Imagen sustraída de la web. Desconozco el autor
Lo quiso todo de ella.
Por querer quería aquel bigotito de leche que se ovillaba sobre
su labio superior, y que al amalgamarse perfectamente a sus movimientos parecía
dibujar ante sus ojos la más embriagante de las palabras, “bésame”. También aquel rubor que encendía sus mejillas
cuando él le insinuaba la existencia de dicho bigotito blanco, y el modo en el
que ella miraba casi subrepticiamente en derredor, como tratando de adivinar en
los rostros de los otros si habrían sospechado siquiera la existencia de aquel
cerco de leche avergonzante. En
apariencia ella rechazaba la estampa absolutamente encantadora que ofrecía
mientras sorbía la leche caliente del vaso, y él asistía al impulso manifiesto
en sus ojos de limpiarse el bigotito rebelde con la manga, impulso que extrañamente
parecía no estar exento de coquetería. Aquello le provocaba un fuerte deseo de
lamer y lamer la leche rebosante directamente del cuenco de su boca, pero
siempre se contenía. Sin embargo fue analizando este tipo de detalles aparentemente
nimios, estas conductas seductoras que ella parecía querer encubrir de un pudor
fingido, como comenzó a sospechar la existencia de otra Diana. Estaba la Diana que
se dejaba tomar de la mano, y que de modo simbólico cementaba las líneas de su palma
derecha con las líneas de su propia vida.
Pero después estaba aquella otra que se quedaba atrás en sus paseos mirando
el mundo a través de un charco de lluvia, o perseguía los pasos de un
desconocido en el reflejo de un escaparate, aunque Diana continuara allí, pegada
a él, dejándose abrazar amorosamente, deshaciéndose en armoniosas risas.
Siempre había escuchado hablar acerca de la proverbial afectación de las
mujeres, pero él estaba dispuesto a desenmascarar a la suya. Porque él, tal y
como dijimos al principio, lo quiso todo de ella.
Se propuso perseguir a la Diana furtiva en el envés de cada
gesto, en la cara oculta del beso. Enseguida identificó a aquella Diana que se
le mostraba, a aquella que se le acercaba con un gesto de aparente rendición y
entrega, como “la cazadora”. Porque él intuía que cada acto, cada sonrisa,
incluso la más risueña modulación de sus frases, habían sido forjados para
complacerle. Eran puro señuelo y, detrás de todo, él era capaz de ver asomar a
aquella otra Diana esquiva e ignota. La
Diana que como la presa más codiciada huía de su cazador. Aquel descubrimiento
le ocasionó una frustración insospechada, porque, repetimos, él lo quiso todo
de ella. Debido a lo cual, a los pocos meses, cuando aquella sospecha se hubo
extendido por el pantanal de su conciencia, él se vio incapaz de dormir. Porque
sólo durante el sueño él sentía como aquella Diana, que en la vigilia estaba
siempre alerta, bajaba la guardia. Y entonces perseguía con fruición el
movimiento de sus ojos bajo el párpado cerrado y a través de ellos se sentía arrastrado al
vasto territorio de aquella Diana. O iba anotando en una libreta las palabras
que Diana mascullaba durante el sueño, componiendo noche tras noche el más
extraño y rocambolesco de los jeroglíficos. Y cuando tras alguno de aquellos
superfluos logros se sentía enardecido e imperiosamente excitado, con uno de
sus brazos se aferraba a la cintura de Diana, mientras con la mano libre se
masturbaba de una manera un tanto desabrida debido a la urgencia de su deseo. Y
en el momento de eyacular él susurraba de manera gutural a su oído: “eres mía, toda
mía, todas mías, todas todas mías…”
Pero era durante el
sexo cuando él sentía que más y más se estrechaba el cerco entorno a Diana “la
presa”. La buscaba y la buscaba dentro
de su coño. Se sumergía en ella como pez abisal, sondeando sus profundidades. Y
se sentía triunfante cuando su esperma luminoso se proyectaba hacia aquella
oscuridad, tanto que solía pensar en él como en un cometa incendiándolo todo. En
aquellos instantes, entre el humo, la Diana salvaje no tenía lugar alguno donde
esconderse. Y sin duda era ella la que acudía
a retorcerse de placer bajo su cuerpo.
Pero pronto tuvo la necesidad de ir más allá y sus
relaciones sexuales comenzaron a adquirir cierto cariz violento. En un
principio trató de refrenarse. Pero pronto comprendió que a Diana no le
asustaban sus excesos, es más, parecía excitarse ante ellos. Por lo que
concluyó que era allí, en el límite, donde se manifestaba aquella otra Diana. Y
en la cama con sus dos cuerpos oscilando entre la tenue línea que a veces
divide el placer y el dolor, él, de un modo enfebrecido y salvaje, la buscaba.
Sin embargo, una vez acababan, aquella Diana que él creía haber atrapado entre
sus brazos como un cepo, parecía esfumarse, y regresaba la Diana actriz, aquella
que interpretaba a la perfección la ficción de una vida juntos.
Y así sus juegos sexuales fueron evolucionando más hacia el
lado del dolor, camino por el que, sorprendentemente, Diana siempre lo
secundaba. Y quizás por esto ella no se asustó el día que él le mostró la hoja
reluciente de su cuchillo de caza, y comenzó a deslizar la punta metálica sobre
su piel, inscribiendo un sendero en el que de vez en cuando asomaba un casi
imperceptible rastro de sangre. Y sintió
incrementar su excitación a medida que el cuchillo iba ascendiendo hasta su
cuello, mientras él con su otra mano la empujaba hacia un orgasmo que debió
confundir con aquella catarata roja que brotó bajo su barbilla cuando la hoja
afilada hendió su carne. La misma hoja con la que después desolló triunfante su
cuerpo, como si de la más codiciada y esquiva presa de caza se tratara. Porque
él la quiso toda, la despojó de aquella piel apenas reconocible una vez vacía, apenas
una máscara yaciendo arrugada y chorreante sobre el suelo. También del corazón
que estrechó entre sus manos todavía caliente. La despojó de aquella voz meliflua que tanto
lo atormentaba. De su sonrisa aviesa. De lo estudiado de sus movimientos. La
privó de cualquier lugar donde pudiera esconderse. Y a pesar de eso, a pesar de haber separado cada una de las partes de su cuerpo, aun así la
seguía buscando cuando la policía acudió a la llamada de los vecinos alertados por los
gritos. Puesto que, según el informe de la investigación, lo habían hallado registrando el laberinto de
sus tripas, pronunciando insistentemente estas palabras: “¿Dónde estás, dónde
te escondes Diana..?