Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


miércoles, 13 de abril de 2011

INSPIRADO EN "FINAL DEL JUEGO"(JULIO CORTÁZAR)




Hará cerca de diez años cuando D. y yo fantaseábamos con la idea de realizar un guión para un corto basándonos en "Final del Juego" de Julio Cortázar. Ahora no podría decir de dónde salió tal ocurrencia, pero sí recuerdo que a ambos nos parecía que la visión propia era la mejor de las dos. Ahora dejo aquí la mía(que nada tiene de homenaje, pues me siento incapaz) en palabras, aun cuando en aquellos tiempos yo la veía más bien en fotogramas.



Lo último que vio, antes de entrar en el portal, fue un pájaro alzando el vuelo, solitario, con sus alas blandas ungidas de luz. Pensó que era una osadía perderse por los aires con este calor, tan próximo al sol, en vez de procurarse un oasis entre las hojas de los árboles…. Abrió la puerta. Se sintió a salvo al recibir un golpe fresco en la cara, como un aliento exhalado por alguna bestia mitológica, que habría sido amamantada por glaciares... En verano los portales son lugares consagrados. Se descalzó y dejó que sus pies se amoldaran a las baldosas. Si no fuera un portal público se hubiera desnudado, aplastando su carne contra el suelo, y así, ofrecida, aguardaría la caída de la noche. Abrió el buzón y allí encontró una paquetito que le enviaba la tía Ruth. “Pobre tía Ruth-pensó-tan mayor y tan solícita”. Lo agitó en el aire para escuchar su dulce gorjeo de cascabeles y comenzó a subir las escaleras. A cada peldaño iba enumerando objetos que podría contener aquella cajita. Quizás se tratara del corazón embalsamado del viejo gato José, que había perdido la última de sus siete vidas hacía un par de años, cuando ya debía de rondar los veinte. O algunos de los guijarros-oráculos sustraídos al lecho del río, y que utilizaban para efectuar el sorteo. Recordó que siempre tenían lástima de los guijarros, tan vivos y relucientes cuando los descubrían entre las enaguas del río, pero, una vez en la superficie, investidos de la pusilanimidad de las piedras. O tal vez no fueran más que los restos del temido bastón de los castigos, que tía Ruth le ofrendaba como muestra de buena voluntad……A medida que iba recitando, agitaba la caja que, contenta, le respondía con su sonido lisonjero. Una vez en su piso dejó el paquete sobre la mesa y comenzó a desembarazarse de la ropa, como si se tratase de una segunda piel totalmente accesoria, que al posarla en el suelo trataba de conservar la postura del cuerpo que había cobijado dentro, pero que poco a poco acababa por desinflarse como un globo. “Lo mismo ocurre con la muerte-pensó-Poco a poco nuestro cuerpo se va desinflando, carente del aire de la vida, que ha escapado por un agujero”
Se dio una ducha fría, sin prisas, disfrutando del agua que buscaba cobijo en las aristas de su piel. Cogió en el armario una camisa de asitas, y tela fina. Luego sacó la limonada del congelador y se bebió un trago largo con el rostro vuelto hacia el techo. Recordó el paquete que permanecía sobre la mesa, buscó unas tijeras en la cocina y sin más ceremonia cortó el cordel. Dentro encontró una serie de papeles plegados. Comenzó a desdoblarlos. Cada uno llevaba una tuerca en su interior, y estaban firmados por la misma persona, Ariel B. Estuvo un tiempo mirándolos con una sonrisa pegada a su boca. Después se acercó al piano y se sentó. Abrió la tapa y le quitó el retal verde que protegía las teclas, dejándolo caer. Sus dedos comenzaron a tantear, despacio. Primero un par de notas que se repetían dócilmente. Después comenzó a deslizarlos por toda la escala, desde los sonidos más agudos hasta los más graves, como si en ese recorrido de derecha a izquierda avanzara atrás en sus recuerdos. Sostuvo largo tiempo pulsado el do más grave,y súbitamente, como si por fin hubiese recordado una melodía largamente olvidada, comenzó a tocar. Sobre las notas se deslizaban con paso ligero las imágenes de la infancia. Un trino y veía como echaban a correr hacia las vías del tren, en un descuido de la tía Ruth y mamá. Una sucesión de notas a contratiempo, y habían efectuado el sorteo que dirimía quién iba a protagonizar el juego, y se encarnaría en actitud o estatua. Con la corona de un si bemol adornaron a Leticia, que aquel día había resultado agraciada. Era sin duda la mejor de las tres. La más grave en las actitudes, la más imperturbable de las estatuas. Tras ejecutar el mismo ritual de siempre, esperaban la llegada del tren, los adioses tras la ventanilla, con los rostros derretidos de expectación. Hasta el día en que comenzaron a llover los mensajes, lanzados desde uno de los vagones, con una tuerca por corazón, para anclarlos al suelo (sí, se decía, el corazón es el que nos ancla a la tierra, en el momento en el que deja de latir nos evaporamos, como la lluvia al contacto del calor). Firmados por Ariel B.
Desde ese día jugaron exclusivamente para él, y aquello fue el principio del fin…quizás porque los juegos, juegos son…y transcurren en una dimensión distinta a la vida. Sendas que se bifurcan y no se deben intercalar…

Sigilosamente, por las rendijas entreabiertas en la persiana, fluían las notas fugitivas, sin que ella hiciera nada por atraparlas. Al llegar a la cornisa se cogían de la mano, y temerarias se lanzaban al vacío, entre risas. Cada nota llevaba como paracaídas un fotograma de sus recuerdos.

En el piso inmediatamente inferior descubrieron una ventana descuidadamente abierta. El joven pintor que apenas unas semanas atrás se había trasladado allí, estaba tan enfrascado en el lienzo que se había olvidado de cerrarla. El calor había penetrado a hurtadillas en el cuarto, y un nimbo de sudor le perlaba la frente. Los ojos le ardían febrilmente, pues llevaba varias noches sin dormir, tratando de dar caza a la blancura indómita de la tela, a la que era incapaz de echar el lazo que es todo primer trazo. Era como si no parara de moverse frente a él y el no pudiera acertar a ensartar su carne, hasta desangrarla de múltiples colores.

Las notas, una a una, fueron penetrando en su cuarto y depositaron un presente en la cabellera de su pincel. Él las escuchó complacido, y de repente, como si la música hubiese activado un secreto resorte interior, comenzó a pintar. Los movimientos de su pincel armonizaban con la melodía. Si moderato, se deslizaba pausadamente. Si allegro, comenzaba a apretar el gesto. Si presto, el ritmo se tornaba delirante. Así continuó hasta bien entrada la noche, obviando que cada línea que goteaba su pincel coincidía con un dedo que suavemente pulsaba una tecla de marfil, en el piso superior.


Meses después ella descubrió una tarjeta roja en la garganta de su buzón. Era una invitación a la inauguración de una exposición de pintura que iba a tener lugar aquella misma semana. En el margen tenía escrita la siguiente frase “sería un placer que viniera, uno de los cuadros que se exhibe lo realicé mientras la escuchaba tocar el piano”. Iba firmada con las iniciales A. B. Recordó que alguien le había comentado que el vecino del piso inferior era pintor. Decidió que no sería cortés no acudir. Así que el viernes se encaminó hacia la galería un poco antes de la hora indicada. Cuando llegó lo primero que vio fue al autor, que sonreía tímido ante el objetivo de los fotógrafos locales. Había unas cuantas personalidades de las que se solían dejar caer por los eventos culturales, y que alguna vez habían acudido a alguno de sus conciertos. Por lo que no tuvo más remedio que saludar, omitiendo, cuando le preguntaban, que desconocía completamente la obra del pintor. La conversación comenzaba a tornarse incómoda, cuando el mismo autor acudió en su rescate. La tomó del brazo, y la condujo hacia uno de laterales de la sala. Ya desde donde estaban se le quedaron los ojos prendidos de un lienzo, que por alguna razón tomó distancia entre los demás. A medida que se aproximaba se percató de que en el la luz era tenue, destilada. Pero lo que realmente llamó su atención fueron las figuras humanas que comenzaron a definirse en la posición central, y una franja, como un río metálico que se dibujaba al fondo. Se llevó la mano al pecho como tratando de sujetar los latidos de su corazón, que brincaba como a punto de saltar de su cuerpo. Y sus ojos se lanzaron a bocajarro, no al cuadro, sino a la plaquita blanca que relucía en el lateral del mismo, y en la que esperaba descubrir el nombre del autor. A.B., recordó “Tiene que ser…tiene que ser”-se dijo.... Álvaro Berride, ponía la placa. Así que aquel no era Ariel B. El Ariel B. que arrojaba mensajes con una tuerca en su corazón desde aquel tren que, hacía tan solo un instante, ella había confundido con un río plateado, a aquellas tres figuras que cuando el espectador las miraba parecían componer tres estatuas en el centro del cuadro.

martes, 12 de abril de 2011

HIDRA




Heracles y la Hidra de Lerna, de Gustave Moreau



A mi madre-con mi más sincera admiración-, y a todas aquellas mujeres que hace que me cuestione cuántas cabezas tienen, porque yo en su lugar ya la habría perdido....(seguramente este no es la clase de cuento que una madre espera que le dedique una hija, pero en fin...)



La primera vez que ocurrió fue poco tiempo después de haber nacido su primera hija. Una mañana al mirarse al espejo, se percató de que tenía una protuberancia en la zona próxima a su cuello. Al principio se asustó, pues le pareció que era demasiado grande como para tratarse de un lunar o una verruga. Fue a junto de su marido que todavía se encontraba en la cama, y procurando bajar la voz para no despertar al bebe, que por fin había vuelto a quedarse dormido, le pidió que la tocara. El contestó que no notaba nada, que probablemente sería el cansancio, o tendría inflamado algún ganglio. Pero no había nada de lo que preocuparse.
Sin embargo ella notaba como día a día aquella cosa no paraba de crecer y crecer…Y con el tiempo se dio cuenta de que iba adquiriendo la forma de una segunda cabeza. Lo curioso era que excepto ella nadie parecía darse cuenta. Al principio cuando salía de casa caminaba con el temor de que de pronto alguien se parase en frente suya, y la señalase con el dedo. Entonces la gente la rodearía y comenzaría a mofarse. Se veía a sí misma como un ser deforme a lo Quasimodo, o la mujer barbuda. Pero con el transcurrir de los días se dio cuenta de que para los demás seguía pasando tan desapercibida como habitualmente. Eso sí, cuando llegó la primavera y comenzó a sacar a su niña de paseo, constantemente la paraban por la calle para contemplarla. Todo el mundo coincidía en que era una muñequita, con aquella nube de pelo negro y unos expresivos ojos verdes que siempre llevaba inmensamente abiertos, como si ya desde la atalaya de su carrito no quisiera perderse un solo matiz del mundo.
Pronto se dio cuenta de las ventajas que suponía tener una segunda cabeza. Cuando su marido, quien era de temperamento fogoso, la apremiaba para que cumpliera con los deberes conyugales, a pesar del cansancio, ella podía satisfacerlo mientras la otra cabeza vigilaba el sueño del bebé, quien permanecía dormidito en la cuna. Lo mismo ocurría durante el día con las tareas del hogar. Podía planchar, cocinar, tender la ropa, mientras la segunda cabeza observaba a la niña que por aquellos días daba sus primeros pasos. Con el tiempo comenzó a sentirse cansada y unas cuantas semanas más tarde, se dio cuenta de que estaba esperando un segundo hijo. Le gustaba palparse la barriga para sentir las patadas del bebé contra su vientre. “Mira, mira…” apremiaba a su marido. “Con esas patadas, seguramente será un niño…y futbolista” le decía su marido esperanzado. Tuvieron otra niña. Cuando la pusieron entre sus brazos supo que el del sexo era un detalle sin importancia. Pero su alegría se disipó un poco al ver el rostro decepcionado de su marido. Seguramente esa misma mañana tendría pensado ir a dar de alta un nuevo socio del Madrid. Pensó en reprochárselo, lo importante era que el bebé hubiese nacido sanito, pero en parte también sentía que era culpa de ella.
A los pocos días de regresar del hospital, se percató que hacia el otro lado de su cuello comenzaba a asomar una nueva protuberancia. Enseguida concluyó que se trataba de una nueva cabeza. Esta vez no se alarmó. Hasta encontró lógico que aquella cabeza floreciera para ocuparse de su segunda hija. Las tareas de la casa discurrían mientras una de las cabezas vigilaba al bebé y la otra a la primogénita, quien afortunadamente era una niña obediente que se iba adaptando paulatinamente al rol de hermana mayor.
Un día su marido se dio cuenta de que en los números de la economía doméstica alguno desentonaba. Ella ya llevaba un tiempo apercibiéndose de este detalle, pero no había dicho nada porque temía que sintiese que le estaba echando en cara el que no gastase bastante. Decidieron que era fundamental que buscara un trabajo, y pedirle a la abuela que se ocupara de las niñas mientras permanecía fuera de casa. Se colocó en una gestoría administrativa, encargada de los trámites de matriculación de vehículos. Al mediodía apenas tenía tiempo para llegar y cocinar para la familia. Afortunadamente, mientras cocinaba, sus otras dos cabezas hablaban con las niñas, le preguntaban qué tal les había ido en la escuela, y las consolaban si habían tenido un mal día. Mientras, su marido leía el periódico, o sesteaba en el sofá, con la tele encendida.
Por las noches, tras alargar la jornada y dejar preparadas las matriculaciones del día siguiente, tenía que preparar la cena mientras ayudaba a la niña mayor a hacer los deberes. Así que entre cazos y sartenes veía por el rabillo del ojo a las otras dos cabezas discutiendo acerca del resultado de una suma, o el nombre de la capital de Ecuador. A medida que las tareas se fueron complicando las discusiones de las dos cabezas fueron subiendo de tono. Todo esto a ella acabó por provocarle migraña. Mientras, el marido permanecía en el sofá, dentro de su campanita de cristal-al menos ella intuía la existencia de esa campanita, pues tenía que preguntarle varias veces antes de que le respondiera si prefería filete o pollo para la cena-, mirando el canal de deportes en la televisión.
A la tercera llegó el ansiado varón. Si este no vino con un pan, al menos vino con una nueva cabeza debajo del brazo. Las migrañas acabaron por tornarse en crónicas. Ahora era extraño el día que no se levantaba con dolor. Una espesa niebla, apremiante, parecía oprimirla siempre en torno a las sienes. Menos mal que tenía a las otras tres que le permitían mantener el equilibrio en aquella vida cada vez más complicada. A medida que los críos iban haciéndose mayores, crecían los problemas. Las notas no eran todo lo buenas que el padre hubiese deseado. Al final, de alguna manera, todo acababa siendo culpa de ella, a la que siempre acusaba de ser demasiado blanda. Se sentía cansada para rechistar, así que permanecía callada con cara de aflicción. Sólo las otras tres cabezas protestaban airadamente. A ella en esos momentos le recordaban a unas serpientes, agitándose, buscando el momento idóneo para atacar, atravesando el aire con su viperina lengua amenazante. Por supuesto él no se daba ni cuenta. Ni por las mientes se le pasaba que alguien pudiera cuestionar su autoridad.
Cuando los niños se encontraban en sus camas, se colaba entre sus sábanas y los abrazaba tiernamente, tratando de compensar la escena de la tarde. Ellos entre lágrimas le susurraban que la próxima vez lo harían mejor. Aunque sabía que indudablemente al día siguiente sus promesas no pasarían de buenas intenciones, no podía evitarlo, su corazón estaba siempre del lado de sus hijos.
Con los años el padre iba hacinando decepción tras decepción, en un lugar bien visible del salón. Sin embargo ella no podía evitar sentirse orgullosa de los adultos en los que se habían convertido. A pesar de que alguno no había finalizado sus carreras. A pesar de que otro había renegado de la fe de sus padres, y se había ido a vivir con su pareja sin haber pasado por la vicaría. A pesar de que transcurrían sus días enfrascados en labores oscuras, grises. Para ella era inevitable concebir la luz cuando encontraba sus ojos. Y sólo ante ellos sentía que el mundo se llenaba de color.
Por lo demás las cosas apenas habían cambiado. Por razones de proximidad-según su marido más bien de comodidad-los hijos seguían comiendo en casa. Su salud era delicada y las migrañas la acuciaban como un ejército invasor e insaciable, que poco a poco se iba haciendo con todo el territorio. Había tenido que dejar el trabajo. Las otras cabezas se habían vuelto perezosas y se pasaban los días jugando al parchís y a las damas, mientras todo el peso de la responsabilidad caía sobre sus hombros. A pesar de eso a ella le gustaba la hora de la comida, porque de nuevo estaban todos juntos. A pesar de los cazos agitados. A pesar de la destreza necesaria para preparar de modo simultáneo tres comidas distintas. El que no quiere pescado, quiere huevo…que si tienes carne y yo prefiero pollo. El marido era el que se había vuelto más sibarita, y nunca consideraba necesario dar las gracias por la comida. O simplemente decir “que bueno te ha salido el plato de hoy”. No podía evitar escuchar los murmullos de reprobación de las otras tres. Ya no recordaba si en ese punto eran tres o cuatro. Lo que sí tenía claro era que cada día tenían un aspecto más parecido a las arpías.
Una noche mientras dormía soñó que las otras cabezas la devoraban. Comenzando por los dedos de sus pies, iban deglutiendo cada centímetro de su cuerpo. No podía moverse, ni gritar, ni hacer nada que impidiera que aquellos dientes pequeños y afilados, como los de una lamprea, rasgaran su carne, que ella misma podía sentir luego bajando por su garganta, porque al fin y al cabo aquellas cabezas eran suyas. En esos momentos, con gran asco, pudo sentir como las palmas de sus manos se disolvían en los jugos gástricos de su estómago. De pronto vio como las tres cabezas se abalanzaban sobre su corazón, al que arrancaron de cuajo, y aun así continuó latiendo en tres pedazos, dentro de sus bocas. No pudo evitar que se le escapara un gritó y las tres cabezas se volvieron hacia ella. La miraron enseñando sus dientes, del mismo modo amenazante que algunos felinos, y rápidamente se abalanzaron sobre su única y original cabeza.
Afortunadamente en ese instante se despertó. Aun temblorosa corrió a la cocina y en el cajón cogió el cuchillo más grande, el que utilizaba para desmenuzar la carne. Corrió al baño, prendió la luz y observó aquellas cabezas que la contemplaban con su mirada oblicua. Sin piedad hendió el cuchillo en la raíz de la primera de ellas, la que había nacido con la primera hija. Esta emitió un grito carente de sonido. Apenas un rasguño seco. La arrojó en el lavabo con el tallo goteando sangre. Procedió del mismo modo con la segunda. Esta sí que grito. El sonido era hiriente, como de piedra horadando el cristal. La dejó junto a su compañera, desangrándose sobre la porcelana del baño. La tercera, quien ya conocía su destino, la miró con ojos implorantes. Alzó sobre su cabeza el cuchillo, y cerró los ojos como para no sentir la estocada. Fue un golpe limpio. Únicamente un suspiro, como un espanto, atravesó su boca. Enseguida la mandó a reunirse con sus compañeras. Volvió a la cocina a coger una bolsa de basura. Cuando regresó, tomó, una a una, cada cabeza. Y las encerró en el sarcófago de plástico negro. Luego fue hasta su habitación y comenzó a preparar la maleta. No tenía ni idea de a dónde partiría.
A cualquier lugar lo suficientemente lejos que pudiera pagar su dinero.

domingo, 10 de abril de 2011

TANGO (anotaciones al margen)

Cuando esta semana decidí publicar Tango, sin haberlo terminado, lo hice en parte por un afán de experimentación y sobre todo para encontrar la motivación que necesitaba para encauzar este cuento que me perseguía desde hace dos meses. La idea nació algunos meses más atrás y creo que un principio era un poco más sencilla. En realidad se trataba de un hombre muy celoso que acabaría asesinando a su propia sombra, a quien con la mirada desvirtuada de los celos acababa viendo como una presencia ajena y rival. Tenía pensado darle un enfoque más fantástico, y como me pareció que era una buena historia para un tango, me fascinó la idea de escribirlo de una forma que imitara en cierto modo el ritmo de un tango. Como durante ese tiempo por las noches estaba leyendo los cuentos fantásticos de Poe (en ningún momento estoy comparando esta narración con los cuentos de Poe, sólo indico que su lectura pudo ser determinante a la hora de elegir el narrador), comencé a escribirlo en primera persona (son muchos los cuentos de Poe en los que el narrador nos cuenta, en tono exaltado y patético, una historia que sucedió en su pasado, pero cuyas consecuencias se dejan sentir de modo fatal en su presente), y desde el primer momento sentí como el narrador se iba haciendo con ella, contándola en un tono un tanto cargante un poco lejos del que yo con el hilo narrativo en mis manos hubiera escogido. Este mismo tono cargante situa la narración en una época distinta del actual, aunque no existen referencias ni de tiempo, ni de espacio. Creo que es el lector quien tiene el derecho de trasladar la historia al espacio-tiempo que el tono le sugiera. Lo que quiero decir es que desde el primer momento esta historia se me escapó. En primer lugar me di cuenta de que hombre y sombra ya no eran la misma persona, sino dos. El narrador era, sin ningún género de dudas, la sombra. Yo no había previsto al personaje de Aníbal. A quien el narrador arroja al mundo en un burdel, que indudablemente tiene sus luces y sus sombras. Lugares de los que yo tengo conocimiento a través de la literatura y el cine, por lo que supongo que están en cierto modo idealizados y no tienen nada que ver con la realidad. Aunque en el fondo mi descripción esté hueca, me conformo con una apariencia de realidad y credibilidad. Aquí creo necesario aclarar, por si acaso existiese algún género de dudas, que la palabra “loba”, la empleo en un sentido positivo, incluso me atrevería a decir que muy positivo. Hablo aquí de una mujer sensual, pero a la vez con un natural instinto de supervivencia que envuelve y protege al débil. Madame Alberta(la loba suprema) es la única que se apiada de Elsa, a quien su familia, católica y de conducta intachable, arroja sin ningún remordimiento a la calle. Así esas mujeres que viven a los márgenes de la sociedad (igual que el territorio de los lobos está en los montes, lo más lejos posible de la mano aniquiladora del hombre), se erigen en salvadoras, y la oscuridad del burdel se convierte en una oscuridad placentaria, cálida y de ensueño. Finalmente aquel que viene de fuera es el origen del desastre (aunque ocurra a manos de Elsa, quien al cabo es el único personaje que nunca tiene oportunidad de elegir, hasta ese momento). Así es como Aníbal regresa el mundo, en lo que se podría decir que en cierto modo es su nacimiento, quizás por eso durante sus primeros años no recuerda nada de ese mundo que se quedó atrás. Lo hace de mano de otra loba. Una loba sabia y vital (vitalidad que luce en sus ojos de niño). Y con el tiempo un adolescente Aníbal regresará al territorio de las lobas, territorio que sólo abandonará de la mano de un hombre. Esta vez el peligro inherente en ese alejamiento no es capaz de advertirlo la siempre astuta Andrea, obviando que ese hombre a quien entrega a su protegido representa lo peor de una sociedad afectada y carente de vida. Entra aquí en juego el papel de una sociedad-sombra, erigida en ese hombre-sombra que acabará por engullir la estela de Aníbal. Cuya luz estalla y ciega al narrador en el momento de su muerte, condenándole para siempre a la oscuridad. La mujer (¿cómo no, si esto es un tango?) acaba por ser el desencadenante.

viernes, 8 de abril de 2011

TANGO (parte final)


Pintura de Ricardo Carpani ¨El último tango del tigre milan



A partir de aquel momento fuimos tres. En los inicios sentía a Margot como una intrusa, pero poco a poco me fui embriagando-más adecuado sería decir envenenando-de su presencia. Las ocasiones en las que debido a sus actuaciones o ensayos se ausentaba, comencé a echarla terriblemente en falta, y la apatía me invadía. En esos momentos Aníbal no dejaba de lamentarse y repetía constantemente que Margot nos insuflaba la vida de la que antes-ingenuos de nosotros-carecíamos. En el fondo sentía que no le faltaba razón, pero sin embargo yo me empeñaba en argumentar lo contrario, lo que provocaba que Aníbal se ofuscara. Cuando estaba ella yo apenas le hablaba. Y para mirarla tenía que armarme de valor en una trinchera de alcohol. Bebía y mirarla era más fácil. Entonces sentía que me gustaba mirarla, y para ello bebía más. Afortunadamente soy capaz de mantener la compostura a pesar de haber ingerido grandes cantidades de whisky.
Pronto sentí que su presencia no era simplemente ella, sino un vasto territorio que se delimitaba a su alrededor, y que con el tiempos se fue expansionando, como si en cada nueva incursión, a cada nuevo encuentro, fuera ganando terreno en mi vida. El aire en torno a ella estaba cargado de electricidad y yo prefería no aproximar mi mano, por temor a sentir el calambrazo. Lo peor sucedía cuando en alguna de sus efusivas demostraciones de amistad llegaba a tocarme. Entonces sentía que definitivamente perdería todo el imperio de mi mismo, y en aquel momento, sin más, terminaría por poseerla. En mi vida había conocido deseo igual por una mujer. Durante un tiempo dejé de frecuentarlos, pero mis sueños eran constantemente invadidos. A menudo la veía, desnuda, con los cabellos al aire-en mis noches su pelo corto a lo garçon se convertía en abundante melena-, aullando a la luna. De este modo comprendí que llega un momento en la vida de todo hombre, en el que se verá irremediablemente atraído por la llamada de una loba….

Un día que nunca olvidaré, nos encontramos fortuitamente en la calle
-Es usted muy malo-me dijo-ya no viene nunca a visitarnos...Y su boca se desplegó en aquella inconfundible sonrisa de licántropo.

Por supuesto que no escatimé esa ocasión de regresar junto a ella, como vulgarmente se dice, con el rabo entre las piernas. Si ella era una loba yo me convertí en un perrito faldero. Mientras Aníbal se encerraba en el estudio a pintar-porque he de reconocer que cerca de ella vivió su etapa más prolífica. Como el mismo decía, en su cuerpo había localizado “la veta de venus”. Aunque creo que cuando hablaba así se refería a otra cosa…-yo la acompañaba en sus compras y a los ensayos. No pasó mucho tiempo hasta que nos convertimos en amantes. No puedo decir nada en mi favor. No hice nada por evitarlo. Durante mucho tiempo los tres fuimos completamente felices. Aníbal en su inocencia. Nosotros con conocimiento de culpa y sin ningún remordimiento de conciencia. La verdad es que no nos hubiese extrañado que Aníbal se hubiese percatado de todo, porque, aunque al principio tratamos de ser discretos, al poco tiempo nos volvimos temerarios. Cuántas veces acaricié su pierna por debajo de la mesa hasta llegar a la ranura palpitante de su sexo, mientras Aníbal hablaba exultante acerca de su próxima exposición- que yo iba a sufragar con mi dinero, hecho que no cesaba de agradecerme encarecidamente….- Cuántas nos besamos a hurtadillas al encontrarnos de camino al baño, momento en que Aníbal nos aguardaba con la ingenua mirada sumergida en su copa de bourbon, sin sospechar nada.
Yo le compraba ropas caras, joyas. Le enviaba flores. Cosas que no pasaban desapercibidas para Aníbal, que la interrogaba acerca del origen de esos obsequios. Ella inventó la existencia de un admirador, al que llamaba “su gauchito”. El fantasma de los celos comenzó a asediar a Aníbal. Incluso yo comencé a sentir celos de aquel admirador que ella se había inventado como tapadera. A veces me sorprendía cuestionándome si en realidad no existiría. Entonces miraba mi chequera y confirmaba que había sido yo quien había extendido los cheques que pagaron aquellos regalos

Un día, mientras desayunaba en el salón de mi casa irrumpió Margot- a quien yo en mi intimidad solía llamar por su nombre bautismal, Ana. Así creaba la ilusión de que para mí no había mentira, ni chanza, ni tango -muy excitada.

-No aguanto más-dijo. Ya es lo suficiente difícil fingir una vida, como para fingir dos. Tenemos que acabar con esta situación.
-¿Y qué quieres que hagamos?-le dije mientras escanciaba para ella una copa de vino
-Vayámonos. Lejos…tú y yo. Dejémosle. No le hará mal. Es un artista...debe vivir una vida plena. Gozar de las mieles del amor, el desamor………y el olvido. Cuando transcurran los años, y esté en la cumbre de su éxito, no nos sentiremos mal por lo hecho. Pues lo habremos engrandecido.

No sé si se debió a su tono exaltado, pero en principio no encontré objeciones a este razonamiento

-Siempre he querido cruzar el océano. Me he estado informando y un barco parte la próxima semana…Vivamos juntos esa locura. Tú tienes dinero y yo puedo cantar. Seremos felices allá. Estaremos más cerca de donde el sol nace.

De este modo pronto nos vimos envueltos en una vorágine de preparativos, compras,… itinerarios que íbamos marcando con alfileres en un enorme atlas que habíamos adquirido para la ocasión...
Mientras, la vida de Aníbal transcurría en la más absoluta felicidad e ignorancia. Yo lo miraba, y poco a poco me iba despidiendo de él. Buscaba cualquier excusa para cavar con mi mano la arena de sus cabellos. Le convencí de que era necesario hacer un catálogo de sus cuadros y nos pasábamos horas clasificándolos. Desde que conocía a Margot la luz y el color invadieron su obra. Un día le dije “querido, sin duda estás en los comienzos de una nueva era. En eso se nota que estás destinado a permanecer entre los grandes. En tu obra ya podemos hablar de etapas…”. Incluso una noche lo acompañé a la casa de Madame Andrea, porque deseaba por encima de todas las cosas contemplarlo de nuevo rodeado de las lobas. Tal y como lo viera aquella primera vez.

La noche previa a la partida, permanecí en vela, contemplando las maletas vacías sobre mi cama. A la tarde siguiente de este modo me encontró Margot, que había acudido enfurecida a mi casa al ver que no había ido a reunirme con ella en el muelle. Al encontrarme sentado, con la mirada perdida, se disipó su furia. Supongo que deseaba creer que algo debía haberme ocurrido para no acudir a la cita. Tras unos minutos en silencio, me miró, y con aquella voz que utilizaba para cantar los tangos me dijo:

-Siempre supiste que no ibas a venir. En realidad yo también lo sabía, pero no quise……Es como en el tango. Se necesitan dos para bailarlo, y tú has decidido bailarlo con él. Pero olvídalo, tú no eres su maldita pareja de baile. Tú simplemente eres su maldita y árida sombra. Estás tan vacío y carente de vida, que lo único que te hace sentir medio vivo es andar pegado a él. Incluso a mí me amaste como una sombra. Aquella que se quedaba atrás cuando paseábamos de la mano. Aquella que se dibujaba en la pared cuando nos besábamos a la luz de una farola. Aquella que se desliza en la cama para enlazar nuestros cuerpos durante el sexo. Una sombra…una miserable sombra. Y yo no puedo amar una sombra. Ya no.

Fui incapaz de decir nada , y me limité a ver desaparecer su cuerpo a través de la puerta.

Cuando a los pocos días regresé al café, fue como si hubiésemos vuelto atrás en el tiempo. Margot se comportaba con camaradería, como si nunca hubiésemos sido amantes. Como si sólo hubiesen sido parte de un sueño nuestros planes de fuga. Al principio me pareció que no sentía nada, y comencé a preguntarme si como decía Margot yo no sería más que una sombra. En ese caso no sería capaz de sentir más que sombras de sentimientos. Pero poco a poco, comenzaron a rechinarme los dientes cuando se besaban. Y no era tanto que añorara el cuerpo cálido de Margot, sino que me quemaba pensar que aquella piel se derritiera entre los brazos infantiles de Aníbal, quien se ahogaría en ella como en arenas movedizas. De pronto me pareció muy joven, e incluso ya no encontraba en su obra aquel barniz de genialidad que me fascinara en un tiempo.

Un día en que él se retrasaba, no pude evitar dirigirme a ella

-Ana-la llamé-No puede ser que te conformes con él. Tú no eres de las que se conforman

Me miró como para decir algo, pero luego calló, como si hubiera decidido que yo era un ser que no merecía sus palabras. Casi podía imaginar sus pensamientos “¿quién perdería el tiempo hablando con una sombra?”. Su boca sólo se abrió para proyectar en el aire una gutural y sonora carcajada lobuna.
-¿De qué os reís?-dijo Aníbal que en ese mismo instante entraba por la puerta.
-Nada…tu amigo Lázaro que en ocasiones es muy ocurrente-entonces hizo esa mueca, que en ella daba a entender que quedaba finalizada la conversación.

Finalmente, un día, entré en el Café Berlín mientras actuaba sobre el escenario, y me acerqué a la mesa desde donde la contemplaba Aníbal con rostro arrobado. Al verme se levantó y se acercó a mí para abrazarme. Entonces, saqué una daga que previamente había escondido bajo mi chaqueta, y se lo clavé en el corazón. Hasta la empuñadura. Una vez hecho esto, antes de que aquellos que estaban a nuestro alrededor, percatándose de lo ocurrido, se abalanzaran sobre mí, me miré las manos que esperaba ver manchadas de su sangre. Pero no, lo único que pude ver fue la luz. Una luz que como una mancha se iba extendiendo ante mis ojos. Y el rostro de Margot que me miraba con pena y que pronto fue, asimismo, engullido por aquella luz. Y de nuevo fue la oscuridad.


Ahora estoy aquí, en esta celda. Condenado a una eterna oscuridad. Sé que ella tenía razón, y yo no soy más que una sombra, de la peor especie, una sombra errante, pues no se puede dar sombra sin cuerpo. Supongo que por eso he escrito esta historia, para rememorar olor, tacto y forma de ese cuerpo al que una vez me supe atado-tal vez él fue el origen y el fin de mi único y verdadero amor-.Aquel que durante algún tiempo me mantuvo del lado de la luz y de la vida...Yo lo maté.

TANGO (parte cuarta)


Imagen: El tango del arcángel de Keen Van Dongen


Tras dejar transcurrir las obligadas jornadas de duelo, Aníbal se dispuso a seguir las señas que le conducirían a enfrentarse cara a cara con su pasado. Se dirigió a la Calle del Placer y comprobó que el número escrito se correspondía con el de una casa de tres plantas, de aspecto modesto pero aseado. Llamó al timbre, y pronto dos muchachas jóvenes aparecieron en la puerta propinándose, entre risas, juguetones empujones la una a la otra.
-Todavía es demasiado temprano para recibir-dijo la más alta cruzando graciosamente las piernas.
Había algo en su aspecto que le resultaba intensamente familiar, y le trajo a su memoria a las mujeres que había frecuentado en los lupanares de Roma.
-Vengo a ver a Andrea-dijo recordando las instrucciones de su tía- Es por un asunto personal….
-Ah!...... En ese caso mi compañera será lo bastante gentil como para ir a comprobar si ya se ha levantado-respondió con una sonrisa pícara la joven rubia
-Dígale que vengo de parte de Estrella Otero-titubeó Aníbal
La joven alta corrió escaleras arriba, mientras la joven rubia continuaba sonriendo pícaramente a través de la puerta entreabierta. Por su boca de vez en cuando asomaba la cáscara rosa de una goma de mascar, que ella masticaba ostentosamente, dejando sus encías al descubierto. A Aníbal le pareció que tenía que ser muy diestra para mascar de aquella manera sin en ningún momento cesar de sonreír pícaramente... La irrupción de una mujer madura, entrada en carnes, que descendía lentamente las escaleras, le rescató de su aturdimiento. Para cualquiera habría sido difícil reconocer en aquella mujer de porte matriarcal a la antigua pupila de Madame Alberta. Lo único que sobrevivía de la astuta Andrea era aquella agudeza de entendimiento, que asomaba constantemente a sus ojos, que se vestían de ese modo a la llegada del alba, para no desnudarlos hasta bien entrada la noche. Y aun así no podría afirmarse que durante el sueño su mente no continuase tejiendo.
Andrea hizo un movimiento con su cabeza y sus pupilas de inmediato partieron, tal y como habían llegado, propinándose alegres empujones, con aquella picardía que se les atribuye a los trasgos.
Una vez solos Andrea-a la que ahora todos se dirigían como Madame Andrea-depositó dos sonoros besos en sus mejillas, ante la turbación de un estupefacto Aníbal.
-No te acuerdas de mí ¿verdad, querido?-y sin tiempo a que la interrumpieran continuó diciendo-No es de extrañar…todavía eras muy niño la última vez que nos vimos… Acompáñame-dijo- tu tía Estrella me pidió hace tiempo que te lo contara todo-y tras ofrecerle el brazo, ambos comenzaron a ascender las escaleras.
De nuevo Aníbal se encontró caminando por los oscuros corredores de su infancia. En cada ocasión que al pulsar el interruptor se prendía la luz, sentía como de pronto se iluminaba un rincón de su memoria, que hasta entonces había permanecido en sombras, que de pronto escapaban espantadas por la claridad. Madame Andrea no escatimó detalles. Incluso en lo referente a la noche de la crisis de Elsa, como eufemísticamente la designaba. También le confesó que el huésped, al que su madre había dado muerte entre los brazos de la desdichada Gabriela, no era otra persona que su propio padre, al que la mala suerte había conducido a la misma casa donde en su día recalara la pobre Elsa, a la que en el pasado tan despiadadamente había tratado.
-Madame Alberta siempre decía que tu madre tenía mal sino. Aun así la sacó de la calle y la acogió en su casa. Si alguna vez la invadió el arrepentimiento, este huía gimiente en el mismo instante que recordaba tus ojos…. Incluso en su lecho de muerte no logró olvidarte-dijo repentinamente triste- Mientras acondicionaban su cadáver para el entierro encontraron, entre sus manos crispadas, un pequeño dibujo arrugado, de aquellos que puntualmente le enviaba tu tía Estrella, y que había sido pintado por ti. Cuando la iba a visitar a la granja, donde vivía con su sobrina, me los enseñaba diciendo orgullosamente “mira, mira, ¿puedes imaginarte una cosa más bonita?...y todos pintados por aquellas manos gordezuelas…” Supongo que para la mayoría de nosotras tú eras como el hijo que nunca habíamos parido. Para el resto eras como el hijo que la vida les había disputado, y que, con las manos en alto, habían tenido que abandonar a su suerte…
Tras aquel día Aníbal regresó con asiduidad a la casa que un su día había regentado Madame Alberta, y que un golpe del destino-acerca del cual no vamos a entrar en detalles- había puesto en las manos hábiles de Andrea. En aquellos años la casa había medrado en prosperidad. Tanto que incluso los huéspedes distinguidos la visitaban en mayor número que antes. Como durante una época aquel se convirtió en el lupanar de moda, yo y mis conocidos comenzamos a contarnos entre los habituales. Unos llevados por la frescura lozana de las hermosas nínfulas que lo habitaban, y en mi caso atraído sobre todo por la interesante compañía y envolvente conversación de Madame Andrea. No fueron pocas las ocasiones en las que ésta me hablaba en tono exaltadamente maternal, acerca de su protegido, al que, sin el menor género de duda, consideraba un genio. No tardé en verme atrapado en aquella red que pacientemente la araña Andrea iba tejiendo en torno a su pupilo. Ahora pienso que todo obedecía a un plan previamente ideado por ella, quien seguramente creía que mis influencias habrían de serle de provecho en su carrera. Cosa que efectivamente el tiempo confirmó.
Una de tantas noches en las que me encontraba en la casa, fuimos definitivamente presentados. Enseguida caí presa de la poderosa fascinación que ejercía su persona. Lo hallé reclinado en un diván de estilo oriental, custodiado tiernamente por las lobas. A las que sólo les faltaba lamer aquella piel- que, de lo pálido, parecía enteramente cubierta de rocío-para mostrar una imagen más animal y protectora. Cuando me acerqué en compañía de Madame Andrea me pareció que nos miraban de soslayo, pues sus ojos continuaban prendidos del joven de cabellos rubios y presencia hipnótica. En mi recuerdo los labios se alzan para mostrar bajo ellos unos afilados y amenazantes colmillos. Y no puedo evitar pensar en esta imagen acompañada por un sonoro gruñido de advertencia. Supongo que no es más que una visión desvirtuada de nuestro primer encuentro. Pero tengo la impresión de que, instintivamente llegaron a sospechar que mi presencia acabaría por apartarle de ellas.

Durante mucho tiempo fuimos inseparables. Incluso Aníbal me permitía permanecer junto a él cuando pintaba-concesión que nunca antes había tenido con nadie- pues decía que mi presencia le impedía ponerse tenso, u ofuscarse en los momentos en los que la inspiración desertaba. Entonces me pedía que le narrase las aventuras de mis numerosos viajes, y en verdad escuchaba tan atento que, llegado un momento, parecía abandonar la habitación- su cuerpo se aquietaba, como abandonado de toda vida. Incluso parecía que dejaba de respirar- para acompañarme del brazo por mis recuerdos. Pero de pronto volvía, y dejándome con la palabra en la boca se zambullía de nuevo en el cuadro. Me parecía entonces un artista que necesita poner distancia con su obra para tomar la perspectiva.
Todo marchaba bien, hasta que un día Aníbal dejó para mí un mensaje en la dirección del hostal en el que se hospedaba, al que fui a buscarle de madrugada al regresar tras una prolongada ausencia. Según decía, después de unas semanas de trabajo continuo y extraordinariamente fértil, se encontraba en una época en la que le era indispensable alejarse de la pintura. Por todo ello se había sumergido hasta las simas de la vida-esta era la expresión un tanto envarada que empleaba en su carta-y quería mostrarme al exótico ejemplar abisal que había encontrado. Me imaginé que se trataría de una de sus tantas conquistas, a las que en primer lugar sucumbía con desatinado entusiasmo, para a los pocos meses lamentarse por la infertilidad de aquel período en el que se consagraba enteramente a la pasión. Entonces se jactaba de que el estado ideal del artista era el celibato. Y como tal se comportaba, de no ser por la asiduidad con la que su temperamento fogoso le impelía a frecuentar las guaridas de las lobas. Para justificarse solía decir que “el amor sensual no entumece el espíritu, al contrario, actúa como el ejercicio físico, lo fortalece…..”
Presto me encaminé hacia el Café Berlín, a reunirme con él. Como siempre a esas horas el local estaba medio vacío, y ya los músicos abandonaban el escenario, tras la actuación que había tenido lugar durante la noche. Al fondo vi a Aníbal, quien me saludó, acompañado de una figura femenina, vestida de negro, con un escote de pico que dejaba al descubierto dos cuartas partes de la espalda, y que parecía rematar en un encantador lunar que se subrayaba en la piel. Ahora me resulta increíble pensar que me acercara a ellos totalmente ignorante de que aquel instante iba a cambiar por completo la vida de los tres. Me asombra esa ingenuidad. Me parece que ese tipo de momentos deberían ir precedidos del sonido de los tambores o el clamor de las trompetas. Pero la vida es incorregible, y nunca nos pone preavisos. Y si lo hace estamos tan embotados que ni nos percatamos.
Puedo ver de nuevo a aquella mujer volviéndose a cámara lenta. Su cabello negro peinado a lo garçon. Sus ojos grises, como un océano en tormenta, a punto de desbordarse. La nariz ligeramente en punta, lo que lograba el efecto de volver su mirada todavía más incisiva. La sonrisa sutil que armonizaba el rostro. El cuerpo rotundo, y elástico, como un junco…..Se llamaba Ana Zúñiga, pero todos le decían Margot, como el tango. Porque presumía de que ella, como la otra, había tenido que acomodarse una nueva vida, pero en su caso no le suponía ningún peso,” al fin y al cabo se trataba únicamente de simple capacidad de adaptación al medio”….
-¿A qué es una deliciosa cínica?-preguntó Aníbal mientras sin ningún decoro la besaba-Pero tendrías que escucharla cantar. Es rotunda y descarada. Ningún hombre le iría a la zaga.
Eso me quedó claro desde el primer momento. Hablaba con tal seguridad que uno ni se planteaba analizar la lógica de sus argumentos. Lo único que quería era sumergirse en aquella voz grave, que planteaba la vida sin condescendencias. El único con el que pecaba de condescendencia era con Aníbal, al que trataba de un modo similar al que lo hacían las lobas. A medida que nos acercábamos a la mesa, mientras Aníbal pedía una botella de bourbon y unos vasos, se volvió a observarle y dijo:
-Mírale, es como un ángel que rechazando su divinidad se ha arrancado las alas….
Aquella noche bebimos hasta altas horas para celebrar a la vida y al amor. Finalmente nos apiadamos del pobre Antonio, el camarero, quien sobornado por mi dinero consintió en cerrar varias horas por encima de la establecida. Nos arrojamos a la calle ebrios, con la carcajada suelta…La luna todavía asomaba, cuajada, con su cara más bonita. Nos quedamos embobados mirándola los tres abrazados. Aníbal le pidió que cantara y sin hacerse de rogar Margot se arrancó con un tango. Previamente y en mi honor, dijo que a modo de presentación, nos obsequiaría con “La Margot”, a la que tenía reservada para las grandes ocasiones.
Cantó, vestida de negro, con los ojos vueltos a la luna, el rostro de espectro teñido por su resplandor. Tenía la voz grave, amaderada, y en mis oídos sonaba como el bourbon que habíamos tomado, reservado durante el tiempo justo en barrica. Otras veces su voz se volvía de azúcar y parecía derretirse en mi paladar. A pesar de la distancia que mediaba entre ellas, sentí que no era tan diferente a las lobas.

jueves, 7 de abril de 2011

TANGO (parte tercera)


Pintura: Mong-Lan




Desde hacía algún tiempo había comenzado a frecuentar la casa un noble, de cabellos rubios y porte elegante, que además hacía ostentación de los más exquisitos modales. La delicadeza de éstos era tal, que aquellos que lo conocían caían con frecuencia en el error de suponer en él mayor fortuna que la que el destino le había tenido a bien en deparar. Por todo ello en casa de Madame Alberta le concedieron crédito ilimitado, sin pensar en que aquel apellido debiera abrirle las puertas de los más selectos palacios de la libido, a no ser que el apellido no le hubiese granjeado fortuna a la par del mismo. Más tarde, repasando lo acontecido durante aquellos días, Madame Alberta recordaba haber sorprendido los ojos aparentemente sin vida-siempre que miraba aquellos ojos le parecían cadáveres, pues en ellos parecía aniquilarse toda luz- de Elsa, inundados por un extraño y lúgubre resplandor, la primera vez que vio entrar a aquel huésped por la puerta. Quiso el destino que éste también se encaprichase de Gabriela, a la que obsequiaba con las más extravagantes chucherías, que previamente debía de haber sustraído del ajuar de alguna acaudalada dama a la que frecuentaría durante las horas de luz. Gabriela al verse perseguida por los dos cliente más codiciados del local no dudó en condenar al ostracismo a Enrique, el pasante, quien, hasta no hacía mucho, había sido el objeto de la única pasión legítima que había sentido en su vida. Un día éste se presentó en la puerta de Madame Alberta, exigiendo verla. En eses momentos ella se encontraba atendiendo las necesidades del nuevo cliente, quien causaba gran expectación en cada una de sus visitas. Las muchachas lo recibían entre risas, complacidas ante lo lisonjero de su comportamiento, acostumbradas como estaban al trato más rudo de los habituales de la casa. Por todo esto, cuando vieron llegar a Enrique, ebrio, clamando por Gabriela a gritos, no dudaron en echarle sin contemplaciones. Olvidando que cada una de ellas se había erigido en adalid de aquella historia de amor, que, en sus albores, tanto las había enternecido. Sólo una persona debió compadecerse ante la desesperación grabada en el rostro de Enrique, aunque en aquel momento no dio muestra alguna de turbación. Aquella persona era Elsa quien probablemente sintió como, en el momento que el pobre Enrique salía por el umbral de la casa acompañado por uno de los matones de Madame Alberta, el único rincón intacto de su cordura acababa por derrumbarse. Aquella misma noche penetró a hurtadillas en el cuarto donde los dos amantes reposaban desnudos, empachados el uno del otro, tras el festín, y con sus tijeras de costura cortó con saña los hilos que los mantenían enlazados a la vida. Atraídos por los gritos de pánico pronto acudieron todas las gentes de la casa, tanto huéspedes como concubinas, y a pesar de que eran muchos, la habitación fue invadida por un silencio fúnebre. Ya los gritos de los amantes habían sido enmudecidos por la muerte, y era tanta la sangre desperdigada por techos, paredes y lámparas, que parecía que toda la habitación yacía asesinada. Lo único que se escucharon fueron los estertores, y tras ellos el postrero hálito, aquel por donde la vida finalmente se escapa. Al pie del lecho vieron la pálida figura de Elsa, cual parca sosteniendo las tijeras en alto, con sus ropas grises cubiertas de plasma. Al volverse hacia los presentes su boca se quebró en un grito, que en los oídos resonó como la llamada de una bestia salvaje. Inevitablemente las lobas rompieron a aullar.


Aquello fue el fin de la casa. Madame Alberta decidió reunir sus ahorros e irse a vivir al campo, junto a una sobrina viuda, quien siempre le escribía implorándole que se retirara de aquella vida disoluta que llevaba. Las lobas se desperdigaron hacia otras casas para construir sus nuevas guaridas entre los brezos, y en la oscuridad y el silencio recomenzar a lamerse las heridas. Elsa fue recluida en un sanatorio para enfermos mentales, hasta el final de sus días. Los cuerpos de la bella Gabriela y el huésped fueron lavados concienzudamente y depositados en sus ataúdes.
Sólo el futuro del pequeño Aníbal se dibujaba impreciso.

Mientras se realizaban los preparativos de la mudanza Aníbal deambulaba entre las faldas de las lobas. Madame Alberta pensó en llevarse al niño a la casita de campo, pero como no los unía ningún grado de parentesco, le asustaban los inconvenientes con los que se pudiera topar. Sobre todo teniendo en cuenta la nube que se cernía sobre su pasado como un insalvable obstáculo para las instituciones moralistas de la época. Por todo esto temía que su amado niño acabara convertido en carne de hospicio. Sus noches se llenaron de sombrías imágenes acerca de las vicisitudes por las que aquel alma sensible tendría que atravesar. Ya comenzaba a plantearse llevárselo consigo, sin avisar previamente a las autoridades, cuando recibieron en la casa una inesperada visita.
Una tarde, en la que ya todo estaba perfectamente embalado, y los pasillos lucían completamente desnudos de aquella promiscuidad que en su día los caracterizara, Dolores-la muchacha que Madame Alberta había contratado con el fin de que la ayudara en la ardua tarea del desalojo-la informó de que había una mujer de aspecto respetable esperando en la puerta. A Madame Alberta aquello de mujer respetable le daba muy mala espina, y corrió hacia el recibidor temiendo encontrarse a una envarada representante de los servicios sociales que sin duda, informada por los vecinos, vendría a arrancarle con sus garras a su querido niño. Pero allí, rodeada de las cajas que contenían sus enseres, se encontró a una mujer de edad madura, con el cabello completamente blanco, y en cuyo rostro arrugado brillaban unos ojos rabiosamente infantiles, en los que parecía flotar constantemente una alegre picardía. Se presentó como Estrella, una tía de la desdichada Elsa, a la que nunca había llegado a conocer. Hacía unas pocas semanas que había regresado del extranjero, pues ella también en un momento dado de su vida había sido repudiada por su familia. En su caso había sido por razones de credo, ya que en su juventud se había enamorado perdidamente de un joven judío. A los pocos días de su vuelta, hojeando el periódico, se había enterado de todo lo acontecido, así que, sin hacerse anunciar, se había presentado en la casa familiar para encararse con los padres, reprochándole las consecuencias que sus actos habían desencadenado en la vida de la pobre Elsa y el pequeño Aníbal, quien al fin y al cabo era su único nieto. Según relató la propia Estrella, todavía sentía un estremecimiento al recordar la ausencia de toda expresión en aquellos rostros indolentes, que ante su propia e inevitable exaltación, se mostraban carentes de toda vida. Por todo ello había permanecido apenas unos minutos en la casa donde había transcurrido la totalidad de su infancia, y cuando por fin se vio libre de aquellos muros, agradeció que su vida ya no pudiera ser tan larga como para darle un motivo por el que atravesar de nuevo aquel umbral. Decidió esperar unos días antes de acudir a casa de Madame Alberta, pues todavía se sentía presa de una gran agitación.
-“He venido a interesarme por el pequeño Aníbal-dijo-, porque seguramente debo ser la única persona cuerda de su familia a la que le importe algo su existencia”.
De este modo fue como Madame Alberta pudo dar por finalizadas sus tribulaciones respecto al futuro de Aníbal.

Los años vividos con la tía Estrella transcurrieron plácidamente. A su modo ella era un espíritu libre, por lo que el niño dispuso de mucho espacio para desarrollar su carácter y capacidades creativas. Desde muy pronto mostró inclinación por las artes pictóricas. Inclinación que los largos viajes por Italia y Grecia, no hicieron otra cosa que acrecentar. Y si sus primeros años transcurrieron entre las penumbras de unos pasillos- cual minotauro encerrado con la insólita compañía de las lobas-los siguientes años, fueron años de luz y aire libre. Incluso cuando se pasaba encerrado horas entre las paredes de una galería o los altos muros de un museo, sentía que podía respirar a través de los cuadros que se exhibían ante él como campos abiertos.

Una tarde, mientras paseaban por Roma, un adolescente Aníbal permaneció durante un tiempo con la mirada extraviada entre dos voluptuosas mujeres que, sin más, dejaban pasar el tiempo ofreciéndose desde la puerta de un burdel. Imaginamos que Estrella, al igual que nosotros, intuyó que desde un rincón poco iluminado de su memoria, Aníbal había rescatado una de aquellas imágenes de las lobas que le acompañaron en su infancia, y que desde ese mismo día ya no lo abandonarían. Tras la cena, Estrella le dio dinero, y Aníbal corrió a perderse fascinado por los lupanares de la ciudad eterna. Allí, donde en tiempos lejanos Rómulo y Remo fueron amamantados por la loba Luperca.

Al poco tiempo la tía Estrella enfermó, por lo que debieron realizar el viaje de regreso a casa. Llegados a este punto ella creyó conveniente darle a conocer los pormenores de su origen e infancia. Si no lo había hecho hasta ese momento, fue porque lo consideraba todavía demasiado joven, y quería evitar a toda costa que su extraordinario carácter se viera enrarecido por aquellas poco comunes circunstancias. Lo llamó a su habitación y tomándolo de ambas manos le hizo un gesto para que se aproximara, y arrojando un beso en su mejilla depósito entre estas un papel en el que estaban escritas las señas de una dirección. A continuación Estrella cayó exhausta sobre la almohada, y se dispuso sin prisas a aguardar la muerte, pues consideraba que ya no tenía cuenta pendiente con este mundo.
Puntual a la cita, ésta la visitó a los pocos días.

miércoles, 6 de abril de 2011

TANGO (parte segunda)




Entre sus clientes habituales tenía Gabriela especial apego por un joven moreno y desgarbado,llamado Enrique. Era Enrique un joven silencioso, bastante apuesto sin llegar a guapo, al que una mirada soñadora ennoblecía el rostro. Aunque en sus primeros encuentros apenas habían cruzado palabra, Enrique siempre se decantaba por la compañía de Gabriela, y en aquellas ocasiones en las que ésta se encontraba ocupada con algún otro cliente, Enrique sin más esbozaba un “hasta luego”, y partía tan silenciosamente como había llegado. Ocurrió un día que, tras una de sus visitas, Gabriela se encontró sobre la almohada una esquelita blanca, doblada en cuatro pliegues, en cuya parte superior estaba escrito su nombre. Al leerla la sorprendieron unos cuantos versos, tan torpes como apasionados. Algo que nunca hubiese sospechado en un temperamento tan aparentemente anodino como el de Enrique. Así fue como aquellos versos, a primera vista tan insignificantes, prendieron una pequeña llama en el corazón de Gabriela, que por primera vez en su vida entrevió la existencia de una nueva variable del amor, pues siempre se supo avocada al amor sensual, pero no al espiritual. Transcurrió aquella relación como una melodía cuyos primeros compases discurren de manera sutil y tímida, pero llegado un momento se desarrolla in crescendo, y la armonía roza cotas que enmudecen el corazón de quien la escucha-pues a veces, aunque no nos percatemos, el corazón pospone brevemente sus latidos, por respeto a la belleza. Por lo que una noche en la que había decidido prepararle a Enrique una velada especial, Gabriela se vistió con su batín de seda, con tan mala suerte que cuando corrió escaleras abajo para recibirle, se enganchó en el pasamanos de bronce, rasgándose al instante la delicada tela. De tal modo que aquella noche que iba a ser tan significativa para ellos, Enrique se la pasó consolando a Gabriela, y le prometió que no volvería a verla hasta que los frutos de su trabajo le permitieran restituirle aquel batín, que tan amargas lágrimas le estaba costando. Sin duda aquellas eran las últimas palabras que Gabriela deseaba escuchar, pero entre hipos y llantos, fue incapaz de explicarle a Enrique que si cumplía aquella promesa, con su empleo de pasante, tardarían por lo menos veinte años en volver a verse.
Transcurrieron las semanas sin noticia alguna de Enrique. Y un día por fin Gabriela se sintió morir de amor. Podía vérsela caminando por los pasillos, cabizbaja, como una golondrina que extravía la bandada en su camino hacia el sur, al llegar el otoño. Por eso cuando Madame Alberta fue a sus habitaciones aquella mañana, no pudo contener la congoja que por tanto tiempo ocultara. Y lloró, no tanto por el batín o la posible cólera de Madame Alberta, sino por la ausencia prolongada del pasante Enrique.

A Madame Alberta le causó gran disgusto aquella historia a la que presentía funesto final, pues bien conocía el abigarrado carácter del cliente. Pero también ella había sido joven, y no podía evitar que se le reblandeciera el corazón ante el ingenuo amor que se había despertado en toda una profesional como Gabriela. Por otro lado también comprendía que para una joven de esa condición no había nada más peligroso que el citado sentimiento. Así que programó una charla concienzuda al respecto para los próximos días, y sin reproches se dispuso a dilucidar el modo de salir de aquel embrollo. Aquí de nuevo intervino la providencial Andrea quien-siendo astuta y observadora- no había dejado de estudiar a aquella cuya presencia pasaba desapercibida para la mayoría, pues tenía esa rara cualidad de algunos animales, que ante el peligro parecen mimetizarse con el entorno. El hecho es que Andrea se había fijado en que Elsa, a pesar de contar sólo con unos pocos vestidos y de la dureza de la clase de labores a la que estaba destinada, no presentaba en sus ropas ni rasgaduras, ni agujeros. Sólo observando con precisión, pudo percibir que los vestidos, si bien no habían escapado sanos y salvos a las circunstancias, sí que habían sido finamente reparados. Incluso con maestría. Así dedujo que Elsa, como muchas otras jóvenes de la alta burguesía, había dedicado sus horas a aburrirse y a zurcir, mostrando en ello una extraordinaria habilidad. Madame Alberta razonó que nada tenían que perder, por lo que sin más preámbulos-pues ya el tiempo implacable se les echaba encima-Elsa comenzó a remendar el exquisito batín, con sus hermosas manos temblorosas. Paulatinamente, a medida que la aguja avanzaba, Elsa dejó de sentirse la presa de aquellas águilas que en torno a ella revoloteaban, y efectuó tal tarea con el inmenso placer que siempre le causaba. De tal suerte que todo rastro de herida desapareció de la tela, a excepción de una delgada y difusa cicatriz. Apenas una silueta. Y todas se felicitaron al pensar que al cliente-como hombre que era-aquella circunstancia le pasaría totalmente desapercibida.

Gabriela sintió que con la última puntada de Elsa, la herida de su corazón se cerraba, la sangre dejó de correr a borbotones, y los latidos recobraron su ritmo habitual. Recordó su deber y condición en el mundo, y sin más dilación se dispuso a prepararse para el arribo del cliente. Pensó que el que Elsa empleaba no era un hilo corriente, sino uno mágico, que a la par que restauraba telas, también restauraba las heridas del alma.

A partir de aquel día la posición de Elsa cambió en la casa. Ya nunca más se le encomendaron labores domésticas, pues en una casa con tantas jóvenes los incidentes con la ropa eran cosa habitual. Por lo que se dedicó exclusivamente a las tareas de reparación y mantenimiento del vestuario. Resultando que finalmente también tenía un excepcional talento para ornar aquellos vestidos que, o pasados de moda, o cansadas de su uso, habían sido relegados al fondo de los armarios. Elsa, utilizando telas sobrantes o algunas otras que con sus ahorros compraban las muchachas, los hacía aparecer nuevos y a la última. Madame Alberta se preguntaba cómo una joven de familia tan católica y que vestía siempre de gris, podía tener tanto talento para combinar los colores, y para esculpir escotes en cuyo interior los senos semejaban a la sazón más turgentes.

Por fin un día, mientras cosía, Elsa sintió sus faldas humedecidas, y pronto convulsionaron su rostro los primeros dolores del parto. Parió con una facilidad asombrosa en un ser de tan enjutas caderas y tan menguada fortaleza física. Madame Alberta suspiro aliviada pues había temido que aquella frágil muchacha no sobreviviría al parto. Más asombroso fue contemplar al hermoso y rollizo niño de cabellos rubios, que asomó gimiendo completamente cubierto de churretes de sangre. Elsa insistió en llamarle Aníbal, por lo que algunos sospecharon que así debía llamarse aquel progenitor al que insistía en mantener en el anonimato.


Pasaron los meses y el pequeño Aníbal crecía libre y alegre como un pájaro. Elsa permanecía la mayor parte del día zurciendo, así que las muchachas, quienes disponían de mucho tiempo para permanecer ociosas, se disputaban la tarea de mimarle. Debió ser aquella primera infancia muy hermosa. Rodeado de bellos rostros de mujer, cada uno con una sonrisa prendida en los gruesos labios de carmín rojo. Seguramente a Aníbal le conquistó el sueño en infinidad de regazos, y sus mejillas se hartaron de coleccionar cuantos tactos y formas se pueden catalogar en unos senos. Era de naturaleza curiosa, así que cuando comenzó a andar no dudó en deslizarse por aquel laberinto de pasillos, que conducían a las mitológicas guaridas de las lobas. Modo cariñoso con el que, con los años, comenzó a referirse a aquellas mujeres, pues eran territoriales e intuitivas, su dominio era el de la noche, y daban muestras de la más espontánea ternura y generosidad. Aquí sería necesario añadir que, como hasta bien entrada la adolescencia no trató con otras jóvenes, confundió este comportamiento con la verdadera naturaleza de la mujer, y- siempre según mis conclusiones- todos sus amores futuros estarían marcados por la búsqueda, infructuosa y desesperada, de la encarnación de estas cualidades en cada mujer a la que se sentía predispuesto a amar.

Elsa se esforzó en infundirle el temor a dios y enseñarle los preceptos de la santa madre iglesia. Es evidente que estas dos cosas eran completamente contrapuestas al clima reinante en la casa, pero en su mente infantil ambos ambientes se amalgamaban. Apenas distinguía la diferencia existente entre las velas de sebo que ardían ante el altar de la iglesia, y la luz parpadeante de los farolillos chinos que adornaban el salón principal.

Los habituales de la casa pronto se acostumbraron a aquella presencia de cabellos rubios merodeando por los corredores. Por otra parte, teniendo en cuenta la estética imperante en estos lupanares, no podemos evitar preguntarnos como un niño de tan corta edad vagaba sin temor por los pasillos en penumbra, solamente iluminados por lámparas de extravagantes tulipas, que debían arrojar contra las paredes una luz harto fantasmal. Quizás Aníbal permanecía las horas intentando descifrar los contornos de las sombras, porque, sin duda, estas compañeras de su infancia acabaron por engrosar las filas del nutrido imaginario que los años le vieron desplegar en sus lienzos. Y todo aquel mundo intensamente femenino y a la vez saturado de testosterona, fue fermentando en el joven Aníbal. Conformando la primera capa de sustrato y de la que durante más tiempo se alimentó su imaginación todavía imberbe.

Pasaron los años y Aníbal los contaba en función de las arrugas que se iban acumulando alrededor de los ojos de Madame Alberta, como si alguien hubiese inscrito en su piel las vivientes líneas de un reloj de sol. Del mismo modo Madame Alberta contaba el tiempo a través de los centímetros que Aníbal le iba ganando en altura, como si el niño estuviera enfrascado en una carrera de fondo contra ella.
Pero, hasta el día en el que Elsa enloqueció, no sintió que se había vuelto vieja.