Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


jueves, 3 de mayo de 2012

LO QUISO TODO DE ELLA

Imagen sustraída de la web. Desconozco el autor




Lo quiso todo de ella.
Por querer quería  aquel bigotito de leche que se ovillaba sobre su labio superior, y que al amalgamarse perfectamente a sus movimientos parecía dibujar ante sus ojos la más embriagante de las palabras, “bésame”.  También aquel rubor que encendía sus mejillas cuando él le insinuaba la existencia de dicho bigotito blanco, y el modo en el que ella miraba casi subrepticiamente en derredor, como tratando de adivinar en los rostros de los otros si habrían sospechado siquiera la existencia de aquel cerco de leche avergonzante.  En apariencia ella rechazaba la estampa absolutamente encantadora que ofrecía mientras sorbía la leche caliente del vaso, y él asistía al impulso manifiesto en sus ojos de limpiarse el bigotito rebelde con la manga, impulso que extrañamente parecía no estar exento de coquetería. Aquello le provocaba un fuerte deseo de lamer y lamer la leche rebosante directamente del cuenco de su boca, pero siempre se contenía. Sin embargo fue analizando este tipo de detalles aparentemente nimios, estas conductas seductoras que ella parecía querer encubrir de un pudor fingido, como comenzó a sospechar la existencia de otra Diana. Estaba la Diana que se dejaba tomar de la mano, y que de modo simbólico cementaba las líneas de su palma derecha con las líneas de su propia vida.  Pero después estaba aquella otra que se quedaba atrás en sus paseos mirando el mundo a través de un charco de lluvia, o perseguía los pasos de un desconocido en el reflejo de un escaparate, aunque Diana continuara allí, pegada a él, dejándose abrazar amorosamente, deshaciéndose en armoniosas risas. Siempre había escuchado hablar acerca de la proverbial afectación de las mujeres, pero él estaba dispuesto a desenmascarar a la suya. Porque él, tal y como dijimos al principio, lo quiso todo de ella.  
Se propuso perseguir a la Diana furtiva en el envés de cada gesto, en la cara oculta del beso. Enseguida identificó a aquella Diana que se le mostraba, a aquella que se le acercaba con un gesto de aparente rendición y entrega, como “la cazadora”. Porque él intuía que cada acto, cada sonrisa, incluso la más risueña modulación de sus frases, habían sido forjados para complacerle. Eran puro señuelo y, detrás de todo, él era capaz de ver asomar a aquella otra Diana esquiva e ignota.  La Diana que como la presa más codiciada huía de su cazador. Aquel descubrimiento le ocasionó una frustración insospechada, porque, repetimos, él lo quiso todo de ella. Debido a lo cual, a los pocos meses, cuando aquella sospecha se hubo extendido por el pantanal de su conciencia, él se vio incapaz de dormir. Porque sólo durante el sueño él sentía como aquella Diana, que en la vigilia estaba siempre alerta, bajaba la guardia. Y entonces perseguía con fruición el movimiento de sus ojos bajo el párpado cerrado y  a través de ellos se sentía arrastrado al vasto territorio de aquella Diana. O iba anotando en una libreta las palabras que Diana mascullaba durante el sueño, componiendo noche tras noche el más extraño y rocambolesco de los jeroglíficos. Y cuando tras alguno de aquellos superfluos logros se sentía enardecido e imperiosamente excitado, con uno de sus brazos se aferraba a la cintura de Diana, mientras con la mano libre se masturbaba de una manera un tanto desabrida debido a la urgencia de su deseo. Y en el momento de eyacular él susurraba de manera gutural a su oído: “eres mía, toda mía, todas mías, todas todas mías…”
Pero era  durante el sexo cuando él sentía que más y más se estrechaba el cerco entorno a Diana “la presa”.  La buscaba y la buscaba dentro de su coño. Se sumergía en ella como pez abisal, sondeando sus profundidades. Y se sentía triunfante cuando su esperma luminoso se proyectaba hacia aquella oscuridad, tanto que solía pensar en él como en un cometa incendiándolo todo. En aquellos instantes, entre el humo, la Diana salvaje no tenía lugar alguno donde esconderse.  Y sin duda era ella la que acudía a retorcerse de placer bajo su cuerpo.
Pero pronto tuvo la necesidad de ir más allá y sus relaciones sexuales comenzaron a adquirir cierto cariz violento. En un principio trató de refrenarse. Pero pronto comprendió que a Diana no le asustaban sus excesos, es más, parecía excitarse ante ellos. Por lo que concluyó que era allí, en el límite, donde se manifestaba aquella otra Diana. Y en la cama con sus dos cuerpos oscilando entre la tenue línea que a veces divide el placer y el dolor, él, de un modo enfebrecido y salvaje, la buscaba. Sin embargo, una vez acababan, aquella Diana que él creía haber atrapado entre sus brazos como un cepo, parecía esfumarse, y regresaba la Diana actriz, aquella que interpretaba a la perfección la ficción de una vida juntos.
Y así sus juegos sexuales fueron evolucionando más hacia el lado del dolor, camino por el que, sorprendentemente, Diana siempre lo secundaba. Y quizás por esto ella no se asustó el día que él le mostró la hoja reluciente de su cuchillo de caza, y comenzó a deslizar la punta metálica sobre su piel, inscribiendo un sendero en el que de vez en cuando asomaba un casi imperceptible rastro de sangre.  Y sintió incrementar su excitación a medida que el cuchillo iba ascendiendo hasta su cuello, mientras él con su otra mano la empujaba hacia un orgasmo que debió confundir con aquella catarata roja que brotó bajo su barbilla cuando la hoja afilada hendió su carne. La misma hoja con la que después desolló triunfante su cuerpo, como si de la más codiciada y esquiva presa de caza se tratara. Porque él la quiso toda, la despojó de aquella piel apenas reconocible una vez vacía, apenas una máscara yaciendo arrugada y chorreante sobre el suelo. También del corazón que estrechó entre sus manos todavía caliente.  La despojó de aquella voz meliflua que tanto lo atormentaba. De su sonrisa aviesa. De lo estudiado de sus movimientos. La privó de cualquier lugar donde pudiera esconderse. Y a pesar de eso, a pesar de haber separado cada una de las partes de su cuerpo, aun así la seguía buscando cuando la policía acudió  a la llamada de los vecinos alertados por los gritos. Puesto que, según el informe de la investigación, lo habían hallado registrando el laberinto de sus tripas, pronunciando insistentemente estas palabras: “¿Dónde estás, dónde te escondes Diana..?

lunes, 30 de abril de 2012

REPETICIÓN DEL GÉNESIS

Daría Endresen


Asunción de la poesía

Yo me nazco, yo misma me levanto,
organizo mi forma y determino
mi cantidad, mi número divino,
mi régimen de paz, mi azar de llanto.

Establezco mi origen y termino
porque sí, para nunca, por lo tanto.
Soy lo que se me ocurre cuando canto.
No tengo ganas de tener destino.

Mi corazón estoy elaborando:
ordeno sufrimiento a su medida,
educo al odio y al amor lo mando.

Me autorizo a morir sólo de vida.
Me olvidarán sin duda pero cuando
mi enterrado capricho lo decida.
María Elena Walsh





En el primer aliento
la luz
se hizo dolor
Picos de pájaros blancos
desfloran el ojo virgen
Caer del útero
en hoja de otoño
abortaría la angustia,
pero caí a la intemperie
con toda mi carne abierta
CRUDA
Madre
en sueños regreso
a la lumbre de tu vientre
y continúo horneándome
Despierto
-siempre-
en arrojo a esa luz de espinas
y  a cara de perro,
progenie de esa otra luz
que me ensartó a la cruz de la vida
Pero ahora sus clavos me lloran
gotean campos,
reflejan rostros
-abrigo mi intemperie en el poema-
Placentarios me envuelven
los cuerpos de mis amantes,
y en el orgasmo me reduzco
a mi génesis ciega
La luz recompone el gesto
-veintitrés de Septiembre
de mil novecientos setenta y seis-
Esta vez soy yo
la que empuja
la que gime
la que se abre
Y ME NAZCO

viernes, 27 de abril de 2012

DUELE Y ASÍ HA DE SER

Sophie Thouvenin




A Noelia Palma que dotada de la gracia del alquimista 
convierte el dolor en belleza. Sus poemas conmueven
del modo en el que a la flor conmueve la gota de rocío 
(para mí el máximo punto de de expresión del amor y la belleza)





El mundo se duele
y es sobre eso
que riman las fuentes
Un bosquejo de poema
enmudece al alba,
bajo la tiranía de la luz
El subterfugio del verso
es la sombra
Hoy quiero recoger
mis alas al dorso,
otear la piel del aire,
y dejarla pasar
Hoy es el día
en el que la brisa se decide suspiro
y los vientos del cuerpo
se amarran
Y es que el mundo se duele
y es rocío
y yo
me deseo flor
para  acoger esa tristeza,
gota a gota,
blandirla en rebelión
ante la luz
Porque la vida se duele
a pesar
de los comerciantes de panaceas,
de la felicidad encapsulada
Hombres y mujeres se duelen,
yo me duelo,
pero no reivindico el dolor
sino la vida
con su sucesión de ecuaciones irresolubles
y  las intermitencias de la fe
El amor no se explica,
la sonrisa de un niño no tiene precio,
y a veces
como con los árboles
ha de venir el otoño
a tirarnos las hojas
y nos dejamos componer
a manos de la intemperie

lunes, 23 de abril de 2012

DESPERTARES

 Alyssa Monks


Una grave afonía en la piel
me impide espantar a gritos el mañana,
mi llanto rebota cadáver
contra diques de silencio

-anota la medida exacta
del diámetro de tu corazón-


La luz del alba desvirga el párpado,
el globo ocular
yace sangre
Pugno por conservar
un sedimento del sueño
en la retina,
lo rescato in extremis,
exánime,
entre hemorragia de imágenes
y margaritas decapitadas

-y ahora
experimenta  cuánto duele
recortar las cuatro esquinas
de este amor tan cuadrado
ensayando la utopía de encajarlo
en la redondez del pecho-


Sólo el hambre de mis noches
es quien de poner
carne a tu rostro

viernes, 20 de abril de 2012

TRES POEMAS CON GOTAS

PAOLO FRANCO ORLANDO




Un viento calmo sobre los ojos
se torna tempestad en la boca
-sed de colibríes al alba-
Enhebro con mi grito
el ojo de una aguja,
coso tu nombre en mi corazón
y coagulo torres de hemistiquios
con la sangre que gotea
Nace carmesí el poema




Un sexo gotea
imágenes de un sueño:
un vientre roto de ausencia,
la piel en diáspora,
un puente de pájaros blancos





Me legaste una gotera
en el techo del corazón
Cuando la lluvia cesa
retiro el cubo que protege la alfombra
y vacío contra la noche
las aguas fangosas
de un poema




miércoles, 18 de abril de 2012

EL REGALO

Danae de Schiele



Me regaló un  poema con el corazón de lluvia, en la tarde de primavera. Delicado como el lirio. Húmedo, como la piel de algunos sueños.  Lo miré con los ojos llenos de milagro, como quien mira al barco en el interior de una botella. 

-Quien puede poner un corazón de lluvia dentro de un poema, a la fuerza no ha de ser hombre, sino diablo-le dije mientras me dejaba mecer por sus vientos, tal y como se mece el junco.

Él sonrió con aquella sonrisa oblicua y bellamente destartalada, y la tarde de primavera se rompió cuando nos abrazamos como dos árboles desnudos, con la intemperie del otoño haciendo vestido en nuestras ramas. Somos madeja en el goce y nos calcetamos en nostálgicos ochos. Tejemos bufandas y jerséis de caricias para abrigar las dermis temblorosas. Y entonces es cuando él empuña en lo alto el poema, y su corazón de lluvia resplandece contra el sol vespertino del mismo modo que la hoja de un puñal que al cielo fuese a dar muerte. Con su mano lo estruja y estruja, y, como si fuese una esponja, el agua comienza a manar sobre mi cabeza. La siento, y pienso en el parto de un mar. Quizás ese océano que cabalga centelleante de dragones verdes, un día fue sólo una gota de lluvia. Nadie, absolutamente, conoce el secreto que encierra su líquida entraña. 

Él reparte sobre mi cuerpo los dones del poema. Refresca el párpado que al iris resguarda. Humedece y da color a la pulpa de los labios. Cincela la mejilla. Se desliza hasta la barbilla, y allí comienza a temporizar. Se deleita en el cuello, en el escote. Exprime con pasión al poema sobre los senos. Las gotas caen ahora más llenas y sonoras. Despiertan al pezón de su fingida indolencia. Se escurren, a su pesar, por la media luna del vientre, y anidan las rezagadas en la trampa de mi ombligo. Pero es en el crisol del sexo donde la lluvia arrecia y el corazón del poema se derrama. 

Así fue cómo él me obsequió un poema con el corazón de lluvia. Anegándome con sus gotas hasta que no quedó del poema más que un triste pellejo. Hidratándome despacio, como a una flor que, pétalo por pétalo, cubriese de rocío. Cuando acabó, el resplandor de mi cuerpo blanco competía en intensidad con el brillo de las innumerables lunas que se reflejaban esparcidas en los cristales de la tarde rota que ya no era tarde, sino noche.

Entonces fue cuando yo repetí:
-Quien puede poner un corazón de lluvia dentro de un poema, a la fuerza no ha de ser hombre, sino diablo

Llevándose la mano al pecho él respondió:
-Quien puede poner amor en tan hermético corazón, a la fuerza ha de ser mujer y no diabla
                                                                      

jueves, 12 de abril de 2012

HILOS

Corazón renovado de Freijanez






Soy de esos pocos que poseen la capacidad de distinguir los hilos que unen a los amantes. Para el que no lo sepa, hablo de unos hilos blancos, livianos y brillantes, pero a la vez muy resistentes, con la apariencia de aquellos que conforman la telaraña, y que van de un corazón a otro. Estos hilos deben ser invisibles para los ojos de la mayoría, pues jamás persona alguna, en mi presencia, ha hecho comentario o alusión a ellos. Y por otra parte, una vez llegado a la adolescencia, y tras unos cuantos escarmientos al respecto, he evitado sacar de nuevo a colación este tema. Aun recuerdo el rostro de estupefacción de mi amigo Manuel cuando le hablé en una conversación del hilo que iba de su corazón al de Teresa. Con ingenua alegría le felicité, porque a todas luces sentía que estaba en presencia de una persona afortunada, pues fue la primera que yo conocí cuyo hilo no se perdía en la distancia, en algún lugar que mi mirada era incapaz de escrutar, destino que a la mayor parte de los mortales le será vedado. De hecho, Manuel, Teresa y yo íbamos a la misma clase desde el parvulario. Y ya de niño me maravillé al descubrir la hebra que nacía en su pecho, y que flotando se estiraba o encogía según la proximidad de Teresa. Claro que decirle a un adolescente que ha conocido al amor de su vida cuando apenas contaba cinco años puede resultar una extravagancia en una sociedad en la que predomina el goce inmediato pero efímero. Por lo que durante los meses siguientes no pude dejar de percibir cierta frialdad y distanciamiento en el trato de Manuel, quien siempre había sido mi amigo más íntimo. En la actualidad Manuel y Teresa viven felizmente casados junto a sus dos hijas, de las cuales, Paulita, la mayor, es mi querida ahijada. 


Creo que esta extraña capacidad fue fortificando en mí la idea de que las relaciones humanas son como una gran madeja.  En la ingenuidad de mis primeros años concebí la ridícula idea de que bastaba con tirar con fuerza del hilo para que la persona amada apareciese ante nosotros. En este caso saber que ese hilo existía, y su exacta ubicación, constituía una gran ventaja. También cabría la posibilidad de seguir el hilo. Pero ya desde niño he sido una persona más bien perezosa e inconstante, que enseguida se deja arrastrar por la inercia de las cosas, y si el viaje, como siempre temí, resultara demasiado largo, dudaba mucho de ser capaz de llegar hasta el final. 


Llegado a la adolescencia las cosas cambiaron, y aquella ordenada y pulcra madeja, que poseía la arquitectura perfecta de la telaraña, comenzó a enmarañarse ante mis ojos. Muchos eran los hilos que, flotando al aire, se enredaban los unos con los otros. Y ahí la cosa se complicaba. Realmente, ahora me doy cuenta, el símil de la telaraña es el que más se adecúa al entretejido amoroso. Muchos somos los que nos vemos como insectos atrapados en nudos ciegos y errados. El amor es una araña al acecho de alimento.
Quizás por esta razón sucedió que, poco a poco, se fue mitigando esa capacidad mía de percibir los hilos. Estos se fueron haciendo más tenues. Hasta convertirse en apenas traslúcidas estrías del aire.  Como si el tiempo fuese untándolo con un ungüento que desvanecía las marcas. Sin embargo, el momento decisivo llegó cuando conocí a Silvia. 


Silvia es mi mujer. O más bien debería decir “era”. Pero la costumbre es una ley que la voluntad no quebranta, sólo el tiempo puede. El caso es que nos conocimos una tarde de lluvia en un café. Lo que desde el primer momento me hizo pensar en la letra de una canción o un poema. Cosa que para mí fue suficiente para amarla a primera vista. Quizás porque ya había perdido la esperanza del milagro, que encontrar a la persona que se hallaba al lado opuesto de mi hilo fuera a sucederme a mí-y ahora que lo pienso, tal vez dejé de ver los hilos precisamente por haber perdido la esperanza..-, e imaginé que quizás la vida pusiese a mi alcance otro tipo de síntomas o metáforas que viniesen a significar la misma sentencia irrevocable que yo veía en el pronunciamiento de los hilos. Conocer a alguien como si se tratara de una canción, bien podría ser la misma cosa…Pues sí, Silvia fue un amor a primera vista, un fortuito estremecimiento de las vértebras del corazón. 


Hizo su aparición detrás del cristal, como una silueta dibujada por la lluvia, al pulso de su golpeteo intermitente. La vi al levantar los ojos del libro que estaba leyendo, y a continuación hizo su entrada en el café. Estaba empapada y bajo las luces las gotas refulgían, como si la hubiesen coronado toda de estrellas que se deslizaban fugaces por el anorak azul-un azul extraordinariamente eléctrico en la penumbra del bar-.  Debido a la tormenta, las mesas estaban todas ocupadas, así que al mirar el rostro de una errante Silvia le hice ademán para que tomara asiento en alguna de las sillas libres en la mesa en la que yo solía leer. Durante aquel tiempo yo iba cada tarde, después del trabajo, a leer aquel café. Lo hacía siempre en la mesa más próxima a la ventana, así de vez en cuando descansaba los ojos de la lectura, y me distraía contemplando a los viandantes. A veces me preguntaba si aquellos que se fijaban en mí a través del cristal podrían ver sobre mi cara el torbellino de palabras en el que todavía me sentía gravitar, como si yo no fuese otra cosa que unas cuantas flores envueltas en papel de periódico. 


Silvia y yo charlamos con naturalidad aquella tarde.  Los dos tuvimos el presentimiento de que aquel encuentro había sido un golpe de suerte. A los pocos días volvimos a quedar en “nuestro café”. Y en unos meses estábamos viviendo juntos, hasta que finalmente, hará cosa de unos cinco años, decidimos casarnos. Nuestra relación siempre ha sido fácil, fluida. Vivimos durante años con la sensación de que éramos el uno para el otro. Sólo con el paso del tiempo, de vez en cuando, yo caía en una especie de estado melancólico. Sentía como si algo me tirara del pecho, y entonces tenía la necesidad de aislarme de todos-incluida Silvia-, y caminar hacia ese algo. Esta situación se prolongaba unos cuantos días, durante los cuales me asaltaba la imagen de aquella telaraña entretejida con los hilos de los corazones. Pero de pronto, sin razón aparente, la sensación se mitigaba, y todo volvía a la normalidad.


Durante mucho tiempo creí que mi vida con Silvia se prolongaría indefinidamente. No digo que durante este tiempo no hubiese deseado a ninguna otra mujer. Incluso tuve un pequeño escarceo con una compañera de la oficina, que en cierto momento casi llegó a obsesionarme. Pero mi relación con Silvia era el eje de mi vida. Un eje que yo siempre creí sólido e inviolable. Ahora sé que aquella seguridad estaba boicoteada de antemano. Y que, aunque a veces nuestras vidas se alejen de su curso natural, la naturaleza siempre nos alcanza, así como no existe dique capaz de contenerla en su crecida. En realidad este pensamiento me asaltó de modo violento la noche que fuimos a cenar con mi compañero de trabajo, Tomás, y su mujer, Elisa. Estábamos charlando en el sofá, tomando el aperitivo ante unas copas de vino, cuando de pronto, en el apogeo de la conversación, lo vi. Un hilo blanco y terso, radiante bajo la luz de los halógenos, flotaba en el aire ante mí. En un primer momento sentí una súbita alegría. Pero enseguida se disipó cuando comprobé que aquel hilo, el primero que había visto en años, iba del corazón de Tomás, al corazón de mi Silvia.
Quizás pude haber hecho algo. A lo mejor habría sido posible luchar contra el horóscopo de los hilos. Pero desde el primer momento bajé los brazos. E, inconscientemente, aunque yo seguía riéndome con Silvia, cocinando para ella, haciéndole el amor de forma apasionada-tal vez de forma más apasionada que aquellos últimos dos años-iba despidiéndome. Por lo que no me sorprendió cuando una tarde recibí una llamada suya en el trabajo pidiéndome que nos encontráramos en nuestro café al acabar la jornada. Entiendo que para ella debió ser un hecho sorprendente, mi inmutabilidad cuando me comunicó su decisión de abandonarme por Tomás. Quizás también la sorprendió mi falta de reproches. Pero ella desconocía que nada había que reprochar. Que existe un hilo en nuestro corazón que tira de nosotros hacia el corazón de alguien, y que es milagro que las dos personas de los extremos del hilo acaben por encontrarse.


Yo, por mi parte, he dejado el trabajo, y con el dinero que me corresponde por la venta de nuestra casa, y el resto de mis ahorros he decidido comenzar a viajar. Ahora que el hilo de mi pecho se ha vuelto de nuevo visible para mí, ahora que lo veo ondeando triunfante en el aire, no me resigno a seguir tirando de él a ver si por casualidad un día de estos aparece la persona que está al otro lado. Ahora pienso que he de ser yo quien siga el hilo. No tengo ni idea de quién me espera al otro lado. Tampoco sé cuán largo será el viaje-aunque intuyo que mucho, puesto que mi hilo es de esos que se pierden en el horizonte-, ni cuántas fronteras he de atravesar, ni cuántos mares. Pero yo juego con una ventaja con la que otros no juegan. Yo puedo ver el hilo..