Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


jueves, 24 de febrero de 2011

LAS CANCIONES DE MI ABUELO

Imagen: A illa de Cortegada

Ayer fue 23F. La imagen que tengo de ese día es la de mi abuelo en la cocina ante nuestro televisor en blanco y negro.
Curiosamente el murió un 23F. Hace ahora 11 años
Creo que esta no es una historia triste, aunque puede que haya caído en el sentimentalismo
En todo caso es la historia de la persona que me enseñó a cantar
Y cuando digo cantar me refiero a que cantar con otra gente supone para mí uno de los mayores grados de comunión con los otros
La historia de la persona que vertió en mi sangre este inevitable amor por la parranda
Por Moncho!!!


Durante los últimos años de su vida, literalmente, tenía el corazón demasiado grande. Un corazón al que su propio peso y tamaño dificultaban el bombeo de la sangre. Cada latido un esfuerzo, una empresa, como de levantador de pesas que tiene que sostener el hierro a la altura de los hombros, hasta que con un último impulso es capaz de erguirlo sobre su cabeza. Pero al sentarse era como si sus extremidades se viesen invadidas por innumerables hormigas y a veces olvidaba y se ponía a sacudirse los pantalones. Un corazón que se aplastaba contra sus pulmones, que se sentían como peces atrapados en la red del pescador. Conocía esa sensación, pues la había visto tantas veces reflejada en los ojos de los peces… La angustia, el desconcierto, la certeza de que es cuestión de tiempo que todo se acabe…Siempre había tenido un sexto sentido para la pesca. Cuando remontaba la ría, hasta su nacimiento, instintivamente se colocaba en el camino que habían escogido mayor número de anguilas para regresar al río-¡qué curioso el ciclo natural de las anguilas!- Así que sus redes eran las más rebosantes y las que más brillaban bajo los auspicios del sol. Curiosamente, la mayoría de las veces, cuando regresaba de comer en la orilla el trozo de empanada de pan de maiz con berberechos que le preparaba su mujer, alguien le había usurpado su lugar de la mañana. Pero el no se enfadaba y en silencio buscaba un nuevo destino para la tarde, y las anguilas volvían a caer en sus redes, como por costumbre, y se sentía poco más o menos que como el flautista de Hamelin. Siempre cantaba al trabajar, sino cantaba en alto cantaba en silencio, para sí, quizás aquella música sin voz fuese capaz de hipnotizar a las anguilas. Los otros le miraba sin disimular el rencor que siempre nace en los hombres al encontrarse ante otro más afortunado, o, quizás en mayor grado, al encontrarse en presencia de alguien cuyo tejido moral es superior. Pues no hay nada que más avive los malos sentimientos que topar conjugadas virtud y fortuna. Pero qué le vamos hacer, siempre ha sido así el género humano, y él lo sabía.

Unos días antes su nieta le había sorprendido cosiendo redes invisibles, sobre la cama de un hospital. La enfermedad, el delirio… Por entre una sonrisa en la que destacaban dos únicos dientes, le había comentado que tenía que darse prisa si quería tenerlas listas para el día siguiente. Pero hacía décadas que no se hacía a la mar. Ahora se contentaba con verla perfilarse desde le muelle. Aquella mar tranquila, sinuosa, redondeada. Aquella mar femenina y fértil, a la que le gustaba recogerse las enaguas y mostrar sus hermosas y robustas piernas. Mar de vodevil. Piernas a las que se aferraba el pueblo con sachos y ganchas y así, recostada, se parecía a Gulliver hecho prisionero en el país de Liliput. Aquella mar que les había enseñado a cantar y a la que celebraban en los bares. Y su isla, verde y remolona. Oasis panza arriba, ocultando en su vientre el mayor bosque de Laurel de Europa. “Se vas a Carril, nada mais chegar, verás Cortegada, deitada no mar”, como dice la canción. Y aquel olor que saturaba el aire, olor de abundancia. Olor a salitre, a marea baja, a buena cosecha. Y los turistas tomando fotos a aquel fenómeno que allí era tan viejo, como viejo es el mundo. La mar se queda seca, vacía de sí misma, quizás por unas horas más próxima a la luna. Puede que en un futuro algo o alguien corte ese hilo que los une. Pero por ahora, cada día, sus corazones laten al unísono, como los de dos amantes en la distancia.

Por lo de pronto el seguía allí con su corazón cansado y las noches en vela. Se acostaba pero enseguida sentía agitarse los pulmones, revolviéndose en su jaula. Le faltaba el aire y se erguía para buscarlo, daba vueltas por la habitación, tanteando una grieta por la que poder respirar. No quería perturbar el sueño de los otros, por eso luchaba en silencio, pero pronto sus pasos resonaban en el techo del piso de abajo, los oídos atentos, temiendo escuchar esa respiración que se debate. Subían a buscarlo, trataban de calmarlo, pero el leía en sus ojos que nada había que hacer. Así que un día decidió irse a su manera. Preparó una queimada para acompañar la caja de pastillas. Fue a la nevera y cogió un bote mermelada, pues quería irse con un sabor dulce en su boca y fue lo mejor que pudo encontrar. Así que una a una marcharon en procesión las pastillas por su garganta. Cada una de ellas era una imagen, un recuerdo, el rostro de un ser querido. Y se iba despidiendo de la vida, de la mar, mientras sus labios recitaban el conjuro de la queimada. De pronto algo detuvo su mano mientras dibujaba el camino destinado a la última pastilla. Quizás fue uno de aquellos rostros. Quizás fue el eco de una canción que retozaba en su boca. Quizás las ansias de por última vez contemplar el mar. Gritó como hacía tiempo que no gritaba y los demás acudieron en su ayuda. Entonces fueron la carrera hacia el hospital, los porqués, el lavado de estómago… “La vejez es humillante”, pensaba. Pero más humillante fue acostarse en una habitación con barrotes en la ventana.
Recordaba que hacía un par de años, cuando se había roto una pierna, a los pocos día ya andaba por los pasillos del hospital, cortejando a las enfermeras. Tenía esa habilidad de otra época para el halago elegante y embaucador. Unos treinta años antes, cuando estaba en Alemania y tuvieron que operarle de las amigdalas, las enfermeras se mostraban encantadas con aquel español, que coqueteaba con ellas chapurreando apenas el idioma, y se daba un aire a John Wayne. “En el calor de la noche,a plena luz del día, siempre dispuesto para alegrarte el día. Hombre de bien a carta cabaly como el Duque: feo, fuerte y formal”, dice otra canción. Siempre había tenido porte de lobo de mar, la piel tostada por el sol, las espaldas recias y húmedas como la cubierta de un barco. No era el mayor de sus hermanos, pero siempre había sido el más alto, el más robusto, el faro que no sólo alumbra sino que construye el camino. En una familia con cinco hombres fuertes, en puerto de mar, nunca faltarán ollas llenas, incluso en los malos tiempos. Sino son panes, son peces, o almejas. Y luego vino la época del oro negro. Las jornadas eran largas, pero el mar vomitaba aquellas preciadas conchas de color carbón, que ocultaban un carnoso tesoro dentro. Los precios fueron altos en los mercados. El pueblo prosperó. La islita verde parecía estar más sonriente. Ellos eran la viva imagen de la prosperidad del pueblo. Las tabernas estallaron en cantos y en vino. “Éche un andar miudiño,
miudiño, miudiño,miudiño, miudiño o que eu traio”.Las mujeres se los rifaban. Eran tiempos para el amor y el sacerdote celebraba esponsales a las seis de la mañana, antes de que el vientre comenzara a insinuarse bajo el vestido blanco de novia. Él eligió una mujer con el carácter de una yegua salvaje. La perseguía cuando iba a lavar la ropa al río. Ella le arrojaba piedras para que no la siguiera, pero él se lo tomaba como si le marcara el camino hacia sus brazos. Así que el cura los casó a las ocho de la mañana. Cuando tuvieron a su primera hija, ella cogió una silla y se sentó en la puerta a esperar la muerte. Pero la muerte no vino. A día de hoy aun la espera. Él supo que se había casado con una mujer difícil, indomable. Pero era de los pocos hombres con la paciencia suficiente…“Si no estás conmigo nada importa El vivir sin verte es morir Si no estás conmigo hay tristeza Y la luz del sol no brilla igua. Sin tu amor los celos me consumen Y...”
Juntos pasaron las décadas, los hijos y llegaron los nietos. Hubo una a la que dio innumerables biberones y cambió infinidad de pañales, como tributo, le puso su nombre a su barca más rápida. En aquellos tiempos en la Isla de Cortegada todavía se podía ver el esqueleto de uno de sus barcos, El Pilaruca, como los huesos de un animal prehistórico, sobre la arena. También tuvo otra nieta a la que llamaba “su Gilda” y que tenía una voz tejida por gotas de lluvia, como si algún hada benigna le hubiese agraciado en la cuna con el don de la voz de los pájaros. Los tres cantaban en la cocina “De colores, de colores se visten los campos en la primavera. De colores, de colores son los pajaritos que vienen de afuera. De colores, de colores es el arcoiris que vemos lucir. Y por eso los grandes amores de muchos colores me gustan a mi,..” Pero pronto sus nietas llegaron a la adolescencia que es una época en la que las jóvenes dejan de pasar el rato con los abuelos. Aquellos fueron los tiempos en los que él disfrutó de la segunda y ultima juventud. Los tiempos de “Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres y desnudos al amanecer nos encontró la luna”, que él cantaba con su particular seseo. El seseo de los hombres de mar. Se reunía con amigos a los que incluso doblaba en edad y unos ponían el vino, otros el lugar, el las almejas y también gustaba de cocinar. Transcurrían las noches en Cobas, y así, naturalmente, dieron comienzo a una nueva tradicción hoy en día arraigada en Galicia, la de “furanchear”. Casí siempre el amanecer los encontraba, no desnudos, pero sí cantando. Y después eran los sermones de la mujer, pero “que me quiten lo bailado” y “sarna con gusto no pica”

Más tarde llegarían los días en los que le tocó arrastrar su corazón por las esquinas, la vejez, la nada….


Más de diez años de todo esto y yo te busco y te encuentro, no en el cementerio donde tu tumba es soleada y mira al mar, como tu querías. Sino en el mismo mar, en los picos de sus olas y en la preciosa y alborotada cabellera de la Isla de Cortegada. Pero sobre todo te encuentro en las tabernas y en el fondo de las “cuncas de viño”-las hostias cóncavas- y en aquellos que te conocieron y que, independientemente de la diferencia generacional, te querían. Hablan de ti, como de alguien provisto de esa sencillez que caracteriza a aquellos que saben vivir, y que constantemente están apegados a la vida-pues saben que vivir es un baile que se baila agarrado- y a las gentes. Acabamos juntos brindando por “Tío Moncho”-grito acuñado por la salvaje Ana-pues para todos eres tío, aunque para mí eres abuelo. Y pienso que en esos momentos tus pulmones vuelven a ensancharse, libres del peso de tu enorme corazón-pues casi me parece natural y poético que el origen de tu muerte tenga que ver con su gran tamaño- como peces que regresan al mar, porque, invariablemente, no sé si el amanecer, pero al menos la noche nos sorprende cantando.

jueves, 3 de febrero de 2011

LA BICICLETA

MEA CULPA:YO TAMBIÉN ROBO IDEAS.HE DE CONFESAR QUE LA IDEA DEL CUENTO NO ES MÍA,SINO QUE LA TOMÉ DE PABLO LIBRE (SU BLOG: UNA PÁLIDA IDEA) Y DE UNA CANCIÓN DE LA QUE HABLÓ EN NIDO DE SERPIENTES Y QUE DECÍA ALGO ASÍ COMO QUE SIEMPRE TENÍA UNA BICICLETA ESCONDIDA ENTRE SUS SUEÑOS PARA LOS MALOS MOMENTOS.ASÍ QUE CONSIDERO DE RECIBO AÑADIR ESTA APRECIACIÓN




De niño, Fermín deseaba por encima de todas las cosas que le comprasen una bicicleta. Pero a pesar de las promesas, a pesar de las buenas notas, a pesar de su comportamiento de chiquillo tranquilo que se mantiene al margen de conflictos, la ansiada bicicleta no llegaba. Los que sí llegaban eran los libros de aventuras en los que naufragaba durante horas y horas, pues Fermín siempre había sido un niño de constitución debil, al que una madre prematuramente viuda protegía en exceso.

-¿Cuándo podré jugar en la calle con los otros niños?-preguntaba Fermín
-El día que tengas la bicicleta-contestaba su madre

Así que de modo natural para Fermín, la bicicleta se fue convirtiendo en símbolo de libertad. Tanto que cuando leía Los Tres Mosqueteros, se imaginaba a Artagnan al rescate de los conflictivos herretes de diamantes, cabalgando a lomos de una bicicleta, y no de un hermoso y blanco corcel. Asimismo Phileas Fogg concluyó gran parte de “La vuelta al mundo en ochenta días” pedaleando, y no alternando los sucesivos medios de transporte que le deparó el azar. A cada nueva aventura que leía aumentaba su deseo, al que no hizo sino espolear el hecho de que en “Los Cinco junto al mar”los protagonistas realizasen parte de su viaje a la granja Tremannon subidos a otra bicicleta. El día en el que por fin tuviese la suya también él se imaginaba resolviendo enrevesados misterios… Pues aquella bicicleta era sin duda la panacea, el santo grial, la más valiosa fórmula de la alquimia…


Una noche soñó que por fin le regalaban una bicicleta roja, con su correspondiente timbre plateado. Como era un niño curioso, con ayuda de un destornillador pronto lo hubo desmontado. Cual no sería su sorpresa cuando descubrió que estaba habitado por un verde y hermoso grillo. Rápido lo volvió a cerrar, no fuera a ser que se escapase y su bicicleta quedara silenciosa, olvidada de su melódico cri-cri. Casi por encima se percató de que en el manillar tenía grabadas unas letras blancas, que por alguna razón estaban borrosas y por mucho que lo intentó no logró descifrar. “Bah!- pensó-Habrán sido escritas por el anterior dueño de la bicicleta-pues intuyó que aquella bicicleta no era nueva, sino que habría ido pasando de unos niños a otros, a través de sus sueños-Seguramente como ocurre con los barcos, alguno le habrá puesto nombre”... Así que olvidó y como una marabunta se dispuso a recorrer las calles. A cada latido de su corazón tocaba el timbre para enterar a todos los niños del barrio de que por fin tenía su bicicleta. Y pedaleó con todas sus fuerzas, sin pensar hacia donde se dirigía. Subió montañas que se abrazaban al cielo. Persiguió el curso de zigzagueantes ríos. Incuso en varias ocasiones estuvo a punto de alcanzar el horizonte, pero, finalmente, resbaladizo se le escurría entre las manos. Por primera vez experimento el vértigo y la locura. Y supo lo que era ser niño. Pues de él siempre decían que había nacido viejo.

Cuando entre sueños escuchó los primeros compases del día descubrió que su impulsiva carrera le había llevado frente a una montaña. De una esquina de su lucidez rescató la fórmula mágica “ábrete Sésamo”, y el eco de estas palabras horadó la superficie de granito, surgiendo en su interior una cueva que albergaba todos los tesoros de los que le hablaban los libros. Allí con gran pesar dejó su bicicleta, encargando al cancerbero-que curiosamente para su subconsciente era un perrillo muy manso que respondía al nombre de Rufo- que la mantuviese vigilada con cada par de ojos de sus tres cabezas.
Al despertar se sintió feliz-con el rabillo del corazón intuyó que así sucedería siempre que él lo deseara-porque en aquel lugar a donde uno va cuando duerme, escondida entre sueños y entelequias, ahora sabía que le esperaba su roja y resplandeciente bicicleta.

Lo mejor de todo es que con los días descubrió que sus incursiones no tenían por que limitarse a las noches, sino que durante la tarde o la mañana su imaginación le conducía en volandas ante la montaña mágica. Y aunque eran muchos los extraños objetos que almacenaba en su vientre, enseguida Fermín se abalanzaba sobre su bicicleta roja y tras las pertinentes declaraciones de amor, se sujetaba fuertemente al manillar, dispuesto a quebrar todas las fronteras que la rutina de su tranquila vida le había impuesto. Afortunadamente las mentes de los niños son prolíficas y suplen con creces la falta de experiencia, pues a su paso se iba derramando un nuevo y ditirámbico mundo, que parecía desplegarse como una alfombra salpicada de arabescos.
Así que de pronto la vida de Fermín se llenó de aventura, como si el fuese el protagonista de alguno de sus libros, quien vivía en una aparente calma, sobresaltada de pronto por una inesperada irrupción de lo extraordinario. Y cuando en la realidad de sus días se tropezaba con motivos para estar triste-como aquella vez que el abuelo Manuel estuvo mucho tiempo enfermo, para al final nunca volver del hospital. O aquella otra en la que Gisela, la niña que fue su primer amor, cambió de escuela porque a su padre lo trasladaron en el trabajo y ya no la vió más… Era tan triste la estampa de su pupitre vacío. Casi podía verla con aquellos ojos soñadores y el lazo azul sujetándole los cabellos para que no flotaran…- Fermín, desafiante, nunca se rendía, puesto que sabía que siempre, siempre, podría encontrar su bicicleta escondida entre sus sueños y así explorar los ochenta mundos…

En todo aquel tiempo, Fermín nunca pudo leer la palabra que conformaban aquellas letras blancas, grabadas en la bicicleta...

Con los años Fermín fue ganando en robustez lo que iba perdiendo en imaginación… hasta que la balanza quedó equilibrada. Al fín podía enfrentarse cara a cara con la vida y sustituyó la bicicleta por un cochecito-eso sí,de color rojo-de segunda mano. Conoció a una chica, Teresa, con la que después de un apasionado comienzo, compartía una vida tranquila y equilibrada, de convivencia fácil, alternando las imprescindibles dosis de romanticismo para así caer lo menos posible en el inevitable tedio.
Lo que sí había permanecido invulnerable desde la infancia era su amor por los libros y tras muchos años de estudio acabó consiguiendo plaza como profesor de literatura en una facultad pública. Le agradaba sobre todo presentir esa fascinación que irradiaba de su figura hacia sus alumnos y el trato con aquellos en los que intúia una devoción por las palabras de tejido similar a la suya. Trataba de ser para ellos el maestro que nunca había tenido, pues los suyos habían sido otros tiempos, donde el del maestro era un personaje respetado pero inevitablemente severo y autoritario. Muy lejos de la actualidad en la que se buscaba una mayor involucración y empatía en la relación profesor-alumno, basada en una ecuación de reciprocidad.
Así que podríamos decir que Fermín era alguien casi feliz. Es más si le interrogáramos al respecto, en aquellos tiempos, nos contestaría que se consideraba alguien completamente feliz…
Pero de pronto todo cambió, pues, lamentablemente, el progreso siempre resulta excesivo a aquellos ojos donde arraiga la tradición, que cegados por ese resplandor-el progreso es un faro que arroja su luz desde el futuro, para orientar nuestros pasos hacia un mundo mejor y más justo- se pliegan sobre si mismos. La atmósfera pasó de ser libre y respirable a opresiva, mera hiel para los pulmones. Así que Fermín, preso de una tristeza oscura, con una gota de luz al fondo-algo parecido al entusiasmo alimentaba esa gota luminescente, a la que bien podríamos llamar esperanza-casi sin pretenderlo se convirtió en adalid de la causa y como los héroes de las novelas que tanto le entusiasmaran en su juventud, tornó su pluma en espada, para aguijonear a las mentes más autocomplacientes y a la vez más encorsetadas de aquella sociedad. Pero olvidó que si el empuñaba una pluma, los otros disponían de armas de fuego y la falta de escrúpulos necesaria para dispararlas. Así que aquellos que promulgaban la libertad y la palabra pronto se vieron encañonados y señalados con el dedo,que en ciertas circunstancias dispara la más mortífera de las balas.
Un día llegó hasta ellos un rumor sobre desapariciones y era aquel un rumor que no se despegaba de la piel y teñía los caminos de fantasmas. Al principio fueron unos cuantos nombres, pero las paulatinas gotas acabaron rebosando los vasos y estos asolaron el mundo. Hasta que una tarde al llegar a casa se encontró la puerta abierta y por primera vez supo lo que era el miedo, pues se daba cuenta de que hasta ese momento sólo lo conocía por sus pesadillas infantiles. Una nube de alivio relajó su rostro cuando se percató de que, afortunadamente, era demasiado temprano para que Teresa estuviera en casa...
Bruscamente lo condujeron a un coche, y del coche a una pequeña habítación en un tenebroso edificio. Aunque el sentía que aquello no era habitación, ni celda, ni jaula, sino más bien féretro. Pues no había ni luz, ni un mísero ventanuco por donde pudiese recibir la visita de alguna avecilla que lo alegrara con su canto. “¡Qué más da!-se dijo- a estas horas los ballesteros ya habrán asesinado a todas las aves del mundo”
Y finalmente, días después, se encontraba en aquella silla, con las manos atadas a la espalda. A esa hora tenía el cuerpo tan entumecido de los golpes, que ya apenas podía sentir el dolor, ni escuchar las preguntas de aquellos hombres-si es que después de todo lo vivido podía darles semejante sustantivo.
“Las corrientes deben matar los nervios-pensó-por eso en los psiquiátricos las emplean para tratar a los locos”, pues pese a su perplejidad-o a causa de esta- se encontraba tranquilo. Sólo le irritaba aquel mar de sangre que se había derramado por sus pupilas y las abrasaba. A punto estuvo de decir a sus carceleros que se apiadasen de él y le lavasen los ojos, o mejor aun que se los arrancasen para no tener que volver a ver en su memoria-porque en aquellos momentos olvidaba que los ojos de la memoria sólo la muerte o la enfermedad los pueden arrancar- aquellas imágenes-de tortura, pues a los opresores les gusta fustigar a sus víctimas obligándoles a ver el dolor de otras víctimas- que acababa de presenciar. Y que cercenasen sus orejas para no tener que escuchar de nuevo aquellos gritos que habrían compadecido a la misma luna. Pero se calló y se contentó con recibir en sus carnes la nueva descarga de patadas y vejaciones, con la esperanza de que esta vez…..

Y así a expensas del mundo, se dejó ir…..

Ahora-mientras lo muelen a palos como si el fuese una piñata o un espantapájaros que no tiene cerebro, y al menos en eses momentos ya no le queda un resto de consciencia para percatarse de lo que le estan haciendo- de nuevo está ante la montaña mágica de su infancia. De nuevo la fórmula secreta abre las puertas de la cueva de los tesoros. Y de nuevo la ve allí, inconfundiblemente roja, con su timbre plateado en cuyo interior canta un grillo. De pronto recordó y con un presentimiento busca aquellas letras grabadas que nunca antes pudo leer. Esta vez eran tan nítidas como las constelaciones encerradas en la lente de un astrónomo. Así que por fin, despacio, puede leer: LIBERTAD. Y sabe al fin cómo se llama aquella bicicleta que, después de tanto tiempo, todavía permanecía escondida entre sus sueños…Y comprende que había sido él y no otro, el que le había dado tal nombre