Llegado a un punto Aldo Guerra detuvo su coche y,
aparcándolo en el arcén, salió de él. Pasó una y otra pierna por la valla de
seguridad, comenzando enseguida a caminar sobre la hierba. Poco había avanzado
cuando encontró un grupo de piedras que relucían al sol. Aldo se sentó en la de
mayor tamaño. Fue entonces cuando comprendió que para él, que había estado
durante tanto tiempo dando tumbos de un lugar a otro, ahora el camino continuaba
por la vía de permanecer parado. De este modo estuvo horas embobado con
aquella brisa que dulce le acariciaba el rostro, hasta que por fin pudo discernir
los sonidos del bosque que se veía a lo lejos.
El bullicio de los coches, que
continuamente circulaban a su espalda, parecía habitar algún espacio-tiempo
contiguo. Los sentidos de Aldo estaban absortos en aquello que había enfrente
suya. Si alguien le hubiese preguntado en aquel instante cómo se llamaba, Aldo
apenas hubiera balbuceado. También su nombre había sido desterrado a aquella
otra contigüidad. Quiénes eran sus padres, en qué colegio había estudiado, cuál
era su empleo, todas ellas certezas que correspondían a su pasado. De lo único
que se sentía capaz de hablar era de la inminencia de la hierba bajo sus pies
descalzos, y la humedad posicionándose poco a poco en su piel. “La muerte es un
frío que te repta por los pies”…, “pero es un frío seco”, se dijo Aldo. La
noche anterior había llovido. Aldo llevaba horas quieto, sin embargo la
naturaleza no cesaba de moverse a través suya. El cielo se descosía entre sus
manos, el viento iba esparciendo semillas junto a sus cabellos. El día se
oscurecía, mientras una mano invisible iba prendiendo, una tras otra, estrellas
como cirios.
En algún silencio de la noche Aldo se quedó dormido. Anticipándose al día, el ruido de un motor irrumpió en su sueño. Se sobresaltó. La mañana
era helada, y de una transparencia cortante. Se llevó las manos a los ojos, y
temió encontrárselas llenas de sangre. Era como si de pronto un cuchillo
hubiese rasgado sus párpados, insertando por primera vez la luz en sus pupilas.
El espesor del aire era distinto. Columbraba por sus pulmones de un modo al que
no podría llamar dolor. Era otra cosa. Algo así como un delirio. Qué inexactas
siempre las palabras, pensó.
El familiar olor del humo de un cigarro llegó hasta su
nariz. Aquello a su espalda volvió a cobrar existencia en su misma dimensión.
Detrás suyo una mujer fumaba con fruición, paseándose de derecha a izquierda. Como
en respuesta a alguna orden, de repente se paraba, y girándose cambiaba el
sentido de su paseo. Siempre a la misma altura. A ambos lados de la mujer
parecía existir un tope, del mismo modo que ocurre con los jugadores de
futbolín. Sólo cuando descubrió el rostro de Aldo Guerra observándola desde la
distancia, dio por terminada la partida, y comenzó a caminar enérgica hacia él.
Aldo se volvió, dándole la espalda, tratando de confundirse con el
entorno. Pero pronto la mujer estuvo a su lado, y al levantar los ojos ya
sólo pudo ver sus largas e intimidantes piernas. En el momento en que sus
rostros se enfrentaron ella tomó asiento en la piedra más próxima a él. Para
ello se arremangó la ajustada falda de tubo un buen palmo por encima de sus rodillas. Luego, una vez sentada,
lentamente se quitó los zapatos de tacón. Aldo se sorprendió del acariciador
sonido que hicieron cuando aquella mano los despojó de sus pies. El roce del
cuero contra la fina media, el culmen final como un descorcharse. Habían sido
unas cuantas las mujeres que delante suya se habían quitado los zapatos.
Incluso a muchas de ellas se los había arrebatado él. Pero el goce que anticipaba había limitado a
sus ojos la elegancia y la armonía de aquel gesto. Como aquellos tobillos que
jugueteaban inconscientes a su lado. En otra época habían sido una zona tabú y
codiciada. Pero, socialmente, terminaron por ser eclipsados por otras
desnudeces. Cada zona del cuerpo tiene su propia desnudez, pensó Aldo.
Ahora aquella mujer
se recogía el cabello y le mostraba su nuca. El lugar donde la tierra del
cuerpo da comienzo a la hierba. Hubiese
querido acariciar la tersura y el orden de la piel, para luego seguir
acariciando la rebeldía y concupiscencia del pelo. Por primera vez se percató
de que aquella mujer, aunque no era lo que se dice bonita, sí le resultaba inquietante.
-Me llamo Isis-le dijo-mientras extendió con firmeza su
mano.
Sus dedos eran huesudos, y se deslizaban con la agilidad de
algunos reptiles. Aldo se percató de que no llevaba alianza. Entonces sintió la
opresión de aquélla que lucía en su dedo anular.
-¿ Y tú? ¿no tienes nombre?
-Supongo que podría decirte que me llamo Osiris-sonrió Aldo, enseguida
avergonzado por haber caído en la fácil licencia-. Pero no…Tenía un nombre, creo que eso fue hasta ayer….Hoy no.
-Ah, ya veo-asintió la mujer pensativa-. Oye, ¿tú no serás
uno de esos suicidas? ¿no irás a tirarte encima de mi coche en cuanto se ponga
en marcha?. Porque olvídate, ese trasto viejo no arranca-Aldo negó con su
cabeza-. ¿Entonces que haces aquí?
-No sé-dudó- supongo que es el lugar donde quiero estar-Al
instante se estremeció por haber pronunciado esa palabra. Quiero, se dijo,
quieeeeeerooooooo. Se volvió para mirar a Isis. Quiero, en silencio, y
definitivo.
-Eres un tipo raro-le dijo ella, arqueando la ceja de un
modo más interrogante que afirmativo.
-No creas. Siempre he sido un tipo de lo más normal. De
hecho una mujer me acusó de eso. “Te acuso de normalidad”, dijo. Hasta me
condenó, y se fue cerrándome la puerta. La suya, claro. Las mías siempre han
estado cerradas. De ahí mi normalidad.
- Pues no te voy a llevar la contraria. Eres un tipo normal
que permanece aquí sentado, en medio de ninguna parte
- Sí. Eso es. La mayoría somos tipos y tipas normales. Lo
insólito deben de ser las circunstancias. O quizás lo insólito son los otros.
-Ummmm…eso es bastante sartriano. Pero no está mal…¿Sabes a
quién me recuerdas, aquí, sentado de este modo?. A aquel pianista que vivió
toda su vida en el barco en el que había nacido, y que cuando iban a destruirlo
aguardó sonriente en su interior, sobre una caja de dinamita.
-Baricco….
-Sí, Baricco. Y si no me equivoco tú serías Novecientos.
Mira, ¿ves?, ya tienes de nuevo un nombre.
-Quizás. Pero yo he de ser la energía negativa de
Novecientos, su antimateria. Él pertenecía a
un lugar. Yo, sin embargo, no pertenezco a lugar alguno. Entonces no hay
diferencia entre este o cualquier otro.
-Sí. Tiene su lógica -dijo Isis mientras despacio iba
deslizando sus pantis a lo largo de sus piernas, hasta que se los hubo quitado. Otra
vez ese sonido sutil y subyugante, ahora era el roce de la carne contra la
media, el estremecimiento-, pero yo creo que tú sí sabes por qué estás
precisamente en este lugar-y mientras pronunciaba estas palabras inclinó su
rostro sobre el de Aldo, y lo besó de ese modo intenso con el que aquella mujer parecía
hacerlo todo, y que resultaba tan inquietante. Una vez se separaron sus bocas,
Aldo se percató de que tenía algo alrededor de su cuello. Entonces fue cuando regresaron a
su mente los artículos en los periódicos, las fotografías de los hombres que habían aparecido en
los alrededores de la autopista, siempre mostrando los mismos signos: un juego
de pantis en torno al cuello, y uno de sus miembros mutilados, aunque nunca
el mismo. Ella era Isis y estaba en lo cierto cuando afirmaba que él sabía las razones
por las cuales se había sentado sobre esa piedra cerca de la carretera a
esperar . Por eso mismo no forcejeó, y se dejó envolver en aquella oscuridad
que le atenazaba la garganta, mientras un frío seco comenzó a reptar desde sus pies.
"Lástima, Novecientos, lástima"-murmuraba Isis mientras le seccionaba con un cuchillo el dedo anular de la mano izquierda, justo por encima de la alianza.-"Creo que realmente habrías podido llegar a gustarme,... pero ya lo dice la fábula: un escorpión siempre será un escorpión."