Allí, en el bosque donde los sauces lloran, existe un claro en el que las sonrisas infantiles se abren como crisálidas, y de los labios se desprenden mariposas de tenues alas doradas. Es este un hermoso espectáculo que a los adultos les está vedado. Porque sólo la mirada infantil es capaz de percibir el brillo del polvo de oro que las mariposas esparcen en su vuelo, el cual les indica el sendero que deben seguir para llegar al claro del bosque. Este es el lugar al que todos los niños van cuando juegan solos, y en él inventan canciones que conmemoran el estallido de la hoja al brotar en la rama, o conversan con los pájaros en el lenguaje del viento. Construyen cabañas de nubes, e imitan el barrunto del elefante. Sus palabras son los indescifrables trazos de un jeroglífico a los ojos de los adultos, quienes perciben como un misterio el motivo de aquellas risas solitarias. Porque desconocen que el niño en ese momento se encuentra jugando en el claro de las mariposas, junto a otros niños. Lugar en el que una vez estuvieron, pero que han olvidado.
Hubo una vez un niño que nació en el umbral de una guerra. Una de dimensiones desconocidas hasta ese momento, y que pasó a ser conocida como “La Gran Guerra”. Cuando su madre se puso de parto las bombas florecían en racimos sobre el cielo. El primer llanto del niño fue aplacado por el sonido de otra explosión. Una vez los atacantes dieron tregua, el polvo de los escombros se adhirió como una lámina de tristeza a las pupilas de los hombres, sin hacer distinciones de edad, ni sexo. Fue como si aquel bebé hubiese nacido con ojos de viejo. Y durante años vapores de sangre impidieron que los niños conservasen por mucho tiempo la mirada cristalina y eran pocos los que iban a jugar al Claro de las Mariposas.
El niño de los ojos de viejo pronto viajó a un país ubicado en otro continente. En el colegio sus compañeros le hablaron del Claro de las Mariposas, pero, por mucho que lo intentaba, era incapaz de distinguir el polvo dorado que allí conduce, aunque éstas tienen la costumbre de sobrevolar las cabezas infantiles con el fin de atraerlas, incluso las de aquellos niños que no pueden distinguirlas. Comenzó a buscarlo en los libros, y no iba muy desencaminado, porque existen libros que, aunque escritos por adultos, sólo pueden tener su origen en la mirada del niño, como si el ojo todavía conservase ese espectro sensible, capaz de distinguir el hálito de la mariposa dorada, y que al llegar a la adolescencia se desvanece. Durante su infancia su salud fue delicada, por lo que dispuso de mucho tiempo para leer. Las mariposas revoloteaban entre las páginas de sus novelas de aventuras, de aquellos maravillosos cuentos ilustrados que tenían la majestad del cofre de un tesoro. Pero él sólo era capaz de ver sus sombras sobre el papel, por lo que comenzó a imaginar la presencia de duendes y elfos, quienes tenían la gentileza de hacerle compañía durante su convalecencia. Y cuando por fin regresó a la escuela, ya no experimentó ansiedad al escuchar hablar del Claro de las Mariposas, porque jamás volvió a sentirse solo. Siempre presentía las sombras de aquellos seres fantásticos columpiándose a su alrededor.
Cuando fue adulto, él también se dedicó a escribir, como aquellos otros autores a los que tanto había admirado. Y un buen día, finalizando un libro de cuentos, vio como el tallo de tinta de una de sus palabras florecía, abriéndose en cuatro magníficos y temblorosos pétalos negros, en los que le pareció reconocer la familiar sombra de un duende. Sin embargo esta vez, ante sus ojos, comenzó a llenarse de un resplandor dorado. Como si en la más negra noche hubiese reventado el día. Y por fin el polvo de los escombros de una guerra que había estallado el mismo día de su nacimiento, se desprendió de sus pupilas. Desde aquel día un resplandor dorado adornó sus ojos, pues mucho había sido el polvo de mariposas que se había acumulado sobre ellos, durante los largos días de convalecencia y lecturas, cuando él creía disfrutar de la compañía de duendes y elfos. Su mirada centelleaba ante el tirabuzón del saxofón. Y brillaba con júbilo infantil mientras enfebrecido repartía panfletos durante el Mayo Francés. Y se admiraba con la credulidad del niño ante las palabras de aquellos que se habían erigido en sus faros en ese inmenso océano que es nuestra sociedad, tan sembrado de escollos ante ese barco llamado utopía, en cuyas velas soplan los vientos de aquellos que creen en un mundo mejor y más justo. Por eso los que lo conocían se asombraban de que a pesar de que era un gigante, a pesar de que pobló su rostro con una espesa barba negra, a pesar de que ya pasaba de los cincuenta años, la vitalidad y la niñez ardían en los ojos de ese hombre, que ante ellos no daba muestras de haber envejecido-pues es mucho el dominio que ejerce sobre nuestro aspecto la fuerza de nuestra mirada-.Y algunos comenzaron a llamarle Dorian Gray.
En toda su vida jamás dejó de escribir, siempre con aquellas mariposas doradas entre sus dedos. Por lo que aquel niño que nunca había conseguido llegar al claro del bosque donde los sauces lloran, se convirtió para millones de lectores en el sendero que conduce hasta él.
En toda su vida jamás dejó de escribir, siempre con aquellas mariposas doradas entre sus dedos. Por lo que aquel niño que nunca había conseguido llegar al claro del bosque donde los sauces lloran, se convirtió para millones de lectores en el sendero que conduce hasta él.