Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


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jueves, 8 de septiembre de 2011

HISTORIA DE LUCÍA. 5-Botellas que devuelve el océano

Imagen: Grete Sterne





Al Hombre del Faro

“Durante esta última semana se insubordinaron los vientos. Al escucharlos golpeando mi ventana le he dicho a mi hermano Emilio que los metiese en cintura, y se ha echado a reír. En un mar de cieno, las inmensas olas abrían tanto la boca-hasta que pude ver al fondo unas amígdalas oscuras, infectadas-que temí que, de un mordisco, arrancaran el cielo de cuajo. Espero que con este tiempo ningún barco descarrilara en tu isla…..”

-Emilio, Emilio-preguntó un buen día Ángela-.Si en el mar no existen carreteras ¿cómo los barcos saben el camino a seguir? 

Emilio cogió un tomo de la enciclopedia, y le mostró en un mapa las rutas marítimas. Ángela, quien solía tomarse las cosas muy al pie de la letra-pero de un modo muy particular-, o a pie del trazo en este caso, creyó que los océanos estaban surcados por raíles, y, por consiguiente, los barcos navegaban sobre ellos, de un modo similar al que hacen los trenes. Por eso, para Ángela los barcos descarrilaban. Y se acostumbró a expresarlo de esa manera, aunque en los tiempos en los que escribió estas letras ya sabía que aquel mar de raíles sólo había sido producto de su imaginación infantil.


“A veces cuando acostada sobre mi cama me cuesta agarrarme al sueño, me pregunto si tendrás miedo en la noche oscura. Me cuesta imaginar una soledad más desalentadora. Aquél que vive en un punto del  inmenso océano, equidistante de cualquier lugar. No sé si en mar abierto uno se siente libre, o por el contrario siente que no existen muros más infranqueables que los de una cárcel de viento y agua. Recuerdo que cuando era niña le pedí a mi hermano Emilio que me mostrase en el atlas la ubicación de la Isla del Faro. Él, como siempre muy diligente, me lo mostró, además de enseñarme varias fotografías del faro y de la isla. Me sorprendió el hecho de que estuviera completamente cubierta de vegetación y árboles, pues yo solía imaginármela muy árida e inhóspita. Quizás porque, según comentaba la gente, allí sólo iban a parar los maleantes. Ante la imagen de aquel vergel no pude evitar exclamar “esa isla no ha de ser otra cosa que un dragón dormido. Esperemos que un día de estos no se despierte y comience a escupir fuego por la boca”. Emilio me miró maravillado, y luego me contó que se suponía que bajo la isla  existía una falla volcánica. Y que la formación de la misma había sido producto de una erupción anterior, hace millones de años. Después de semejante revelación, me pasé semanas sin dormir. Temerosa de que precisamente al dragón se le ocurriera regresar de sus sueños, cuando el único habitante de la isla era mi Hombre del Faro.”

El día que volvió del muelle, tras ver al Hombre del Faro, su madre preguntó.

-¿Y cómo es esta vez el Hombre del Faro?

-Parece un buen muchacho- contestó el padre

Al escuchar estas palabras, Ángela recordó aquello que su padre le decía para animarla a comer, pues siempre había sido una niña de poco apetito. 

-Come. Sólo si comes te convertirás en una mujer fuerte y hermosa. Y sólo así conocerás al buen muchacho con el que habrás de casarte.

En esas ocasiones Ángela lo miraba risueña y con voz sentenciosa contestaba.

-Está bien, comeré. Pero no me pidas que me alimente

A lo que el padre irrumpía con una carcajada. Porque de ese modo era como antaño contestaba su tía Esmeralda, quien a los ochenta años había decidido ponerse en huelga de hambre hasta la muerte, pero sin dejar de comer

“Hoy he soñado que venías, o que yo iba…No sabría decirte. Pero estábamos juntos en un bosque, en el que los árboles eran tan altos, como guardianes que nos mantenían a salvo del cielo. Entonces tú te quitabas los ojos de sus cuencas-cosa que en el sueño parecía de lo más natural-,que en tus manos  tenían la apariencia de dos canicas, y los ponías sobre los míos. Por primera vez vi el mundo a través de ellos, y sentí que la vida me entraba por los ojos, como si hasta ahora hubiese permanecido ciega a las cosas que uno ha de ver. Como si de repente mi mirada se hubiera vuelto porosa”

Desde que vio al Hombre de Faro, cuando Ángela-como tenían por costumbre-permanecía junto a su padre en la barca sobre la que ambos se dedicaban a coser redes, se quedaba como perpleja, observando el mar. Entonces no seguía el compás de las canciones que él cantaba, y era incapaz de poner hilo en la puntada. El padre la reprendía suavemente, o trataba de ganarse su atención mediante chanzas. Lo que él ignoraba era que Ángela, en eses momentos, se encontraba ensayando la mirada del Hombre del Faro.


A la muerte de su padre, El Hombre del Faro se convirtió en la nube en la que encalló su cometa, tras haberse roto el sedal.
 

Adquirió la costumbre de escribirle pequeños mensajes, que cuidadosamente metía en una botella junto a un puñado de conchas que escogía entre las más hermosas y originales, y luego arrojaba al mar. Desconocemos el paradero de la mayoría de ellos, y, sinceramente, dudamos que ninguno llegara a alcanzar la costa de La Isla del Faro. Pero algunos eran devueltos a la playa, escupidos sobe la arena por alguna ola. Estos fragmentos pertenecen a unos cuantos que había recuperado su hermano Emilio, y que conservó con amor, escondidos entre sus libros. Jamás le habló a nadie de ellos, ni siquiera a la misma Ángela. Hasta el día en que se los dejó leer a la pequeña Lucía.




miércoles, 7 de septiembre de 2011

HISTORIA DE LUCÍA. 4- Unos ojos que miraban al mar

Imagen: Urbano Lugris







A Ángela-pues ese era el nombre de la joven del sombrero-, siendo niña, le había impactado sobremanera la imagen de aquel joven que, metido en un traje demasiado amplio, esperaba a embarcarse, sentado sobre un enorme baúl. Entre todas las cosas que habían llamado su atención, Ángela destacaría el modo obstinado con que aquél se había quedado mirando al mar. Como si estuviera trazando un puente entre ambos. Y en aquel espacio que mediaba entre el joven, su mirada, y el inmenso océano, el tiempo pareciera haberse suspendido muy por encima de la maniobra de atraque de los barcos, de los vuelos circulares de las gaviotas, del trajín de los subastadores de pescado y del bullicio que gravitaba a su alrededor, como si estos  fueran el epicentro de alguna galaxia….  Ángela nunca había conocido a nadie que tuviera ese modo de mirar las cosas. Lo más parecido era una luz que a veces creía sorprender en el fondo de los ojos de su padre, cuando miraba a su madre. Pero era una luz que apenas nacida, parpadeaba, y se extinguía. Como la gota de rocío sobre el pétalo de una flor a punto de morir en el rayo de sol. Como el último rescoldo de alguna estrella.

Aquella mañana, bien temprano, había acompañado a su padre al puerto, como siempre hacían cuando estaba prevista la partida de algún buque importante. El padre, antiguo capitán de barco, había tenido que retirarse siendo todavía joven, debido a una lesión que le había dejado una cojera en su pierna derecha. A pesar de que ésta se había ido acentuando con el tiempo, todavía se resistía a utilizar bastón. Por eso siempre se hacía acompañar por Ángela, en cuyo hombro se apoyaba al caminar, de un  modo casi imperceptible. Cariñosamente él la llamaba, “mi Pequeño Cayado”, y ponía un dedo sobre su boca, como si aquel nombre fuera un secreto entre ellos dos.  Pero llegó un momento en el que la gente del pueblo era incapaz de imaginar la presencia del uno sin la otra, como si el padre-siempre un paso por detrás de la niña- no fuera otra cosa que su alargada e inseparable sombra. Y como en un relato que le había leído su hermano Emilio, Ángela llegó a pensar que el día en el que la vida cortase los hilos que los habían unido, sentiría que le habrían arrancado el alma. Cuando años más tarde, la tijera de la muerte efectuó aquella labor, Ángela fue consciente de que aquella mano sobre su hombro había sido el único peso que la mantenía anclada a la tierra, y se sintió como una cometa a la que se le rompe el sedal, elevándose por encima de las casas, hasta quedarse enganchada en una nube. Desde entonces, el mundo y las personas le parecieron tan pequeños y lejanos, que perdió la consciencia del significado de sus propios días. 


Si había una cosa de la que uno podía proveerse en el muelle, era de noticias frescas. A veces más frescas que las capturas de pescado de algunos barcos en el momento en el que realizaban la labor de atraque. Pero por supuesto, en días como ese, los ojos y las bocas se centraban en la partida del Excelsior-nombre del buque más grande de los que solían recalar en aquel puerto-, y en los pasajeros que, uno a uno, subían la escalerilla.  Sobre todo, la gente estaba excitada por la llegada del nuevo Hombre del Faro. Solían hacerse apuestas acerca del motivo por el que el susodicho se había hecho acreedor de semejante plaza. Los pederastas se pagaban diez a uno. Los desfalcadores doce a uno. Y los banqueros a quince. Cuando  Ángela y su padre llegaron, la expectación había decrecido, porque el Hombre del Faro ya había hecho su estelar aparición. Y para decepción de los presentes, en esta ocasión no venía esposado, ni escoltado, y tenía cara de no haber roto un plato en toda su vida.  Se empezó a extender el rumor de que el nuevo Hombre de Faro lo era por elección, no por obligación. Pero para todos era bastante difícil creer que alguien eligiese libremente semejante destino. Las mujeres suspiraban “seguramente huirá de algún amor no correspondido, con el corazón destrozado. ¿Acaso no tiene todo el aspecto de un pajarillo con un ala rota?”. Los hombres, ante aquella condescendencia, rosmaban con cierto resquemor “a este lo que le pasa es que huye del trabajo. Mírenlo, mírenlo ahí. Lo que el quiere es pasarse el resto de su vida sentado, mirando al mar. Vago es lo que es”. Y otras conjeturas por el estilo.
Hemos de decir que Ángela, con la inocencia de sus siete años, bien poco entendía de todo esto.  Lo único que, en realidad, le importaba era la magnificencia del Gran Buque, y esa extraña idea que se le había metido en la cabeza de que este parecía haber encogido desde que lo viera por última vez.  Tironeaba de la manga de su padre, con la intención de que la acompañara a examinarlo más de cerca, cuando un claro se abrió entre la multitud que los rodeaba, y entonces lo vio. Sentado sobre aquel enorme baúl, con el rostro melancólico, y las piernas colgando, aguardaba Esteban. En el momento en el que Ángela posaba sus ojos sobre él, por vez primera, este suspiró. En ese preciso instante pensaba en que no existía mayor distancia que la que lo separaba de la línea del horizonte. Y como ocurre con todo lo inalcanzable y huidizo, Esteban amaba esa línea. Lo mismo que amaba el cielo que respiraba sobre su cabeza. O las olas del mar a las que jamás podría tomar entre sus manos. Por eso Esteban leía, y leía. Porque él sentía que a través de las palabras podría asir lo inasible. O al menos le quedaba esa sensación del roce contra la piel. 

Y Ángela esperó junto a su padre, hasta verlo tomar aquel enorme baúl y la ridícula maleta, subir la escalerilla, y partir. Siempre con aquellos ojos que parecían haberle dado la espalda al mundo, vueltos a una realidad que en nada se parecía a la que Ángela intuía en los del resto de las personas. Y desde aquel día su única intención con respecto a lavida era llegar a verla a través de aquellos ojos.


martes, 6 de septiembre de 2011

HISTORIA DE LUCÍA. 3-El sueño de un sombrero



El Coloso de Rodas






Por fin, con los años, la pequeña Lucía llegó a una edad en la que su abuela y el tío Emilio acordaron que era necesario que éste la pusiera al tanto de la historia de sus padres, a pesar de las reticencias de la tía Margarita. Así, pudo averiguar que su padre no era un cíclope, ni ninguna otra criatura mitológica que se precie. Aunque sí ejercía una profesión que a punto estaba de desaparecer y pasar a engrosar la leyenda. Esteban-que así se llamaba el padre de Lucía- era farero. El último farero del mundo. Habitaba en la Isla del Faro, localizada en el mar de Ninguna Parte. Eran las aguas de aquel mar tan embravecidas que, antaño, nadie conocía sus límites. La gente decía de aquél que comenzaba “allí donde nace la borrasca” y acababa “allí donde la borrasca va a morir”.  Ningún país se consideraba dueño de tamaño trozo de agua, ni de sus caladeros. Asimismo, ningún gobierno, se había atrevido a colonizar su isla. Por lo que acabó por desaparecer de las rutas marítimas que atesoraban los mapas,  engrosando, eso sí, el imaginario popular.  Esto propició que se convirtiera en lugar de paso de bucaneros y contrabandistas, quienes, no teniendo nada que perder-y prefiriendo arriesgar la vida entre los peñascos que la rodeaban, que acabar colgando del mástil más alto de algún buque gubernamental- eran los únicos que osaban aproximarse a sus inmediaciones. Allí aguardaban meses hasta que, extraviando su rumbo en medio de alguna tormenta, algún barco mercante se aproximaba.  Y entonces ni siquiera tenían que enfrentarse con su tripulación en un combate a vida o muerte. Simplemente esperaban a que aquellas rocas, más mortíferas que las balas de cualquier cañón, realizaran la tarea por ellos. Finalmente, los gobiernos cuyo comercio se estaba viendo perjudicado por los cada vez más frecuentes siniestros, y los consiguientes saqueos, decidieron que había llegado el momento de acabar entre todos con la hegemonía de los contrabandistas en la isla. Para ello construyeron un faro. Claro está que previamente debieron desalojar la isla de sus moradores. Se pretendió convertir aquella limpieza, en un escarmiento ejemplar, para evitar que futuros maleantes pasearan sus narices por allí. Por lo que los árboles que crecían en su interior prestaron sus ramas como improvisados cadalsos. El atardecer, durante varias semanas consecutivas, vistió ropas de luto en aquella isla. Al único que se le respetó la vida, fue al jefe de los bucaneros, a quien se adiestró en las maniobras de funcionamiento del faro. Pues se creyó, que, siendo aquel un destino tan inhóspito y apartado del mundo, sólo un proscrito admitiría instalarse en semejante plaza. Además la presencia de aquél persuadiría a las nuevas hordas de bandidos que quisieran adueñarse de la isla. Pues era testigo directo del horror padecido por aquellos despojos que pájaros e insectos se encargaban de desmembrar sobre los árboles.
Muchas décadas tuvieron que pasar hasta que por fin llegó el día en el padre de Lucía, tomó el barco que lo llevaría a convertirse en el último farero del mundo. Las gentes que lo vieron embarcar no pudieron evitar preguntarse de qué estaría huyendo aquel joven de rostro dulce y cándida apariencia, que tanta lástima inspiraba a las mujeres metido en aquel traje por lo menos dos tallas más grande. Le acompañaba una pequeña maleta de cuero, y un gran baúl, realmente pesado, y del que parecía no querer separarse. Las malas lenguas decían que detrás de aquel aspecto mediocre se escondía la astuta mente de un ladrón de bancos, y qué otra cosa que varias docenas de lingotes de oro se escondían dentro de aquel baúl. Lo que ellos desconocían era que Esteban guardaba en aquél  algo que para él era más preciado tesoro: los libros que con mimo había escogido como sus únicos compañeros en la isla.

Allí permaneció durante once  largos años sin tener más contacto con el mundo que a través de los barcos que cada tres meses acercaban a ella para llevarle el avituallamiento, y algunas esporádicas cartas de su madre, escritas con el puño y letra de su hermana Margarita. Hasta que un día recibió una carta de la compañía que gestionaba el faro, instándole a que, después de once años, se tomara el mes pertinente de vacaciones, puesto que, aunque sus predecesores eran siempre bandidos o delincuentes de la peor calaña, él era sin embargo un ejemplar y digno ciudadano, y debía equiparar sus condiciones a las de el resto de los trabajadores. Aquel anuncio causó gran sorpresa a Esteban, que en cierto modo se había habituado a aquella vida casi monacal y apenas pensaba en el mundo que le esperaba a cualquiera de los dos lados del océano. Mundo que se había desdibujado tanto , que sus contornos habían sido sustituidos por aquellos que se perfilaban en los libros. Pero, contrariamente a lo que se pueda suponer, aquellos años pasados en el faro enfrentándose a la borrasca y al huracán-esgrimiendo una espada de luz que cortaba la oscuridad, tal y como en los tiempos antiguos se colocaba un cuchillo junto al enfermo para cortar el dolor- , a ese dragón de verdes y escamosas olas llamado océano, pero, sobre todo,  a ese espectro de ojos vacíos que responde al nombre de soledad;  el joven y vacilante Esteban se había convertido en un hombre seguro, y firme, con unas imperiosas ganas de agarrarse al mundo y a la vida. Ganas que hasta la llegada de aquella carta desconocía, pero cuya lectura había sido el desencadenante del terremoto, tras el lento y paulatino desplazamiento de las placas tectónicas. Así que los días previos a su partida se sentía nervioso y excitado, y no paraba de hacer planes. Se sentía obligado a, en ese mes de vacaciones, atesorar experiencias suficientes como para poder alimentarse de ellas durante el resto del año, tal que tuviese que prepararse para la hibernación. Es más, en un alarde de ingenuidad, había decidido recuperar el tiempo perdido durante aquellos once años. Por lo que en un mes debía forjar once amistades irrompibles, embriagarse de once diferentes bebidas espirituosas, y ,por consiguiente, vivir once diferentes resacas, ser invitado a once banquetes de once gastronomías exóticas, aprender a bailar once distintos aires, batirse en duelo en once ocasiones y por último, pero no menos importante, enamorarse once veces, y otras tantas veces morir de amor. Y este, y no otro,era el propósito que anidaba en su cabeza en el momento en que el barco atracaba en el puerto ,mientras desde cubierta observaba la maniobra con el extrañamiento propio de quien siempre está del otro lado. Al descubrir en el muelle la multitud agolpada, que con impaciencia aguardaba el arribo de sus seres queridos, no pudo evitar pensar que no habría nadie esperándole, tras once años ajeno al mundo.Pero en el centro de este pensamiento irrumpió la luz, deslumbrándole los ojos. Haciendo visera con la mano se percató de que, en un lugar del muelle,  los rayos de sol impactaban en su camino con un objeto blanco, de redondeadas formas, y que al contacto con el mismo parecían multiplicarse. En un principio le pareció que aquel objeto flotaba en el aire, pero a medida que se acercaban, bajo él,  un rostro iba dibujándose oscuro, contrastando con aquella blancura. Pronto aquel rostro correspondió al  de una mujer, con una espléndida sonrisa deshilvanando sus labios. A Esteban le pareció que, de un modo inexplicable, aquella sonrisa se dirigía inevitablemente hacia su boca. Como si de un resorte invisible se tratase sus labios se desplegaron libres, pues hacía tanto tiempo que se sentían esclavos de la soledad, que casi creían olvidado el modo natural de sonreir.... Cuando sus pies tocaron tierra vió a la mujer aproximarse con paso seguro, sujetando con la delicada mano enguantada, el blanco sombrero sobre su cabeza, el cual parecía empeñado en levantar el vuelo. En un primer momento se miraron callados. Entonces aquella mano que sujetaba el sombrero en un rápido movimiento estrechó la suya. Ahí fue cuando el sombrero, por fin libre, alzó el vuelo, justo al tiempo que una colonia de aves marinas, y terminó por confundirse con ellas. 

-“He ahí un sombrero que cumplió su sueño de ser pájaro”, dijo Esteban

-“Por fín estás aquí, Hombre del Faro! Te he estado esperando tanto tiempo!!!”, dijo ella

Y así fue como Esteban, quien había planeado enamorarse once veces en un mes, se enamoró una y para siempre. Y prácticamente aquello fue lo único que hizo de todo lo que tan minuciosamente había planeado.

viernes, 2 de septiembre de 2011

HISTORIA DE LUCÍA. 2-La marca de los soñadores



Imagen: cortesía de Emma Gunst






Al nacer, la pequeña Lucía tenía la marca de los soñadores sobre los ojos, lo que hizo que la tía Marga se santiguara tres veces la primera vez que la vio. Porque la tía Marga era de aquellas personas que confunden la marca de los soñadores con la marca de los locos. Suele pasar, es algo bastante común.... 
La marca de los soñadores son dos sombras oscuras sobre los párpados. Éstas indican que los ojos que las portan son más susceptibles a las imágenes del sueño, que a las imágenes de la realidad. Hecho que no suele suponer gran problema durante la infancia, porque todos los niños suelen tardar mucho en ser conscientes del suelo que tienen bajo los pies. Pero los que tienen la marca siguen sin ser conscientes de ello una vez llegada la edad adulta, lo que los inhabilita para llevar una vida corriente, única cosa que la tía Marga hubiese deseado para la pequeña Lucía. Por eso se pasaba la vida asediándola con frases como esa de las musarañas y otras por el estilo, como “pero espabila nena que estás en la inopia”, o “tienes la cabeza repleta de pájaros”. Pero, su favorita sin duda era, “siempre andas con la cabeza en las nubes”. Lucía se preguntaba cómo podía andar con la cabeza en las nubes si cuando miraba para el cielo, siempre le parecía que estaba lejísimos de su cabeza. Y todo el mundo sabe que las nubes viven en el cielo, durante gran parte del año. Y cuando no están en el cielo, nadie sabe dónde están. Y a los que dicen saberlo se les acusa de ser portadores de la marca de los locos....

Una vez se le ocurrió pedirle a los pájaros de su cabeza que agitasen sus alas todos a un tiempo, y así la izasen bien alto, hasta posarla en una nube. Quizás si se pusiese a caminar haciendo el pino, podría hacerse una idea de lo que la tía Marga quería decir cuando la acusaba de “andar con la cabeza en las nubes”. Lo que sucedió es que ella nunca fue capaz de hacer el pino, por mucho que se pasó tardes enteras ensayando contra una pared. Además, por mucho que suplicaba, los pájaros de su cabeza se negaban a volar. Es más, ni siquiera tenían la cortesía de comunicarse con ella para darle una respuesta negativa. A veces pensaba que, o bien eran unos pájaros bien groseros, o pertenecían a una especie rara, hasta exótica, pues debían pasarse la mayor parte del año hibernando, como unos osos que había visto en un documental de la tele.
A la tarde solía ponerse triste y suspiraba imaginando lo hermoso que debía ser andar con la cabeza en las nubes. Por lo que Lucía, sin sospecharlo, se pasaba las horas construyendo andamios de sueños con los que trepar hasta los cielos.

A pesar de esto,  nunca se consideró una niña desafortunada-o quizás por causa de todo esto-. A pesar de ser una pequeña solitaria. A pesar de las reprimendas de la maestra reprochándole su constante falta de atención. A pesar de la perpetua vigilancia de la tía (A)Marga -como ella misma la llamaba para sus adentros, secreto que compartía entre risas con el tío Emilio-. A pesar de que su abuela siempre salía en su defensa con aquella frase tan misteriosa que siempre parecía tiznarle la boca “déjala ya Margarita, ¿no ves que su madre se paso todo el periodo de su gestación mirando al mar?”.

Lucía no había conocido a sus padres y apenas le habían hablado de ellos. Pero con los cabos sueltos de las conversaciones que había podido sorprender a hurtadillas entre su tía y su abuela, había acabado por tejer las historias más rocambolescas acerca del origen de su existencia. Una de las más curiosas era aquella en la que Lucía se veía como la hija de un Cíclope. A esta conclusión había llegado de muy niña tras ver la imagen de Urano en un libro de ilustraciones. Imagen que se entrelazó de inmediato con los jirones de oraciones en las que le había parecido sorprender que su padre, tenía un único ojo refulgente, con el que era capaz de guiar a los barcos, para que no se estrellasen en su camino hacia la costa. Y esa misma noche ella había tenido un sueño en el que un ser gigantesco que se erguía en medio del mar, con la actitud de un coloso y un gran ojo de fuego, emitía una señal que la guiaba a un lugar bien seguro entre sus brazos. Tampoco era de extrañar que su padre fuera un ser mitológico pues-por culpa de una imagen que había visto en el mismo libro- ella estaba totalmente segura de que su tía Marga era una de las tres Parcas. Y como estaba indeleblemente escrito en el árbol genealógico de la familia, su tía Marga y su padre eran hermanos. Quizás aquí deberíamos hacer una pausa para reprender al tío Emilio, que a sabiendas de la fecunda imaginación de la pequeña Lucía, la inducía a perfeccionar su lectura con libros sobre mitología y leyendas, con la dudosa intención de estimular aquella particularidad de la niña que él consideraba un don, pero los otros tenína por un gran defecto. Según su tía Marga, aquellas sombras en los ojos serían su perdición.

HISTORIA DE LUCÍA. 1-Con la cabeza en las nubes o sobre el sentido literal


Imagen: Mariana Palova





En enero publiqué aquí un relato bastante largo, pero que finalmente no acabó de cuajar. He pensado muchas veces en rehacerlo, porque, a pesar de eso, me parecía que estaba poblado por una serie de personajes encantadores que podrían dar lugar a una bonita historia. Así que, finalmente, he decidido desmontarlo, e ir publicándolo por partes con la idea de montar una ficción en cadena. O como poco una serie de bonitas escenas.....Quien al final de la primera escena se quede con ganas de saber más del personaje principal, también puede encontrar algo sobre ella, en la siguiente entrada del blog   Las cosas de Lucía  





De ella todos decían que tenía la cabeza en las nubes. Ya de niña la tía Marga la reprendía constantemente por “estarse pensando en las musarañas”. Cosa que a ella no dejaba de extrañarle. Porque, por lo que a ella le constaba, no había visto una musaraña en su vida como, para colmo, estarse pensando en ellas. Así que un buen día fue junto a su tío Emilio, quien se pasaba las horas pertrechado en su castillo de libros -así solía denominar la tía Marga, con un tono no exento de retintín, a las torres de libros y polvo que se apilaban cual caóticas babeles en el cuarto del tío Emilio, y que mediante un misterioso engranaje conseguían por los pelos mantener el equilibrio de sus endebles estructuras. A Lucía se le ocurría que algo tenía que ver con el polvo que se iba acumulando sobre ellas, porque el Tío Emilio nunca dejaba entrar a la tía Marga, cuando ésta aparecía en la puerta esgrimiendo su temido plumero- y asomando su graciosa y leónida cabeza por entre dos de aquellas almenas, le pidió muy cortesmente que le explicase qué eran las musarañas. El tío Emilio-quien no gustaba de los deleites de la conversación, pero que a la vez adoraba a la pequeña Lucía casi tanto como a sus libros-se levantó de su silla recopilando todas  sus reservas de paciencia, y casi automáticamente se dirigió a la sección de los libros que se apilaban por estantes, es decir al lugar donde se hallaba su enciclopedia. 

“Las novelas, los libros de poesía, los cuentos, en definitiva cualquier ficción, se sienten más a gusto apilados en torres”- solía decir el tío Emilio-“Sin embargo, el saber encorsetado de las enciclopedias, las gramáticas, los diccionarios, los ensayos… se sienten fuera de lugar si no están tras el enrejado de una estantería..”-.

Desfilando su dedo por aquellos lomos negros con altivas letras de dorados trazos, acabó por pararse en uno en el que resplandecía una M como la grupa de un camello. Lo cogió con gesto seguro y fue agitando las páginas hasta que encontró la que buscaba. Con voz grave pero ausente de telarañas, comenzó a leer de aquel modo que siempre dejaba a la pequeña Lucía presa de la mayor fascinación. “Los sorícidos (Soricidae), conocidos vulgarmente como musarañas, son una familia de mamíferos placentarios del orden Soricomorpha”. La pequeña Lucía abrió de tal modo las oscuras galernas de sus ojos que el tío Emilio no pudo evitar emitir una carcajada estruendosa, como una ráfaga que se estrella contra el membrete de una ola. Dejó el libro en el único espacio deshabitado de aquella mesa y tomándola en brazos la puso de pie sobre su silla. Señalando una fotografía que entre las páginas abiertas mostraba la imagen de un animalito tan pequeño que cabía holgadamente en la palma de una mano, el tío Emilio pronuncio las mágicas palabras “eso que ahí ves es una musaraña”. Así que la pequeña Lucía retuvo esta imagen con fuerza dentro de su cabeza y salió de la habitación de su tío contenta a mares, porque ahora sí podía pensar en las musarañas y darle la razón a la tía Marga. Pues sabía que no había nada en el mundo que hiciera más feliz a la tía Marga que el hecho de que los demás le dieran la razón.