Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


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miércoles, 15 de junio de 2011

GENTES MENGUANTES


Al despertarse aquella mañana, la noche anterior se le precipitó encima, aplastándola con el peso de sus imágenes. De repente, sin él, su lecho le pareció inmenso. Como un océano blanco de sábanas y pliegues, en el que ella era un solitario albatros con el ala rota. Fue consciente de que sus palabras de ayer habían sido duras, perversamente amargas. Pero sólo buscaba una reacción, ser para él como esa patada que te despierta del sueño. Él la había mirado con aquellos ojos insondablemente tristes, desprovistos de luz y de vida-unos ojos que parecían haber decidido morir hace tiempo-, lo que había acabado por enervarla. Le había gritado que recogiera sus cosas y se marchara, que no soportaba verle más. Él, con aquel modo indolente que tenía para ejecutar cualquier acto, sacó la bolsa del armario y comenzó a llenarla con sus ropas. Afuera la tormenta arreciaba, era el inicio de la ciclogénesis explosiva con la que los informativos habían estado bombardeando toda la semana. Durante la tarde incluso se habían reído juntos del pánico de las gentes, quienes colapsaban los supermercados, con sus carros humeantes de alimentos, como si se encontraran a las puertas de la más inminente amenaza nuclear. Habían imaginado que todo aquello no era más que una estrategia de los supermercados para disparar las ventas. Así como quienes argumentaban que la gripe A había sido un bulo de los laboratorios farmacéuticos para llenarse los bolsillos con la venta de vacunas. Y ahora no podía establecer la cadena de hechos que los había llevado desde esas carcajadas cómplices, a aquel intercambio de palabras lacerantes. Ella era La Estocada de Nevers. Directa y limpia al entrecejo. Al finalizar cada una de sus frases veía siempre aquella gota de sangre sostenida en el pentagrama de su frente. En otro tiempo habían sido como Nevers y Lagardere, defendiéndose del mundo, espalda contra espalda. Conscientes de que aquella acción bélica a la desesperada podía costarles las vidas. Sin embargo, finalmente, habían vuelto sus espadas para atacar el flanco del otro. Siempre terminan siendo demasiado fugaces las alianzas perpetradas contra el mundo.
Habían decidido que pasaría la noche en el sofá. Y ahora bendecía la ocasión que le brindaba la tormenta que le había retenido. Aun estaría a tiempo de pedirle perdón, restablecer la concordia y celebrar la paz con sus sexos. En ese momento él entró en la habitación, y sin siquiera mirarla, recomenzó a preparar la maleta. Ella dijo su nombre, pero él no pareció escucharla. Continuó ensimismado en la tarea de separar camisas y calcetines. De pronto sintió que un vértigo la sacudía, como ese vacío que nos sobreviene durante el sueño. Porque ella pensaba que en los sueños nunca caemos, sino que es el vacío el que cae en nosotros. Y le pareció que él se hallaba muy lejos, a una distancia imposible de abarcar con una mirada. Se incorporó en la cama. Desde aquella posición, la figura de él, asomando a través de la puerta entreabierta del armario, le pareció la de un gigante. Se puso de pie, y miró a su alrededor, ¡le pareció que apenas se levantaba un palmo sobre el lecho! Volvió a llamarle, gritó su nombre, pero él ni se inmutaba, y mucho menos se volvía a mirarla. Ella dirigió una mirada a su alrededor y le pareció que toda la habitación había aumentado su tamaño. La lámpara del techo semejaba ahora tan lejana como el sol, gravitando en un cielo de escayola. Se volvió, y allí en el fondo, sobre la mesilla, vio algo que le sugirió una idea. Comenzó a caminar sobre la cama, donde las sábanas y la manta se esparcían en sinuosas dunas, cuya superficie trataba de vencer ayudándose de sus manos. Pero cuando se sentía a punto de coronar la cima, de nuevo se resbalaba hacia abajo, y tenía que volver a empezar. Así que buscó alrededor y vio en uno de los laterales una abertura entre las sábanas. Se escurrió a través de ella, y comenzó a deslizarse sintiendo la tela blanca sobre sus espaldas, y de pronto no le pareció tan liviana como habitualmente, sino que se sintió oprimida por el peso de tanta blancura. Continuó reptando, con el vientre pegado al colchón y al cubrecama, divisando a lo lejos la luz que le indicaba el camino que tenía que recorrer. Por fin, tras lo que a ella le pareció una eternidad, su cuerpo se deshizo de las sábanas. Al incorporarse miró hacia atrás, temiendo por un momento que él ya se hubiera marchado. Continuaba allí. Suspiró aliviada. Ahora quedaba lo que le pareció lo más duro: tratar de trepar por la almohada. Lo intentó por varias veces, y, finalmente, consiguió subir. Había sido más fácil de lo que había pensado. Lo difícil era mantener el equilibrio sobre ella, pues cada dos por tres se resbalaba o su cuerpo se inclinaba hacia los lados. Extendió los brazos como cuando en la escuela se subía a la barra de equilibrios, y respiró hondo antes de continuar la marcha. Al llegar al final se dio la vuelta, se puso de rodillas, y agarrándose con fuerza a la almohada, descolgó su cuerpo. Comenzó a balancearse ligeramente, y a la de tres se dejó caer sobre la mesilla que estaba a una corta distancia. En la caída se hizo daño en un pie, y se estuvo un rato antes de poder levantarse. Miró hacia él, y vio que ya no le restaba demasiado tiempo para acabar de preparar la maleta. Así que corrió hacia su objetivo, que no eran otro que las llaves del coche de él, que descansaban en la mesilla, y comenzó a empujar con todas sus fuerzas. Calculó que con un pequeño esfuerzo, el manojo de llaves caería al suelo, y con el ruido que harían al golpearlo-porque él tenía un montón de llaves, algunas que abrían cerraduras de casas o puertas que ya no existían-él acabaría por volverse y por fin la vería. Empujó, y empujó, hasta que por fin sintió como las llaves cedían y eran engullidas por la fuerza de la gravedad. Justo a tiempo porque parecía haber acabado de hacer la maleta, tan solo le faltaba cerrarla. En efecto, se interrumpió al escuchar el sonido, y se dirigió hacia la mesilla para ver qué lo había provocado. Entonces, antes de mirar hacia ella, se percató de que las llaves estaban en el suelo, y se agachó a recogerlas. Por un momento sus ojos parecieron posarse sobre ella, pero enseguida se dirigieron hacia abajo. Ella volvió a llamarle, con todas sus fuerzas, y a él su voz debió parecerle similar al zumbido de una mosca, porque le dirigió un manotazo, que la hubiese golpeado gravemente de no ser que tuvo los reflejos suficientes para precipitar su cuerpo sobre la mesilla. Con frustración vio como él se levantaba de nuevo, y sin más le dio la espalda. En un último arresto de coraje, comenzó a bajar de forma temereraria por la mesilla, utilizando como apoyo las juntas de los cajones. Aquello le llevó mucho tiempo. Tanto, que cuando apenas unos centímetros separaban sus pies del suelo, escuchó el ruido de las maletas al cerrarse. Sin reparar en la distancia, saltó, y apenas sintió el dolor que en su pie derecho había dejado la caída anterior. Comenzó a correr. Decidió acortar distancias, tomando el camino de debajo de la cama. Miró hacia arriba y vio las tablas del somier, reparó en que alguna parecía a punto de romperse, tendría que buscar otras que las reemplazaran. Cuando ya escuchaba el ruido de la puerta de la habitación al abrirse, salía de nuevo a la superficie. Al llegar a ella se la encontró cerrándose en sus narices. Ahora sí que ya nada podía hacer. Se apoyó en ella, rendida, golpeándola con aquellos débiles nudillos que nunca nadie podría escuchar. Sintió deseos de llorar, pero de pronto se dio cuenta que su mano izquierda estaba tocando algo. Suspiró de alegría. Aquello no era otra cosa que el picaporte. Había recuperado su tamaño, y ahora sí, podría abrir la puerta y correr hacia él para pedirle perdón. Entonces pudo escuchar un sonido que llegaba de la calle. Era el motor de un coche que se alejaba, a gran velocidad.