Imagen: Katja Faith
La mujer se contempla en el espejo, y ensaya sobre su superficie un rictus de muerte. Mira directamente a los ojos a aquélla que nunca ha de ver. La cuestiona sobre el amor y la vida. Sobre la aspereza de las persianas bajadas en el apartamento. Sobre la imagen que con un ruido de uñas araña sus ventanas, sin ímpetu suficiente para romperlas y entrar. El mundo se ha quedado fuera pero ¿a dónde ha ido a ovillarse la vida? La mujer siempre se ha sentido como una caja de cerillas. Ahora la mayoría están húmedas y la posibilidad del fuego le parece un milagro. Pero hubo un tiempo en el que su cuerpo era lumbre. Y ella nacía a la primavera y al otoño. Sentía un peso en las ingles que la anclaba a la tierra, y todavía era capaz de experimentar el espanto ante las cosas. Su ser era un abrevadero al que los hombres venían a calmar la sed que no se nombra. Y en el que las mujeres se lavaban las partes íntimas. Y ella se sentía girar y girar, aunque continuaba quieta. El polvo de los cuatro puntos cardinales brillaba perennemente entre sus manos, y asía al instante, con brío, por los cabellos. Atesoraba con mimo, en una cajita, luces y sombras. El cielo venía cada noche a reflejarse en su quietud, y dormía acunada por un bullicio de estrellas. Hoy todo era un insomnio sin sueños. Un viajar sonámbula por corredores deslomados. Un dolor sin herida. El rostro de sus amantes jamás aparecía ante ella. Hubo un tiempo en el que unos rasgos se superponían a los otros. Y las células de su cuerpo exudaban amor. Y el torrente de su sangre sonaba como un enjambre de abejas. Pero en algún punto entre ella y el horizonte la araña se volvió tela. Y ahora pende olvidada en un rincón de alguna habitación. Con dos ojos ciegos atorándole la garganta. Y ya ni siquiera el olor a pan caliente consigue arrimarla a aquélla que algún día fue.