Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


miércoles, 22 de junio de 2011

POEMA PARA UN IDIOTA

Cuando un amor se acaba
En algún lugar hay una rosa que muere
Una estrella se apaga en el cielo
La cuenca de un ojo ha quedado vacía

Mi corazón es grande
Casi enorme
Pero mal que me pese
No existe ni el más mínimo espacio
Para un nuevo idiota en él
Así que sin piedad
Te arranco
Ahí te quedas

Postdata: Devuélveme mis gemidos!!!

EL ZAHORÍ (o sobre los manantiales interiores)


Imagen de la película "El Sur" de Víctor Erice

La idea para este cuento tiene su origen en un delirio producido por el último poema del Nido de Serpientes. http://elnidodeserpientes.blogspot.com/2011/06/mision.html
Particularmente en estos dos versos:
"dale agua de tu íntima corteza
a toda esta sed"

Sería tedioso establecer la concatenación de pensamientos que hicieron que tales versos derivasen en esta prosa. Simplemente (como considero es de recibo) detallo y agradezco su origen...

A Darío



El Zahorí era un hombre oscuro. Ojos oscuros, tez oscura, el largo pelo lacio y oscuro….Como contraste, sus ropas eran claras y holgadas, de un desvaído color arena, y flotaban al viento con la apariencia de una tormenta en el desierto. Se sentía merodear un halo de taciturnidad en torno a su persona, y había un rescoldo salvaje en el fuego de su mirada. Silencioso, casi se podría decir de él que era un “hablador de gestos”. Si estaba conforme esbozaba una amplia sonrisa, mostrando una hilera de blancos y relucientes dientes, que resaltaban entre los gruesos labios casi de color marrón. Si las sensaciones eran negativas aquel rescoldo salvaje de sus ojos parecía contraerse, hasta apagarse. Entonces le miraban a uno como espectros en vez de ojos. Y sabido es que si esto sucede, repetidas veces, uno corre el riesgo de terminar exiliado, del lado de las sombras.

Por estas, entre otras razones, cuando el padre ordenó a Diego que acompañase al Zahorí, bien temprano en la mañana, para transportar el instrumental necesario en el desempeño de sus tareas, trató de desembarazarse balbuceando inconexas excusas, a pesar del respeto del que se investía el padre en esas ocasiones. Claro que después de haber sido expulsado temporalmente de la escuela por haber marcado rabiosamente sus dientes en la mejilla del hijo del Señor Alcalde, no había excusa válida para el escaqueo. Cada mañana, bien temprano, partía junto con el zahorí, a examinar concienzudamente las tierras que estaban del otro lado del Río Seco.
El pozo que utilizaban para regar las huertas y los pastos que producían el alimento del ganado, parecía a punto de exhalar su último y húmedo aliento. Aquel era un territorio agreste. Los campos de color parduzco semejaban repeler el agua de la lluvia, que nada más caer parecía evaporarse, en vez de filtrarse, y nutrir aquella tierra que permanecía tan agrietada y árida como habitualmente. Diego pensaba que era impermeable. Cuando la observaba presentaba el mismo aspecto que la piel de los lagartos.

Durante los primeros días todas las horas resultaron estériles e improductivas, tanto como aquellos campos sedientos. Diego se dedicaba a seguir al Zahorí, quien sosteniendo una vara metálica, analizaba cada centímetro de suelo, en silencio y transido, como escuchando los signos de un lenguaje oculto y desconocido. Sólo en las ocasiones en que los pasos de Diego se elevaban, torpes y audibles sobre el silencio -que parecía indispensable para la comunión entre el Zahorí y las ondas electromagnéticas-este se volvía a mirarle, con aquellos ojos en los que los rescoldos semejaban carbunclos. En esos momentos Diego se quedaba inmóvil, como atravesado por la mirada petrificadora de Medusa.

De vez en cuando el Zahorí parecía advertir una anomalía, como una rugosidad en el aire, y podía ver como acariciaba su lomo invisible con la mano, y entonces le pedía que sacara un nuevo instrumento de su bolsa. Se trataba de un extraño péndulo dorado, que sostenía en el aire, durante varios minutos, que a veces circundaban la hora. Pasado un tiempo que sólo el Zahorí sabía determinar, los rescoldos de sus ojos parecían apagarse, y entonces Diego procuraba apartarse de su vista, no fuera ser que aquellos ojos sin luz acabaran por condenarle definitivamente a las sombras.

Todo continuó de este modo, sin apenas ningún cambio aparente, y sin que la ansiada veta de agua asomara, hasta el día en que Diego presenció el encuentro del Zahorí con la prima Julia.

La prima Julia casó joven. Y enviudó, joven también, a los pocos meses de haber casado. El marido murió en el frente. Y a la prima Julia la vistieron con un sudario-al menos eso es lo que había sentido la madre de Diego al verla tornar sus ropas habituales por aquellas que únicamente se veían, en ocasiones, cubriendo los cuerpos de las mujeres más ancianas del pueblo- negro, de luto. Aun así era bella, con aquel rostro pálido, casi etéreo, resaltando entre la fúnebre vestimenta. Aquella tristeza que conmovía, que la convertía ante los ojos de Diego en una virgen, en una mártir, no conseguía oscurecerle el rostro. Como si en ella estuvieran bien delimitadas las zonas de sombra de las zonas de luz. En la inocencia de sus doce años, la prima Julia encarnaba para Diego todo lo divino, venerable y milagroso que hay en la mujer con la que descubrimos el primer y silencioso amor.

La prima Julia salía todas las noches, hasta bien entrada la madrugada. Todo el mundo sabía que iba a rezar a la tumba del marido muerto. Por eso a Diego no le extrañaba escuchar el sonido de la puerta abriéndose, en la habitación contigua a la suya. Sólo con el tiempo comenzaron a distraer sus pensamientos aquellas ausencias, al percatarse de que cada día eran más prolongadas.

En una ocasión se despertó en medio de la noche. Algo entrevisto en el propio sueño le había perturbado. Volvió la vista hacia la ventana y contempló la pequeña casa en la que vivía el Zahorí-casa que en tiempos más prósperos había sido asignada al servicio, pero que en la actualidad, al estar vacía, era ocupada por eventuales huéspedes-durante el tiempo que durase la estadía con su familia. Aunque era muy tarde, a través de los cristales podía ver el siniestro resplandor que arrojaban la luz de varios candiles encendidos en la habitación donde sabía que dormía el Zahorí, pues el mismo iba allí cada mañana a recoger la bolsa con los aparejos. Se precipitó fuera del lecho y tanteó en la oscuridad en busca de sus zapatos. Preso de un impulso febril bajó las escaleras y salió de la casa, procurando no despertar a los durmientes de las habitaciones vecinas. Una vez fuera se dirigió hacia la casa del Zahorí. Era una noche calurosa, y como aquella casa solía caldearse excesivamente, la puerta principal, o por descuido o para dejar que penetrara el fresco de la noche, estaba entornada. Diego no dudó en mirar a través de ella. Lo que vio, en un primer momento, le hizo retroceder. Pero a continuación su curiosidad se sobrepuso a su sorpresa. En el lecho iluminado por multitud de velas encendidas a su alrededor, recostada, se hallaba una mujer desnuda, cuya blanca piel refulgía como la luna, en cuyo resplandor virginal e inmaculado pudo reconocer los inconfundibles rasgos de la prima Julia. Incorporado, junto a ella, vio el cuerpo oscuro y elástico del zahorí, también desnudo, sosteniendo el péndulo dorado que tan bien conocía, a cierta distancia del vientre sinuoso de su prima. Diego se quedó observando un rato el péndulo oscilante sobre aquella piel que ahora lucía dorada, como contaminada por el brillo del metal. Al instante siguiente sintió una punzada de emoción en el pecho, y al alzar el rostro pudo ver los ojos del Zahorí clavados en su rostro. Pero enseguida éste se volvió, pareciendo relegarlo al olvido más absoluto. El péndulo en continuo movimiento, iba descendiendo lentamente. El cuerpo de la prima Julia estaba inquieto, y por momentos daba la sensación de debatirse en espasmos. Si no fuera porque estaba embargado de miedo, hubiese traspasado el umbral y se habría arrojado sobre el Zahorí, para impedir que continuase con lo que fuera que estaba haciendo. Sin embargo, en un momento en el que un movimiento del Zahorí puso a su alcance la visión del bello rostro de su prima, le sorprendió ver una expresión de éxtasis que le era desconocida en ella. Tal vez aquello que estaba ocurriendo ante sus ojos no era malo, pensó. El movimiento del péndulo comenzó a ralentizarse, y por fin, se paró sobre el lugar donde Diego intuía que estaba el sexo velludo de la prima Julia. El Zahorí murmuró algo de lo que Diego apenas logró entender las palabras “sed” y “agua”. Y sin más sumergió la cabeza en esa grieta tan desconocida y misteriosa para él, de la que en algunas ocasiones hablaba a hurtadillas y entre risas con los compañeros de escuela. Las manos negras del Zahorí sujetaban las piernas separadas de la prima Julia, que parecían erguirse como los dos pilares de un puente, o como el umbral de una puerta nunca antes franqueada. Y por un momento pensó que estaba presenciando un combate, o un ritual de canibalismo, en el que la oscuridad vencedora parecía arrojarse sobre la luz para engullirla. O quizás fuera al revés, se dijo…

Al día siguiente, cuando bien temprano tuvo que emprender el largo camino hacia sus tierras, junto con el Zahorí, todavía tenía prendidas en las retinas las imágenes hurtadas a la noche. Iba cabizbajo, avergonzado por lo que había presenciado, y temeroso de las represalias que el Zahorí pudiera tomarse. Cuando ya les separaba una cierta distancia de la casa, éste-cosa poco habitual en él- entabló conversación.

-¿Sabes muchacho? En este mundo no existe nada más parecido a la madre tierra, tanto en sustancia como en materia, como el espíritu y el cuerpo de una mujer.... Por eso la mujer, entre todas las criaturas debería ser venerada. Sin embargo el hombre, y sus miedos, han tenido la necesidad de dominarlas a ambas. Ha talado sus bosques y arrasado sus montes. Ha construido diques y presas. Le ha comido terreno al mar para construir sus ciudades, sus casas, sus caminos…Todo esto lo ha hecho tanto con la mujer como con la madre tierra. ¿Entiendes?- le preguntó, y esta vez sus ojos tenían de nuevo aquel resplandor vivaz y llameante.

-Sí-dijo titubeante-creo…

-Lo que los hombres ignoran, en ese afán supremo de dominación es que, así como en la tierra, lo más bello y estimable de una mujer no está solamente en la superficie. En el cuerpo de una mujer, lo mismo que en las distintas capas de la tierra, existen corrientes subterráneas, manantiales escondidos, y un núcleo hirviente en estado líquido. La mayoría de los hombres, debido a sus miedos, y sus torpezas, desconocen cómo han de hacer para llegar a la fuente. Lo mismo que permanecen ciegos y sordos a los sonidos y cambios en la superficie de la tierra, y necesitan al zahorí para hacer brotar sus pozos. Pero el zahorí no es un ser extraordinario, esos son supersticiones de viejos…. Solamente heredó los ojos y los oídos que tuvieron los primeros hombres. Es conocedor del secreto que hace aflorar el agua de las entrañas de la tierra, y el manantial fecundo escondido en el cuerpo de una mujer. Y de esta última fuente, créeme, brota la más dulce y sabrosa de todas las aguas. La única que calma la más torturante e infranqueable de todas las sedes.

Después le explicó que existían mujeres como su prima Julia en las que las circunstancias de la vida provocaban el enfriamiento del núcleo, hasta casi su solidificación. Si esta situación se prolongaba demasiado en el tiempo, corrían el riesgo de agrietarse y volverse tan yermas como aquellas tierras que tenían alrededor. Aquello era una auténtica tragedia. Como una fuente que se seca, o como el inerme cauce sin agua del Río Seco. Por eso era importante que los hombres aprendieran a escuchar, y a ver…

Y una vez dicho esto, recuperó su estado de mutismo habitual.

A partir de aquel día, Diego observó las andanzas del zahorí con otros ojos. Ya no le resultaba aburrido ni monótono el día. Aquel hombre era poseedor de una sabiduría que no era conocida ni por su padre, ni por su tío, y casi se atrevía a decir, que por ningún otro hombre del pueblo. Porque no conocía mujer en la que hubiese tenido lugar una transformación tan evidente como la de la prima Julia. Tanto que él no entendía como aquella podía pasar inadvertida para el resto. Pero para él cada día era más obvio que aquellos ojos que le rodeaban se habían cansado de ver, y aquellos oídos se habían cansado de escuchar. Los únicos ojos que parecían mirar las cosas, eran los ojos del Zahorí, por eso quizás a veces refulgían como carbunclos, y otras parecían apagarse.

Aunque no todas las noches, sí que en bastantes ocasiones volvió a la pequeña casa del Zahorí, y observaba el del péndulo y otros misteriosos rituales desde la puerta-así como durante el día observaba al Zahorí en su búsqueda de las corrientes internas de la tierra-, que curiosamente siempre estaba entornada.

Así transcurrió el tiempo, hasta que un día, mientras el Zahorí manipulaba el péndulo sobre la tierra-y Diego fantaseaba con aquella visión del metal dorado contaminando con su dorado resplandor la blanca piel desnuda de la prima Julia-, sorprendió una mirada que nunca antes había visto iluminar sus ojos. Fue un destello muy breve, de satisfacción y de júbilo. Pero al momento pudo entrever una pequeña sombra que acabó por apagarlos.

Al día siguiente comenzaron las tareas de extracción, y en breve el pozo estuvo funcionando. Por supuesto el Zahorí no había errado, y venía bien surtido de agua.

Diego lamentó la partida del Zahorí. Por él, porque se había habituado a los días silenciosos y serenos, transcurridos calzándose las huellas de aquel hombre de piel oscura, que a veces parecía preservar la calma que conceden siglos de vida, para de noche convertirse en torbellino indisciplinado en aras de otro cuerpo. Y sobre todo lo lamentó por la desaparición de la prima Julia.
La noche del día en el que el Zahorí se marchó a continuar con su labor en tierras lejanas-tierras que Diego se propuso secretamente conquistar en un futuro-la prima Julia salió a dar uno de sus habituales paseos en la oscuridad, para no volver. Diego, como ocurría habitualmente, escuchó el sonido de la puerta de la habitación contigua al abrirse, y una nueva emoción, distinta a la que le embargaba en los últimos tiempos cada vez que escuchaba aquel sonido, se abrió paso en su pecho. Y aunque estuvo toda la noche despierto espiando los pasos de regreso, desde el primer momento supo que ya no la vería de nuevo.

Jamás llegó a averiguar si la prima Julia se había ido tras el Zahorí. Algo le decía que no. Que aquel manantial tanto tiempo dormido en el interior de su ser, y que el Zahorí había despertado, finalmente se habría encabritado, llevándola muy lejos. Y si en algún punto del camino compartió cauce con el Zahorí, ni aquel mismo podría dominar aquel caudal de aguas desbordadas.

Aquel año, al regresar a la escuela, vino un hombre de la universidad a darles una charla sobre orientación laboral. Parecía un hombre sabio, de grandilocuentes argumentos, pero este no supo que contestar cuando Diego, alzando la mano, preguntó si para ser zahorí había de estudiar una carrera de ciencias o una de letras….

domingo, 19 de junio de 2011

LA JOVEN ATRAPA SUEÑOS

Imagen extraída de la web

Hacía años que no tenía un buen sueño. En ocasiones incluso dudaba de que hubiera tenido un buen sueño alguna vez. Ahora sólo le invadían imágenes de pesadilla. Largos pasillos alumbrados con una luz artificial y mortecina, en los que permanecía atrapado, una noche tras otra, buscando desesperadamente una salida. Aunque en el poso del sueño sabía que la salida no existía. Y nunca habría de existir, porque algo le decía que él se había marginado voluntariamente en aquel laberinto de corredores, con la intención de escapar al mundo, a los sueños de una vida jamás soñada. Y así se había visto atrapado en la paradoja-limbo de soñar que se busca algo, cuando en realidad se huye de aquello que supuestamente se busca.
Nunca habría salida porque, sencillamente, el soñador no quería soñarla.

Aquellos pasillos estaban habitados por siniestros moradores. Jinetes sin cabeza, serpientes de fuegos fatuos, aves que portaban en el pico sus alas arrancadas, corceles exhaustos que jamás podrían dejar de cabalgar… Pero lo que realmente le inspiraba pavor era la serie infinita de habitaciones contiguas a los corredores, y que parecían deslizarse a ambos lados, en un movimiento vertiginoso, con la misma inercia de la bola en la ruleta -o más bien a él le parecía el tambor de un revolver, al que se hace girar, consciente de la existencia de una única bala, destinada a alojarse en su cerebro-. Finalmente el movimiento cesaba y una de aquellas puertas abiertas se detenía ante él. Encima del marco se podía leer con letras iluminadas la palabra EXIT, en color de sangre. Entonces él, consciente de su verdadero lugar en lo onírico, se veía impelido a traspasar el umbral. Generalmente aquellas eran habitaciones de paredes grises, en las que apenas había espacio, porque estaban casi totalmente ocupadas por unas estanterías en las que se veían infinidad de carpetas marrones -como aquellas que utilizaban en su trabajo-. Aunque él sabía que no debía hacerlo, finalmente acababa por tomar una de aquellas carpetas y leer el expediente guardado en ella. Los expedientes estaban todos numerados, pero había llegado a la extraña conclusión de que sólo escogía de entre todos, los expedientes cuya numeración correspondía a un número primo. Aquellos expedientes constituían por si mismos los mayores horrores de sus sueños. Pesadillas dentro de su propia pesadilla. En ellos podía verse las imágenes de niños desollados, falanges diseccionadas que contenían en su propia carne corrupta el alarido de dolor que su antiguo huésped había emitido en el momento de haberle sido arrancadas, antiguos y sofisticados instrumentos de tortura desde los cuales los espíritus de aquellos que habían perecido en sus garras le narraban detalladamente las circunstancias de su tormento… Pero los peores de todo eran aquellos sueños en los que su cuerpo mismo se constituía en aquellas estanterías, porque en estos casos se convertía en ser omnisciente en lo que respeta a los contenidos de aquellos funestos expedientes.

Así que finalmente había dejado de dormir. Por las noches leía libros, veía viejas películas europeas, iba apilando montones de pequeñas libretas en las que garabateaba los versos de un poema épico que llevaba años escribiendo y que recomenzaba una y otra vez -esta circunstancia había hecho que sus íntimos se refirieran a él con el dulce y evocador nombre de Penélope. Pero a pesar de sus esfuerzos por mantenerse distraído podía ver como el sueño le acechaba. Y a veces el amanecer lo encontraba acorralado, sobre la cama, con una mano crispada en lo alto como tratando de evitar la irrupción del sueño. Que definitivamente siempre vencía.

En el trabajo se sentía cansado y distraído. El agotamiento le había dibujado dos enormes ojeras alrededor de los ojos. En ocasiones estaba irritado, aunque su temperamento era por naturaleza dulce. Y a pesar de que siempre había sido un ser apasionado, la falta de descanso había terminado por desdibujar los contornos de aquellas cosas que en su día habían fomentado su pasión. Siempre le habían gustado mucho las mujeres. Sobre todo lo que le gustaba era la seducción. Pero ahora ya no recordaba la última vez que había sufrido uno de aquellos enamoramientos, en otra época tan frecuentes. Era como si las circunstancias de sus noches fueran invadiendo sus días. Y finalmente no había días, ni pasión, ni vida…

No podía precisar cuando había sido la primera vez que le habían hablado de ella. Quizás fue alguien de la oficina. Seguramente López que dándole una palmadita en la espalda el habría dicho “tienes mala cara. Debes hacer lo posible por dormir. Ponerte en manos de una profesional. Una de esas jóvenes “atrapa sueños””. La verdad es que a él todo aquello le sonó a brujería, o vudú. Y además del abusivo importe del que le informaron en la agencia, no le apetecía tener a una extraña viviendo en su casa. Llevaba muchos años habituado a aquella soledad, a la armonía establecida a través de un desorden minuciosamente elaborado por los días y las cosas. No quería que nadie rompiera aquella armonía, pero estaba desesperado. Así que llamó, y un día la “chica atrapa sueños” llamó a su puerta. Era una joven alta, flaca, con mirada escrutadora y un color de ojos inquietante. Permanecieron en silencio, mientras ella parecía examinarlo todo. Los muebles, los armarios, las fotos, la vajilla…Cuando él la condujo al lugar destinado como habitación, ella le contestó que no era necesario, que debían dormir en la misma cama. Estuvo a punto de echarse atrás, de decirle que lo sentía, pero que ya no requería sus servicios. Sin embargo se quedó atrapado por la luz cambiante de su mirada. Por la movible superficie de su pupila que le recordaba a la turbación del agua cuando se ve invadida por una brisa; o alguien le arroja una piedra, y entonces estalla en múltiples círculos concéntricos. Ella adivinó, y el esquivó cobardemente su mirada.

-No se preocupe, a todos les ocurre lo mismo. A mis ojos asoman los sueños de los otros, aquellos que alguna vez hube atrapado. Una amalgama de imágenes oníricas da esta extraña apariencia a mis pupilas. Pero eso no debe producirle desconfianza, ni desasosiego-dijo ella-. Es lo peor que puede ocurrir en casos como el suyo.

Le explicó que su labor consistía en hacerse con el sueño negativo y dejar que los sueños positivos afloraran con naturalidad. Las pesadillas actuaban como un tapón que conseguía que las imágenes hermosas que viven en el subconsciente permanezcan atrapadas, aisladas. Seguramente habrían aparecido subrepticiamente, y poco a poco se habían posesionado en todos sus flancos. Y ahora ejercían de tiranas en sus sueños, y finalmente en su vida.

La joven era agradable. Pidieron unas pizzas y cenaron juntos, charlando en el sofá. Ella le informó de que las imágenes del sueño eran privadas, y jamás podrían ser reveladas a los otros. En el contrato existían terminantes clausulas de confidencialidad, al respecto. Si lo hacía perdería su don. Recordaba tenerlo desde niña. Como cada noche le había sido más y más difícil conciliar el sueño, y aquellas imágenes que la cercaban en la oscuridad. Al principio se había sentido aterrorizada ante las formas espantosas. Pero también era capaz de ver otras hermosísimas, que le producían éxtasis y arrobamientos. En especial le habían desazonado las imágenes eróticas de algunos sueños. Normal en una mente infantil como la suya. Tardó un tiempo en hablar con sus padres. Pero la madre, viendo el estado febril y casi sonámbulo en el que permanecía durante el día acabó por adivinar lo qué le pasaba. Había una tía suya que tenía el mismo don. Parece ser que no hay mucho que hacer en esos casos. Cuando una joven manifiesta los síntomas ha de viajar hacia el lugar donde le ayudan a dominarlo, y le enseñan a hacer ovillos con las imágenes de pesadilla de algunos sueños, y así permitir que las imágenes positivas pasen al soñante. Ella no era otra cosa que un filtro, o un tamiz. No eran muchas las que poseían este don, pero se tenían datos que parecían confirmar que no era algo exclusivo de la era moderna-aunque sí, con el advenimiento de la industrialización se sabía que las pesadillas habían aumentado, tornándose cada vez más sofisticadas, posesionándose de la vida inconsciente de las personas. Que inevitablemente redundaba en la propia consciencia-. Así que a medida que las pesadillas iban arraigando en la sociedad, habían comenzado a descubrirse un mayor número de "jóvenes atrapa sueños". En otras épocas muchas portadoras del don-aunque ignorantes de sus atributos y finalidades- se habían trastornado,enloquecido, recalando en hospitales psiquiátricos. O incluso algunas habían terminado siendo pasto de las llamas en la época oscura de la Caza de Brujas.

Llegó el momento de irse para cama. Ella vistió un pijama de color blanco. Le pidió que se acostara, y se sentó a su lado, en el lecho. Comenzó a hacerle preguntas con una entonación casi neutra, en la que sobresalía una cadencia amable, como de canción de cuna. Le inquirió acerca de su infancia, si había sido feliz... Sí, él recordaba haber tenido una infancia muy feliz, llena de mar y bosque.

Cuando despertó ya el sol asomaba por la ventana. La chica estaba a su lado y le miraba con una expresión dulce.

-¿Y bien?-dijo sonriente-. ¿Has dormido bien?

-Sí-contestó medio aturdido. Intentando recordar-,….. las imágenes regresan confusas. He soñado con mi infancia. Cuando cogíamos el remolque de mi abuela... Junto con mis primos nos turnábamos a ver quién tiraba, mientras los otros montábamos en él. Cuando veíamos a lo lejos un desconchado en el asfalto, nos poníamos a gritar “¡Que vienen las peripecias, las peripecias!!!”. Y sí, en el sueño había multitud de peripecias, y era el vértigo previo, y la sensación de libertad plena. Otra vez. Me sentía tan feliz….Hacía tiempo que no recordaba mi infancia. Demasiado tiempo. Ahora me doy cuenta.

Ella le congratuló porque ese era un resultado óptimo, pero aun debería permanecer unas semanas en la casa, con el fin de controlar las pesadillas y que estas no irrumpieran de nuevo del modo en el que lo habían hecho en el pasado. Lo cual no quería decir que no fuese a tener pesadillas nunca más. A los sueños había que dejarles libertad y sólo en casos extremos como el suyo, cuando el malestar onírico acaba invadiendo la vida, era conveniente mantenerlas a raya.

Así se sucedieron los días, las semanas, los meses….Las pesadillas no volvieron, y él se sentía más fuerte y más vivo. La convivencia con la chica, era muy agradable. Le gustaba charlar con ella, cenar juntos de manera informal, en el sofá. Le reconfortaba sentir la presencia de su cuerpo, y aquel peso tibio cada noche, sobre la cama. A veces a su boca asomaba la tentación de preguntarle hasta cuándo sería necesario que se quedara. Pero tenía miedo hacerla reparar en el hecho de que él ya estaba “curado”, y que decidiera marcharse. Y ahora sabía que ya no tenía miedo a dormirse. Seguramente nunca más lo tendría. Sólo tenía miedo al día en que ella se fuera.

Pero ocurrió que en medio de la noche despertó, con la sensación de que algo estaba fuera de lugar. Sintió un cuerpo inmóvil, sólo alterado por el ritmo de la respiración, yaciendo entre sus brazos. Y en la penumbra,sólo mitigada por el resplandor de la calle filtrándose entre las rendijas de la persiana, pudo ver que la “joven atrapa sueños” milagrosamente dormía, y que algún momento de la noche, su inconsciente había decidido abrazarla. Aunque le desconcertaba el hecho de que estuviera durmiendo, todo le parecía relativo ante la presencia de aquel rostro relajado, con los párpados cerrados, como un par de alas que descansan tras la fatiga de innumerables vuelos. Tenía los labios ligeramente entreabiertos, por los que escapaba el aliento. Acercó su rostro que se dejó invadir por aquella sustancia caliente e ingrávida, sumamente deliciosa. Posó sobre ella sus labios. Sintió como si realmente se desprendiera de ellos en aquella experiencia íntima y lacerante de besarla. Los párpados de ella se abrieron. Él se percató, por primera vez, de que sus ojos ya no relucían con aquel extraño brillo. Sus pupilas ya no parecían los recipientes de las imágenes del espanto de los otros. Y sin más continuó besándola, atrayendo hacia si aquel cuerpo delicado y a la vez rotundo, que se insinuaba bajo las sábanas.

La primera noche que la joven atrapa sueños se dio cuenta de que se había dormido, se asustó. Después, cuando él despertó, comprobó aliviada que las pesadillas no habían vuelto. Pero al momento se percató de que finalmente se había curado, y que debía irse de la casa. Aquel pensamiento la hirió, anduvo unos días taciturna e incapaz de decirle nada al respecto. Cada noche volvía a dormir, y es más, cuando antes del sueño, él se dormía, las imágenes de sus sueños no acudían, para que ella las filtrara. Fue consciente de que había perdido el don. Al principio eso la desconcertó, desconocía qué es lo que debía hacer con su vida. Pero mientras en esto pensaba, le sobrevino el sueño. Afortunadamente se despertó antes que él. Se levantó y fue al baño, a mirarse en el espejo. Como había temido sus pupilas estaban vacías. Las pesadillas de los otros ya no eran sus moradoras. Pero sin embargo en su cabeza sintió la presencia de nuevas imágenes. Y supo que por primera vez en mucho tiempo aquellas imágenes se correspondían a las de sus propios sueños. Porque ahora ella tenía sus propios sueños. Y por eso durante días se había callado. Porque sus propios sueños tenían lugar en aquel lecho, y en aquel que cada noche dormía a su lado, y que ahora la despertaba con el dulce fragor de sus labios en los suyos, y que con aquellas manos la arrancaba del sueño y de las sábanas.

EXTRAÑARTE

Al amarte
Todo se hace extraño
Los días
Los cielos
Los pasos
Mis huellas
Los ojos de los perros que me miran
Las voces implacables del asfalto
La serena caída de la lluvia
La rosacea cadencia del atardecer

Mi cuerpo
es extraño
Esta tormenta de sensaciones
es extraña

Todo se extraña
en esta lujuria
de quererte
y no tenerte
De hablarte
y no decirte
De dejar pasar los días
en tu ausencia

Sólo tu presencia
pondrá las cosas
en el lugar correspondiente
Llenará los vacíos
que hay en cada hueco
Restaurará en el silencio
la magia de los nombres
Devolverá a los perros
la voz de su ladrido
Y ninguna de mis huellas
será inmerecida

Ya no será en vano la espera
Ya no inquietará mi mano la muerte
Y juntos tomaremos el pulso de los vientos

Las olas
Las infatigables olas
Las olas
condenadas a la galera de lo efímero
Las olas
amarradas a sus remos
Olas
de aire y de espuma
Olas
de inquieta belleza
Olas
tan diferentes las unas de las otras
Cientos
miles
infinitas
olas

Así es este amor
Cambiante
embravecido
y en constante devenir
Pero siempre el mismo amor
Como siempre el mismo mar

viernes, 17 de junio de 2011

EL LENGUAJE SECRETO DE LAS NUBES

Fotografía: Yauheni Attsetski



Llueve....



Cuando llueve me gusta mojarme. Alzar mi rostro hacia el firmamento para observar las formas imprevistas de las nubes, mientras se deshacen de su deliciosa carga, sobre mi piel sedienta y marchita. Me compadezco de la gente con paraguas. Obstáculo artificioso entre el ser y el cielo, nos transforma por momentos en animales subterráneos, en tortugas indolentes con el techo a cuestas. Sólo me gustan los paraguas cuando son refugio de amor, como un abrazo unificador sobre nuestras cabezas.
Estos días no llueve. El sol se muestra radiante y primaveral. Sólo la fresca e impetuosa caricia del viento, mitiga un poco el calor. Muy de vez en cuando asoman pequeñas hilachas blancas y brillantes, que parecen arrancadas, con los dedos, de la madeja vaporosa de una nube más grande. Ya comienzo a extrañar la lluvia. El golpeteo tenue sobre mi ventana. La música de su lenguaje singular y misterioso, todo hecho de gotas, hablándole a las raíces de mi cuerpo. Sólo yo sé del secreto que se esconde en su código cifrado.
Cuando descubro en el cielo una nube recién nacida, la miro con ojos emotivos, y soplo. Cruzo los dedos para que mi aliento colabore y que disfrute de una vida larga. Si una nube vive lo suficiente puede llegar a abarcar el mundo…… Mientras hago esto, le doy mis instrucciones. Señalo en un mapa imaginario el lugar a donde debe dirigirse. Para llegar hasta él es preciso caminar por los sueños arraigados en siete noches(creo que son los inuits los que miden las distancias en sueños...). Luego le describo con gestos que moldean el aire, los rasgos de aquel a quien deben buscar, de aquel a quien amo. Susurro contra el viento palabras incendiadas y versos extasiados. Le pido que lo proteja, y que lo bese en los párpados. Y luego la dejo ir, triste pero esperanzada.

Yo sé que este ritual que narro, tiene su contrapartida del otro lado. Que él también invoca a los vientos cada vez que ve florecer una nube. Que trata de dirigirla hacia mí con el baile de sus manos. Que inscribe pequeños hálitos de palabras y en cada una de ellas deposita un beso ardiente…

Por eso llevo días invocando a los dioses paganos de la lluvia. Y tiemblo de deseo cada vez que intuyo la presencia de alguna nube. Por eso la próxima vez que las vea aproximarse, negras y tempestuosas, cargadas de (su) humedad, correré hacia allí donde nacen las olas. Me despojaré de mi vestiduras y aguardaré desnuda hasta que estalle el aguacero. Y dejaré que empape mi piel con esos signos mágicos del lenguaje de la lluvia. Aquellos que él y yo hemos pactado. A los que el resto del mundo permanecerá, inevitablemente, ciego.

jueves, 16 de junio de 2011

SOBRE CONVERGENCIAS Y COMUNIONES

Quiero quebrar todas las líneas de tu piel deslavazada
y colorearte más allá de tus márgenes
(Como hacíamos con los plastidecores cuando éramos niños)
Restañar tus perfiles hasta que te hagas sangre
y columpiarme en tus aristas
TAN ALTO
como para abrir con la alegría de mis pies los párpados del cielo

Y que ya no haya límites en nuestras convergencias

Quiero el viento verde de tu aliento en mi boca
la voz salada de tus versos en mi oído
Y sentir que el mar se ha instalado definitivamente en mí
Como si hasta ahora no hubiese sido más que la carne vacía
de una caracola carente de sonido

Quiero tu olor desnudo
Combatiente de mil batallas
Sudores
Fragores
Secreciones
Heridas
……
La irrupción violenta
en mi galaxia
del astro incandescente de tus ingles

Y volatilizar de una vez por todas
ese “casi”
de esa comunión “casi” perfecta
De la que en ocasiones me hablas…

miércoles, 15 de junio de 2011

GENTES MENGUANTES


Al despertarse aquella mañana, la noche anterior se le precipitó encima, aplastándola con el peso de sus imágenes. De repente, sin él, su lecho le pareció inmenso. Como un océano blanco de sábanas y pliegues, en el que ella era un solitario albatros con el ala rota. Fue consciente de que sus palabras de ayer habían sido duras, perversamente amargas. Pero sólo buscaba una reacción, ser para él como esa patada que te despierta del sueño. Él la había mirado con aquellos ojos insondablemente tristes, desprovistos de luz y de vida-unos ojos que parecían haber decidido morir hace tiempo-, lo que había acabado por enervarla. Le había gritado que recogiera sus cosas y se marchara, que no soportaba verle más. Él, con aquel modo indolente que tenía para ejecutar cualquier acto, sacó la bolsa del armario y comenzó a llenarla con sus ropas. Afuera la tormenta arreciaba, era el inicio de la ciclogénesis explosiva con la que los informativos habían estado bombardeando toda la semana. Durante la tarde incluso se habían reído juntos del pánico de las gentes, quienes colapsaban los supermercados, con sus carros humeantes de alimentos, como si se encontraran a las puertas de la más inminente amenaza nuclear. Habían imaginado que todo aquello no era más que una estrategia de los supermercados para disparar las ventas. Así como quienes argumentaban que la gripe A había sido un bulo de los laboratorios farmacéuticos para llenarse los bolsillos con la venta de vacunas. Y ahora no podía establecer la cadena de hechos que los había llevado desde esas carcajadas cómplices, a aquel intercambio de palabras lacerantes. Ella era La Estocada de Nevers. Directa y limpia al entrecejo. Al finalizar cada una de sus frases veía siempre aquella gota de sangre sostenida en el pentagrama de su frente. En otro tiempo habían sido como Nevers y Lagardere, defendiéndose del mundo, espalda contra espalda. Conscientes de que aquella acción bélica a la desesperada podía costarles las vidas. Sin embargo, finalmente, habían vuelto sus espadas para atacar el flanco del otro. Siempre terminan siendo demasiado fugaces las alianzas perpetradas contra el mundo.
Habían decidido que pasaría la noche en el sofá. Y ahora bendecía la ocasión que le brindaba la tormenta que le había retenido. Aun estaría a tiempo de pedirle perdón, restablecer la concordia y celebrar la paz con sus sexos. En ese momento él entró en la habitación, y sin siquiera mirarla, recomenzó a preparar la maleta. Ella dijo su nombre, pero él no pareció escucharla. Continuó ensimismado en la tarea de separar camisas y calcetines. De pronto sintió que un vértigo la sacudía, como ese vacío que nos sobreviene durante el sueño. Porque ella pensaba que en los sueños nunca caemos, sino que es el vacío el que cae en nosotros. Y le pareció que él se hallaba muy lejos, a una distancia imposible de abarcar con una mirada. Se incorporó en la cama. Desde aquella posición, la figura de él, asomando a través de la puerta entreabierta del armario, le pareció la de un gigante. Se puso de pie, y miró a su alrededor, ¡le pareció que apenas se levantaba un palmo sobre el lecho! Volvió a llamarle, gritó su nombre, pero él ni se inmutaba, y mucho menos se volvía a mirarla. Ella dirigió una mirada a su alrededor y le pareció que toda la habitación había aumentado su tamaño. La lámpara del techo semejaba ahora tan lejana como el sol, gravitando en un cielo de escayola. Se volvió, y allí en el fondo, sobre la mesilla, vio algo que le sugirió una idea. Comenzó a caminar sobre la cama, donde las sábanas y la manta se esparcían en sinuosas dunas, cuya superficie trataba de vencer ayudándose de sus manos. Pero cuando se sentía a punto de coronar la cima, de nuevo se resbalaba hacia abajo, y tenía que volver a empezar. Así que buscó alrededor y vio en uno de los laterales una abertura entre las sábanas. Se escurrió a través de ella, y comenzó a deslizarse sintiendo la tela blanca sobre sus espaldas, y de pronto no le pareció tan liviana como habitualmente, sino que se sintió oprimida por el peso de tanta blancura. Continuó reptando, con el vientre pegado al colchón y al cubrecama, divisando a lo lejos la luz que le indicaba el camino que tenía que recorrer. Por fin, tras lo que a ella le pareció una eternidad, su cuerpo se deshizo de las sábanas. Al incorporarse miró hacia atrás, temiendo por un momento que él ya se hubiera marchado. Continuaba allí. Suspiró aliviada. Ahora quedaba lo que le pareció lo más duro: tratar de trepar por la almohada. Lo intentó por varias veces, y, finalmente, consiguió subir. Había sido más fácil de lo que había pensado. Lo difícil era mantener el equilibrio sobre ella, pues cada dos por tres se resbalaba o su cuerpo se inclinaba hacia los lados. Extendió los brazos como cuando en la escuela se subía a la barra de equilibrios, y respiró hondo antes de continuar la marcha. Al llegar al final se dio la vuelta, se puso de rodillas, y agarrándose con fuerza a la almohada, descolgó su cuerpo. Comenzó a balancearse ligeramente, y a la de tres se dejó caer sobre la mesilla que estaba a una corta distancia. En la caída se hizo daño en un pie, y se estuvo un rato antes de poder levantarse. Miró hacia él, y vio que ya no le restaba demasiado tiempo para acabar de preparar la maleta. Así que corrió hacia su objetivo, que no eran otro que las llaves del coche de él, que descansaban en la mesilla, y comenzó a empujar con todas sus fuerzas. Calculó que con un pequeño esfuerzo, el manojo de llaves caería al suelo, y con el ruido que harían al golpearlo-porque él tenía un montón de llaves, algunas que abrían cerraduras de casas o puertas que ya no existían-él acabaría por volverse y por fin la vería. Empujó, y empujó, hasta que por fin sintió como las llaves cedían y eran engullidas por la fuerza de la gravedad. Justo a tiempo porque parecía haber acabado de hacer la maleta, tan solo le faltaba cerrarla. En efecto, se interrumpió al escuchar el sonido, y se dirigió hacia la mesilla para ver qué lo había provocado. Entonces, antes de mirar hacia ella, se percató de que las llaves estaban en el suelo, y se agachó a recogerlas. Por un momento sus ojos parecieron posarse sobre ella, pero enseguida se dirigieron hacia abajo. Ella volvió a llamarle, con todas sus fuerzas, y a él su voz debió parecerle similar al zumbido de una mosca, porque le dirigió un manotazo, que la hubiese golpeado gravemente de no ser que tuvo los reflejos suficientes para precipitar su cuerpo sobre la mesilla. Con frustración vio como él se levantaba de nuevo, y sin más le dio la espalda. En un último arresto de coraje, comenzó a bajar de forma temereraria por la mesilla, utilizando como apoyo las juntas de los cajones. Aquello le llevó mucho tiempo. Tanto, que cuando apenas unos centímetros separaban sus pies del suelo, escuchó el ruido de las maletas al cerrarse. Sin reparar en la distancia, saltó, y apenas sintió el dolor que en su pie derecho había dejado la caída anterior. Comenzó a correr. Decidió acortar distancias, tomando el camino de debajo de la cama. Miró hacia arriba y vio las tablas del somier, reparó en que alguna parecía a punto de romperse, tendría que buscar otras que las reemplazaran. Cuando ya escuchaba el ruido de la puerta de la habitación al abrirse, salía de nuevo a la superficie. Al llegar a ella se la encontró cerrándose en sus narices. Ahora sí que ya nada podía hacer. Se apoyó en ella, rendida, golpeándola con aquellos débiles nudillos que nunca nadie podría escuchar. Sintió deseos de llorar, pero de pronto se dio cuenta que su mano izquierda estaba tocando algo. Suspiró de alegría. Aquello no era otra cosa que el picaporte. Había recuperado su tamaño, y ahora sí, podría abrir la puerta y correr hacia él para pedirle perdón. Entonces pudo escuchar un sonido que llegaba de la calle. Era el motor de un coche que se alejaba, a gran velocidad.