Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


viernes, 22 de junio de 2012

PRONUNCIAMIENTOS





Voy hacia ti
a pronunciarme,
un rayo de luz
vendándome los ojos
y mi camisa mortuoria
sembrada de gusanos
Voy hacia ti
anticipado el espectro
que alguna vez seré,
la última sangre de mi flujo
oxidando el estigma entre mis piernas
Voy hacia ti
a despojarme la venda entre tus sombras
y que a tu tacto eclosione
mi crisálida mortuoria en mariposas,
y tirando de la seda sus alas me desnuden
Voy hacia ti
tras levantarme de la tumba como Lázaro
para ahogarme en las aguas consagradas de tu aljibe
y bautizarme como Ofelia entre tus flores,
el torrente de mi ciclo
turbará de mujer tu transparencia


En la orilla del ser
nuestro nombre se pronuncia
pero a menudo el ser
es la orilla más lejana

En tu pozo
orillo al ser
y me pronuncio

miércoles, 20 de junio de 2012

MUDANZAS


Urbano Lugris






Soy
ese pez que muda en mar
El acantilado late
al debate de mis olas
y es en mi sed
que la roca se respira

Soy
hilandera del aire
Al aspear
mis piernas cuajan vientos
y el sexo se me vuela:
hendidura del cielo
arropa infinitud entre sus alas

Soy
territorio de olvido,
y tu cuerpo cae al mío
roto en nadas

lunes, 18 de junio de 2012

FICCIONES

Al Sur Oceanía de Marina Anaya





Nos abatió furia de estrellas. Pertrechada en tu carne, no tuve miedo.

Mordí con avidez la flor de tu boca. Entre mis dientes sus pétalos derramaban un jugo esmaltado de espumas, que sabía a los bordados del alma. Sentí un vértigo de luz, y se me llenó la voz de pájaros recitando el soliloquio del amante. Orientaste tu cuerpo hacia la escucha: La piel dice allí donde no llega la palabra. Rumor de ojos que caen. Derribo del espacio. Arribamos a una ciudad que era pecado y sobornamos al perro vigía. Le dimos de comer nuestros corazones hervidos. Un viento auspiciador se enredó al agujero de mi pecho. “Hace cosquillas y en el cielo todavía rebuzna la luna”, dije. Con dedos hábiles deshiciste el nudo, y el viento se fue a otra parte, quizás a hacer nido en la garganta del diablo. Un violín tocaba en el agujero de tu pecho, agudo y transparente, como ese primer hilo de luz que siega la noche. En algún lugar unas contras batían contra el vacío de una ventana. Pensé en una mariposa agitando sus alas y el diálogo se nos llenó de contras voladoras. Vimos de paseo a un velocípedo que no nos pareció otra cosa que un gran insecto metálico. “En él te llevaré a ningún lugar”-exclamaste. “A ningún lugar en un tiempo que ya fue”-completé la frase. Somos de aquellos seres que derriban la noche a gritos. Toda noche es un dintel. Recogíamos los gritos del suelo, y los arrojábamos contra ella. Pero antes poníamos cuidado en mondarlos. Aquellos gritos sin piel se aplastaban como moscas contra la puerta cerrada, y su sangre resbalaba por su rostro como un llanto. Lloramos. Lloramos por la vida efímera de la flor que restituye más belleza a este mundo que la suma de las largas vidas de muchos hombres. Llorábamos sobre todo por nosotros, nada más que dos almas mendicantes en pos de esa belleza de la flor. Vino el perro vigía y nos lamió las lágrimas de las mejillas. Cayó muerto en el acto. Nos miramos con desconfianza, en el fondo nos preguntábamos si habría muerto a causa de nuestras lágrimas o si alguno de nuestros dos corazones estaría envenenado. La duda nos abatió un instante, pero lo tomaste en brazos y recorrimos las calles en busca de un veterinario que le practicara la autopsia al perro vigía. Al cadáver le caía la lengua fuera, como repitiendo aquel último gesto de lamer. Sugerí que quizás todos estaríamos condenados a repetir eternamente nuestro último gesto. “No lo sé-dijiste-, pero en ese caso hoy elijo que mi último gesto sea mirarte”. Soñé con vivir eternamente congelada en tu retina, y sonreí. Por fin en el Barrio del Farolillo encontramos al veterinario. Sin ceremonias abrió al perro ante nosotros, sobre una triste mesa metálica. Inspeccionó su interior con el instrumental, mientras nosotros nos distraíamos observando multitud de botes llenos de un líquido amarillento en el que flotaban órganos o tejidos de animales. Hubiese querido llevarme uno de aquellos botes a casa, ponerlo cerca de la ventana para que le diese el sol, y observar su interior durante horas, fingiendo que allí nadaba un pez. Le pondría el nombre de Aníbal y acabaría por tomarle cariño, aunque allí no flotara otra cosa distinta al riñón de un gato. Mientras esto pensaba vi tu reflejo ofreciéndole a hurtadillas un fajo de billetes al veterinario. Él los tomó con gesto impasible, y continuó descendiendo acantilados rojos entre las tripas del perro vigía. Volviste a mi lado y comenzaste a hablarme del único viaje que hicimos juntos a la playa. Yo lucía vestido blanco y sombrilla, tú aquel traje de verano a rayas azules. Y de repente arreció un viento que le levantó las faldas a las olas. Mi sombrilla se marchó volando y cayó sobre el mar, a unos cuantos metros de la orilla. Te sacaste los zapatos para disputársela al agua, pero te detuve con un gesto. “Déjala, parece que quiere viajar”-dije. A veces, cuando el tedio nos invade, nos gusta hablar de la sombrilla navegante, e imaginar los lugares que habrá visitado hasta el día de hoy. Ninguno de los dos parece barajar la posibilidad de que al llenarse de agua la sombrilla haya descendido por la tráquea del océano. Sin embargo, cuando estoy sola, me gusta recrearme visualizando el fondo marino donde ahora morará. Algún pulpo ovillado sobre la tela, o los organismos que se le incrustan, como si el océano fuera ganando terreno en el alma de la sombrilla, hasta convertirla en otro elemento natural del paisaje marino. Irrumpió el veterinario para sugerir que nos aproximáramos a la mesa donde yacían los restos del perro vigía. Y con el bisturí nos mostró un corazón que parecía congestionado-como el pájaro que despistado se aplasta de muerte contra el cristal, pensé-pronunciando una única pero elocuente palabra “infarto”. Entonces comprendí el significado de aquel dinero que deslizaste furtivamente entre las manos del veterinario. Y me maravillé al pensar que a veces el mayor acto de amor puede reducirse a una mentira, aquélla que sirva para sostener la ficción de amarse. Y en ese instante fue cuando el alba sacudió las ventanas, mientras yo me preguntaba si tú, cuando estás solo, también te imaginas a nuestra sombrilla, agazapada en el fondo del mar mientras a su alrededor los peces bailan.


viernes, 15 de junio de 2012

HUMUS





Si alcanzaras el prisma
y luz desfragmentada
diseccionarte el alma,
autopsia a un corazón
ahogado en amapolas negras
Si soplaras viento suave
que revele el envés
de ti misma
Si hallaras un cuerpo masculino
para hibernar tu ausencia,
la melodía
que disuelva silencio de mirlos ahorcados,
un hangar
donde almacenar esperanzas
de cara el otoño,
cuando el verdor hemorragia
y aquello que es
se apresta a morir

Si poseyeras el terruño de un poema,
descomponerte
reducirte a humus que nutra
Libertad de no desear,
flor,
apertura al sol,
éxtasis de rocío

Océanos de palabras
no reptarían ya tu boca

Vano nombrar
sin embargo color,
pulsión,
trauma,
ser

jueves, 14 de junio de 2012

INERCIAS

 
Desconozco al autor de la imagen. La hallé aquí




La mujer arrastra cansancio. Tanto es así, que si en ello no intuyera una incómoda paradoja, diría que es el cansancio el que la arrastra a ella. Recuerda que una vez anotó cuidadosamente en su libreta amarilla, “Advertencia: no confundir inercia con voluntad”. En aquel tiempo creía que con escribir una premisa en un trozo de papel, bastaba para no olvidarla. Ahora, en absoluta intimidad con los cordones de sus zapatos, su cuello blanco describe un arco del que no sale disparada flecha ninguna. Como mucho, alguna vez, su mirada en dardo hacia dentro, sumando una nueva espina a su tallo. Y una pregunta: ¿En qué viento se volaron los pétalos de la rosa que alguna vez fue?.  A cada paso abomina su verticalidad. Si por ella fuera permanecería horizontal, voluta esperando a apagarse definitivamente sobre el frío suelo. Pero se ve obligada a sumar un paso tras otro. Deletreando con sus huellas esa palabra que tanto la asustaba: Inercia. A ras de suelo el mundo no le parece más que una gran superficie cubierta por la baba del caracol gigante de la vida. Bajo aquella capa húmeda el mundo se cuartea como las tapas de un libro. Las aceras se levantan, el asfalto está salpicado de desconchones, discordantes erupciones que le afean el rostro. Hasta las hojas de los árboles que siempre le habían parecido de un vivo color cobrizo, ahora lucen desteñidas. ¿A dónde se fueron los colores del mundo?. Sí, el mundo sólo conserva su apariencia de hermosura a la altura de los ojos. Pero cuando una sumerge la mirada en las capas inferiores enseguida asoma la costra. Quizás por eso se nos exige que caminemos erguidos, para que con nuestras rectas espaldas mantengamos la compostura de una ficción que de otro modo no se sostendría. Sólo los ojos infantiles parecen conjurar el encantamiento del subsuelo. La lagartija deslizándose sibilante sobre la hierba.  El ejército de hormigas aproximándose en orden al cadáver de algún insecto que por un golpe certero de la suerte vino a descomponerse en su territorio.  El charco donde se ovilla perezoso y felino el cielo. Es en ese charco frente a ella donde ahora se busca. Se pregunta si entre sus aguas turbias todavía reside la paleta de colores de la infancia. En los últimos días la lluvia ha sido una compañera constante. Con su repiqueo contra el cristal pareciera que las gotas quisieran poner ritmo a su vida. Pero, mientras corría de un lado para otro de la cocina preparando la cena con amigos que tendrá lugar esa misma noche, ella se resigna al silencio de la melodía  de su cuerpo, y desconoce si existen todavía unos dedos capaces de darle cuerda. En su caja de música sólo guarda una risa complaciente para las ocasiones de gala. La misma que lucirá durante la fiesta de esa noche. Una risa de maniquí. Un simple abalorio para darse brillo. La misma risa con la que vistió su voz aquella noche, unos meses atrás, mientras cenaba con unos compañeros de trabajo del marido, tras descubrir por casualidad que el hombre al que amó había muerto. Aquél que unos años antes había sido su amante. En ese instante su rostro se giró hacia el pasado, y durante unos minutos permaneció inmóvil, como si al mirar hacia atrás en su vida, hubiese recibido el castigo de la mujer de Lot. Cuando volvió en sí, se enguantó aquella risa que siempre tenía a mano, y se unió a la carcajada general. Alguien-probablemente uno de los hombres, no recordaba bien quien-, había contado una anécdota  particularmente graciosa que había roto ese silencio que se instala en las gargantas humanas cada vez que se toca el tema de la muerte. Y hasta su boca, paralizada hasta hacía sólo un momento, subió aquella risa, como accionada por algún resorte. Pero a la par, amalgamándose a ella, se suspendió en el aire la última nota de la canción de su cuerpo, y tras aletear mágica como un colibrí, sin más, se silenció.  

Aquello la desconcertó, puesto que hacía años que apenas pensaba en su antiguo amante. Pero, tras reflexionar sobre ello, se percató de que la mera existencia de alguien al que se ama basta para darnos cuerda. Porque entre todas las cosas del mundo es el amor el que nos pone en marcha durante más tiempo. Y que ella hubiese decidido no acordarse de él, no significaba que el amor no se acordara de ella. 

Poco a poco se concilió con la idea de que ahora le tocaba vivir en la mudez, cosa a la que sin duda se acostumbraría. Porque si había algo en lo que ella era experta, era en ser mujer camaleón.Con lo que no había contado era con aquel cansancio. 

El cansancio vino tras el silencio. Si ya no había nada en su vida que le diera cuerda, es lógico que finalmente hubiese recibido la visita del cansancio. A su edad-bien rebasados los cuarenta-no había tenido hijos.  Y los hijos no es que te den cuerda, más bien, aunque una no quiera, te ponen las pilas. Había pedido una excedencia en su trabajo para acompañar a su marido durante una estancia de unos meses en aquella ciudad extraña. Pero, como sucede en muchas ocasiones, la palabra “transitorio” acabó derivando en “permanente”. Si alguna vez sintió algo parecido a una vocación, ésta fue la escritura. Pero la falta de estímulos externos, y su poca confianza, acabaron diluyendo aquella pasión entre las aguas de la rutina diaria. Realmente si en algo había sobresalido en la vida era en encarnar a la perfecta mujer del  hombre de éxito. Hasta para cumplir a rajatabla con su papel se había buscado a aquel amante, y así no molestar el ascenso meteórico del marido con absurdas exigencias de atención. Pero en algo erró: el amante escogido era de aquellos de los que una corre el riesgo de enamorarse. Y así sucedió. Pero lo que jamás había entrado en sus cálculos es que él se enamorara de ella. Y aquello que había comenzado como una aventurilla, un simple divertimento, había acabado por complicarse. Por lo que ella finalmente optó por alejarlo de su vida. Y no había sido fácil, no. Probablemente había sido de las cosas más difíciles que había hecho en su vida. Y ahora que él había muerto, por alguna extraña razón algo parecía haberse roto definitivamente en su interior.

Se mira en el charco, se busca, no con desesperación, sino con cierta desgana. Esa desgana de la que sólo ella es consciente, y que ha acabado por convertirse en la única verdad de su vida, suplantado a esa otra verdad que había sido su relación con aquel amante. Había salido de casa apresurada. De repente recordó que no tenía guindilla para el arroz, y decidió salir a buscarlo a la tienda de especias. Observó con atención su imagen en el charco. Estaba desaliñada. Del recogido del pelo se escapaban algunas hebras, una de ella parecía partirle el rostro a la mitad, bajándole justo hasta la frontera de la boca. Se había puesto su gabardina roja, pero se abotonó mal, y los faldones a ambos lados parecían desiguales. Un coche que circulaba a bastante velocidad, no tuvo compasión de ella en el momento de dirigirse hacia el charco. Y de repente una ola se levantó desde el asfalto, como si quisiera engullirla, dejándola completamente empapada. Corre a refugiarse en la acera, y tomando unos pañuelos de su bolso, procura secarse y recomponer su imagen frente al escaparate de una tienda de antigüedades. Así, mojada y con pegotes de barro por el rostro, parece más joven. Se contempla un instante, y se sonríe, porque en cierto modo es como si en aquella imagen difusa y desaliñada, tan distante de la impecable mujer que cada día compone ante el espejo, por fin se reconociera. Y en ese instante la ve. Allí, en el escaparate, se exhibe una hermosa caja de música color púrpura, con unos delicados ornamentos de cristal con la forma de  un ave con las alas abiertas, de la misma tonalidad púrpura pero de distinto matiz según la luz. Y en el centro, como si estuviera a punto de echar a volar ella también, con sus brazos bellamente desplegados, la bailarina, con su resplandeciente tutú púrpura y pespunte plateado. La invade entonces un irresistible deseo de darle cuerda, y admirar su baile. Porque a pesar de su inmovilidad y el silencio, ella se percata de que lo que hace a la bailarina lo que es, es su voluntad de bailar. E intuye que si la bailarina pudiese, se daría cuerda a sí misma. Por lo que impulsivamente decide entrar en la tienda, y adquirir aquella caja de música, acordándose de aquella otra libreta amarilla donde ella anotaba las cosas pensando que con ello bastaría para llevarlas a cabo, pero con la lección en su cabeza de que para llevar a cabo algo no basta con anotarlo, en primer lugar hay que darle cuerda. Y con la intención de sustituir por voluntad toda aquella inercia de su vida, se dispone a tomar para sí aquello que le brinda la bailarina a pesar de su impotencia: si la vida no lo hace, he de ser yo la que me de cuerda.


lunes, 11 de junio de 2012

ESTADOS






Contra el diámetro tembloroso de algunas miradas el prisma solar se disgrega como si se tratara de la cara bonachona de un lago. Yo lo he visto. En esa luz que rebota nadan peces y se arpegian las risas de los niños, que bajan como una marea esta calle por la que camino sin prisas. En días como hoy vivo en estado muelle, siempre a punto de precipitarme hacia algo.  Mi cuerpo es un recipiente donde el ser se desborda.  Voy salpicando el camino con pequeños charcos de mí, en los que nadan sueños, y algún que otro olvido, criatura abisal que corre a enterrarse bajo la arena.  Me pregunto si desde el cielo podría verse la figura que componen mis derrames. Quizás en la distancia podría llegar a atisbar una señal de mí. Enunciar el logaritmo irresoluble de mi existencia. O tal vez ,incluso, pueda concienciar una señal de ti en esa brisa cálida que viene del sur y que rauda dibuja mohines sobre la superficie del agua. Tu caricia es la del viento, inasible pero no por ello menos consistente. Una corriente modelando mi cuerpo, erizando la dermis de mi alma. Entonces reconozco el tránsito de la vida en mí. Y porque en días como hoy me siento como me siento y vivo en estado muelle, me quedo mirando uno de esos charcos con los que voy salpicando mi camino, y me digo que cuando miramos en el interior de un charco es como si avistáramos las entrañas del cielo. Sus grises, sus azules, las nubes juguetonas. Un corazón de luz latiendo en el agua. Porque en cada gota que cae es el cielo, y no otra cosa, el que se llueve. Y yo me lluevo. Lluevo mi propio e inalcanzable cielo, en días como hoy, mientras camino en estado muelle. Y si es mi propio e inalcanzable cielo el que se derrama, nada más lógico que encontrarte en uno de estos pequeños charcos sobre los que juguetones chapotean mis pies descalzos.

Sé que existes, aunque sólo llegue a escucharte en el silbo del bosque.

miércoles, 6 de junio de 2012

CAÍDA DEL POEMA



Se me olvidaba agradecer a la maravillosa Noelia Palma el haberme dado a conocer esta linda foto



Bajo una de mis alas sostengo un poema. Quiero volar para llegar hacia ti. Pero volar significa abrir las alas, y temo que el poema se caiga, y se haga añicos que se claven en pies que bailan descalzos, o siegue la cabeza indolente de las más delicadas flores. Y yo no quiero hacer sangre los pies descalzos, porque la sal de la sangre-escrito está-cimienta lágrimas. Tampoco quiero pasar a la posteridad como la impiadosa mujer que guillotinaba amorosas flores. Bueno, en realidad no es mi deseo pasar a la posteridad. Mi deseo es llegar hasta ti como amazona del instante. Pero alguien le puso un precio demasiado elevado a ese deseo: la vida del poema. Y lo natural sería abrir mis alas y acunar entre ellas la distancia que nos separa, y conseguir adormecerla. Pero ello significa soltar este poema del que soy portadora. Este poema que amamanté con mis senos tibios, tantos días con sus noches, como si se tratara del hijo que nunca tuve. Me mira el poema con esos ojos que arpegian mares. Ojos que mudan espacio en piel. Y cómo dejarlo caer si soy incapaz de que entienda que, al contrario que yo, él no necesita de alas para volar. Porque siendo poema es el mismísimo viento. Y como viento resiste la caída y sólo a veces se ovilla sobre si mismo, y entre la boca del tiempo amaina en suspiro. O hacerle comprender que no precisa cobijo. Porque siendo poema es la fiebre que irradia calor al corazón de los amantes. Una fiebre que tiene sus raíces en la garganta del dragón, y a la vez que sacude los cuerpos pone en los cielos una estrella, y por esa misma razón ha de ser infinito el número de galaxias. O impedir que cubra su desnudez con banal vestidura. Porque como poema ningún dios será su juez. Y por lo tanto está libre de pecado o es el pecado mismo, si le place.  Desconoce el pudor, y es inmune a la mirada censora. En definitiva, convencer al poema de que es todo aquello que desee. Porque el poema se manifiesta en el tintineo de las fuentes, en el repicar jubiloso de las copas de los árboles. Porque el poema es ese temblor del espacio que media, justo antes de dejar de ser. Y mientras escribo comprendo que el poema es, por encima de todo, este movimiento de mis alas al abrirse para llegar a ti. El vértigo al pie del abismo que no se dibuja sino en la entraña. Y es también-por qué no- esa caída que ambos tememos, la gravedad demostrándose empíricamente en los cuerpos, el golpe contra la vida, y el trauma. Porque el poema es esa contradicción de la cosa viva resistiéndose a la vez que corre al encuentro irrevocable con la muerte.