Imagen: Lilya Cornelli
La niña tenía un pájaro viviendo entre las paredes de su pecho. A veces, cuando la luna se extraviaba en su camino de regreso a la noche, o cuando la brizna de hierba le arrancaba su cuerpo mutilado a la tierra, el pájaro se ponía a revolotear en círculos, llenándole de cosquillas los pulmones. Pero un día, el pájaro extendió sus enormes alas negras, hasta que sobresalieron por sus costados. De tal manera que la niña adquirió el aspecto de un ángel caído, con sus infantiles rodillas magulladas. Entonces supo de la incomprensión y el miedo, no a la caída, sino al momento en el que uno ha de levantarse. Porque así era como su corazón interpretaba el lenguaje involuntario de aquellas alas negras, que no parecían querer aquietarse.
Ocurrió que vinieron unos niños y la ataron a un árbol. Quizás porque temían que, como Ícaro en su vuelo, llegara tan alto que el sol incendiara sus alas. Y las cenizas sólo vuelan mientras las sostiene el viento, luego se caen, y se posan sobre las cosas. Y ellos no querían que la niña-ángel lloviese sobre el mundo. Porque podía ocurrir que, entre todas las flores, una amaneciese con sus pétalos negros, y a las demás se les diera por imitarla. Y aquello contravenía la obra de dios. Hubiesen preferido cortárselas, pero hablaron de una maldición para aquel que tocara sus plumas. No tuvieron compasión de sus lágrimas, pues eran incapaces de admirar el meandro de sal sobre sus mejillas. Y la niña gritó hasta que se halló sola. Llamó por su padre y por su madre. Clamó por aquel dios que nunca acudiría porque desconocía su nombre. Ella se habría excusado diciendo que uno no ha de conocer para amar. Que amar es un mero movimiento del corazón. Empieza y acaba, pero ella no sabía por qué. Lo mismo que el pájaro de su pecho daba círculos, porque no sabía hacer otra cosa, y así era feliz. Y una vez había escuchado a un hombre que decía “dios es amor”. Y ella ¿acaso ella no era amor? Y a cambio había recibido aquellas alas negras, que ¿por qué no decirlo? también amaba.
Cuando llegó la noche la niña se puso a cantar. La luna la acompañaba porque igualmente desconocía el nombre de dios, y tuvo compasión de ella. Pero en el cielo las estrellas le parecían espectros. Y la niña comenzó a temblar. Porque no había ni paredes, ni techo que la protegiesen de la mirada escrutadora de las estrellas. Y sentía que ante aquellos ojos en su pecho se abriría una flor de pecado. Porque sus alas negras le susurraban que el miedo siempre engendra mal. Que el miedo construye cárceles, y cadalsos. El miedo inventa ofensas que acaban en guerras, y en campos sembrados de cadáveres. Y el miedo ata a las niñas con alas a los troncos de los árboles. Sólo porque los demás niños no saben volar.
En la oscuridad, pronto distinguió dos puntos brillantes, fijos en ella. A punto estuvo de desmayarse, sino fuera porque el empuje de sus dos alas negras la sostenía. La silueta de un lobo negro se recortó de la sombra. Con sigilo se acercó a la niña. El lobo debió pensar que, ante aquella extrema palidez, la noche no era más que un marco, una excusa. Comenzó a olfatearla. Su suave lengua restañó la sangre de sus rodillas. La niña respiró aliviada porque imaginó que pronto iba a morir, y deseó que la muerte la arrancara por fin de aquel cautiverio-porque desde que tenía alas lo único que deseaba era volar y volar- y dejaría de sentir aquel dolor atroz de la cuerda-demasiado tensa-rasgando sus muñecas. Pero el lobo lo único que hizo fue observar detenidamente aquellas alas inquietas y enormes, agitándose en la espalda de la niña, y recostarse con el cuerpo en torno a ella, amurallando la noche, y el acecho de las estrellas. Por lo que la niña que era confiada, y estaba llena de amor, pronto sintió-porque la niña nada sabía. Ella se limitaba a sentir…-que ya no habría nada que temer. Y se quedó dormida, en la seguridad de aquel lobo en guardia.
La niña se despertó al amanecer. Aquellas alas tan inquietas le habían otorgado un sueño ligero. Y lo que vio le pareció un milagro, porque a medida que la luz se iba apropiando del mundo, los rasgos de un niño desposeían a aquel ser tendido ante sus ojos, del pelaje y las facciones de lobo. Cuando abrió los ojos, aquel niño que tenía la piel tan oscura como corresponde a todo un señor de la noche, se apresuró a liberar a la niña de sus sogas. En cuanto se sintieron libres, las alas se desplegaron y elevaron a la niña del suelo. Pero ésta las reprendió, y se arrojó en los brazos del niño-lobo. Era tal su palidez que pareció que había sido la nieve quien le había abrazado. Y a partir de ese instante la niña-ángel recorrió el mundo durante el día en compañía del niño, y durante la noche en compañía del lobo. Y aunque amaba volar, y de vez en cuando no podía evitar danzar sobre las copas de los árboles, también le gustaba caminar en compañía de su amigo. Y jamás pensó en ganarse un lugar en el cielo. Ni maldijo haber nacido ángel caído.