Murió en mi lecho
y como alguien dijo después
aquel día lloraron hasta las piedras
Yo le había prestado mi lecho de hermana
Para que no tuviera frío
Para que no estuviera solo
Para que leyera libros en las noches en blanco
mientras el agua estriaba las paredes
y el aliento de la muerte acechaba tras las ventanas
imprimiendo funestos caracteres en el cristal
Tras el ataud
escrito en el envés de sus párpados
pude leer
Que eternamente tuvo frío
Que finalmente murió solo
Que habían rasgado el libro de la noche
Hicimos astillas con la cama
Prendimos con ellas una hoguera
y avivamos el fuego con nuestras lágrimas
Al amanecer
barrimos las cenizas con la escoba
y le rogamos al viento que se las llevara
Lejos
Hay días en los que sentimos como sopla
saturado de humo
Blog sobre libros donde voy dejando mis lecturas de poesía, novela y cualquier texto literario que me haya interesado, para extender la conversación que mantenemos con los libros durante la lectura.
Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.
Juan Ramón Jiménez
jueves, 17 de marzo de 2011
sábado, 12 de marzo de 2011
LOS PUENTES DE PARIS
A Emma y a todos aquellos que confluyen en su blog, cuya lectura me trajo este cuento http://emmagunst.blogspot.com/
Un buen día decidió morir de amor.
Ocurrió al despertarse, mientras el sol despegaba la habitación de la oscuridad y la sumía en el mar del nuevo día. Entonces se dio cuenta de que el amor, lo mismo que la vida, no puede desandarse. Sólo matarlo o morir. Aquel fue un pensamiento impregnado de claridad. Como una verdad impronunciable en la que sólo existen los pájaros cantando, y las hojas de los árboles.
Tomó el cuenco y lo llenó de leche. Cogió el pan y comenzó a desmenuzarlo en pequeños trozos, que caían indolentes en aquel océano blanco. Con la cucharilla los hacía zozobrar como barcos en la borrasca, y cuando su corazón de miga se encontró empapado, los observó hundirse sin oponer resistencia. En ese instante supo que sólo existía un lugar al que ir a morir de amor.
Aquella tarde, con su mochila al hombro, salió de la casa y comenzó a caminar. Aunque conocía el destino, dejó que la ruta la decidieran sus pies. Sus brazos se movían con aquel dócil vaiven de alas pegadas al cuerpo, conscientes de que por mucho que se desplegasen nunca llegarán a alzar el vuelo. Al caminar se iba despidiendo. Sentía como al barrio le costaba dejarle marchar, como le prodigaba miradas seductoras, tiernas. Le hablaba, y en su voz se conjugaban los ecos de la infancia con las tardes felices de la adolescencia, cuando, entre las caladas de un cigarrillo furtivo, contemplaba la caída del sol, con la misma ensoñación con la que Nerón contemplaba arder Roma. Las esquinas le lanzaron por el aire aquel primer beso, robado a unos labios frescos en una mañana de primavera. Cuando volvió a verla sus mejillas se tiñeron de un rubor que le cubrió hasta los ojos. Jamás pudo abrir otra vez los párpados para volver a mirarla.
Comenzó a silbar al llegar a la carretera. Escuchaba el sonido de los coches deslizándose a su lado. Tuvo lástima de aquella gente con tanta prisa, como si temieran que se les escapase el tiempo. Ahora a él eso ya no le importaba. Desde que había decidido que su tiempo había terminado, se dio cuenta de que el tiempo solo era otra de las ridículas ataduras de los mortales y su afán de medirlo todo. Una vez se les ocurrió medir el amor. Conometraron el número de latidos que cabían en un beso. En el suyo cupieron más latidos, por lo que concluyó que él la amaba más. Desde aquel día esa idea lo torturaba y se convenció de que aquello no sería para siempre. Los presentimientos son al contrario de los deseos, si uno los dice en alto acaban por cumplirse.
Llegó la noche y con ella vinieron a hacerle compañía las estrellas. La luna estaba escondida y pensó en que quizás no volvería a verla otra vez. La luna es de esas cosas por las que merece la pena vivir. Pero el amor es la única cosa por la que merece la pena morir, decidió. Así que a pesar de las súplicas de las estrellas y el agujero que la ausencia de la luna había dejado en el cielo, sostuvo que su resolución era irrevocable.
A la mañana temprano se encontró en los límites de la ciudad. A pesar de la hora, le esperaba jadeante y lúcida, con esa hermosura natural de mujer recién levantada. Al pasar por el mercado compró una manzana y la fue mordisqueando, sintiendo como su jugo ácido le atravesaba los dientes. Tal vez su última manzana… Le enardecía el combate de los vendedores en sus puestos, a ver quién gritaba más alto, a ver en qué puesto lucía la fruta más brillante…. A el le hubiese gustado ser mercader, con su mandil blanco y un bigote que atusarse con aire pensativo. Los hombres con bigote le parecían portadores de una sabiduría olvidada…
Transcurrió la tarde entre escaparates de cristales mágicos y las curiosidades de los puestos de los márgenes del Sena. Una mano pálida, venida de otro tiempo, rebuscando encontró una fotografía que sostuvo triunfal ante sus ojos. La figura de Simone de Beauvior se recortaba en la penumbra, escribiendo, como la única luz capaz de abatir a las sombras en el Café del Flore. Ella le había comentado que quizás por eso la gente escribía “por abatir a las sombras del espíritu”. El se sintió totalmente prendido a su sonrisa.
Igual que aquella tarde, se sumergió en las calles, sin rumbo, esperando que como entonces la casualidad le hiciera pararse, mirar al frente y tropezar con el mismo Café del Flore. Aquellas eran el tipo de circunstancias que a ella le hacían saltar y batir palmas. Le abrazó y sintió su cuerpo menudo como un lodazal. Se imaginó hasta el cuello de barro, pero no le importó. Supuso que la felicidad es pegajosa. Más tarde se encontraron ante la placita Simone de Beauvior y Jean Paul Sartre, y fueron nuevos brincos y cabriolas. El aire se tornó esponjoso y su tacto era de mousse de chocolate.
Pero esta tarde no le depararía todas aquellas cosas, únicamente su recuerdo, y entonces se percató de que ya no dolía.
A la hora de las sombras llegó al Pont Neuf. Estuvo contemplando las aguas del Sena, como un hilo de tinta ciñendo las caderas de la noche. Se acercó a la balaustrada, pero de pronto uno de sus pasos se perdió en el aire. Allí había algo, un bulto, una figura humana. Estaba ahí, dormida, con su rostro cerrado, únicamente al alcance del resplandor de una farola. Le pareció joven, brillante, viva. Los cabellos le caían hacia atrás y pensó que seguramente tendrían continuidad en el río. Casi sin percatarse acercó su mano, e incluso antes de tocarla percibió que su piel estaba fría. Sus ojos se abrieron y en un principio le parecieron cubiertos por la telaraña del sueño, pero al instante se agazaparon, como animalillos asustados. Se levantó, cogió la manta con la que se abrigaba y una enorme mochila y echó a correr. El fue tras de ella, llamándola con un nombre de mujer que nunca había escuchado, y que no sabía cómo había asomado a su boca. Pero ella corría y corría ….hasta que se perdió en la noche.
Volvió al puente y se arrodilló en el lugar donde un momento antes dormía la muchacha. Allí sólo encontró un cuaderno de raídas tapas amarillas.
Antes de que abandones
el aire
quiero que sepas que fuiste
importante como el pan fresco
el arcoiris, las estrellas, el color índigo
y los puentes de París
Luisa Futoransky*
Aquel fue el poema que apareció en una hoja escogida al azar. Pensó que seguramente aquella era una libreta mágica y comenzó a leer aleatoriamente. Tan solo cuando llevaba unas cuantas páginas se percató de que todos los poemas estaban escritos por mujeres. Y en estas le sorprendió el día sin que recordase su resolución. Se percató de que debía aplazarla para la noche. Decidió aprovechar su último tiempo visitando los puentes de París de los que hablaba el poema. Uno de sus favoritos era el Pont des arts. Recordó su asignatura pendiente, contemplar las estrellas desde el Pont des arts bebiendo vino y comiendo queso. Lástima que aquel había sido su último día en París, y tuvieron que emplazarlo para una próxima visita.
Cuando caminaba hacia el Pont des arts, recordó la libreta y se le ocurrió que debería buscar a su dueña para devolvérsela. El aire de la mañana era fresco y tenía prendidos los cabellos en una melodía, pensó. Sonaba a guitarra y talle cimbreante. La mañana en Paris sabe mover las caderas. Se rió, quizás también a él se le había pegado un poco de poesía. Pero sí, era una guitarra….y una voz de mujer, cálida. Le pareció que ya no sentía tanto frío. Era como si los lugares que alcanzaba aquella voz fueran protegidos por una leve campanita de cristal, y ya no penetrara el viento. Vio un grupo de gente y supuso que del epicentro de aquel, procedía la voz. De pronto calló. Aplausos. La gente comenzó a dispersarse. Su corazón batía fuertemente. Se llevó la mano al pecho ¿Cuántos latidos caben en una espera?
Incluso antes de que el círculo quedara despejado, supo que era ella.
Posó su mochila en el suelo y la abrió. Sacó la libreta amarilla y desde la distancia se la ofreció a la chica de la guitarra.
-Acércate-fue lo único que dijo
Se acercó y se la quedó mirando. Sus ojos parecían más soñadores cuando estaban abiertos. Se la ofreció con delicadeza y ella casi se la arrancó de las manos.
-Pensé que no volvería a verla…son los poemas que canto. Mi posesión más preciosa…Perdona que ayer saliera corriendo, pero es que al dormir me vuelco sobre mi misma, y fue como si al despertarme me arrancaras de mí. Por eso tuve que salir corriendo, para volver a encontrarme…. ¿Quieres que te cante algo?
El asintió levemente, como si pensara que ante un gesto brusco ella saldría corriendo de nuevo. Se dejó mecer por aquella voz, cálida como la brisa del verano, agitando las ramas de los árboles. Ella le contó que así se ganaba la vida, cantando poemas por los puentes de París.
-La gente se vuelve generosa en estos puentes ¿sabes? Generosa con el amor. Pródiga en besos….La gente viene a este río a amarse, a besarse….aquí elude sus miedos y se enfrenta a la vida. Cuando uno atraviesa alguno de estos puentes se siente pleno…y en el peor de los casos un puente siempre te lleva a una nueva orilla.
-Yo vine a los puentes de París para morir de amor. Sabía que era el único lugar donde podía hacerlo…
-Sí, la gente también hace eso…-se limitó a responder ella.
Estuvo todo el día escuchándola, mientras las monedas doradas titilaban en la chistera negra, de raso. Había parejas que le pedían que cantara solamente para ellas. Entonces la chica buscaba algún poema que hablara de amor y recitaba con aquella voz que parecía envolverlos, protegiéndolos del frío y del viento.
Al llegar la noche compraron queso y pan y los tomaron sobre la estructura del Pont des Arts, contemplando las estrellas que brillaban sobre sus cabezas. Una línea fina, como el óvalo de una mejilla, se dibujaba en el cielo. Era la nueva luna que comenzaba a gestarse. Dentro de unos días estaría rebosante. Pensó en lo espléndida que se vería desde ese puente y en su mágico resplandor iluminando el rostro de la chica mientras dormía a su lado. Como ahora. Se dijo que nunca nos hallamos tan indefensos como cuando dormimos. Por eso dormir con alguien resulta un acto de entrega. Muchas veces incluso mayor que el sexo….Le gustaba aquella intimidad, como de resaca del mar que te arrastra al centro de ti mismo a medida que te acerca a la otra persona…y ahogarse en ella…en vez de hacerlo en las aguas del Sena.
Decidió que le gustaría esperar con la chica la llegada de la luna nueva. Como ella misma decía, en el peor de los casos un puente siempre te lleva a una orilla nueva….
* poema sustraido del blog de Emma http://emmagunst.blogspot.com/
jueves, 10 de marzo de 2011
JUEGO DE NIÑOS
De la vieja casa, con sus paredes abyectas, preferían entre todas las habitaciones las escuálidas y carcomidas vigas del desván. Así que en las tardes muertas del estío, cuando el sol abrasaba los tejados y la hierba decidía replegarse hasta sus raíces, los niños subían por las escaleras serpenteantes, con las verdes capas anudadas al cuello, y Adrián, siempre en cabeza, fingía escupir fuego por la boca, como si mientras ascendían en fila india conformaran aquel dragón que habitaba sus sueños, y del que nunca alcanzaba a escuchar el nombre. Leocadia constantemente les advertía que con aquella calor se iban a achicharrar, y ellos se reían y le respondían que se equivocaba porque, aunque verdes y con alas, no eran chicharras sino las escamas de un mitológico y espeluznante dragón, más viejo que el propio tiempo. A pesar de sus risas el sol se desmigajaba con fuerza y empapaba en sudor sus ropas infantiles. Incluso Jorge tenía que secar con su pañuelo las saladas gotas que proliferaban por su nariz, pues de lo contrario las gafas se le escurrían indolentemente. Pero, como niños que eran, ellos sabían hallar en todo la contrapartida, y veían en aquel calor acuciante las características propias del clima caribeño. Así que cada tarde jugaban a los piratas, satisfechos por poder recrear las circunstancias de sus aventuras con la mayor verosimilitud. Cogían los pañuelos que antes les servían de capas y con ellos se cubrían la cabeza al modo de los bucaneros. Revestían sus voces de cierta gravedad y donaire, y sus risas se desdoblaban de modo estridente, como si en vez de reirse las cincelasen en roca, y fueran repetidas indefinidamente por el eco. Algunos cojeaban como si hubiesen perdido una pierna en singular combate y la hubiesen remplazado por aviesas patas de palo. Pero la mayor controversia surgía a la hora de dirimir quien de ellos sería el portador del único parche para ojo que, en excelsa ocasión, tras innumerables ruegos, les había confeccionado Leocadia. Aquel parche negro poseía la extraordinaria capacidad de dotar de un aire siniestro a aquel que lo luciera. Y en el fondo todos querían sentir aquel aire siniestro venteando desde su cara. A Jorge le frustraba saber que el estaba previamente descartado para interpretar el papel del pirata del parche negro, pues, en ocasión anterior, Adrián había argumentado que un pirata con parche y gafas era algo tontamente inverosímil. Y Jorge deseó que Adrián se atragantara con aquella palabra nueva, que habría aprendido durante esos días en la escuela, con la que tanto se le llenaba la boca.
Así que empuñando los sables de madera y las sogas anudadas a su cintura, abordaban el navío conformado por la vieja y enorme cama que, desvencijada y cubierta de polvo, rechinaba bajo los pies de aquellos piratas con sus fauces rugientes de querubín. Las refriegas siempre resultaban sangrientas, decoradas con salsa de tomate que habían hurtado previamente de la despensa de Leocadia. Más tarde, a la caída del sol, correrían hasta el río con el fin de que todo rastro del combate desapareciese de sus ropas. Y las arrojaban con sus bulliciosos cuerpos dentro, fingiéndose naúfragos a despecho de los tiburones, hasta el momento en el que el último jirón del sol desaparecía tras las montañas. Así que regresaban a casa empapados, salpicando el recibidor de pequeñas gotas, escapando entre risas de la furia de Leocadia que los perseguía con su escoba hasta sus habitaciones. Allí, una vez a salvo, se felicitaban por haber eludido otra vez la ira de la implacable y pérfida bruja del norte.
Pero antes de esto, durante la tarde, el juego de los piratas finalizaba siempre de la misma manera. El bando de los perdedores debía ser ejemplarmente castigado, por lo que su capitán era colgado del mastil más alto, una vez sentenciado el combate. Para ello enlazaban una soga a la viga del techo más próxima a la cama y pasaban el nudo en torno al cuello de aquel al que en aquella ocasión le tocara ser ajusticiado. Así que el capitán perdedor saltaba desde la cama, con la soga al cuello y fingía su muerte, hinchando los carrillos, simulando los estetores de la muerte, pero con los pies convenientemente pegados al suelo. Aquí para escarnio del perdedor, Adrián solía argumentar que le faltaba verosimilitud-y dale con la palabrita- a la actuación. Sobre todo estos comentarios menudeaban cuando era Jorge a quien le tocaba protagonizar dicha escena…
Todos estos pormenores eran precavidamente decididos la tarde anterior, una vez subían a sus habitaciones, jadeantes todavía tras la persecución de Leocadia. Allí se sorteaban los bandos y se preparaba un pequeño guion de la batalla del día siguiente en la que cada uno tenía su frase. Las frases más espectaculares se las adjudicaban el capitán del bando perdedor- para el momento previo a la horca- y el capitán del bando vencedor, quien, finalmente, siempre mostraba un poco de indulgencia para la tripulación vencida, pues al fin y al cabo “donde manda patrón no manda marinero” tal y como le escuchaban decir a Leocadia. Asimismo habían dibujado en una libreta un plano de la cubierta del barco donde tendría lugar en combate, y con unos Clips de Playmobil establecían las posiciones de cada uno de los combatientes. Así que aquella tarde, cuando se efectuó el sorteo de los papeles, el azar quiso depararle a Adrián el papel del capitán perdedor. No eran frecuentes las ocasiones en las que esto acontecía, así que Adrián, hinchando el pecho como un palomo, les dijo que de una vez por todas se iban a enterar de lo que era actuar. Entretanto Jorge no pudo dejar de sentir como al pronunciar tales palabras, éste le miraba de soslayo.
Cuando al día siguiente se reunieron para subir al desván y dar comienzo a la próxima batalla, se percataron de que Adrián no formaba parte del grupo. Leocadia les informó de que al llegar de la escuela había subido al desván con la intención de ensayar su actuación . Así que por una vez fue Jorge quien encabezó el dragón aleteante, que ascendió entre risas la escalera con su aliento de fuego. Al llegar al descansillo se percataron de que la puerta estaba entreabierta y al empujarla emitió un quejido que se abatió como un oscuro presagio sobre sus espaldas. La habitación estaba a oscuras pero la única ventana arrojaba una luz espectral, que incidía por completo en una figura arrodillada, justo en el centro, al pie de la cama y que a su vez proyectaba en el suelo una sombra, como la del minutero de un reloj de sol. Jorge pensó que en aquel momento serían cerca de las cinco de la tarde y que casualmente la posición de ese humano minutero coincidía con esa hora. Los niños proclamaron su nombre pero la figura permanecía quieta y así, de espaldas, parecía una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos que la mantienen en pie. Pero, contrariamente a lo que pensaron en un primer momento, había un hilo al que todavía permanecía unido, uno que lo sujetaba por el quebradizo contorno de su cuello. Tras unos minutos, Jorge tomó la iniciativa adelantándose al grupo. Cuando llegó a la altura de la figura, apróximo la mano a su espalda, y en aquel momento la vio desplomarse, pues la cuerda anudada a la viga más alta, había terminado de romperse. Pudo ver entonces el rostro Adrián, vacío como el de un muñeco roto, con los ojos fijos en un horizonte en el que quizás hubiera alcanzado a escuchar por vez primera el nombre del dragón verde que habitaba sus sueños, y a lo mejor llegó a saber que durante aquella tarde había sido Jorge quien lo encabezaba.
La investigación concluyó que Adrián había debido acortar la cuerda con el fin de dotar a sus juegos de mayor verosimilitud, con tan mala suerte que en el salto se había desnucado. A Jorge no le sorprendió ver como con esta explicación todos se dieron por satisfechos. Tanto niños como adultos sabían que Adrián, en los últimos tiempos, era un devoto de la verosimilitud. Por eso Jorge sospechaba, que a pesar del resultado obtenido, Adrián nunca se habría enfadado….Aunque él no podía evitar sentir todo aquello como algo ridículo y pegajoso. Al fin y al cabo sólo se trataba de un simple juego de niños, pensó.
viernes, 4 de marzo de 2011
Pensamientos ridículos
¿Existe algo más indefenso que un cadáver?
A veces imagino formas ridículas de morir
Por ejemplo doy un traspiés en la ducha
Y mi cuerpo cae
inerte
con todo el peso de mi carne de piedra
Los senos se descolgarán
cada uno hacia su costado
y los pliegues de mi vientre
recordarán al bandoneón de Piazzola.
Otras veces sueño que muero
de una muerte violenta
una explosión
por ejemplo
y mis miembros
son esparcidos
al calor de la noche
Entonces alguien los recoge
Enumera
Y los va metiendo en una bolsa negra
Pero antes un reportero
Los filmará con su cámara
Y tras una relación minuciosa
Y pormenorizada del accidente que me costó la vida
Las imágenes de mi cuerpo
Mutilado
Engrosarán las filas de la posteridad
En la muerte
¿Quién nos defenderá de la televisión?
A veces imagino formas ridículas de morir
Por ejemplo doy un traspiés en la ducha
Y mi cuerpo cae
inerte
con todo el peso de mi carne de piedra
Los senos se descolgarán
cada uno hacia su costado
y los pliegues de mi vientre
recordarán al bandoneón de Piazzola.
Otras veces sueño que muero
de una muerte violenta
una explosión
por ejemplo
y mis miembros
son esparcidos
al calor de la noche
Entonces alguien los recoge
Enumera
Y los va metiendo en una bolsa negra
Pero antes un reportero
Los filmará con su cámara
Y tras una relación minuciosa
Y pormenorizada del accidente que me costó la vida
Las imágenes de mi cuerpo
Mutilado
Engrosarán las filas de la posteridad
En la muerte
¿Quién nos defenderá de la televisión?
martes, 1 de marzo de 2011
CONVERGENCIA DE LOS ESPEJOS
Contempló su imagen. Las huellas del cansancio se habían desprendido de su piel, como las hojas que, con la lección bien aprendida, saben que tienen que desprenderse de los árboles al llegar el otoño. Tal y como había soñado se supo hermosa. Rutilante. Conservaba esa calma tensa que debe reinar en el ojo del huracán, inmune al revuelo que la circundaba. Pidió a los demás que la dejaran sola. Luego se había desnudado lentamente, descubriendo porciones de su piel oscura a aquella otra que la contemplaba desde la superficie diáfana del espejo. Se veía con nuevos ojos. Ojos regresados desde esa vida que a partir de hoy dejaba de aguardarla. Ojos en cuyas retinas se amalgamaban las retinas de millones de mujeres, que alguna vez protagonizaron idéntico ritual. Ojos que conocían que se habían acabado los tiempos de andar descalza por los bosques, con los cabellos sueltos enredándose en las ramas. Ahora, de pronto, conocía mil y una maneras de recogerse el pelo y las canciones de la infancia permanecerían encerradas en el interior de una caracola. Hasta que llegase un día en el que la acercaría a la oreja de un niño y le explicaría que ahí se escondían todos los sones del mar. Y que si prestaba atención podría escuchar el canto de las sirenas.
En algún otro lugar, en muy distinta época, otra mujer que podría estar-así es nuestro capricho-del otro lado del espejo, contempla su imagen de similar manera. Se pasa las horas observando como la oscuridad se cierne sobre sus ojos, cercándolos, y en su avanzar estirpa la luz con la que habían brillado en un tiempo no muy lejano. Ahora para quien la viese, sería difícil imaginar que hasta hace poco había sido alegre. Que sus risas eran aplaudidas por el eco en altos pasillos de piedra. Que su cintura se meneaba estentóreamente al compás del laud y con el canto de la cigarra. Que sus hombros habían sido los más bellos del reino y se podrían ejecutar melodías con los suspiros arrancados por las hebras negras que-no por descuido, sino más bien por coquetería- jugueteaban libres alrededor de su nuca. Al verla la joven del otro lado del espejo no dejaría de apreciar la gravedad y severidad de su rostro. E intentaría aprehenderlos para remendar con ellos una máscara que sabía le sería precisa en un futuro. Al igual que ella, esta otra se desnudó y con sus dedos, despacio, persiguió el correaje de sus huesos bajo la piel y se convenció de que el cuerpo no es más que un cerrojo del alma. Y en ese convencimiento olvidaba el delirio y el goce que se había procurado a través de sus muslos frescos y carnosos, enlazados alrededor de otro cuerpo joven. Pues ahora de repente se sentía vieja y tras el histerismo y la locura de los meses precedentes, los últimos acontecimientos le habían devuelto el porte sereno y regio. Y se negaba a pensar en cosa alguna que la atara a la vida, consciente de estar más del otro lado, y, por encima de todo, del lugar que le correspondía en la historia.
La primera joven, acompañada de su hermana mayor y de una prima, examina la delicada lencería y a cada comentario de las otras responde con una risita nerviosa. Su rostro es moreno y salvaje. Sin duda la joven del otro lado la hubiese confundido con una campesina, sin siquiera reparar en que su piel es tersa como las escamas de una rosa y que las uñas de sus dedos son como diez cinceladas lunas. Salpican sus cabellos con flores que la hacen sentir la viva imagen de la primavera y su piel quema como el fuego. Así que le sorprende que no se convierta en cenizas una vez que el vestido blanco se ciñe a su cuerpo. El blanco es símbolo de pureza, de virtud,…de entrega, piensa. Y su educación, a pesar de los comentarios de las matronas, la había preservado inocente. Si hasta hace poco el único contacto que admitía era el de la hierba en su piel, cuando se acostaba para observar el carnaval de las nubes, las manos erguidas hacia el cielo. Un estremecimiento recorrió su cuerpo al pensar en el arribo de la noche. “Tienes la piel de gallina, niña ¿quieres que avivemos el fuego?”. No, negó con un sutil movimiento de cabeza.
No eran muchas las ocasiones en las que había visto al novio y casi siempre la madre ejercía de carabina. Una vez, mientras ésta iba a impartir sus disposiciones a la cocina, él la condujo detrás de los setos y la había tomado entre sus brazos. No sabía la razón pero aquella circunstancia le produjo gran desasosiego. Había sentido aquel abrazo como un cerrojo sobre su cuerpo. De todos modos podía considerarse afortunada, pues casaba con un mozo joven y de trato amable. Era consciente de que no todas las muchachas podían afirmar lo mismo. Conocía algunas que debido a la situación familiar se habían avenido a matrimonios con hombres mayores que les proporcionaran una holgada situación económica. Pero por encima de todo era consciente del lugar que le correspondía en el mundo.
A la otra joven le habían permitido conservar a tres de sus antiguas doncellas en su actual situación. El día anterior cuando le informaron de que por un percance debía retrasarse la “ceremonia”-así ella en un arresto de ironía la llamaba-, había dicho “Mr. Kingston, oigo que no moriré antes del mediodía, y siento mucho por ello, ya que pensé estar muerta para esas horas y por delante de mi sufrimiento”*. A lo que Mr Kingston no pudo sino contestarle que su sufrimiento sería breve. “Oí que dicen que el verdugo es muy bueno, y tengo un cuello pequeño”*, dijo la joven mientras colocaba sus diminutas manos alrededor de su cuello, como si estuviera tomando medidas para la espada del verdugo y a continuación rió melodiosamente. Así que Mr Kingston salió cabizbajo, reflexionando, quizás, en cómo un alma acusada de semejantes crímenes podía mostrar en tales circunstancias tamaña entereza. Y en aquella estancia dejó a tres desdichadas doncellas arropadas por los vestidos de su joven señora.
En verdad estaba radiante la novia en cuyas pestañas las lágrimas parecían tejer delicadas telas de araña. Y llegó el momento en que la cubriera el velo, cuyo material, de tan sutil, atenuaba la luz del sol sin llegar a ocultarla. Destacaban bajo él los rojos labios, de manzana a la que se le hinca el diente y cuyo jugo inunda las bocas, hasta la garganta. Al salir de la habitación se vio rodeada por miradas de admiración y recordó lo cómodo que resultaba para ella pasar desapercibida. Alguien, cuyo rostro no pudo precisar entre tantos, le puso unos lirios entre las manos que ella sostuvo con fuerza, tratando de evocar la presencia de la naturaleza, que durante su juventud había sido su única y verdadera amiga. Los alzó hasta la nariz y respiró intensamente, despidiéndose del verano en el campo. Ahora viviría en la ciudad, donde la hierba se troca en asfalto y a las colinas les arrancan los ojos y las denominan ventanas. Y sintió unas manos invisibles que le ceñían el cuello, como si le tomasen las medidas para el dogal. “Pero no-pensó-este debería ser el día más feliz de tu vida”. Así que cuando le preguntaron si iniciaban la marcha ella asintió resueltamente.
A la segunda joven las doncellas la ayudaron a ponerse el vestido gris oscuro, de damasco, adornado con unas pieles. Bajo él se escondían unas enaguas rojas, único vestigio de su anterior coquetería. El cabello negro lo peinaba recogido y llevaba su tocado francés, como tenía por costumbre. Tuvo una última mirada para su rostro y allí pudo distinguir una mujer nueva, desconocida, que la miraba desde un futuro que no existía. Quién sabe si en aquellos momentos se dirigió algún reproche, pero si lo hizo pronto aceptó el sacrificio consumado, por un hombre, por un país. Sin percibir cómo, alguien puso un libro entre sus manos, en el que ella adivinó su devocionario y al que apretaron sus dedos con fuerza, para sustraer de él la resolución, pues por momentos temió que le abandonara el aplomo en la hora del último paso. Al salir de la estancia se enfrentó con los ojos de la guardia que la contemplaban, algunos embriagados de odio, otros sumidos en la costumbre del antiguo respeto. De inmediato irguió la cabeza, consciente de que este es el modo en el que camina una reina, y ella sería reina hasta que no tuviese donde ceñir la corona. Así que cuando le preguntaron si iniciaban la marcha ella asintió resueltamente
Ahora en cada habitación los espejos permanecen vacíos, sin otro reflejo que la propia estancia, de la que sólo aseveran un único cuadradito inmutable, excepto por los distintos modos en los que acostumbra a declinar la luz. Las jóvenes son arrojadas a la calle y sus pasos las conducen al lugar de la ceremonia. Bajo el sol el vestido gris resplandece tanto como el vestido blanco y las dos comparten el mismo rostro grave y la misma mirada hacia dentro. También la exaltación de los espectadores parece la misma y el mismo rumor semeja enardecer a la masa congregada. Ambas sostienen con fuerza el objeto entre sus manos y el tacto de las flores es suave y susurrante como las plegarias que se alzan desde el devocionario. Ambas compiten con el sol en belleza, ambas tienen la cabeza coronada. Ambas miran al frente y encuentran al final de los escalones al hombre que, intranquilo y vestido de negro, aguarda. Y finalmente, ambas clavan los ojos en el mismo tajo, con la misma mancha de sangre, grabada por el sacrificio en la madera.
*Palabras atribuídas a Ana Bolena el día anterior a su ejecución
jueves, 24 de febrero de 2011
LAS CANCIONES DE MI ABUELO
Imagen: A illa de Cortegada
Ayer fue 23F. La imagen que tengo de ese día es la de mi abuelo en la cocina ante nuestro televisor en blanco y negro.
Curiosamente el murió un 23F. Hace ahora 11 años
Creo que esta no es una historia triste, aunque puede que haya caído en el sentimentalismo
En todo caso es la historia de la persona que me enseñó a cantar
Y cuando digo cantar me refiero a que cantar con otra gente supone para mí uno de los mayores grados de comunión con los otros
La historia de la persona que vertió en mi sangre este inevitable amor por la parranda
Por Moncho!!!
Durante los últimos años de su vida, literalmente, tenía el corazón demasiado grande. Un corazón al que su propio peso y tamaño dificultaban el bombeo de la sangre. Cada latido un esfuerzo, una empresa, como de levantador de pesas que tiene que sostener el hierro a la altura de los hombros, hasta que con un último impulso es capaz de erguirlo sobre su cabeza. Pero al sentarse era como si sus extremidades se viesen invadidas por innumerables hormigas y a veces olvidaba y se ponía a sacudirse los pantalones. Un corazón que se aplastaba contra sus pulmones, que se sentían como peces atrapados en la red del pescador. Conocía esa sensación, pues la había visto tantas veces reflejada en los ojos de los peces… La angustia, el desconcierto, la certeza de que es cuestión de tiempo que todo se acabe…Siempre había tenido un sexto sentido para la pesca. Cuando remontaba la ría, hasta su nacimiento, instintivamente se colocaba en el camino que habían escogido mayor número de anguilas para regresar al río-¡qué curioso el ciclo natural de las anguilas!- Así que sus redes eran las más rebosantes y las que más brillaban bajo los auspicios del sol. Curiosamente, la mayoría de las veces, cuando regresaba de comer en la orilla el trozo de empanada de pan de maiz con berberechos que le preparaba su mujer, alguien le había usurpado su lugar de la mañana. Pero el no se enfadaba y en silencio buscaba un nuevo destino para la tarde, y las anguilas volvían a caer en sus redes, como por costumbre, y se sentía poco más o menos que como el flautista de Hamelin. Siempre cantaba al trabajar, sino cantaba en alto cantaba en silencio, para sí, quizás aquella música sin voz fuese capaz de hipnotizar a las anguilas. Los otros le miraba sin disimular el rencor que siempre nace en los hombres al encontrarse ante otro más afortunado, o, quizás en mayor grado, al encontrarse en presencia de alguien cuyo tejido moral es superior. Pues no hay nada que más avive los malos sentimientos que topar conjugadas virtud y fortuna. Pero qué le vamos hacer, siempre ha sido así el género humano, y él lo sabía.
Unos días antes su nieta le había sorprendido cosiendo redes invisibles, sobre la cama de un hospital. La enfermedad, el delirio… Por entre una sonrisa en la que destacaban dos únicos dientes, le había comentado que tenía que darse prisa si quería tenerlas listas para el día siguiente. Pero hacía décadas que no se hacía a la mar. Ahora se contentaba con verla perfilarse desde le muelle. Aquella mar tranquila, sinuosa, redondeada. Aquella mar femenina y fértil, a la que le gustaba recogerse las enaguas y mostrar sus hermosas y robustas piernas. Mar de vodevil. Piernas a las que se aferraba el pueblo con sachos y ganchas y así, recostada, se parecía a Gulliver hecho prisionero en el país de Liliput. Aquella mar que les había enseñado a cantar y a la que celebraban en los bares. Y su isla, verde y remolona. Oasis panza arriba, ocultando en su vientre el mayor bosque de Laurel de Europa. “Se vas a Carril, nada mais chegar, verás Cortegada, deitada no mar”, como dice la canción. Y aquel olor que saturaba el aire, olor de abundancia. Olor a salitre, a marea baja, a buena cosecha. Y los turistas tomando fotos a aquel fenómeno que allí era tan viejo, como viejo es el mundo. La mar se queda seca, vacía de sí misma, quizás por unas horas más próxima a la luna. Puede que en un futuro algo o alguien corte ese hilo que los une. Pero por ahora, cada día, sus corazones laten al unísono, como los de dos amantes en la distancia.
Por lo de pronto el seguía allí con su corazón cansado y las noches en vela. Se acostaba pero enseguida sentía agitarse los pulmones, revolviéndose en su jaula. Le faltaba el aire y se erguía para buscarlo, daba vueltas por la habitación, tanteando una grieta por la que poder respirar. No quería perturbar el sueño de los otros, por eso luchaba en silencio, pero pronto sus pasos resonaban en el techo del piso de abajo, los oídos atentos, temiendo escuchar esa respiración que se debate. Subían a buscarlo, trataban de calmarlo, pero el leía en sus ojos que nada había que hacer. Así que un día decidió irse a su manera. Preparó una queimada para acompañar la caja de pastillas. Fue a la nevera y cogió un bote mermelada, pues quería irse con un sabor dulce en su boca y fue lo mejor que pudo encontrar. Así que una a una marcharon en procesión las pastillas por su garganta. Cada una de ellas era una imagen, un recuerdo, el rostro de un ser querido. Y se iba despidiendo de la vida, de la mar, mientras sus labios recitaban el conjuro de la queimada. De pronto algo detuvo su mano mientras dibujaba el camino destinado a la última pastilla. Quizás fue uno de aquellos rostros. Quizás fue el eco de una canción que retozaba en su boca. Quizás las ansias de por última vez contemplar el mar. Gritó como hacía tiempo que no gritaba y los demás acudieron en su ayuda. Entonces fueron la carrera hacia el hospital, los porqués, el lavado de estómago… “La vejez es humillante”, pensaba. Pero más humillante fue acostarse en una habitación con barrotes en la ventana.
Recordaba que hacía un par de años, cuando se había roto una pierna, a los pocos día ya andaba por los pasillos del hospital, cortejando a las enfermeras. Tenía esa habilidad de otra época para el halago elegante y embaucador. Unos treinta años antes, cuando estaba en Alemania y tuvieron que operarle de las amigdalas, las enfermeras se mostraban encantadas con aquel español, que coqueteaba con ellas chapurreando apenas el idioma, y se daba un aire a John Wayne. “En el calor de la noche,a plena luz del día, siempre dispuesto para alegrarte el día. Hombre de bien a carta cabaly como el Duque: feo, fuerte y formal”, dice otra canción. Siempre había tenido porte de lobo de mar, la piel tostada por el sol, las espaldas recias y húmedas como la cubierta de un barco. No era el mayor de sus hermanos, pero siempre había sido el más alto, el más robusto, el faro que no sólo alumbra sino que construye el camino. En una familia con cinco hombres fuertes, en puerto de mar, nunca faltarán ollas llenas, incluso en los malos tiempos. Sino son panes, son peces, o almejas. Y luego vino la época del oro negro. Las jornadas eran largas, pero el mar vomitaba aquellas preciadas conchas de color carbón, que ocultaban un carnoso tesoro dentro. Los precios fueron altos en los mercados. El pueblo prosperó. La islita verde parecía estar más sonriente. Ellos eran la viva imagen de la prosperidad del pueblo. Las tabernas estallaron en cantos y en vino. “Éche un andar miudiño,
miudiño, miudiño,miudiño, miudiño o que eu traio”.Las mujeres se los rifaban. Eran tiempos para el amor y el sacerdote celebraba esponsales a las seis de la mañana, antes de que el vientre comenzara a insinuarse bajo el vestido blanco de novia. Él eligió una mujer con el carácter de una yegua salvaje. La perseguía cuando iba a lavar la ropa al río. Ella le arrojaba piedras para que no la siguiera, pero él se lo tomaba como si le marcara el camino hacia sus brazos. Así que el cura los casó a las ocho de la mañana. Cuando tuvieron a su primera hija, ella cogió una silla y se sentó en la puerta a esperar la muerte. Pero la muerte no vino. A día de hoy aun la espera. Él supo que se había casado con una mujer difícil, indomable. Pero era de los pocos hombres con la paciencia suficiente…“Si no estás conmigo nada importa El vivir sin verte es morir Si no estás conmigo hay tristeza Y la luz del sol no brilla igua. Sin tu amor los celos me consumen Y...”
Juntos pasaron las décadas, los hijos y llegaron los nietos. Hubo una a la que dio innumerables biberones y cambió infinidad de pañales, como tributo, le puso su nombre a su barca más rápida. En aquellos tiempos en la Isla de Cortegada todavía se podía ver el esqueleto de uno de sus barcos, El Pilaruca, como los huesos de un animal prehistórico, sobre la arena. También tuvo otra nieta a la que llamaba “su Gilda” y que tenía una voz tejida por gotas de lluvia, como si algún hada benigna le hubiese agraciado en la cuna con el don de la voz de los pájaros. Los tres cantaban en la cocina “De colores, de colores se visten los campos en la primavera. De colores, de colores son los pajaritos que vienen de afuera. De colores, de colores es el arcoiris que vemos lucir. Y por eso los grandes amores de muchos colores me gustan a mi,..” Pero pronto sus nietas llegaron a la adolescencia que es una época en la que las jóvenes dejan de pasar el rato con los abuelos. Aquellos fueron los tiempos en los que él disfrutó de la segunda y ultima juventud. Los tiempos de “Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres y desnudos al amanecer nos encontró la luna”, que él cantaba con su particular seseo. El seseo de los hombres de mar. Se reunía con amigos a los que incluso doblaba en edad y unos ponían el vino, otros el lugar, el las almejas y también gustaba de cocinar. Transcurrían las noches en Cobas, y así, naturalmente, dieron comienzo a una nueva tradicción hoy en día arraigada en Galicia, la de “furanchear”. Casí siempre el amanecer los encontraba, no desnudos, pero sí cantando. Y después eran los sermones de la mujer, pero “que me quiten lo bailado” y “sarna con gusto no pica”
Más tarde llegarían los días en los que le tocó arrastrar su corazón por las esquinas, la vejez, la nada….
Más de diez años de todo esto y yo te busco y te encuentro, no en el cementerio donde tu tumba es soleada y mira al mar, como tu querías. Sino en el mismo mar, en los picos de sus olas y en la preciosa y alborotada cabellera de la Isla de Cortegada. Pero sobre todo te encuentro en las tabernas y en el fondo de las “cuncas de viño”-las hostias cóncavas- y en aquellos que te conocieron y que, independientemente de la diferencia generacional, te querían. Hablan de ti, como de alguien provisto de esa sencillez que caracteriza a aquellos que saben vivir, y que constantemente están apegados a la vida-pues saben que vivir es un baile que se baila agarrado- y a las gentes. Acabamos juntos brindando por “Tío Moncho”-grito acuñado por la salvaje Ana-pues para todos eres tío, aunque para mí eres abuelo. Y pienso que en esos momentos tus pulmones vuelven a ensancharse, libres del peso de tu enorme corazón-pues casi me parece natural y poético que el origen de tu muerte tenga que ver con su gran tamaño- como peces que regresan al mar, porque, invariablemente, no sé si el amanecer, pero al menos la noche nos sorprende cantando.
jueves, 3 de febrero de 2011
LA BICICLETA
MEA CULPA:YO TAMBIÉN ROBO IDEAS.HE DE CONFESAR QUE LA IDEA DEL CUENTO NO ES MÍA,SINO QUE LA TOMÉ DE PABLO LIBRE (SU BLOG: UNA PÁLIDA IDEA) Y DE UNA CANCIÓN DE LA QUE HABLÓ EN NIDO DE SERPIENTES Y QUE DECÍA ALGO ASÍ COMO QUE SIEMPRE TENÍA UNA BICICLETA ESCONDIDA ENTRE SUS SUEÑOS PARA LOS MALOS MOMENTOS.ASÍ QUE CONSIDERO DE RECIBO AÑADIR ESTA APRECIACIÓN

De niño, Fermín deseaba por encima de todas las cosas que le comprasen una bicicleta. Pero a pesar de las promesas, a pesar de las buenas notas, a pesar de su comportamiento de chiquillo tranquilo que se mantiene al margen de conflictos, la ansiada bicicleta no llegaba. Los que sí llegaban eran los libros de aventuras en los que naufragaba durante horas y horas, pues Fermín siempre había sido un niño de constitución debil, al que una madre prematuramente viuda protegía en exceso.
-¿Cuándo podré jugar en la calle con los otros niños?-preguntaba Fermín
-El día que tengas la bicicleta-contestaba su madre
Así que de modo natural para Fermín, la bicicleta se fue convirtiendo en símbolo de libertad. Tanto que cuando leía Los Tres Mosqueteros, se imaginaba a Artagnan al rescate de los conflictivos herretes de diamantes, cabalgando a lomos de una bicicleta, y no de un hermoso y blanco corcel. Asimismo Phileas Fogg concluyó gran parte de “La vuelta al mundo en ochenta días” pedaleando, y no alternando los sucesivos medios de transporte que le deparó el azar. A cada nueva aventura que leía aumentaba su deseo, al que no hizo sino espolear el hecho de que en “Los Cinco junto al mar”los protagonistas realizasen parte de su viaje a la granja Tremannon subidos a otra bicicleta. El día en el que por fin tuviese la suya también él se imaginaba resolviendo enrevesados misterios… Pues aquella bicicleta era sin duda la panacea, el santo grial, la más valiosa fórmula de la alquimia…
Una noche soñó que por fin le regalaban una bicicleta roja, con su correspondiente timbre plateado. Como era un niño curioso, con ayuda de un destornillador pronto lo hubo desmontado. Cual no sería su sorpresa cuando descubrió que estaba habitado por un verde y hermoso grillo. Rápido lo volvió a cerrar, no fuera a ser que se escapase y su bicicleta quedara silenciosa, olvidada de su melódico cri-cri. Casi por encima se percató de que en el manillar tenía grabadas unas letras blancas, que por alguna razón estaban borrosas y por mucho que lo intentó no logró descifrar. “Bah!- pensó-Habrán sido escritas por el anterior dueño de la bicicleta-pues intuyó que aquella bicicleta no era nueva, sino que habría ido pasando de unos niños a otros, a través de sus sueños-Seguramente como ocurre con los barcos, alguno le habrá puesto nombre”... Así que olvidó y como una marabunta se dispuso a recorrer las calles. A cada latido de su corazón tocaba el timbre para enterar a todos los niños del barrio de que por fin tenía su bicicleta. Y pedaleó con todas sus fuerzas, sin pensar hacia donde se dirigía. Subió montañas que se abrazaban al cielo. Persiguió el curso de zigzagueantes ríos. Incuso en varias ocasiones estuvo a punto de alcanzar el horizonte, pero, finalmente, resbaladizo se le escurría entre las manos. Por primera vez experimento el vértigo y la locura. Y supo lo que era ser niño. Pues de él siempre decían que había nacido viejo.
Cuando entre sueños escuchó los primeros compases del día descubrió que su impulsiva carrera le había llevado frente a una montaña. De una esquina de su lucidez rescató la fórmula mágica “ábrete Sésamo”, y el eco de estas palabras horadó la superficie de granito, surgiendo en su interior una cueva que albergaba todos los tesoros de los que le hablaban los libros. Allí con gran pesar dejó su bicicleta, encargando al cancerbero-que curiosamente para su subconsciente era un perrillo muy manso que respondía al nombre de Rufo- que la mantuviese vigilada con cada par de ojos de sus tres cabezas.
Al despertar se sintió feliz-con el rabillo del corazón intuyó que así sucedería siempre que él lo deseara-porque en aquel lugar a donde uno va cuando duerme, escondida entre sueños y entelequias, ahora sabía que le esperaba su roja y resplandeciente bicicleta.
Lo mejor de todo es que con los días descubrió que sus incursiones no tenían por que limitarse a las noches, sino que durante la tarde o la mañana su imaginación le conducía en volandas ante la montaña mágica. Y aunque eran muchos los extraños objetos que almacenaba en su vientre, enseguida Fermín se abalanzaba sobre su bicicleta roja y tras las pertinentes declaraciones de amor, se sujetaba fuertemente al manillar, dispuesto a quebrar todas las fronteras que la rutina de su tranquila vida le había impuesto. Afortunadamente las mentes de los niños son prolíficas y suplen con creces la falta de experiencia, pues a su paso se iba derramando un nuevo y ditirámbico mundo, que parecía desplegarse como una alfombra salpicada de arabescos.
Así que de pronto la vida de Fermín se llenó de aventura, como si el fuese el protagonista de alguno de sus libros, quien vivía en una aparente calma, sobresaltada de pronto por una inesperada irrupción de lo extraordinario. Y cuando en la realidad de sus días se tropezaba con motivos para estar triste-como aquella vez que el abuelo Manuel estuvo mucho tiempo enfermo, para al final nunca volver del hospital. O aquella otra en la que Gisela, la niña que fue su primer amor, cambió de escuela porque a su padre lo trasladaron en el trabajo y ya no la vió más… Era tan triste la estampa de su pupitre vacío. Casi podía verla con aquellos ojos soñadores y el lazo azul sujetándole los cabellos para que no flotaran…- Fermín, desafiante, nunca se rendía, puesto que sabía que siempre, siempre, podría encontrar su bicicleta escondida entre sus sueños y así explorar los ochenta mundos…
En todo aquel tiempo, Fermín nunca pudo leer la palabra que conformaban aquellas letras blancas, grabadas en la bicicleta...
Con los años Fermín fue ganando en robustez lo que iba perdiendo en imaginación… hasta que la balanza quedó equilibrada. Al fín podía enfrentarse cara a cara con la vida y sustituyó la bicicleta por un cochecito-eso sí,de color rojo-de segunda mano. Conoció a una chica, Teresa, con la que después de un apasionado comienzo, compartía una vida tranquila y equilibrada, de convivencia fácil, alternando las imprescindibles dosis de romanticismo para así caer lo menos posible en el inevitable tedio.
Lo que sí había permanecido invulnerable desde la infancia era su amor por los libros y tras muchos años de estudio acabó consiguiendo plaza como profesor de literatura en una facultad pública. Le agradaba sobre todo presentir esa fascinación que irradiaba de su figura hacia sus alumnos y el trato con aquellos en los que intúia una devoción por las palabras de tejido similar a la suya. Trataba de ser para ellos el maestro que nunca había tenido, pues los suyos habían sido otros tiempos, donde el del maestro era un personaje respetado pero inevitablemente severo y autoritario. Muy lejos de la actualidad en la que se buscaba una mayor involucración y empatía en la relación profesor-alumno, basada en una ecuación de reciprocidad.
Así que podríamos decir que Fermín era alguien casi feliz. Es más si le interrogáramos al respecto, en aquellos tiempos, nos contestaría que se consideraba alguien completamente feliz…
Pero de pronto todo cambió, pues, lamentablemente, el progreso siempre resulta excesivo a aquellos ojos donde arraiga la tradición, que cegados por ese resplandor-el progreso es un faro que arroja su luz desde el futuro, para orientar nuestros pasos hacia un mundo mejor y más justo- se pliegan sobre si mismos. La atmósfera pasó de ser libre y respirable a opresiva, mera hiel para los pulmones. Así que Fermín, preso de una tristeza oscura, con una gota de luz al fondo-algo parecido al entusiasmo alimentaba esa gota luminescente, a la que bien podríamos llamar esperanza-casi sin pretenderlo se convirtió en adalid de la causa y como los héroes de las novelas que tanto le entusiasmaran en su juventud, tornó su pluma en espada, para aguijonear a las mentes más autocomplacientes y a la vez más encorsetadas de aquella sociedad. Pero olvidó que si el empuñaba una pluma, los otros disponían de armas de fuego y la falta de escrúpulos necesaria para dispararlas. Así que aquellos que promulgaban la libertad y la palabra pronto se vieron encañonados y señalados con el dedo,que en ciertas circunstancias dispara la más mortífera de las balas.
Un día llegó hasta ellos un rumor sobre desapariciones y era aquel un rumor que no se despegaba de la piel y teñía los caminos de fantasmas. Al principio fueron unos cuantos nombres, pero las paulatinas gotas acabaron rebosando los vasos y estos asolaron el mundo. Hasta que una tarde al llegar a casa se encontró la puerta abierta y por primera vez supo lo que era el miedo, pues se daba cuenta de que hasta ese momento sólo lo conocía por sus pesadillas infantiles. Una nube de alivio relajó su rostro cuando se percató de que, afortunadamente, era demasiado temprano para que Teresa estuviera en casa...
Bruscamente lo condujeron a un coche, y del coche a una pequeña habítación en un tenebroso edificio. Aunque el sentía que aquello no era habitación, ni celda, ni jaula, sino más bien féretro. Pues no había ni luz, ni un mísero ventanuco por donde pudiese recibir la visita de alguna avecilla que lo alegrara con su canto. “¡Qué más da!-se dijo- a estas horas los ballesteros ya habrán asesinado a todas las aves del mundo”
Y finalmente, días después, se encontraba en aquella silla, con las manos atadas a la espalda. A esa hora tenía el cuerpo tan entumecido de los golpes, que ya apenas podía sentir el dolor, ni escuchar las preguntas de aquellos hombres-si es que después de todo lo vivido podía darles semejante sustantivo.
“Las corrientes deben matar los nervios-pensó-por eso en los psiquiátricos las emplean para tratar a los locos”, pues pese a su perplejidad-o a causa de esta- se encontraba tranquilo. Sólo le irritaba aquel mar de sangre que se había derramado por sus pupilas y las abrasaba. A punto estuvo de decir a sus carceleros que se apiadasen de él y le lavasen los ojos, o mejor aun que se los arrancasen para no tener que volver a ver en su memoria-porque en aquellos momentos olvidaba que los ojos de la memoria sólo la muerte o la enfermedad los pueden arrancar- aquellas imágenes-de tortura, pues a los opresores les gusta fustigar a sus víctimas obligándoles a ver el dolor de otras víctimas- que acababa de presenciar. Y que cercenasen sus orejas para no tener que escuchar de nuevo aquellos gritos que habrían compadecido a la misma luna. Pero se calló y se contentó con recibir en sus carnes la nueva descarga de patadas y vejaciones, con la esperanza de que esta vez…..
Y así a expensas del mundo, se dejó ir…..
Ahora-mientras lo muelen a palos como si el fuese una piñata o un espantapájaros que no tiene cerebro, y al menos en eses momentos ya no le queda un resto de consciencia para percatarse de lo que le estan haciendo- de nuevo está ante la montaña mágica de su infancia. De nuevo la fórmula secreta abre las puertas de la cueva de los tesoros. Y de nuevo la ve allí, inconfundiblemente roja, con su timbre plateado en cuyo interior canta un grillo. De pronto recordó y con un presentimiento busca aquellas letras grabadas que nunca antes pudo leer. Esta vez eran tan nítidas como las constelaciones encerradas en la lente de un astrónomo. Así que por fin, despacio, puede leer: LIBERTAD. Y sabe al fin cómo se llama aquella bicicleta que, después de tanto tiempo, todavía permanecía escondida entre sus sueños…Y comprende que había sido él y no otro, el que le había dado tal nombre

De niño, Fermín deseaba por encima de todas las cosas que le comprasen una bicicleta. Pero a pesar de las promesas, a pesar de las buenas notas, a pesar de su comportamiento de chiquillo tranquilo que se mantiene al margen de conflictos, la ansiada bicicleta no llegaba. Los que sí llegaban eran los libros de aventuras en los que naufragaba durante horas y horas, pues Fermín siempre había sido un niño de constitución debil, al que una madre prematuramente viuda protegía en exceso.
-¿Cuándo podré jugar en la calle con los otros niños?-preguntaba Fermín
-El día que tengas la bicicleta-contestaba su madre
Así que de modo natural para Fermín, la bicicleta se fue convirtiendo en símbolo de libertad. Tanto que cuando leía Los Tres Mosqueteros, se imaginaba a Artagnan al rescate de los conflictivos herretes de diamantes, cabalgando a lomos de una bicicleta, y no de un hermoso y blanco corcel. Asimismo Phileas Fogg concluyó gran parte de “La vuelta al mundo en ochenta días” pedaleando, y no alternando los sucesivos medios de transporte que le deparó el azar. A cada nueva aventura que leía aumentaba su deseo, al que no hizo sino espolear el hecho de que en “Los Cinco junto al mar”los protagonistas realizasen parte de su viaje a la granja Tremannon subidos a otra bicicleta. El día en el que por fin tuviese la suya también él se imaginaba resolviendo enrevesados misterios… Pues aquella bicicleta era sin duda la panacea, el santo grial, la más valiosa fórmula de la alquimia…
Una noche soñó que por fin le regalaban una bicicleta roja, con su correspondiente timbre plateado. Como era un niño curioso, con ayuda de un destornillador pronto lo hubo desmontado. Cual no sería su sorpresa cuando descubrió que estaba habitado por un verde y hermoso grillo. Rápido lo volvió a cerrar, no fuera a ser que se escapase y su bicicleta quedara silenciosa, olvidada de su melódico cri-cri. Casi por encima se percató de que en el manillar tenía grabadas unas letras blancas, que por alguna razón estaban borrosas y por mucho que lo intentó no logró descifrar. “Bah!- pensó-Habrán sido escritas por el anterior dueño de la bicicleta-pues intuyó que aquella bicicleta no era nueva, sino que habría ido pasando de unos niños a otros, a través de sus sueños-Seguramente como ocurre con los barcos, alguno le habrá puesto nombre”... Así que olvidó y como una marabunta se dispuso a recorrer las calles. A cada latido de su corazón tocaba el timbre para enterar a todos los niños del barrio de que por fin tenía su bicicleta. Y pedaleó con todas sus fuerzas, sin pensar hacia donde se dirigía. Subió montañas que se abrazaban al cielo. Persiguió el curso de zigzagueantes ríos. Incuso en varias ocasiones estuvo a punto de alcanzar el horizonte, pero, finalmente, resbaladizo se le escurría entre las manos. Por primera vez experimento el vértigo y la locura. Y supo lo que era ser niño. Pues de él siempre decían que había nacido viejo.
Cuando entre sueños escuchó los primeros compases del día descubrió que su impulsiva carrera le había llevado frente a una montaña. De una esquina de su lucidez rescató la fórmula mágica “ábrete Sésamo”, y el eco de estas palabras horadó la superficie de granito, surgiendo en su interior una cueva que albergaba todos los tesoros de los que le hablaban los libros. Allí con gran pesar dejó su bicicleta, encargando al cancerbero-que curiosamente para su subconsciente era un perrillo muy manso que respondía al nombre de Rufo- que la mantuviese vigilada con cada par de ojos de sus tres cabezas.
Al despertar se sintió feliz-con el rabillo del corazón intuyó que así sucedería siempre que él lo deseara-porque en aquel lugar a donde uno va cuando duerme, escondida entre sueños y entelequias, ahora sabía que le esperaba su roja y resplandeciente bicicleta.
Lo mejor de todo es que con los días descubrió que sus incursiones no tenían por que limitarse a las noches, sino que durante la tarde o la mañana su imaginación le conducía en volandas ante la montaña mágica. Y aunque eran muchos los extraños objetos que almacenaba en su vientre, enseguida Fermín se abalanzaba sobre su bicicleta roja y tras las pertinentes declaraciones de amor, se sujetaba fuertemente al manillar, dispuesto a quebrar todas las fronteras que la rutina de su tranquila vida le había impuesto. Afortunadamente las mentes de los niños son prolíficas y suplen con creces la falta de experiencia, pues a su paso se iba derramando un nuevo y ditirámbico mundo, que parecía desplegarse como una alfombra salpicada de arabescos.
Así que de pronto la vida de Fermín se llenó de aventura, como si el fuese el protagonista de alguno de sus libros, quien vivía en una aparente calma, sobresaltada de pronto por una inesperada irrupción de lo extraordinario. Y cuando en la realidad de sus días se tropezaba con motivos para estar triste-como aquella vez que el abuelo Manuel estuvo mucho tiempo enfermo, para al final nunca volver del hospital. O aquella otra en la que Gisela, la niña que fue su primer amor, cambió de escuela porque a su padre lo trasladaron en el trabajo y ya no la vió más… Era tan triste la estampa de su pupitre vacío. Casi podía verla con aquellos ojos soñadores y el lazo azul sujetándole los cabellos para que no flotaran…- Fermín, desafiante, nunca se rendía, puesto que sabía que siempre, siempre, podría encontrar su bicicleta escondida entre sus sueños y así explorar los ochenta mundos…
En todo aquel tiempo, Fermín nunca pudo leer la palabra que conformaban aquellas letras blancas, grabadas en la bicicleta...
Con los años Fermín fue ganando en robustez lo que iba perdiendo en imaginación… hasta que la balanza quedó equilibrada. Al fín podía enfrentarse cara a cara con la vida y sustituyó la bicicleta por un cochecito-eso sí,de color rojo-de segunda mano. Conoció a una chica, Teresa, con la que después de un apasionado comienzo, compartía una vida tranquila y equilibrada, de convivencia fácil, alternando las imprescindibles dosis de romanticismo para así caer lo menos posible en el inevitable tedio.
Lo que sí había permanecido invulnerable desde la infancia era su amor por los libros y tras muchos años de estudio acabó consiguiendo plaza como profesor de literatura en una facultad pública. Le agradaba sobre todo presentir esa fascinación que irradiaba de su figura hacia sus alumnos y el trato con aquellos en los que intúia una devoción por las palabras de tejido similar a la suya. Trataba de ser para ellos el maestro que nunca había tenido, pues los suyos habían sido otros tiempos, donde el del maestro era un personaje respetado pero inevitablemente severo y autoritario. Muy lejos de la actualidad en la que se buscaba una mayor involucración y empatía en la relación profesor-alumno, basada en una ecuación de reciprocidad.
Así que podríamos decir que Fermín era alguien casi feliz. Es más si le interrogáramos al respecto, en aquellos tiempos, nos contestaría que se consideraba alguien completamente feliz…
Pero de pronto todo cambió, pues, lamentablemente, el progreso siempre resulta excesivo a aquellos ojos donde arraiga la tradición, que cegados por ese resplandor-el progreso es un faro que arroja su luz desde el futuro, para orientar nuestros pasos hacia un mundo mejor y más justo- se pliegan sobre si mismos. La atmósfera pasó de ser libre y respirable a opresiva, mera hiel para los pulmones. Así que Fermín, preso de una tristeza oscura, con una gota de luz al fondo-algo parecido al entusiasmo alimentaba esa gota luminescente, a la que bien podríamos llamar esperanza-casi sin pretenderlo se convirtió en adalid de la causa y como los héroes de las novelas que tanto le entusiasmaran en su juventud, tornó su pluma en espada, para aguijonear a las mentes más autocomplacientes y a la vez más encorsetadas de aquella sociedad. Pero olvidó que si el empuñaba una pluma, los otros disponían de armas de fuego y la falta de escrúpulos necesaria para dispararlas. Así que aquellos que promulgaban la libertad y la palabra pronto se vieron encañonados y señalados con el dedo,que en ciertas circunstancias dispara la más mortífera de las balas.
Un día llegó hasta ellos un rumor sobre desapariciones y era aquel un rumor que no se despegaba de la piel y teñía los caminos de fantasmas. Al principio fueron unos cuantos nombres, pero las paulatinas gotas acabaron rebosando los vasos y estos asolaron el mundo. Hasta que una tarde al llegar a casa se encontró la puerta abierta y por primera vez supo lo que era el miedo, pues se daba cuenta de que hasta ese momento sólo lo conocía por sus pesadillas infantiles. Una nube de alivio relajó su rostro cuando se percató de que, afortunadamente, era demasiado temprano para que Teresa estuviera en casa...
Bruscamente lo condujeron a un coche, y del coche a una pequeña habítación en un tenebroso edificio. Aunque el sentía que aquello no era habitación, ni celda, ni jaula, sino más bien féretro. Pues no había ni luz, ni un mísero ventanuco por donde pudiese recibir la visita de alguna avecilla que lo alegrara con su canto. “¡Qué más da!-se dijo- a estas horas los ballesteros ya habrán asesinado a todas las aves del mundo”
Y finalmente, días después, se encontraba en aquella silla, con las manos atadas a la espalda. A esa hora tenía el cuerpo tan entumecido de los golpes, que ya apenas podía sentir el dolor, ni escuchar las preguntas de aquellos hombres-si es que después de todo lo vivido podía darles semejante sustantivo.
“Las corrientes deben matar los nervios-pensó-por eso en los psiquiátricos las emplean para tratar a los locos”, pues pese a su perplejidad-o a causa de esta- se encontraba tranquilo. Sólo le irritaba aquel mar de sangre que se había derramado por sus pupilas y las abrasaba. A punto estuvo de decir a sus carceleros que se apiadasen de él y le lavasen los ojos, o mejor aun que se los arrancasen para no tener que volver a ver en su memoria-porque en aquellos momentos olvidaba que los ojos de la memoria sólo la muerte o la enfermedad los pueden arrancar- aquellas imágenes-de tortura, pues a los opresores les gusta fustigar a sus víctimas obligándoles a ver el dolor de otras víctimas- que acababa de presenciar. Y que cercenasen sus orejas para no tener que escuchar de nuevo aquellos gritos que habrían compadecido a la misma luna. Pero se calló y se contentó con recibir en sus carnes la nueva descarga de patadas y vejaciones, con la esperanza de que esta vez…..
Y así a expensas del mundo, se dejó ir…..
Ahora-mientras lo muelen a palos como si el fuese una piñata o un espantapájaros que no tiene cerebro, y al menos en eses momentos ya no le queda un resto de consciencia para percatarse de lo que le estan haciendo- de nuevo está ante la montaña mágica de su infancia. De nuevo la fórmula secreta abre las puertas de la cueva de los tesoros. Y de nuevo la ve allí, inconfundiblemente roja, con su timbre plateado en cuyo interior canta un grillo. De pronto recordó y con un presentimiento busca aquellas letras grabadas que nunca antes pudo leer. Esta vez eran tan nítidas como las constelaciones encerradas en la lente de un astrónomo. Así que por fin, despacio, puede leer: LIBERTAD. Y sabe al fin cómo se llama aquella bicicleta que, después de tanto tiempo, todavía permanecía escondida entre sus sueños…Y comprende que había sido él y no otro, el que le había dado tal nombre
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