Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


jueves, 14 de junio de 2012

INERCIAS

 
Desconozco al autor de la imagen. La hallé aquí




La mujer arrastra cansancio. Tanto es así, que si en ello no intuyera una incómoda paradoja, diría que es el cansancio el que la arrastra a ella. Recuerda que una vez anotó cuidadosamente en su libreta amarilla, “Advertencia: no confundir inercia con voluntad”. En aquel tiempo creía que con escribir una premisa en un trozo de papel, bastaba para no olvidarla. Ahora, en absoluta intimidad con los cordones de sus zapatos, su cuello blanco describe un arco del que no sale disparada flecha ninguna. Como mucho, alguna vez, su mirada en dardo hacia dentro, sumando una nueva espina a su tallo. Y una pregunta: ¿En qué viento se volaron los pétalos de la rosa que alguna vez fue?.  A cada paso abomina su verticalidad. Si por ella fuera permanecería horizontal, voluta esperando a apagarse definitivamente sobre el frío suelo. Pero se ve obligada a sumar un paso tras otro. Deletreando con sus huellas esa palabra que tanto la asustaba: Inercia. A ras de suelo el mundo no le parece más que una gran superficie cubierta por la baba del caracol gigante de la vida. Bajo aquella capa húmeda el mundo se cuartea como las tapas de un libro. Las aceras se levantan, el asfalto está salpicado de desconchones, discordantes erupciones que le afean el rostro. Hasta las hojas de los árboles que siempre le habían parecido de un vivo color cobrizo, ahora lucen desteñidas. ¿A dónde se fueron los colores del mundo?. Sí, el mundo sólo conserva su apariencia de hermosura a la altura de los ojos. Pero cuando una sumerge la mirada en las capas inferiores enseguida asoma la costra. Quizás por eso se nos exige que caminemos erguidos, para que con nuestras rectas espaldas mantengamos la compostura de una ficción que de otro modo no se sostendría. Sólo los ojos infantiles parecen conjurar el encantamiento del subsuelo. La lagartija deslizándose sibilante sobre la hierba.  El ejército de hormigas aproximándose en orden al cadáver de algún insecto que por un golpe certero de la suerte vino a descomponerse en su territorio.  El charco donde se ovilla perezoso y felino el cielo. Es en ese charco frente a ella donde ahora se busca. Se pregunta si entre sus aguas turbias todavía reside la paleta de colores de la infancia. En los últimos días la lluvia ha sido una compañera constante. Con su repiqueo contra el cristal pareciera que las gotas quisieran poner ritmo a su vida. Pero, mientras corría de un lado para otro de la cocina preparando la cena con amigos que tendrá lugar esa misma noche, ella se resigna al silencio de la melodía  de su cuerpo, y desconoce si existen todavía unos dedos capaces de darle cuerda. En su caja de música sólo guarda una risa complaciente para las ocasiones de gala. La misma que lucirá durante la fiesta de esa noche. Una risa de maniquí. Un simple abalorio para darse brillo. La misma risa con la que vistió su voz aquella noche, unos meses atrás, mientras cenaba con unos compañeros de trabajo del marido, tras descubrir por casualidad que el hombre al que amó había muerto. Aquél que unos años antes había sido su amante. En ese instante su rostro se giró hacia el pasado, y durante unos minutos permaneció inmóvil, como si al mirar hacia atrás en su vida, hubiese recibido el castigo de la mujer de Lot. Cuando volvió en sí, se enguantó aquella risa que siempre tenía a mano, y se unió a la carcajada general. Alguien-probablemente uno de los hombres, no recordaba bien quien-, había contado una anécdota  particularmente graciosa que había roto ese silencio que se instala en las gargantas humanas cada vez que se toca el tema de la muerte. Y hasta su boca, paralizada hasta hacía sólo un momento, subió aquella risa, como accionada por algún resorte. Pero a la par, amalgamándose a ella, se suspendió en el aire la última nota de la canción de su cuerpo, y tras aletear mágica como un colibrí, sin más, se silenció.  

Aquello la desconcertó, puesto que hacía años que apenas pensaba en su antiguo amante. Pero, tras reflexionar sobre ello, se percató de que la mera existencia de alguien al que se ama basta para darnos cuerda. Porque entre todas las cosas del mundo es el amor el que nos pone en marcha durante más tiempo. Y que ella hubiese decidido no acordarse de él, no significaba que el amor no se acordara de ella. 

Poco a poco se concilió con la idea de que ahora le tocaba vivir en la mudez, cosa a la que sin duda se acostumbraría. Porque si había algo en lo que ella era experta, era en ser mujer camaleón.Con lo que no había contado era con aquel cansancio. 

El cansancio vino tras el silencio. Si ya no había nada en su vida que le diera cuerda, es lógico que finalmente hubiese recibido la visita del cansancio. A su edad-bien rebasados los cuarenta-no había tenido hijos.  Y los hijos no es que te den cuerda, más bien, aunque una no quiera, te ponen las pilas. Había pedido una excedencia en su trabajo para acompañar a su marido durante una estancia de unos meses en aquella ciudad extraña. Pero, como sucede en muchas ocasiones, la palabra “transitorio” acabó derivando en “permanente”. Si alguna vez sintió algo parecido a una vocación, ésta fue la escritura. Pero la falta de estímulos externos, y su poca confianza, acabaron diluyendo aquella pasión entre las aguas de la rutina diaria. Realmente si en algo había sobresalido en la vida era en encarnar a la perfecta mujer del  hombre de éxito. Hasta para cumplir a rajatabla con su papel se había buscado a aquel amante, y así no molestar el ascenso meteórico del marido con absurdas exigencias de atención. Pero en algo erró: el amante escogido era de aquellos de los que una corre el riesgo de enamorarse. Y así sucedió. Pero lo que jamás había entrado en sus cálculos es que él se enamorara de ella. Y aquello que había comenzado como una aventurilla, un simple divertimento, había acabado por complicarse. Por lo que ella finalmente optó por alejarlo de su vida. Y no había sido fácil, no. Probablemente había sido de las cosas más difíciles que había hecho en su vida. Y ahora que él había muerto, por alguna extraña razón algo parecía haberse roto definitivamente en su interior.

Se mira en el charco, se busca, no con desesperación, sino con cierta desgana. Esa desgana de la que sólo ella es consciente, y que ha acabado por convertirse en la única verdad de su vida, suplantado a esa otra verdad que había sido su relación con aquel amante. Había salido de casa apresurada. De repente recordó que no tenía guindilla para el arroz, y decidió salir a buscarlo a la tienda de especias. Observó con atención su imagen en el charco. Estaba desaliñada. Del recogido del pelo se escapaban algunas hebras, una de ella parecía partirle el rostro a la mitad, bajándole justo hasta la frontera de la boca. Se había puesto su gabardina roja, pero se abotonó mal, y los faldones a ambos lados parecían desiguales. Un coche que circulaba a bastante velocidad, no tuvo compasión de ella en el momento de dirigirse hacia el charco. Y de repente una ola se levantó desde el asfalto, como si quisiera engullirla, dejándola completamente empapada. Corre a refugiarse en la acera, y tomando unos pañuelos de su bolso, procura secarse y recomponer su imagen frente al escaparate de una tienda de antigüedades. Así, mojada y con pegotes de barro por el rostro, parece más joven. Se contempla un instante, y se sonríe, porque en cierto modo es como si en aquella imagen difusa y desaliñada, tan distante de la impecable mujer que cada día compone ante el espejo, por fin se reconociera. Y en ese instante la ve. Allí, en el escaparate, se exhibe una hermosa caja de música color púrpura, con unos delicados ornamentos de cristal con la forma de  un ave con las alas abiertas, de la misma tonalidad púrpura pero de distinto matiz según la luz. Y en el centro, como si estuviera a punto de echar a volar ella también, con sus brazos bellamente desplegados, la bailarina, con su resplandeciente tutú púrpura y pespunte plateado. La invade entonces un irresistible deseo de darle cuerda, y admirar su baile. Porque a pesar de su inmovilidad y el silencio, ella se percata de que lo que hace a la bailarina lo que es, es su voluntad de bailar. E intuye que si la bailarina pudiese, se daría cuerda a sí misma. Por lo que impulsivamente decide entrar en la tienda, y adquirir aquella caja de música, acordándose de aquella otra libreta amarilla donde ella anotaba las cosas pensando que con ello bastaría para llevarlas a cabo, pero con la lección en su cabeza de que para llevar a cabo algo no basta con anotarlo, en primer lugar hay que darle cuerda. Y con la intención de sustituir por voluntad toda aquella inercia de su vida, se dispone a tomar para sí aquello que le brinda la bailarina a pesar de su impotencia: si la vida no lo hace, he de ser yo la que me de cuerda.


lunes, 11 de junio de 2012

ESTADOS






Contra el diámetro tembloroso de algunas miradas el prisma solar se disgrega como si se tratara de la cara bonachona de un lago. Yo lo he visto. En esa luz que rebota nadan peces y se arpegian las risas de los niños, que bajan como una marea esta calle por la que camino sin prisas. En días como hoy vivo en estado muelle, siempre a punto de precipitarme hacia algo.  Mi cuerpo es un recipiente donde el ser se desborda.  Voy salpicando el camino con pequeños charcos de mí, en los que nadan sueños, y algún que otro olvido, criatura abisal que corre a enterrarse bajo la arena.  Me pregunto si desde el cielo podría verse la figura que componen mis derrames. Quizás en la distancia podría llegar a atisbar una señal de mí. Enunciar el logaritmo irresoluble de mi existencia. O tal vez ,incluso, pueda concienciar una señal de ti en esa brisa cálida que viene del sur y que rauda dibuja mohines sobre la superficie del agua. Tu caricia es la del viento, inasible pero no por ello menos consistente. Una corriente modelando mi cuerpo, erizando la dermis de mi alma. Entonces reconozco el tránsito de la vida en mí. Y porque en días como hoy me siento como me siento y vivo en estado muelle, me quedo mirando uno de esos charcos con los que voy salpicando mi camino, y me digo que cuando miramos en el interior de un charco es como si avistáramos las entrañas del cielo. Sus grises, sus azules, las nubes juguetonas. Un corazón de luz latiendo en el agua. Porque en cada gota que cae es el cielo, y no otra cosa, el que se llueve. Y yo me lluevo. Lluevo mi propio e inalcanzable cielo, en días como hoy, mientras camino en estado muelle. Y si es mi propio e inalcanzable cielo el que se derrama, nada más lógico que encontrarte en uno de estos pequeños charcos sobre los que juguetones chapotean mis pies descalzos.

Sé que existes, aunque sólo llegue a escucharte en el silbo del bosque.

miércoles, 6 de junio de 2012

CAÍDA DEL POEMA



Se me olvidaba agradecer a la maravillosa Noelia Palma el haberme dado a conocer esta linda foto



Bajo una de mis alas sostengo un poema. Quiero volar para llegar hacia ti. Pero volar significa abrir las alas, y temo que el poema se caiga, y se haga añicos que se claven en pies que bailan descalzos, o siegue la cabeza indolente de las más delicadas flores. Y yo no quiero hacer sangre los pies descalzos, porque la sal de la sangre-escrito está-cimienta lágrimas. Tampoco quiero pasar a la posteridad como la impiadosa mujer que guillotinaba amorosas flores. Bueno, en realidad no es mi deseo pasar a la posteridad. Mi deseo es llegar hasta ti como amazona del instante. Pero alguien le puso un precio demasiado elevado a ese deseo: la vida del poema. Y lo natural sería abrir mis alas y acunar entre ellas la distancia que nos separa, y conseguir adormecerla. Pero ello significa soltar este poema del que soy portadora. Este poema que amamanté con mis senos tibios, tantos días con sus noches, como si se tratara del hijo que nunca tuve. Me mira el poema con esos ojos que arpegian mares. Ojos que mudan espacio en piel. Y cómo dejarlo caer si soy incapaz de que entienda que, al contrario que yo, él no necesita de alas para volar. Porque siendo poema es el mismísimo viento. Y como viento resiste la caída y sólo a veces se ovilla sobre si mismo, y entre la boca del tiempo amaina en suspiro. O hacerle comprender que no precisa cobijo. Porque siendo poema es la fiebre que irradia calor al corazón de los amantes. Una fiebre que tiene sus raíces en la garganta del dragón, y a la vez que sacude los cuerpos pone en los cielos una estrella, y por esa misma razón ha de ser infinito el número de galaxias. O impedir que cubra su desnudez con banal vestidura. Porque como poema ningún dios será su juez. Y por lo tanto está libre de pecado o es el pecado mismo, si le place.  Desconoce el pudor, y es inmune a la mirada censora. En definitiva, convencer al poema de que es todo aquello que desee. Porque el poema se manifiesta en el tintineo de las fuentes, en el repicar jubiloso de las copas de los árboles. Porque el poema es ese temblor del espacio que media, justo antes de dejar de ser. Y mientras escribo comprendo que el poema es, por encima de todo, este movimiento de mis alas al abrirse para llegar a ti. El vértigo al pie del abismo que no se dibuja sino en la entraña. Y es también-por qué no- esa caída que ambos tememos, la gravedad demostrándose empíricamente en los cuerpos, el golpe contra la vida, y el trauma. Porque el poema es esa contradicción de la cosa viva resistiéndose a la vez que corre al encuentro irrevocable con la muerte.      

martes, 5 de junio de 2012

CARTA ESCRITA EN 2001

Yo a principios de 2003 en Los Jameos del Agua, Lanzarote



Hoy encontré esta carta que escribí en 2001. No sé porque la publico en el blog. Quizás un poco porque me entró cierta nostalgia de lo que yo era en 2001. O quizás por presentarles a aquella que yo era, y las cosas que cruzaban mi mente hace algo más de 10 años, y de paso recordarlas yo misma.Quizás por desentrañar cuánto de verdad hay en una carta. O cuánto de mí misma había ya en aquella que yo era....





Sobre el cristal las nubes, tras él las máquinas emiten sus voces que el recuerdo de una película aúna en una canción. Ya nunca podré escucharlas sin pensar en Cvalda, pero sobre todo en Selma (porque como te dije para mí Björk es Selma, al menos hasta que ella lo desmienta) y por supuesto en ti.
Hoy Sara surgió tras una columna (al menos era lo que ella pretendía) como una lágrima de carne. Antes había pensado en pasarse por tu casa para dejarte una señal, dejarse caer como las huellas de Carlota, pero a diferencia de esta poniendo cuidado de que ninguna guitarra las fuese borrando. Con su mismo pañuelo rojo Verónica, por primera vez, se siente como verdadero origen de ellas dos y tiembla. Algo de lo mismo debió sentir dios cuando vio a Adán moviéndose por entre los árboles del Edén (adán, edén, idín, odón, udún). Me pregunto si morderán la manzana o si cuando ya sean más construirán una torre de Babel para huir del papel al que las he relegado. Entonces yo confundiría sus lenguas y leer sus historias sería algo como resolver quebrados durante el duermevela.
Algo que debía ser un sueño. Los cimientos arrepiando, la explosión por encima de sus cabezas, el calor abriéndose paso desde los mismísimos infiernos...  Embocando la salida que no era tal si no un acceso a otra salida que no era tal si no un acceso a otra salida que no era tal si no...... Aquello de verdad tenía todas las trazas de ser un sueño. Se topó de frente con el rostro de alguien y no era ya un rostro si no una hoja blanco buscó en el bolso un lápiz con el que escribir la palabra MIEDO pero el bolso se había quedado colgando de algún pasamanos. Cuántos peldaños habría bajado, sus piernas protestaron “despierta ya, no pensamos movernos”. Pero le costaba despertarse. Lo único que se puede hacer en estos casos es seguir las premisas del sueño. Vio una ventana algunos sueños acaban así en una vertiginosa contracción. Retrocedió angustiada  pero  una voz al borde del delirio la empujó. Así fue como se precipitó desde el piso 62.
¿Qué otra cosa puede hacer que alguien se arroje desde semejante altura, por mucho que el edificio esté en llamas, a menos que crea estar dentro de un sueño? Los hombres no tenemos alas. Y no creo que pensasen en una mano recogiéndoles en   su caída a no ser que esa fuese un despertar bien mullidito. O en realidad todo esto me lo estoy inventando por no deshojar la flor mustia de su desesperación.     
Ese algo que convierte una mosca bailando en el canto de la taza, en tu cabeza tras los barrotes subiendo las escaleras del Áncoras. Pero puedo afirmar que a pesar de estas confusiones soy capaz de reconocer el sonido de tus pasos saltando por encima del hilo musical. La espera agudiza  los sentidos. Primero una nube informe de ruidos. A ratos la voz de la cantante parece desperezarse hasta que por fin obtiene esa consistencia ocre del idioma portugués. Las palabras de los otros se recortan como un enjambre de avispas. Finalmente tus pisadas caen blandas sobre los escalones.
Si pudieras ver el reflejo de este cielo...  Los molinos cortan el aire sin aspavientos. Inconscientes de estos otros que en el cristal imitan sus movimientos, tan cerca de mí como lo están las nubes en los charcos. Pocos conocen la tarea que acometen. Darle forma al viento..... Casi como soplar el cristal. Hilanderas incansables, sus dedos atinan desvistiéndole de lo que le sobra, si no fuese así éste caería a  sus pies y el rostro frío golpeando la tierra.
Un grupo de tres recuerda a las míticas parcas. Pienso en los destinos que sin saberlo estarán tramando.
Como ese motorista al que veo barrer el capó de un coche. Derribado,  un camión evita su cuerpo de una frenada. Le veo levantarse y trastabillar hasta la acera más próxima. Se sienta aferrándose a una pierna, en el rostro una mueca dolorida aguarda que las gentes acudan en socorro.
Evito curiosear y en casa le cuento a mi madre eso que apenas se sostiene ya. Las palabras dejan de narrar hechos para ser PALABRAS, sin más, por bulerías.
Por eso cualquier ficción tiene la misma consistencia de lo real. Como aquel episodio del “Pequeño Cid”, en el que teniendo hambre se sienta ante una mesa  vacía, recreándose en la degustación de los más exquisitos manjares que la imaginación le sirve. Claro que al rato el pobre está más hambriento si cabe. Lo mismo ocurre con los libros, que uno sale a la calle más hambriento de vida.
Porque la vida por si  misma nos harta sin apenas saciarnos. Y los libros nos dan la oportunidad  de desprendernos de esa nuestra vida que es a la vez mortaja y  asesina de todas aquellas otras vidas. Penosa carga la individualidad. ¿Cuándo surge? ¿Cuándo el hombre deja de ser uno con el aire? . Supongo que en algún rincón de la infancia, como ponerse el delantal del colegio no vaya a ser que uno se manche con las pinturas la ropita que a nuestros padres les suda tanto la frente. En definitiva que los libros hacen menos penoso eso de ser uno e impide que nos conformemos presentándonos situaciones que nos impulsan a encaramarnos al cielo.
El amor también lo hace menos penoso.
Que cada vez que leo a Julio me desgañito deplorando mi vida. Y a veces nos parecemos a sus personajes y cuando escribimos los encarnamos tontamente.
Me justifico porque el mundo que nos rodea no es la mejor circunstancia. ¿Cómo compararlo con un mundo en el que Julio es dios? Y el verbo se hizo carne. Puede que vivamos atrapados en la ficción de alguien. Y para ese alguien sólo seamos eso que una vez se le ocurrió. Por eso el mundo va como va. Porque es una ficción que a alguien se le olvidó encauzar. Y lo que es peor, pensar en  todos esos personajes que alguna vez hayan salido de nuestras mangas quizás errantes por un mundo con menor consistencia que la tinta y el papel. Y Sara y Carlota que no son más que dos voces sonando dentro de una botella vacía. Qué puedo decirles. Cómo disculparme. Supongo que el único modo de redimirme es dándoles una historia.
Y ahora debería empezar.
Carlota, el pie en el aire. En ese intervalo que le separa de la acera la imagen fosforescente de una mujer atropellada por las prisas del conductor. Siempre al apearse del autobús la misma historia dibujándose en los talones de aquello que había escuchado a través de la radio. Sentía como  era su cuerpo el que se astillaba bajo las ruedas.
Regreso a casa, cuesta arriba. Alejada de todos aún antes de  marcharse el desnivel habría aumentado con  la ausencia. A nadie quería ver, allí estaba sin embargo, las manos enrejadas al muro. 
Hacia el mediodía tendían las sábanas y su perfume amable entibiaba las reprimendas de la abuela y tía Celia. Ya por entonces sabía Carlota que no les gustaba, al menos como les gustaban la prima y los demás primos. Los azotes  se repartían en desigual proporción lo cual ella misma achacaba a su carácter endemoniado.

lunes, 4 de junio de 2012

CANCIÓN



Dime “amor”,  bien chiquito
Dímelo, con la voz en puntillas
Dímelo, en triquiñuela de aire
Dímelo aquí
en la arruga más profunda de mis labios,
donde un hombre clavó
la estrella palpitante de un beso

Voy y te digo
“amor bien chiquito”
lo digo en alas de colibrí
lo digo en pandemia de caricias
lo digo con la flor del cuerpo en tallo
y los pétalos en lecho
“Amor bien chiquito”
en la arruga más profunda
que un dedo juguetón
señala
“Amor bien chiquito”,
espumas en el vientre
mareas de sangre hacia tu boca,
vientos erosionando, limando las aristas
de goces anteriores
“Amor bien chiquito”
y llenar tu sonrisa de olvido
y del tiempo del gato
“Bien chiquito”
-digo-
hasta regresarnos en silencio,
y ver tus labios clarear,
redibujarse las aristas de goces anteriores,
el socavón marino donde un hombre clavó una estrella

Y déjame volver a cada instante
a  tu delicioso “amor bien chiquito”
y que queden para la eternidad
y las novelas
el resto de “amores bien grandes”

viernes, 1 de junio de 2012

ÓBOLO


Remedios Varo



Aunque pronuncie amor
en tu boca
ignorarás quién eres
Aunque alumbre estrellas
sobre triángulo de mar oscuro
temerás mi noche
Aunque te sientes a la vera
de este hogar que es mi cuerpo incendiado
no ahuyentarás la intemperie
Aunque ceda mi útero
para que ensayes tus hijos
vivirás irremediablemente solo
e, irremediablemente, desaparecerás a tu muerte
A veces te preguntas
para qué amar
si amor no es sabiduría,
valor,
vestido,
o trascendencia
No, amor no es ninguna de esas cosas
Amor es amor
y no moneda de cambio
u óbolo para el barquero

miércoles, 30 de mayo de 2012

NIEVE

Eternal sunshine of the spotless mind





Devoré tus besos sazonados de lágrimas. Era febrero y el frío barría las calles. Yo veía las lágrimas deslizándose como icebergs bajo tus párpados cerrados. El barco de mis labios embestía las olas de tus mejillas y colisionaba kamikaze contra ellas. Pero era yo quien se hundía en las aguas heladas de tu mar proceloso a cada nuevo impacto. 


Te encontré una mañana de diciembre cuando salía para trabajar.  Estabas sentada en el peldaño que hay en la entrada a mi edificio. Llegaba tarde y con las prisas no te vi, casi tropiezo contigo. Por esquivarte en el último momento a punto estuve de caer. En el lapso de soltar algún improperio te miré. La luz reverberó sobre tu piel, cegándome. Esta impresión es difícil de explicar a alguien que jamás ha contemplado la palidez extrema de una piel como la tuya. O quizás a mí me falten las palabras. Puedo decir que tu piel se confundía con el abrigo blanco que con ternura se posaba sobre ella, como si tú cuerpo fuera la arquitectura delicada de una flor y el abrigo los pétalos que amorosamente la cubren. Tus cabellos, de un rubio tan desvaído que ensayaban la blancura del plumaje de algunas variedades de palomas. Pero de todo esto lo más inverosímil era la transparencia de tus ojos azules, que parecían simular la claridad del alba.  En esa primera mirada se aplacó mi enfado, y hechizado te pregunté quién eras. Dijiste que te llamabas Nieve. Y yo pensé admirado en el poder que tienen algunos nombres, los cuales parecen evidenciar el destino y las características de aquéllos a quienes nombran. 


Como decía, llegaba tarde al trabajo, pero este hecho perdió importancia en cuanto te miré. Me senté junto a ti, parecías triste. Te pregunté qué te pasaba y te lamentaste de haber llegado demasiado pronto, pues todavía los días no eran lo bastante fríos. Culpaste de todo a tu inexperiencia. Desesperada me contaste que no tenías a dónde ir, y que no sabías cómo regresar a casa. Aunque todo esto debería haber sonado delirante a mis oídos, me parecieron las palabras que uno podía esperar de los seres como tú-si existen otras como tú, cosa que me permito dudar-. De modo espontáneo te invité a subir a mi casa y, cuando ya estaba a punto de arrepentirme por tal proposición, me sorprendiste aceptándola. Te vi levantarte alta y majestuosa, cuando sentada me habías parecido menuda y extremadamente frágil. Al entrar en mi modesto apartamento te desprendiste del abrigo blanco. Mientras te lo quitabas, con gesto decidido, me pareció que aleteaba en el aire, y por un momento temí que echaras a volar. Con la excusa de que hacía frío fui a asegurarme de que todas las ventanas estavieran bien cerradas, por si acaso.


Fueron aquellos días felices. Tú apenas hablabas y yo siempre he sido hombre de pocas palabras. Para mí el único lenguaje válido era el de la luz enredándose en tus cabellos mientras observabas la calle a través de la ventana. Permanecías muchas horas de aquel modo y en silencio. Sólo una vez dijiste:


-El frío está perezoso este año. Los niños pasean sus rostros tristes porque no pueden jugar conmigo- Y luego añadiste por segunda vez algo acerca de tu inexperiencia. 


El momento más feliz del día era cuando regresaba del trabajo, embargado por el temor de que ya no estuvieras, y con alivio te descubría sobre el sofá, como un aliento de luz en la boca oscura de la habitación. Contento iba a sentarme junto a ti en el sofá, y ambos permanecíamos bastante rato así, contemplándonos. Yo no podía evitar ver en todo aquello una metáfora de mis sentimientos hacia ti, pues el resto del mundo se había sumido en la tiniebla desde el momento en que te encontré sentada en aquel peldaño de mi vida.


Y llegó Febrero. Trajo consigo el frío, a rastras y pataleando. Por primera vez me dijiste que deseabas salir a la calle. Y aunque temí lo que pudiera acontecer, tampoco me sentía capaz negarte nada. Te ayudé a ponerte el abrigo blanco sobre los hombros, y en ese momento me percaté de que en realidad se trataba de un manto. Ciertamente el día era frío, pero aquello no parecía molestarte. Tenías una sonrisa luminosa cosida a los labios. Llegamos al parque próximo a casa, y apoyaste tu cuerpo en el tronco de un árbol. Respiraste profundamente y dirigiste tu mirada hacia el cielo. Pude ver en la transparencia de tus ojos unas nubes que presagiaban lluvia, y la sonrisa de tu boca comenzó a tambalearse. Amanecieron lágrimas tan delicadas como rocío. Interpreté un ruego o un mandato cuando tus pupilas las atravesaron hacia mi rostro, y  las besé, sorprendiéndome por hallar en ellas la frialdad y la dureza del hielo. Frenético besé tus párpados, tu frente, tus mejillas, tus cabellos. Y me amansé en tus labios, cuyas líneas insinuaban la curvatura de la tierra. Podrá parecer locura, pero en aquel instante viví una epifanía de eternidad en tu boca. Y luego un espasmo de frío me convulsionó hasta el alma. 


Cuando me recuperé de aquella impresión descubrí mi cuerpo cubierto de copos de nieve. Lo único que quedaba de ti era aquel rastro de diminutas estrellas de hielo derritiéndose entre mis manos, sobre mis hombros, en mi rostro y boca.  Como agua te fuiste. Y al mirar a mi alrededor me di cuenta de que por fin nevaba, y de manera copiosa. Me pareció que el árbol donde hasta hace un instante te apoyabas se había pasado tu abrigo blanco por los hombros. Fue entonces cuando te reconocí. En la nieve que caía se dibujó tu cuerpo. En la luz que incendiaba las constelaciones de hielo vislumbré tus cabellos. En el aire que las atravesaba me conmovió la transparencia de tus ojos. Bandadas de niños enfundados en sus bufandas y gorros invadieron el parque como pájaros de colores. Uno de ellos, con una mueca de travesura enmascarándole el rostro, de un bolazo en plena espalda a otro niño que tenía un aire soñador, dio por comenzada la primera batalla de nieve de aquel invierno. Y me sonreí ampliamente pensando en lo feliz que te debía hacer todo aquello. 


No paré de buscarte entre la nieve mullida mientras duró el frío. Tu presencia todavía se intuía, aun cuando la nieve comenzó a volverse sucia y desvaída. Sólo cuando las temperaturas subieron y las calles comenzaron a derretirse, cayó sobre mí la evidencia de tu ausencia. El mundo se ve desnudo ahora. Y yo sólo aguardo a que el tiempo pase, y llegue el invierno traqueteando de frío. Mantengo en pie la esperanza de encontrarte algún día sentada en el peldaño de entrada a  mi edificio. Aunque sé que la tierra habrá dado una vuelta entera alrededor del sol, lo que significará que tú habrás sumado un año de experiencia. Y me temo que esta vez no llegarás a mi invierno antes que el frío.