Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


viernes, 20 de abril de 2012

TRES POEMAS CON GOTAS

PAOLO FRANCO ORLANDO




Un viento calmo sobre los ojos
se torna tempestad en la boca
-sed de colibríes al alba-
Enhebro con mi grito
el ojo de una aguja,
coso tu nombre en mi corazón
y coagulo torres de hemistiquios
con la sangre que gotea
Nace carmesí el poema




Un sexo gotea
imágenes de un sueño:
un vientre roto de ausencia,
la piel en diáspora,
un puente de pájaros blancos





Me legaste una gotera
en el techo del corazón
Cuando la lluvia cesa
retiro el cubo que protege la alfombra
y vacío contra la noche
las aguas fangosas
de un poema




miércoles, 18 de abril de 2012

EL REGALO

Danae de Schiele



Me regaló un  poema con el corazón de lluvia, en la tarde de primavera. Delicado como el lirio. Húmedo, como la piel de algunos sueños.  Lo miré con los ojos llenos de milagro, como quien mira al barco en el interior de una botella. 

-Quien puede poner un corazón de lluvia dentro de un poema, a la fuerza no ha de ser hombre, sino diablo-le dije mientras me dejaba mecer por sus vientos, tal y como se mece el junco.

Él sonrió con aquella sonrisa oblicua y bellamente destartalada, y la tarde de primavera se rompió cuando nos abrazamos como dos árboles desnudos, con la intemperie del otoño haciendo vestido en nuestras ramas. Somos madeja en el goce y nos calcetamos en nostálgicos ochos. Tejemos bufandas y jerséis de caricias para abrigar las dermis temblorosas. Y entonces es cuando él empuña en lo alto el poema, y su corazón de lluvia resplandece contra el sol vespertino del mismo modo que la hoja de un puñal que al cielo fuese a dar muerte. Con su mano lo estruja y estruja, y, como si fuese una esponja, el agua comienza a manar sobre mi cabeza. La siento, y pienso en el parto de un mar. Quizás ese océano que cabalga centelleante de dragones verdes, un día fue sólo una gota de lluvia. Nadie, absolutamente, conoce el secreto que encierra su líquida entraña. 

Él reparte sobre mi cuerpo los dones del poema. Refresca el párpado que al iris resguarda. Humedece y da color a la pulpa de los labios. Cincela la mejilla. Se desliza hasta la barbilla, y allí comienza a temporizar. Se deleita en el cuello, en el escote. Exprime con pasión al poema sobre los senos. Las gotas caen ahora más llenas y sonoras. Despiertan al pezón de su fingida indolencia. Se escurren, a su pesar, por la media luna del vientre, y anidan las rezagadas en la trampa de mi ombligo. Pero es en el crisol del sexo donde la lluvia arrecia y el corazón del poema se derrama. 

Así fue cómo él me obsequió un poema con el corazón de lluvia. Anegándome con sus gotas hasta que no quedó del poema más que un triste pellejo. Hidratándome despacio, como a una flor que, pétalo por pétalo, cubriese de rocío. Cuando acabó, el resplandor de mi cuerpo blanco competía en intensidad con el brillo de las innumerables lunas que se reflejaban esparcidas en los cristales de la tarde rota que ya no era tarde, sino noche.

Entonces fue cuando yo repetí:
-Quien puede poner un corazón de lluvia dentro de un poema, a la fuerza no ha de ser hombre, sino diablo

Llevándose la mano al pecho él respondió:
-Quien puede poner amor en tan hermético corazón, a la fuerza ha de ser mujer y no diabla
                                                                      

jueves, 12 de abril de 2012

HILOS

Corazón renovado de Freijanez






Soy de esos pocos que poseen la capacidad de distinguir los hilos que unen a los amantes. Para el que no lo sepa, hablo de unos hilos blancos, livianos y brillantes, pero a la vez muy resistentes, con la apariencia de aquellos que conforman la telaraña, y que van de un corazón a otro. Estos hilos deben ser invisibles para los ojos de la mayoría, pues jamás persona alguna, en mi presencia, ha hecho comentario o alusión a ellos. Y por otra parte, una vez llegado a la adolescencia, y tras unos cuantos escarmientos al respecto, he evitado sacar de nuevo a colación este tema. Aun recuerdo el rostro de estupefacción de mi amigo Manuel cuando le hablé en una conversación del hilo que iba de su corazón al de Teresa. Con ingenua alegría le felicité, porque a todas luces sentía que estaba en presencia de una persona afortunada, pues fue la primera que yo conocí cuyo hilo no se perdía en la distancia, en algún lugar que mi mirada era incapaz de escrutar, destino que a la mayor parte de los mortales le será vedado. De hecho, Manuel, Teresa y yo íbamos a la misma clase desde el parvulario. Y ya de niño me maravillé al descubrir la hebra que nacía en su pecho, y que flotando se estiraba o encogía según la proximidad de Teresa. Claro que decirle a un adolescente que ha conocido al amor de su vida cuando apenas contaba cinco años puede resultar una extravagancia en una sociedad en la que predomina el goce inmediato pero efímero. Por lo que durante los meses siguientes no pude dejar de percibir cierta frialdad y distanciamiento en el trato de Manuel, quien siempre había sido mi amigo más íntimo. En la actualidad Manuel y Teresa viven felizmente casados junto a sus dos hijas, de las cuales, Paulita, la mayor, es mi querida ahijada. 


Creo que esta extraña capacidad fue fortificando en mí la idea de que las relaciones humanas son como una gran madeja.  En la ingenuidad de mis primeros años concebí la ridícula idea de que bastaba con tirar con fuerza del hilo para que la persona amada apareciese ante nosotros. En este caso saber que ese hilo existía, y su exacta ubicación, constituía una gran ventaja. También cabría la posibilidad de seguir el hilo. Pero ya desde niño he sido una persona más bien perezosa e inconstante, que enseguida se deja arrastrar por la inercia de las cosas, y si el viaje, como siempre temí, resultara demasiado largo, dudaba mucho de ser capaz de llegar hasta el final. 


Llegado a la adolescencia las cosas cambiaron, y aquella ordenada y pulcra madeja, que poseía la arquitectura perfecta de la telaraña, comenzó a enmarañarse ante mis ojos. Muchos eran los hilos que, flotando al aire, se enredaban los unos con los otros. Y ahí la cosa se complicaba. Realmente, ahora me doy cuenta, el símil de la telaraña es el que más se adecúa al entretejido amoroso. Muchos somos los que nos vemos como insectos atrapados en nudos ciegos y errados. El amor es una araña al acecho de alimento.
Quizás por esta razón sucedió que, poco a poco, se fue mitigando esa capacidad mía de percibir los hilos. Estos se fueron haciendo más tenues. Hasta convertirse en apenas traslúcidas estrías del aire.  Como si el tiempo fuese untándolo con un ungüento que desvanecía las marcas. Sin embargo, el momento decisivo llegó cuando conocí a Silvia. 


Silvia es mi mujer. O más bien debería decir “era”. Pero la costumbre es una ley que la voluntad no quebranta, sólo el tiempo puede. El caso es que nos conocimos una tarde de lluvia en un café. Lo que desde el primer momento me hizo pensar en la letra de una canción o un poema. Cosa que para mí fue suficiente para amarla a primera vista. Quizás porque ya había perdido la esperanza del milagro, que encontrar a la persona que se hallaba al lado opuesto de mi hilo fuera a sucederme a mí-y ahora que lo pienso, tal vez dejé de ver los hilos precisamente por haber perdido la esperanza..-, e imaginé que quizás la vida pusiese a mi alcance otro tipo de síntomas o metáforas que viniesen a significar la misma sentencia irrevocable que yo veía en el pronunciamiento de los hilos. Conocer a alguien como si se tratara de una canción, bien podría ser la misma cosa…Pues sí, Silvia fue un amor a primera vista, un fortuito estremecimiento de las vértebras del corazón. 


Hizo su aparición detrás del cristal, como una silueta dibujada por la lluvia, al pulso de su golpeteo intermitente. La vi al levantar los ojos del libro que estaba leyendo, y a continuación hizo su entrada en el café. Estaba empapada y bajo las luces las gotas refulgían, como si la hubiesen coronado toda de estrellas que se deslizaban fugaces por el anorak azul-un azul extraordinariamente eléctrico en la penumbra del bar-.  Debido a la tormenta, las mesas estaban todas ocupadas, así que al mirar el rostro de una errante Silvia le hice ademán para que tomara asiento en alguna de las sillas libres en la mesa en la que yo solía leer. Durante aquel tiempo yo iba cada tarde, después del trabajo, a leer aquel café. Lo hacía siempre en la mesa más próxima a la ventana, así de vez en cuando descansaba los ojos de la lectura, y me distraía contemplando a los viandantes. A veces me preguntaba si aquellos que se fijaban en mí a través del cristal podrían ver sobre mi cara el torbellino de palabras en el que todavía me sentía gravitar, como si yo no fuese otra cosa que unas cuantas flores envueltas en papel de periódico. 


Silvia y yo charlamos con naturalidad aquella tarde.  Los dos tuvimos el presentimiento de que aquel encuentro había sido un golpe de suerte. A los pocos días volvimos a quedar en “nuestro café”. Y en unos meses estábamos viviendo juntos, hasta que finalmente, hará cosa de unos cinco años, decidimos casarnos. Nuestra relación siempre ha sido fácil, fluida. Vivimos durante años con la sensación de que éramos el uno para el otro. Sólo con el paso del tiempo, de vez en cuando, yo caía en una especie de estado melancólico. Sentía como si algo me tirara del pecho, y entonces tenía la necesidad de aislarme de todos-incluida Silvia-, y caminar hacia ese algo. Esta situación se prolongaba unos cuantos días, durante los cuales me asaltaba la imagen de aquella telaraña entretejida con los hilos de los corazones. Pero de pronto, sin razón aparente, la sensación se mitigaba, y todo volvía a la normalidad.


Durante mucho tiempo creí que mi vida con Silvia se prolongaría indefinidamente. No digo que durante este tiempo no hubiese deseado a ninguna otra mujer. Incluso tuve un pequeño escarceo con una compañera de la oficina, que en cierto momento casi llegó a obsesionarme. Pero mi relación con Silvia era el eje de mi vida. Un eje que yo siempre creí sólido e inviolable. Ahora sé que aquella seguridad estaba boicoteada de antemano. Y que, aunque a veces nuestras vidas se alejen de su curso natural, la naturaleza siempre nos alcanza, así como no existe dique capaz de contenerla en su crecida. En realidad este pensamiento me asaltó de modo violento la noche que fuimos a cenar con mi compañero de trabajo, Tomás, y su mujer, Elisa. Estábamos charlando en el sofá, tomando el aperitivo ante unas copas de vino, cuando de pronto, en el apogeo de la conversación, lo vi. Un hilo blanco y terso, radiante bajo la luz de los halógenos, flotaba en el aire ante mí. En un primer momento sentí una súbita alegría. Pero enseguida se disipó cuando comprobé que aquel hilo, el primero que había visto en años, iba del corazón de Tomás, al corazón de mi Silvia.
Quizás pude haber hecho algo. A lo mejor habría sido posible luchar contra el horóscopo de los hilos. Pero desde el primer momento bajé los brazos. E, inconscientemente, aunque yo seguía riéndome con Silvia, cocinando para ella, haciéndole el amor de forma apasionada-tal vez de forma más apasionada que aquellos últimos dos años-iba despidiéndome. Por lo que no me sorprendió cuando una tarde recibí una llamada suya en el trabajo pidiéndome que nos encontráramos en nuestro café al acabar la jornada. Entiendo que para ella debió ser un hecho sorprendente, mi inmutabilidad cuando me comunicó su decisión de abandonarme por Tomás. Quizás también la sorprendió mi falta de reproches. Pero ella desconocía que nada había que reprochar. Que existe un hilo en nuestro corazón que tira de nosotros hacia el corazón de alguien, y que es milagro que las dos personas de los extremos del hilo acaben por encontrarse.


Yo, por mi parte, he dejado el trabajo, y con el dinero que me corresponde por la venta de nuestra casa, y el resto de mis ahorros he decidido comenzar a viajar. Ahora que el hilo de mi pecho se ha vuelto de nuevo visible para mí, ahora que lo veo ondeando triunfante en el aire, no me resigno a seguir tirando de él a ver si por casualidad un día de estos aparece la persona que está al otro lado. Ahora pienso que he de ser yo quien siga el hilo. No tengo ni idea de quién me espera al otro lado. Tampoco sé cuán largo será el viaje-aunque intuyo que mucho, puesto que mi hilo es de esos que se pierden en el horizonte-, ni cuántas fronteras he de atravesar, ni cuántos mares. Pero yo juego con una ventaja con la que otros no juegan. Yo puedo ver el hilo..

miércoles, 4 de abril de 2012

SOBRE LO QUE HACÍAN MIENTRAS ESPERABAN LA NIÑA PAJARITO Y LA NIÑA ÁRBOL




A Mateo en el día de su cuarto cumpleaños





El resto de niñas perseguían a la Niña Pajarito durante la hora del recreo para quitarle la merienda. Me gustaría pensar que esta costumbre tenía origen en los extraordinarios colores del plumaje de la Niña Pajarito, a la que perseguían como si se tratara del arco iris, para descubrir el tesoro que se esconde en su final. Pero no son siempre de este modo los juegos de los niños. El caso es que la Niña Pajarito, si bien materialmente era incapaz de volar, sí que corría de un modo extraordinariamente rápido para una niña de su edad. Por lo que sus condiscípulas se pasaban la totalidad de la hora del recreo dando vueltas alrededor del patio, en persecución de la Niña Pajarito. Entretanto su hermana, la Niña Árbol, permanecía absorta contemplando el crecimiento de sus ramas. Preguntándose si algún día crecerían tan alto como para tocar el cielo. Y se imaginaba en la noche ensartando estrellas, descubriendo para el mundo el luminoso secreto de sus entrañas. Por todo esto ella ignoraba las correrías involuntarias de su hermana, la Niña Pajarito.


Ocurría que los padres de la Niña Pajarito y la Niña Árbol estaban siempre muy ocupados con sus trabajos, por lo que a menudo eran las últimas a las que venían a recoger a la escuela, para llevárselas a casa después de las clases. Generalmente la verja que daba a la calle se cerraba ante sus narices. Entonces ellas se frotaban los ojos. Un viento de decepción había soplado sobre ellos. En ese momento venía una monja ya mayor, bastante amable, y como de costumbre llamándolas “mis niñas”, se las llevaba de la mano para que esperaran en la portería. En un primer momento la Niña Pajarito y la Niña Árbol permanecían sentadas en un banco la una junto a la otra. La Niña Árbol enseguida se distraía en la ensoñación de sus ramas. Se imaginaba que podía conseguir que una de aquellas creciera robusta y con la forma de un puente que las condujera hasta su casa. Pero por mucho que lo intentó jamás sucedió aquello. La Niña Pajarito no era de ese tipo de niñas que puede permanecer mucho tiempo sentada. Llegado un momento se ponía en pie y desplegaba en el aire las dos enormes alas que tenía en sus pulmones. La Niña Árbol siempre se sorprendía de que unas alas de semejante tamaño se ocultaran en un cuerpo tan menudo como el de la Niña Pajarito. El caso es que la voz de la Niña Pajarito se elevaba de tal modo que pronto, sobrepasando las ramas de la Niña Árbol, se colgaba del techo. Cuando cantaba la Niña Pajarito las lámparas se estremecían, y los cristales vibraban. Las flores se abrían, pues les parecía intuir de nuevo la presencia del sol bajo el lecho de sus pétalos. La habitación se llenaba de aves cantarinas, que livianas venían a posarse en las anhelantes ramas de la niña árbol. Y ésta sentía que sobre ellas se apoyaba la columna de un cielo de música y colores. La Niña Pajarito obraba este milagro casi sin percatarse. Lo hacía del mismo modo que el océano obra el milagro de las olas al contacto del viento. Esto lo comprendía la Niña Árbol al contemplar el rostro inocente de la Niña Pajarito. Y se sentía feliz y agradecida de estar a la vera de aquélla que con el vuelo de su voz armonizaba el mundo. Del mismo modo, cuando perseguida por la vida la Niña Pajarito se cansaba de correr,  sin decir nada, venía a cobijarse bajo la sombra de las ramas de su hermana, la Niña Árbol.


Para leer más acerca de la Niña Pajarito La Niña Pajarito

lunes, 2 de abril de 2012

LETHES

Ofelia revisitada de Rocío Verdejo





Y un día llegaron al océano que no tiene olas. Aquél que es tan calmo que en él se aquieta la luna y se silencia el concierto de las estrellas. Al que la leyenda da el nombre de Lethes, y suele designarse como “Río del olvido”. Llegaron a esa hora en que las estrellas ya están húmedas y comienzan a apagarse en las aguas. Llegaron y se sentaron en la orilla. Callados contemplaron aquel mar cuya sal borra de la memoria cualquier acontecimiento que haya tenido lugar en una vida, incluso la raiz del propio nombre.  A cambio sus aguas nos devuelven al estado embrionario, y el conocimiento sin mácula de antes de haber nacido, aquel que es aniquilado en la contemplación de la primera luz. Dicen del Lethes que es el regreso a la oscuridad uterina. 
Ellos llegaron hasta allí por un camino en el que tuvieron que pisotear innumerables flores. Bajo sus pies aquél se convirtió en un sendero lúbrico, cuajado por el reflujo y el aroma de los pétalos, que a su paso se aovillaban sobre si mismos al modo del bagazo. Jamás había sido su intención llegar hasta allí. Pero ante aquellas aguas supieron que el mismo hecho de llegar conllevaba en sí la aceptación del reto que entrañaban. Por lo que cuando el sol comenzó a asomar por el horizonte, repoblando el mar con los diminutos peces anaranjados de sus rayos, ellos se despojaron de sus ropas, y se encaminaron al remanso de aguas. Las manos enlazadas, el paso firme. Pronto sintieron aquella materia espesa envolviendo sus pies, sus tobillos, subiéndoles por los muslos, hasta las ingles. El sexo del hombre flotaba y había adquirido el aspecto de una extraña criatura subacuática. Sin duda era una difícil labor sumergirse en aquellas aguas debido a la densidad de que las dotaba la sal que facilitaba la absorción de los recuerdos. En aquel lugar en el que todo era silencio- inmune al soplo del viento no existe una mano armoniosa que venga a hacer música con la hierba o los árboles-irrumpió el sonido de sus dos corazones palpitando al unísono. Y ante la urgencia de aquel llamado el mar pareció abrirse, para acoger a los amantes en su regazo. Ahora sí el agua, como un cuerpo sediento de otro cuerpo, les rodeó el torso, el cuello, se columpió en sus barbillas. Por fin perdieron pie y se sumergieron en las profundidades. Las entrañas de aquel mar todavía eran más imperturbables que la superficie. Allí no penetraba la luz del sol, y el sonido de sus corazones había sido amortiguado. Ni siquiera nadaron, sencillamente se dejaron llevar por la inercia natural del cuerpo sumergido en un líquido.  Pero el movimiento de éstos era prácticamente imperceptible, por lo que casi estáticos a la vez que erráticos, perdieron la conciencia del tiempo.

Se despertaron varados en la orilla. Desnudos, desgajados del vientre del mar. Recién nacidos. Carentes de nombre y de pasado. Pero cuando se miraron a los ojos  brilló en ellos la luz de un reconocimiento. Era un saber animal. Una revelación de la entraña. Y esto venía a confirmar aquella sensación que había sido una especie de motor en esas vidas que acababan de olvidar. Algo a lo que siempre le habían puesto piel y no palabras. Que el conocimiento que el uno tenía del otro era un “conocimiento que había tenido lugar antes del tiempo”. Y como en este nuevo nacimiento habían sido liberados del lenguaje, la única opción que tuvieron fue la de ponerle piel, imitando sin saberlo la misma conducta de sus vidas anteriores.
Y se amaron como cuerpos nuevos. Aprendiendo cada hechura y cada descosido. Torpes y ciegos. Sin experiencia previa. Guiados únicamente por las mareas de la sangre. Se comunicaban con voces embrionarias, y pronto se dieron nombres tiernos como pámpanos. Al emitirlos su delicada fragancia endulzaba el aire. 

Hasta que pasado un tiempo regresaban al mar del olvido, empujados por una pulsión similar a la que determina los movimientos migratorios de las aves. 

Así una y otra vez se desaprendían, para volver a aprenderse. Y una y otra vez volvían a hallar en los ojos del otro aquella luz que brillaba con un reconocimiento que venía desde antes del tiempo.

Pero una noche en sueños el hombre se sintió estremecer al abrazo de un viento helado, en aquel lugar que siempre había sido inmune a su soplo. Se despertó y pudo ver que en el horizonte ya se asomaba el alba. Entonces miró hacia la mujer que dormía a su lado y se desesperó al ver que sobre su cuerpo se deshilvanaba una corola de pétalos rojos. Al instante al comprobar la rigidez de su cuerpo comprendió que la flor del corazón había sido arrancada del tallo del pecho. A la conciencia de este hecho fue como si de su piel y de su sangre se hubiese evaporado toda la sal que durante años había absorbido sus recuerdos. Así regresó al momento en que se habían conocido durante su vida anterior al Lethes. La sonrisa de ella, el modo en el que un mechón de cabello le caía sobre los ojos. El primer roce. Rememoró cómo al tocarla sentía que se le licuaban las entrañas. Y luego se vio a si mismo junto a la mujer a orillas del Lethes. Sintió la humedad del primer baño. La sensación de penetrar una a una las capas del propio ser. Como si al sumergirse en el Lethes diera comienzo a un viaje hacia el interior de si mismo. El renacimiento sobre la orilla. El rencuentro con la mujer. Aquel brillo de reconocimiento en los ojos. El modo en el que recomenzaron a aprenderse, el uno al otro. Y cada una de las ocasiones en las que se habían sumergido en las aguas del olvido se desarrolló ante sus ojos. Y con ellas la emoción, y el temblor de cada uno de los rencuentros. Y siempre aquel reconocimiento de antes del tiempo. Entonces tomó entre sus brazos el cuerpo ya frío y lo condujo hacia las aguas. Cuando se encontraron a cierta profundidad sumergió a la mujer, pero poniendo amoroso cuidado de no soltarla. En su desesperación cayó en el delirio de creer que en las aguas del Lethes quizás la muerte que habitaba el cuerpo de la mujer acabaría también por olvidarla. Pero el mismo pasaba por alto una de las pocas verdades irrefutables, y es ésta que la muerte a nadie olvida. Durante tiempo continuó avanzando sin rumbo en el agua, hasta que perdió pie. Entonces el peso del cadáver que cargaba en brazos lo arrastró hasta el fondo. Se negó a soltarlo, dispuesto a perecer con aquella a la que amaba. Los cabellos castaños extendidos alrededor del rostro la orlaban de tal modo que la hacían parecer una divinidad o una flor. Él la miraba como si tuviera la presunción de que un momento a otro fuera abrir los ojos, y mientras la contemplaba, pensando que ni un solo instante podría permanecer lejos de ese cuerpo, las aguas del Lethes efectuaron su sortilegio. De un momento para otro la olvidó y dejó que la engullera el abismo de ese olvido. 

De nuevo se despertó varado en la orilla. Otra vez era un hombre acabado de nacer. Un hombre sin pasado, y sin nombre. Pero en esta ocasión no encontró ante si los ojos de la mujer, ni pudo descubrir en ellos la luz de ese reconocimiento que se propagaba desde antes de los tiempos. Y por segunda vez sintió las manos de un viento frío ciñéndole en aquel lugar que siempre había sido inmune a su soplo. Y la intemperie…






jueves, 29 de marzo de 2012

JARDINES

Imagen: Pakayla Biehn






Tus palabras
conjuran mi vientre
y pare flores
Se quiebra de aromas
el silencio

-elegía de pétalos
tañe el solitario lecho-

El vaho de mi deseo
erige celosías derrotadas
desnudas,
nunca refrescará su ardor
la hiedra de tu goce
Persigo la nervadura del aire
el dintel de la puerta hacia tu piel,
el cemento de un océano
la selló con una espátula

martes, 27 de marzo de 2012

LA COLADA






Dejaste una herida abierta
al sur de mi corazón
Al sur de mi corazón
sobre la herida que abriste
canta un jilguero
Pone el jilguero voz a las nubes
mientras yo llevo mi corazón a lavar al río
Destiñe mi corazón las aguas,
bajan turbias de rojas flores
Froto friego restriego
mi corazón,
lo azoto contra la piedra
y lo pongo a secar
en cruz
al sol
Ya no hay rastro de la mancha
ni la borra de un amor
que una vez olió a café
en la mañana
Ya el presente restaña
la sangre de la herida
en la que ayer cantó un jilguero
Ya el jilguero enmudece
y vuela
a ahorcarse
de la soga del cielo