Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


viernes, 23 de septiembre de 2011

ORGASMOS I & II


 Imagen: Daria Endresen




 I

Mi piel
ola de asfódelos blancos
Te sumerges en ella
con la temeridad del suicida,
pierdes pie en el atolón que transcurre entre mis muslos

En la curvatura de mi espalda
se agitan alas de muerte
Mi sexo,
mortaja de  tu carne




                  II

Alquimia de los cuerpos,
somos grito
rasgando el vestido de la noche
Desnudez tiritando estrellas


jueves, 22 de septiembre de 2011

FANTASÍA SOBRE EL NIÑO JULIO CORTÁZAR










Allí, en el bosque donde los sauces lloran, existe un claro en el que las sonrisas infantiles se abren como crisálidas, y de los labios se desprenden mariposas de tenues alas doradas.  Es este un hermoso espectáculo que a los adultos les está vedado. Porque sólo la mirada infantil es capaz de percibir el brillo del polvo de oro que las mariposas esparcen en su vuelo, el cual les indica el sendero que deben seguir para llegar al claro del bosque.  Este es el lugar al que todos los niños van cuando juegan solos, y en él inventan canciones que conmemoran el estallido de la hoja al brotar en la rama, o conversan con los pájaros en el lenguaje del viento. Construyen cabañas de nubes, e imitan el barrunto del elefante. Sus palabras son los indescifrables trazos de un jeroglífico a los ojos de los adultos, quienes perciben como un misterio el motivo de aquellas risas solitarias. Porque desconocen que el niño en ese momento se encuentra jugando en el claro de las mariposas, junto a otros niños. Lugar en el que una vez estuvieron, pero que han olvidado. 

Hubo una vez un niño que nació en el umbral de una guerra. Una de dimensiones desconocidas hasta ese momento, y que pasó a ser conocida como “La Gran Guerra”. Cuando su madre se puso de parto  las bombas florecían en racimos sobre el cielo. El primer llanto del niño fue aplacado por el sonido de otra explosión. Una vez los atacantes dieron tregua, el polvo de los escombros se adhirió como una lámina de tristeza a las pupilas de los hombres, sin hacer distinciones de edad, ni sexo. Fue como si aquel bebé hubiese nacido con ojos de viejo. Y durante años vapores de sangre impidieron que los niños conservasen por mucho tiempo la mirada cristalina y eran pocos los que iban a jugar al Claro de las Mariposas. 

El niño de los ojos de viejo pronto viajó a un país ubicado en otro continente. En el colegio sus compañeros le hablaron del Claro de las Mariposas, pero, por mucho que lo intentaba, era incapaz de distinguir el polvo dorado que allí conduce, aunque éstas tienen la costumbre de sobrevolar las cabezas infantiles con el fin de atraerlas, incluso las de aquellos niños que no pueden distinguirlas. Comenzó a buscarlo en los libros, y no iba muy desencaminado, porque existen libros que, aunque escritos por adultos, sólo pueden tener su origen en la mirada del niño, como si el ojo todavía conservase ese espectro sensible, capaz de distinguir el hálito de la mariposa dorada, y que al llegar a la adolescencia se desvanece. Durante su infancia su salud fue delicada, por lo que dispuso de mucho tiempo para leer. Las mariposas revoloteaban entre las páginas de sus novelas de aventuras, de aquellos maravillosos  cuentos ilustrados que tenían la majestad del cofre de un tesoro. Pero él sólo era capaz de ver sus sombras sobre el papel, por lo que comenzó a imaginar la presencia de duendes y elfos, quienes tenían la gentileza de hacerle compañía durante su convalecencia. Y cuando por fin regresó a la escuela, ya no experimentó ansiedad al escuchar hablar del Claro de las Mariposas, porque jamás volvió a sentirse solo. Siempre presentía las sombras de aquellos seres fantásticos columpiándose a su alrededor. 

Cuando fue adulto, él también se dedicó a escribir, como aquellos otros autores a los que tanto  había admirado. Y un buen día, finalizando un libro de cuentos, vio como el tallo de tinta de una de sus palabras florecía, abriéndose en cuatro magníficos y temblorosos pétalos negros, en los que le pareció reconocer la familiar sombra de un duende. Sin embargo esta vez, ante sus ojos, comenzó a llenarse de un resplandor dorado. Como si en la más negra noche hubiese reventado el día. Y por fin el polvo de los escombros de una guerra que había estallado el mismo día de su nacimiento, se desprendió de sus pupilas. Desde aquel día un resplandor dorado adornó sus ojos, pues mucho había sido el polvo de mariposas que se había acumulado sobre ellos, durante los largos días de convalecencia y lecturas, cuando él creía disfrutar de la compañía de duendes y elfos. Su mirada centelleaba ante el tirabuzón del saxofón. Y brillaba con júbilo infantil mientras enfebrecido repartía panfletos durante el Mayo Francés. Y se admiraba con la credulidad del niño ante las palabras de aquellos que se habían erigido en sus faros en ese inmenso océano que es nuestra sociedad, tan sembrado de escollos ante ese barco llamado utopía, en cuyas velas soplan los vientos de aquellos que creen en un mundo mejor y más justo. Por eso los que lo conocían se asombraban de que a pesar de que era un gigante, a pesar de que pobló su rostro con una espesa barba negra, a pesar de que ya pasaba de los cincuenta años, la vitalidad y la niñez ardían en los ojos de ese hombre, que ante ellos no daba muestras de haber envejecido-pues es mucho el dominio que ejerce sobre nuestro aspecto la fuerza de nuestra mirada-.Y algunos comenzaron a llamarle Dorian Gray.

En toda su vida jamás dejó de escribir, siempre con aquellas mariposas doradas entre sus dedos. Por lo que aquel niño que nunca había conseguido llegar al claro del bosque donde los sauces lloran, se convirtió para millones de lectores en el sendero que conduce hasta él.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

ESCRITO CON LAS RAÍCES PODRIDAS...

Imagen: Marcela Bolívar






El día es un aliento helado en mi nuca. El suero de la vida gotea veneno en la sangre. De quién será esa mano que sumerge de nuevo mi cabeza bajo el agua, cuando ya el aire regocijaba mis pulmones. En el peso y en el grosor de sus dedos reconozco a aquella que una vez me expulsó de su útero. La que en los buenos tiempos cubrió el garabato de mis brazos, con chaquetitas de angora. Yo fui su primera muñeca de carne. Y como a tal, me peinaba los cabellos mimosos, y los recogía a un lado con sedosos lazos de color rosa. Yo me dejaba hacer, y apenas supe qué era llorar. Pero cuando lo hacía mis lágrimas eran silenciosas, íntimas. Cristal líquido y afónico sobre mis infantiles mejillas. El llanto se convirtió en mi más precioso secreto. Tan solo a la sacerdotisa-soledad me confesaba. Tan solo a ella le suplicaba un abrazo. Me recogía en un seno de mantas, y contaba peces flotando muertos, sobre las escamas de un río. Una vez descubrí como a través de ellos el diablo conducía a mi hermana pequeña hacia el infierno. E imploré y desgarré mis ropas de infancia a cambio de que la devolviera al regazo de mi madre, y consentí en ocupar su lugar. Desde aquel día comencé a buscar el rincón de las hadas en los lugares ocultos de mi cuerpo. El diablo apenas permitía que mis pies tocaran el suelo, aunque a mí me parecía obsceno no desgastar las suelas de mis zapatos. “Si me presento con las suelas impolutas parecerá que he pasado por la niñez de puntillas”, decía. Llenaba mi corazón de plomos que me anclaran al océano. Pero mi alma estaba condenada a la deriva, y al extravío. Los cabellos se me volvieron andrajos, y entre ellos el lacito rosa se sintió ridículo, y echó a volar. Mi madre se pintó los labios con un rouge rojo de decepción. Cuando sonreía yo le hacía reparar en que aquel color le manchaba los dientes. Aquélla era mi áspera venganza, pelusa de melocotón sobre mi lengua.  Las victorias frente a los que se ama dejan un regusto amargo,  a derrota y campos con los miembros mutilados. 
Las ubres del verso llenan el cuenco del poema con la leche amarga de una pregunta. Por qué justamente tu mano, madre….


martes, 20 de septiembre de 2011

EL ÁNGEL QUE NACIÓ CAÍDO

Imagen: Lilya Cornelli







La niña tenía un pájaro viviendo entre las paredes de su pecho. A veces, cuando la luna se extraviaba en su camino de regreso a la noche, o cuando la brizna de hierba le arrancaba su cuerpo mutilado a la tierra, el pájaro se ponía a revolotear en círculos, llenándole de cosquillas los pulmones. Pero un día, el pájaro extendió sus enormes alas negras, hasta que sobresalieron por sus costados. De tal manera que la niña adquirió el aspecto de un ángel caído, con sus infantiles rodillas magulladas. Entonces supo de la incomprensión y el miedo, no a la caída, sino al momento en el que uno ha de levantarse. Porque así era como su corazón interpretaba el lenguaje involuntario de aquellas alas negras, que no parecían querer aquietarse.

Ocurrió que vinieron unos niños y la ataron a un árbol. Quizás porque temían que, como Ícaro en su vuelo,  llegara tan alto que el sol incendiara sus alas. Y las cenizas sólo vuelan mientras las sostiene el viento, luego se caen, y se posan sobre las cosas. Y ellos no querían que la niña-ángel lloviese sobre el mundo. Porque podía ocurrir que, entre todas las flores, una amaneciese con sus pétalos negros, y a las demás se les diera por imitarla. Y aquello contravenía la obra de dios. Hubiesen preferido cortárselas, pero hablaron de una maldición para aquel que tocara sus plumas. No tuvieron compasión de sus lágrimas, pues eran incapaces de admirar el meandro de sal sobre sus mejillas. Y la niña gritó hasta que se halló sola. Llamó por su padre y por su madre. Clamó por aquel dios que nunca acudiría porque desconocía su nombre. Ella se habría excusado diciendo que uno no ha de conocer para amar. Que amar es un mero movimiento del corazón. Empieza y acaba, pero ella no sabía por qué. Lo mismo que el pájaro de su pecho daba círculos, porque no sabía hacer otra cosa, y así era feliz. Y una vez había escuchado a un hombre que decía “dios es amor”. Y ella ¿acaso ella no era amor? Y a cambio había recibido aquellas alas negras, que ¿por qué no decirlo? también amaba. 

Cuando llegó la noche la niña se puso a cantar. La luna la acompañaba porque igualmente desconocía el nombre de dios, y tuvo compasión de ella. Pero en el cielo las estrellas le parecían espectros. Y la niña comenzó a temblar. Porque no había ni paredes, ni techo que la protegiesen de la mirada escrutadora de las estrellas. Y sentía que ante aquellos ojos en su pecho se abriría una flor de pecado. Porque sus alas negras le susurraban que el miedo siempre engendra mal. Que el miedo construye cárceles, y cadalsos. El miedo inventa  ofensas que acaban en guerras, y en campos sembrados de cadáveres. Y  el miedo ata a las niñas con alas a los troncos de los árboles. Sólo porque los demás niños no saben volar. 

En la oscuridad, pronto distinguió dos puntos brillantes, fijos en ella. A punto estuvo de desmayarse, sino fuera porque el empuje de sus dos alas negras la sostenía. La silueta de un lobo negro se recortó de la sombra. Con sigilo se acercó a la niña. El lobo debió pensar que, ante aquella extrema palidez, la noche no era más que un marco, una excusa. Comenzó a olfatearla. Su suave lengua restañó la sangre de sus rodillas. La niña respiró aliviada porque imaginó que pronto iba a morir, y deseó que la muerte la arrancara por fin de aquel cautiverio-porque desde que tenía alas lo único que deseaba era volar y volar- y dejaría de sentir aquel dolor atroz de la cuerda-demasiado tensa-rasgando sus muñecas. Pero el lobo lo único que hizo fue observar detenidamente aquellas alas inquietas y enormes, agitándose en la espalda de la niña, y recostarse con el cuerpo en torno a ella, amurallando la noche, y el acecho de las estrellas. Por lo que la niña que era confiada, y estaba llena de amor, pronto sintió-porque la niña nada sabía. Ella se limitaba a sentir…-que ya no habría nada que temer. Y se quedó dormida, en la seguridad de aquel lobo en guardia.

La niña se despertó al amanecer. Aquellas alas tan inquietas le habían otorgado un sueño ligero. Y lo que vio le pareció un milagro, porque a medida que la luz se iba apropiando del mundo, los rasgos de un niño desposeían a aquel ser tendido ante  sus ojos, del pelaje y las facciones de lobo.  Cuando abrió los ojos, aquel niño que tenía la piel tan oscura como corresponde a todo un señor de la noche, se apresuró a liberar a la niña de sus sogas. En cuanto se sintieron libres, las alas se desplegaron y elevaron a la niña del suelo. Pero ésta las reprendió, y se arrojó en los brazos del niño-lobo. Era tal su palidez que pareció que había sido la nieve quien le había abrazado. Y a partir de ese instante la niña-ángel recorrió el mundo durante el día en compañía del niño, y durante la noche en compañía del lobo. Y aunque amaba volar, y de vez en cuando no podía evitar danzar sobre las copas de los árboles, también le gustaba caminar en compañía de su amigo. Y jamás pensó en ganarse un lugar en el cielo. Ni maldijo haber nacido ángel caído.

(DES)VARIACIONES SOBRE EL HOMBRE DEL SUEÑO


Imagen: Marcela Bolívar



En este Septiembre, aunque todavía soleado, la temperatura comienza a acompasarse con el otoño.  A la hora en la que el día se abre, un escalofrío recorre la espalda del mundo, y comienzo a tiritar bajo la ligera colcha. Tú, a punto de irte hacia el trabajo, vienes a despedirte con el beso de rutina. Y yo pienso que sin ese beso-tan de todos los días, tan automático, tan apenas labio-no podría vivir, al menos no contigo. Entonces trato de despejar mi cerebro, me sacudo los jirones de sueño que todavía sobrevuelan, y quiebro el silencio en el acto de pronunciar estas cinco palabras “que tengas un buen día”. Siempre las mismas. Palabras que nos colocan al uno al lado del otro, en un transitar de despedidas y reencuentros. De vernos esta noche, o quizás no. Porque disfrutamos de la compañía mutua, pero también disfrutamos de nuestro propio espacio. Y hoy, encogida bajo la colcha te he escuchado decir: ¿tienes frío? ¿quieres que vaya a por una manta? Y es tan fácil reconocerte en esas preguntas, tú, siempre tan pendiente de mí, cuando conmigo estás. Tú tan olvidado de mí en esa soledad que a veces te inventas…Te digo que no, y me finjo la fuerte. Te estás yendo, y cuando atravieses esa puerta me habrás dejado sola ante el amanecer y el frío, y no importará, porque bajo esta colcha, tan ligera, soy libre para ir en busca del Hombre del Sueño….

He llegado al bosque donde suelo esperarle. El bosque donde lo encontré por primera vez. La temperatura es fría, quizás porque estoy en la cama, desnuda bajo las sábanas, en la intemperie del amanecer. Pienso que es lógico que la hora en la que el día nace sea tan fría. Como si a él también lo hubiesen expulsado del útero, que es el tiempo. Un parto. Y se me ocurre que el orden es negrura, y la luminosidad sería un desorden, una alteración, como una grieta en la pared. Quizás, cuando nacen, los niños lloran porque por primera vez sienten la inmensa soledad del hombre. Antes todo era oscuridad y calor. Ahora todo es frío, y esa luz que ciega. El latido del corazón de la madre es una brújula. Cuando comienza a ser eco, uno se siente perdido, desgajado del todo. Pienso en una música que es latido, un poema como un enorme corazón.... En los brazos del hombre del sueño fui de nuevo uno con el todo. Fui su piel alrededor de mi cuerpo. Sus ojos ahogándose en los míos. Sus labios abriendo mi boca. El corazón desbocándose en su garganta. Mano-caricia-seno…de modo simultáneo.  Y en esa sensación desaparecieron las fronteras del ser, en un mero existir. Ambos en perfecta comunión. El cielo se estremeció sobre nuestras cabezas. Las hojas de los árboles se agitaban al ritmo frenético de nuestra sangre. El bosque no era más que una extensión de nuestros cuerpos, el aliento del uno enredándose en el otro. Y cada noche, cuando me acuesto hay una mujer en mí que corre a esperarle, a ese bosque. Aunque sé que él no ha de llegar. Porque desconoce cuál es el camino que lleva a mi  sueño. El camino que una vez supo andar. Le aguardo cantando una canción que no tiene melodía, ni sonido, destejiendo la armonía para que se parezca en lo posible al corazón de la madre. Los pétalos de una margarita se ahogan en un río. Lloro por las flores que mueren. Sonrío por las flores que nacen….

lunes, 19 de septiembre de 2011

GIROS


Girlflower: Lilya Corneli





I
Oigo pasos
Tu cuerpo goteando por la casa
Te sigo juguetona
metiéndome en los charcos
chapoteando el reflejo de tu sonrisa

II
Me arrancas la cordura
como un vestido de topos
Mi corazón de invierno toca a rebato
se quiebra su coraza de escarcha
comienza el deshielo
y lagrimean las nieves
Arpegio manos de primavera
sobre tu torso de hierba
(caricias florecen en margaritas)
Las escuelas abren sus puertas
los niños salen en manada
y en sus cometas al viento
vuelan cielos de verano
Mi boca es un nido de otoños
Los besos caen como hojas secas
Al tendernos sobre ellos
crujen

Trompeamos las estaciones
el uno enredado en el otro
giraquetegira

III
El preludio de una estrella
(la primera de esta noche)
cabecea en el borde
de tu chistera de mago
soplas
y asciende
le construyo una cornisa en mi sexo
y se aquieta
y titila

IV
Cuando me tomas
ángeles resbalan en el cielo
sabor a garrapiñadas en la boca



domingo, 18 de septiembre de 2011

SÉ MI NOCHE

Imagen: Cristina Francov


Sé mi noche
Transporta mi desnudez
en un enjambre de estrellas

(Suspiros
destejen
silencio)


Deslízate
sigiloso
como la sombra de un pájaro
Habré de seguirte
por tu rastro de plumas

Deshoja mi boca
Mi carne
Mi sexo
(Flor de lava)
Pétalo a pétalo
hasta la última capa
La que oculta el gineceo rosa

(Jadeos
sonrojan
silencio)


Sumérgete
en ese mar de estambres
Chapotea
Siémbralo de olas
Culmínalo en espumas

(Muere el silencio
al entrechocar de los sexos
que se baten)

Finalmente
sé poema
Negra tinta
sobre mi piel blanca