Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


miércoles, 4 de abril de 2012

SOBRE LO QUE HACÍAN MIENTRAS ESPERABAN LA NIÑA PAJARITO Y LA NIÑA ÁRBOL




A Mateo en el día de su cuarto cumpleaños





El resto de niñas perseguían a la Niña Pajarito durante la hora del recreo para quitarle la merienda. Me gustaría pensar que esta costumbre tenía origen en los extraordinarios colores del plumaje de la Niña Pajarito, a la que perseguían como si se tratara del arco iris, para descubrir el tesoro que se esconde en su final. Pero no son siempre de este modo los juegos de los niños. El caso es que la Niña Pajarito, si bien materialmente era incapaz de volar, sí que corría de un modo extraordinariamente rápido para una niña de su edad. Por lo que sus condiscípulas se pasaban la totalidad de la hora del recreo dando vueltas alrededor del patio, en persecución de la Niña Pajarito. Entretanto su hermana, la Niña Árbol, permanecía absorta contemplando el crecimiento de sus ramas. Preguntándose si algún día crecerían tan alto como para tocar el cielo. Y se imaginaba en la noche ensartando estrellas, descubriendo para el mundo el luminoso secreto de sus entrañas. Por todo esto ella ignoraba las correrías involuntarias de su hermana, la Niña Pajarito.


Ocurría que los padres de la Niña Pajarito y la Niña Árbol estaban siempre muy ocupados con sus trabajos, por lo que a menudo eran las últimas a las que venían a recoger a la escuela, para llevárselas a casa después de las clases. Generalmente la verja que daba a la calle se cerraba ante sus narices. Entonces ellas se frotaban los ojos. Un viento de decepción había soplado sobre ellos. En ese momento venía una monja ya mayor, bastante amable, y como de costumbre llamándolas “mis niñas”, se las llevaba de la mano para que esperaran en la portería. En un primer momento la Niña Pajarito y la Niña Árbol permanecían sentadas en un banco la una junto a la otra. La Niña Árbol enseguida se distraía en la ensoñación de sus ramas. Se imaginaba que podía conseguir que una de aquellas creciera robusta y con la forma de un puente que las condujera hasta su casa. Pero por mucho que lo intentó jamás sucedió aquello. La Niña Pajarito no era de ese tipo de niñas que puede permanecer mucho tiempo sentada. Llegado un momento se ponía en pie y desplegaba en el aire las dos enormes alas que tenía en sus pulmones. La Niña Árbol siempre se sorprendía de que unas alas de semejante tamaño se ocultaran en un cuerpo tan menudo como el de la Niña Pajarito. El caso es que la voz de la Niña Pajarito se elevaba de tal modo que pronto, sobrepasando las ramas de la Niña Árbol, se colgaba del techo. Cuando cantaba la Niña Pajarito las lámparas se estremecían, y los cristales vibraban. Las flores se abrían, pues les parecía intuir de nuevo la presencia del sol bajo el lecho de sus pétalos. La habitación se llenaba de aves cantarinas, que livianas venían a posarse en las anhelantes ramas de la niña árbol. Y ésta sentía que sobre ellas se apoyaba la columna de un cielo de música y colores. La Niña Pajarito obraba este milagro casi sin percatarse. Lo hacía del mismo modo que el océano obra el milagro de las olas al contacto del viento. Esto lo comprendía la Niña Árbol al contemplar el rostro inocente de la Niña Pajarito. Y se sentía feliz y agradecida de estar a la vera de aquélla que con el vuelo de su voz armonizaba el mundo. Del mismo modo, cuando perseguida por la vida la Niña Pajarito se cansaba de correr,  sin decir nada, venía a cobijarse bajo la sombra de las ramas de su hermana, la Niña Árbol.


Para leer más acerca de la Niña Pajarito La Niña Pajarito

lunes, 2 de abril de 2012

LETHES

Ofelia revisitada de Rocío Verdejo





Y un día llegaron al océano que no tiene olas. Aquél que es tan calmo que en él se aquieta la luna y se silencia el concierto de las estrellas. Al que la leyenda da el nombre de Lethes, y suele designarse como “Río del olvido”. Llegaron a esa hora en que las estrellas ya están húmedas y comienzan a apagarse en las aguas. Llegaron y se sentaron en la orilla. Callados contemplaron aquel mar cuya sal borra de la memoria cualquier acontecimiento que haya tenido lugar en una vida, incluso la raiz del propio nombre.  A cambio sus aguas nos devuelven al estado embrionario, y el conocimiento sin mácula de antes de haber nacido, aquel que es aniquilado en la contemplación de la primera luz. Dicen del Lethes que es el regreso a la oscuridad uterina. 
Ellos llegaron hasta allí por un camino en el que tuvieron que pisotear innumerables flores. Bajo sus pies aquél se convirtió en un sendero lúbrico, cuajado por el reflujo y el aroma de los pétalos, que a su paso se aovillaban sobre si mismos al modo del bagazo. Jamás había sido su intención llegar hasta allí. Pero ante aquellas aguas supieron que el mismo hecho de llegar conllevaba en sí la aceptación del reto que entrañaban. Por lo que cuando el sol comenzó a asomar por el horizonte, repoblando el mar con los diminutos peces anaranjados de sus rayos, ellos se despojaron de sus ropas, y se encaminaron al remanso de aguas. Las manos enlazadas, el paso firme. Pronto sintieron aquella materia espesa envolviendo sus pies, sus tobillos, subiéndoles por los muslos, hasta las ingles. El sexo del hombre flotaba y había adquirido el aspecto de una extraña criatura subacuática. Sin duda era una difícil labor sumergirse en aquellas aguas debido a la densidad de que las dotaba la sal que facilitaba la absorción de los recuerdos. En aquel lugar en el que todo era silencio- inmune al soplo del viento no existe una mano armoniosa que venga a hacer música con la hierba o los árboles-irrumpió el sonido de sus dos corazones palpitando al unísono. Y ante la urgencia de aquel llamado el mar pareció abrirse, para acoger a los amantes en su regazo. Ahora sí el agua, como un cuerpo sediento de otro cuerpo, les rodeó el torso, el cuello, se columpió en sus barbillas. Por fin perdieron pie y se sumergieron en las profundidades. Las entrañas de aquel mar todavía eran más imperturbables que la superficie. Allí no penetraba la luz del sol, y el sonido de sus corazones había sido amortiguado. Ni siquiera nadaron, sencillamente se dejaron llevar por la inercia natural del cuerpo sumergido en un líquido.  Pero el movimiento de éstos era prácticamente imperceptible, por lo que casi estáticos a la vez que erráticos, perdieron la conciencia del tiempo.

Se despertaron varados en la orilla. Desnudos, desgajados del vientre del mar. Recién nacidos. Carentes de nombre y de pasado. Pero cuando se miraron a los ojos  brilló en ellos la luz de un reconocimiento. Era un saber animal. Una revelación de la entraña. Y esto venía a confirmar aquella sensación que había sido una especie de motor en esas vidas que acababan de olvidar. Algo a lo que siempre le habían puesto piel y no palabras. Que el conocimiento que el uno tenía del otro era un “conocimiento que había tenido lugar antes del tiempo”. Y como en este nuevo nacimiento habían sido liberados del lenguaje, la única opción que tuvieron fue la de ponerle piel, imitando sin saberlo la misma conducta de sus vidas anteriores.
Y se amaron como cuerpos nuevos. Aprendiendo cada hechura y cada descosido. Torpes y ciegos. Sin experiencia previa. Guiados únicamente por las mareas de la sangre. Se comunicaban con voces embrionarias, y pronto se dieron nombres tiernos como pámpanos. Al emitirlos su delicada fragancia endulzaba el aire. 

Hasta que pasado un tiempo regresaban al mar del olvido, empujados por una pulsión similar a la que determina los movimientos migratorios de las aves. 

Así una y otra vez se desaprendían, para volver a aprenderse. Y una y otra vez volvían a hallar en los ojos del otro aquella luz que brillaba con un reconocimiento que venía desde antes del tiempo.

Pero una noche en sueños el hombre se sintió estremecer al abrazo de un viento helado, en aquel lugar que siempre había sido inmune a su soplo. Se despertó y pudo ver que en el horizonte ya se asomaba el alba. Entonces miró hacia la mujer que dormía a su lado y se desesperó al ver que sobre su cuerpo se deshilvanaba una corola de pétalos rojos. Al instante al comprobar la rigidez de su cuerpo comprendió que la flor del corazón había sido arrancada del tallo del pecho. A la conciencia de este hecho fue como si de su piel y de su sangre se hubiese evaporado toda la sal que durante años había absorbido sus recuerdos. Así regresó al momento en que se habían conocido durante su vida anterior al Lethes. La sonrisa de ella, el modo en el que un mechón de cabello le caía sobre los ojos. El primer roce. Rememoró cómo al tocarla sentía que se le licuaban las entrañas. Y luego se vio a si mismo junto a la mujer a orillas del Lethes. Sintió la humedad del primer baño. La sensación de penetrar una a una las capas del propio ser. Como si al sumergirse en el Lethes diera comienzo a un viaje hacia el interior de si mismo. El renacimiento sobre la orilla. El rencuentro con la mujer. Aquel brillo de reconocimiento en los ojos. El modo en el que recomenzaron a aprenderse, el uno al otro. Y cada una de las ocasiones en las que se habían sumergido en las aguas del olvido se desarrolló ante sus ojos. Y con ellas la emoción, y el temblor de cada uno de los rencuentros. Y siempre aquel reconocimiento de antes del tiempo. Entonces tomó entre sus brazos el cuerpo ya frío y lo condujo hacia las aguas. Cuando se encontraron a cierta profundidad sumergió a la mujer, pero poniendo amoroso cuidado de no soltarla. En su desesperación cayó en el delirio de creer que en las aguas del Lethes quizás la muerte que habitaba el cuerpo de la mujer acabaría también por olvidarla. Pero el mismo pasaba por alto una de las pocas verdades irrefutables, y es ésta que la muerte a nadie olvida. Durante tiempo continuó avanzando sin rumbo en el agua, hasta que perdió pie. Entonces el peso del cadáver que cargaba en brazos lo arrastró hasta el fondo. Se negó a soltarlo, dispuesto a perecer con aquella a la que amaba. Los cabellos castaños extendidos alrededor del rostro la orlaban de tal modo que la hacían parecer una divinidad o una flor. Él la miraba como si tuviera la presunción de que un momento a otro fuera abrir los ojos, y mientras la contemplaba, pensando que ni un solo instante podría permanecer lejos de ese cuerpo, las aguas del Lethes efectuaron su sortilegio. De un momento para otro la olvidó y dejó que la engullera el abismo de ese olvido. 

De nuevo se despertó varado en la orilla. Otra vez era un hombre acabado de nacer. Un hombre sin pasado, y sin nombre. Pero en esta ocasión no encontró ante si los ojos de la mujer, ni pudo descubrir en ellos la luz de ese reconocimiento que se propagaba desde antes de los tiempos. Y por segunda vez sintió las manos de un viento frío ciñéndole en aquel lugar que siempre había sido inmune a su soplo. Y la intemperie…






jueves, 29 de marzo de 2012

JARDINES

Imagen: Pakayla Biehn






Tus palabras
conjuran mi vientre
y pare flores
Se quiebra de aromas
el silencio

-elegía de pétalos
tañe el solitario lecho-

El vaho de mi deseo
erige celosías derrotadas
desnudas,
nunca refrescará su ardor
la hiedra de tu goce
Persigo la nervadura del aire
el dintel de la puerta hacia tu piel,
el cemento de un océano
la selló con una espátula

martes, 27 de marzo de 2012

LA COLADA






Dejaste una herida abierta
al sur de mi corazón
Al sur de mi corazón
sobre la herida que abriste
canta un jilguero
Pone el jilguero voz a las nubes
mientras yo llevo mi corazón a lavar al río
Destiñe mi corazón las aguas,
bajan turbias de rojas flores
Froto friego restriego
mi corazón,
lo azoto contra la piedra
y lo pongo a secar
en cruz
al sol
Ya no hay rastro de la mancha
ni la borra de un amor
que una vez olió a café
en la mañana
Ya el presente restaña
la sangre de la herida
en la que ayer cantó un jilguero
Ya el jilguero enmudece
y vuela
a ahorcarse
de la soga del cielo

lunes, 26 de marzo de 2012

RESONANCIAS

Desconozco autoría 






Transcribes sobre mi piel
fonéticas de un corazón políglota
Lírica del balbuceo

-corceles violentan la sangre,
sus cascos como un metrónomo-

arpegios en las cuerdas del vientre
Golpeas mi cuerpo,
con la obstinación del badajo,
musicando resonancias,
voces fecundadas en la entraña
En la noche inarticulada
abortamos poemas sobre la lengua

-verba de amor muere
con un estertor de otoño-

Nos ceñimos a la oratoria del beso,
y enmudecemos
ante la elocuencia de la carne

jueves, 22 de marzo de 2012

PECES






Se desplazan por los mares del cuerpo
bancos de peces blancos,
anillando burbujas de luz a sus colas
dan cuerda a una clepsidra
Sal cristaliza
de tu sed a la mía,
embates de espumarajos
en el puente rosado
que alzan nuestras lenguas

-Una gaviota gris
seduce al viento entre  sus alas-

Recortas  mi cuerpo
en estrellas de papel  
gemidos como pájaros
las cuelgan de las lámparas
Bulle de peces blancos
la olla a presión de las pieles,
cartografían nuestros sexos
sus irisadas escamas

Arponeado por tus olas
un océano
viene a morir a mi playa
Hemorragia de peces blancos
entre las piernas

miércoles, 21 de marzo de 2012

LANCE DE LA MARIPOSA

Imagen extraída de la red. Desconozco autoría




No puedo dejar de señalar que el germen de esta breve historia fue la lectura de la última entrada de Murmullos del texto. Gracias a Dario por sus siempre deliciosas selecciones.






En verano abrimos las puertas de nuestro hogar para recibir la visita del aire fresco, que sopla desde la ría. El mar es de un azul intenso. Ese mar detrás del cristal actúa como un opiáceo. Bajos sus efectos tanto a mí, como al mundo, se nos desdibujan los contornos. A través de esas grietas yo soy  en el mundo y el mundo es en mí. Miro al cielo y me pregunto cuántos azules completan la gama.  Me percato de que existen tantas desviaciones del color azul como concepto, como voces hermosas pueden ejecutar una misma nota. Existe un azul, que podría ser azul cielo, o azul océano, por poner un ejemplo. Y dentro de estos, infinitas variantes que dependen de la luz, o del viento. Y este hecho por si sólo sirve para ilustrar el milagro del mundo.
En ese momento entra una mariposa, transformando en senda mágica su transparente vuelo. Ante nuestros ojos su caricia eriza el vello del aire. Entonces es cuando ella me dice, “hay que sacarla de aquí, sino morirá”. Y cada uno de nosotros se aprovisiona de un vaso de plástico en la lacena y damos comienzo al rescate de la frágil mariposa. La mariposa acostumbra a quedarse inmóvil en el cristal, y yo imagino que se contempla en su superficie, como si de un espejo se tratara, y pienso que quizás esta sea la primera vez que atisba su propia imagen, aunque no exista reconocimiento. A pesar de su aparente estado de abstracción no resulta fácil atrapar a la mariposa. Por muy sigiloso que trate de ser uno, ocurre que en la dimensión de la mariposa cualquier vibración, o cualquier alteración entorno a su espacio, se magnifica con respecto a la dimensión humana. Por lo que en nuestros primeros  intentos, cuando ya nos disponemos a embocar a la mariposa con el vaso de plástico, defraudados contemplamos como muy tranquilamente sale volando. Durante un rato nos quedamos embobados mirando muy quietos como con sus pequeñas alas rasga el paño del tiempo. Pero pronto volvemos a cargar con toda nuestra artillería. Cada uno por su lado, y por fin, tras varios intentos, consigo atrapar a la mariposa en la cárcel de plástico. Me compadezco cuando la veo agitar nerviosa las alitas. Pero me digo que es sólo un momento, y con extremo cuidado separo el vaso del cristal, tras haber tomado la precaución de colocar mi mano delante, antes de que la mariposa atisbe esa pequeña rendija, señuelo de libertad. Y mientras enfilo la puerta hacia la calle, sintiendo el cosquilleo inquieto de las alas de la mariposa en la palma de mi mano, recuerdo que una vez leí que las mariposas viven durante un solo día. Procuro no
decepcionarme y no pensar en que nuestra mariposa habrá muerto al llegar la noche. Le devuelvo su libertad. Mi mujer me mira y sonreímos. Nuestra pequeña mariposa lleva entre sus alas el espacio que puede abarcar durante ese único día. En su vuelo las alas desgarran el denso y pesado párpado humano que cubre mis ojos, e intuyo cómo en la dimensión de la mariposa un día equivale a una vida, y cómo la distancia que nos separa de ese océano frente a nuestros ojos, esa distancia en que ambos la vemos perderse, equivale a un universo. Esa diminuta e insignificante mariposa es quien de derrotar al Titán del tiempo.  Sólo el hombre en su sueño de Zeus vive su vida sometido a Cronos, condicionado por los grilletes de su presunta grandeza. Esta  mariposa vivirá un solo día, y lo hará con absoluta libertad para ejecutar por si sola todas las notas de su escala.  Y así como el color, su corta vida también se basta para ilustrar el milagro del mundo.