Imagen sustraída de la web
En el sótano de nuestra casa vivía el Ogro Feroz. Pero este era un inquilino al que, por lo general, nosotros olvidábamos, hasta que de pronto un día lo encontrábamos sentado a nuestra mesa. Muchas veces esta circunstancia nos sobrevenía en pijama, así que vestíamos nuestros batines de seda, y quemábamos unas ramitas de incienso, para dar ambiente. Siempre nos hemos jactado de ser unos excelentes anfitriones. Tú preparabas un té que yo decoraba con una nube, aparentemente inmaculada, pero en cuyo corazón palpitaba una imprevista tormenta, que descollaba dentro de la taza en tenebrosos relámpagos. Entonces nos mirábamos temerosos, pues el Ogro Feroz siempre ha sido famoso por su irritabilidad. Y expectantes veíamos como una chispa anidaba entre las ramas secas de su mirada, que enseguida crepitaba en un espectacular fuego. Las volutas de humo herían nuestros ojos, por lo que no podíamos evitar lagrimear. Cosa que acababa de enfurecerle. Sus rugidos hendían el techo sobre nuestras cabezas y las paredes temblorosas, se agrietaban de pavor. La casa se nos venía abajo. Nuestra bonita lámpara de cuentas se despatarraba contra la mesa de cristal, rompiéndose al amor de la cresta de una ola. Ondeando una bandera blanca, acabábamos por pedir clemencia, abrazados y arropados en un beso, mientras nuestras mantas salían volando por las ventanas. De tal modo, exhaustos, nos quedábamos dormidos.
A la mañana siguiente despertábamos sobre un mar de escombros, y permanecíamos atentos, y en quietud, con nuestros oídos vueltos hacia los pasos del Ogro Feroz. Todo parecía en silencio, el Ogro Feroz de nuevo se había recluido en el sótano, y con una sonrisa cómplice le pasábamos la llave al candado. Ahora sólo nos tocaba enfrentar la reconstrucción de nuestro hogar, sintiéndonos más cansados que en la ocasión anterior, aunque nada de esto le confesábamos al otro. Lo curioso es que en eses momentos nunca conseguíamos recordar quién de los dos se había dejado la puerta del sótano abierta...