Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


viernes, 4 de enero de 2013

EL POSO







Al tamiz de los días
el cuenco de unas manos
atesora lo pequeño
el lento derrame
confiere la escucha
la piel se hace

miércoles, 2 de enero de 2013

DESNUDEZ




Podría decirte
que es necesario
llenarse los ojos de tierra
para ver
y experimentar con las raíces
el doloroso paso de la savia
a través del tallo
la contusión
la magulladura de luz a ras de pétalo
Podría hablarte
de esta urgencia
como un animal naciéndose
o de ese rugido
que se derrama angustiado
y  pegajoso
por la entraña
La excusa sería
el modo suave
en que se llueven las cosas
como si  la vida nunca acabara
de colmarse
tan epidérmica
que día tras día
apenas cala
y si me vacío el  pecho
de este modo indecoroso
será que presumo en mi vergüenza
cierto sentir tangible
Pero la única verdad es
que al sumergirme en ti
tan sólo busco
ese lugar
respirable

viernes, 28 de diciembre de 2012

PREMONICIÓN






Sé que vendrás
una histeria en el aire
te precede
y yo te anticipo
como el animal que en la atmósfera
olisquea la próxima lluvia


miércoles, 26 de diciembre de 2012

SOBRE PECES







Observo los peces de tu iris. Los veo dando vueltas en su arremolinado océano. A veces se quedan inmóviles y entonces la gravedad viste tus ojos. En ese momento lo único que quiero es soplar sus aguas, como si de la superficie de un lago se tratase, y que la intensidad de mi soplo les dé cuerda.
Los peces  de tu iris deben ser descendientes de aquellos que una vez habitaron los mares de la luna. En la noche brillan sus escamas con el mismo resplandor de su halo, y el lobo que vive en mi pecho escala hasta el promontorio del corazón para aullarles. Tú te sonríes, inmune al hipnotismo de sus colas revoltosas, menudas  pero capaces de convocar en torno a ellas a las corrientes de mi alma. Te pongo entonces frente al espejo y veo como esos pececillos se adelantan, pegándose a tus pupilas como si del cristal de una pecera se tratase. Toda su luz parece reagruparse en esa membrana reverberante que envuelve a la pupila, sol oscuro, cráter oceánico desde el que accedo al otro lado del mundo.
Tu risa se alborota en ese lugar donde la hierba es negra e ingrávida como un alga marina. Tendido sobre ella tu cuerpo blanco es un espejismo en la noche.  El oasis que se me revela cuando me sé perdido en la sed última. A tan solo un paso, únicamente tú te interpones entre mi muerte y yo.  Me arrojo sobre tu piel con la fe del náufrago, me aferro con ese instinto animal que nos obliga a la vida. En tu carne hinco mis dientes, es su sabor mi alimento, la proteína. Te bebo, sí, te bebo. Tu boca acuosa. La sirena intrigante de tu lengua enredándose en meandros de saliva. El sudor, que exudas como el tronco la resina, y de igual modo tu piel se va curando de la herida de vivir, y del silencio. Sorbo a sorbo el efluvio salado, en pequeñas gotas que exasperan mi sed. Busco la fuente de la axila, y succiono como si de un fruto se tratase. Su fragancia, ligeramente más áspera, solivianta mi olfato. Te respiro, husmeo, olisqueo como un perro buscando el lugar, la grieta donde el hueso fue enterrado.  Qué es aquello que hermana el sudor con la lágrima. Hay una respuesta a una pregunta no planteada en cada uno de tus poros. La fórmula que conjura una sed todavía no nacida. Olerte hasta el paroxismo. Y después, abandonarme.
Pero no hay abandono, no, mientras exista tu cuerpo. Y los peces de tus ojos endiablándome. Alimentarme de tus senos. Soñar el tirón, y luego el desgarro. Sentirlos entre mis dientes chorreantes de sangre. Aplastar el pezón contra el paladar. Desmembrar con mi lengua cada célula, hasta llegar a ese lugar tan íntimo en el que todavía eres simiente. A pesar de ese furor salvaje, sé que tus dos senos, desgajados de ti, no serían más que dos colgajos inánimes. Así que los regreso a su condición de montañas urdidas en la planicie de tu torso, dándoles forma con mis manos, como si fueras tú el barro primigenio. Ahora me vuelvo tu hacedor. Pero al contrario de lo que se piensa, es el hacedor el que precisa de su obra, y por ello la erige. La obra no precisa del hacedor dado su condición de contingencia. Moldeo tus senos como el verso entre cuyas líneas se desborda la vida. Pues como toda obra que se precie tienen una extraordinaria condición de autonomía.
Tu cintura, tu cadera, la confusión de tu sexo. El ensortijado vello es la maraña en la que vuelvo una y otra vez a enredarme. Con expectación, asisto de nuevo a ese instante en el que la crisálida se rompe. Y contemplo cómo la mariposa rosada abre de nuevo sus alas. Hoy como siempre, temo que eche a volar y se pose en alguna flor inalcanzable. Nadie habla de eso, pero el hombre sabe que ha de llegar el día en que la mariposa del sexo de la mujer parta volando, y entonces ha de dar por seguro que se posará en un jardín sin retorno.   Pero hoy la mariposa de tu sexo permanece tranquila. Sólo un temblor en el que me reconozco recorre sus alas. Lo persigo, como el gato persigue insistentemente la flor que a su capricho la luz hace brotar en las paredes. Y siento su condición líquida bajo mi lengua, entre mis labios. Es como domesticar la veta de agua bajo la piel. Temo que el hilo se adelgace, hasta desaparecer.
Busco tus ojos. Las pupilas dilatadas apenas dejan océano para tus peces. Parece que el mar se hubiera retirado en la marea hasta tus pestañas ahora húmedas, y de la cuenca de tus ojos veo desgajarse un par de lágrimas. Peces de colores se agitan en ellas. Corro a atraparlas con mi boca, mientras mi sexo se abre paso en el tuyo. La suave carne cediendo mientras la sal del llanto sobre mi lengua. El calor matricial envolviéndome como si tu piel conservara la memoria de gestarme. Los peces de tus ojos cosquilleando mi garganta, bajando por mi tráquea, sumando luz a mis pulmones. Y yo, me deslizo en ti, como un reguero de peces blancos y lechosos. Ya la niña que te vive se encargará de colorearlos.