Cerrar los ojos no hace la oscuridad. Es sólo viajar hacia
la profundidad, pero incluso ahí no podemos guarecernos de la luz. En la sima
hay soterrado un espejo, y como en todo espejo el reflejo se impone. Lo mismo
puede atravesarlo tu ángel que tu fantasma. No existe domesticidad en las
criaturas que habitan bajo los párpados. Siempre a un paso de desencadenarse el
animal que el día mantiene sujeto a la farola. ¿No escuchas su aullido bajo la
lluvia? A través de la ventana entreabierta adviertes ya el olor de su pelaje
mojado. El sonido de la pezuña contra la tierra. El brillo amenazante del
colmillo feroz. El animal se hace presente en la desgarradura. Se yergue
triunfal sobre el montículo de tu intemperie. El animal viene manchado de
nieve. Tú misma eres nieve derritiéndose sobre su lomo. Te nievas, y a cada
latido del musculo de fuego te confundes más con el animal. Eres lo gimiente,
lo que se tensa, lo que escarba la noche. Te viste el espanto de la cabeza a
los pies. Y por momentos la clarividencia de la muerte. Porque sí, la muerte
viene a menudo a visitarte, te acaricia la frente, y con un pañuelo seca
cuidadosamente unas gotas de sudor. Y tú, transida en la transparencia de su
mirada, te sabes unida umbilicalmente a la vida por el peso de la gata negra
sobre tus piernas. Todavía no es el momento. La muerte se aleja diligentemente
hacia la puerta. Su mayor cualidad es la paciencia. No es ese tu caso, has
dejado demasiado tiempo atado al animal en la farola y el odre de su paciencia
se colmó. Por lo que te levantas, y de un salto la esfinge negra se desarma del
pedestal de tus piernas. Su maullido degolla el silencio. Del cuello blanco
mana un reguero de sangre hirviente y espesa. Repica sobre el espejo con
violencia, hasta cubrirlo. Ahí, frente a su opacidad, te embarga la impresión
de estar viéndote. Y fiel al animal comienzas a lamer.