarse once veces en un mes, se enamoró una y para siempre. Y prácticamente aquello fue lo único que hizo de todo lo que tan minuciosamente había planeado.