Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


lunes, 2 de abril de 2012

LETHES

Ofelia revisitada de Rocío Verdejo





Y un día llegaron al océano que no tiene olas. Aquél que es tan calmo que en él se aquieta la luna y se silencia el concierto de las estrellas. Al que la leyenda da el nombre de Lethes, y suele designarse como “Río del olvido”. Llegaron a esa hora en que las estrellas ya están húmedas y comienzan a apagarse en las aguas. Llegaron y se sentaron en la orilla. Callados contemplaron aquel mar cuya sal borra de la memoria cualquier acontecimiento que haya tenido lugar en una vida, incluso la raiz del propio nombre.  A cambio sus aguas nos devuelven al estado embrionario, y el conocimiento sin mácula de antes de haber nacido, aquel que es aniquilado en la contemplación de la primera luz. Dicen del Lethes que es el regreso a la oscuridad uterina. 
Ellos llegaron hasta allí por un camino en el que tuvieron que pisotear innumerables flores. Bajo sus pies aquél se convirtió en un sendero lúbrico, cuajado por el reflujo y el aroma de los pétalos, que a su paso se aovillaban sobre si mismos al modo del bagazo. Jamás había sido su intención llegar hasta allí. Pero ante aquellas aguas supieron que el mismo hecho de llegar conllevaba en sí la aceptación del reto que entrañaban. Por lo que cuando el sol comenzó a asomar por el horizonte, repoblando el mar con los diminutos peces anaranjados de sus rayos, ellos se despojaron de sus ropas, y se encaminaron al remanso de aguas. Las manos enlazadas, el paso firme. Pronto sintieron aquella materia espesa envolviendo sus pies, sus tobillos, subiéndoles por los muslos, hasta las ingles. El sexo del hombre flotaba y había adquirido el aspecto de una extraña criatura subacuática. Sin duda era una difícil labor sumergirse en aquellas aguas debido a la densidad de que las dotaba la sal que facilitaba la absorción de los recuerdos. En aquel lugar en el que todo era silencio- inmune al soplo del viento no existe una mano armoniosa que venga a hacer música con la hierba o los árboles-irrumpió el sonido de sus dos corazones palpitando al unísono. Y ante la urgencia de aquel llamado el mar pareció abrirse, para acoger a los amantes en su regazo. Ahora sí el agua, como un cuerpo sediento de otro cuerpo, les rodeó el torso, el cuello, se columpió en sus barbillas. Por fin perdieron pie y se sumergieron en las profundidades. Las entrañas de aquel mar todavía eran más imperturbables que la superficie. Allí no penetraba la luz del sol, y el sonido de sus corazones había sido amortiguado. Ni siquiera nadaron, sencillamente se dejaron llevar por la inercia natural del cuerpo sumergido en un líquido.  Pero el movimiento de éstos era prácticamente imperceptible, por lo que casi estáticos a la vez que erráticos, perdieron la conciencia del tiempo.

Se despertaron varados en la orilla. Desnudos, desgajados del vientre del mar. Recién nacidos. Carentes de nombre y de pasado. Pero cuando se miraron a los ojos  brilló en ellos la luz de un reconocimiento. Era un saber animal. Una revelación de la entraña. Y esto venía a confirmar aquella sensación que había sido una especie de motor en esas vidas que acababan de olvidar. Algo a lo que siempre le habían puesto piel y no palabras. Que el conocimiento que el uno tenía del otro era un “conocimiento que había tenido lugar antes del tiempo”. Y como en este nuevo nacimiento habían sido liberados del lenguaje, la única opción que tuvieron fue la de ponerle piel, imitando sin saberlo la misma conducta de sus vidas anteriores.
Y se amaron como cuerpos nuevos. Aprendiendo cada hechura y cada descosido. Torpes y ciegos. Sin experiencia previa. Guiados únicamente por las mareas de la sangre. Se comunicaban con voces embrionarias, y pronto se dieron nombres tiernos como pámpanos. Al emitirlos su delicada fragancia endulzaba el aire. 

Hasta que pasado un tiempo regresaban al mar del olvido, empujados por una pulsión similar a la que determina los movimientos migratorios de las aves. 

Así una y otra vez se desaprendían, para volver a aprenderse. Y una y otra vez volvían a hallar en los ojos del otro aquella luz que brillaba con un reconocimiento que venía desde antes del tiempo.

Pero una noche en sueños el hombre se sintió estremecer al abrazo de un viento helado, en aquel lugar que siempre había sido inmune a su soplo. Se despertó y pudo ver que en el horizonte ya se asomaba el alba. Entonces miró hacia la mujer que dormía a su lado y se desesperó al ver que sobre su cuerpo se deshilvanaba una corola de pétalos rojos. Al instante al comprobar la rigidez de su cuerpo comprendió que la flor del corazón había sido arrancada del tallo del pecho. A la conciencia de este hecho fue como si de su piel y de su sangre se hubiese evaporado toda la sal que durante años había absorbido sus recuerdos. Así regresó al momento en que se habían conocido durante su vida anterior al Lethes. La sonrisa de ella, el modo en el que un mechón de cabello le caía sobre los ojos. El primer roce. Rememoró cómo al tocarla sentía que se le licuaban las entrañas. Y luego se vio a si mismo junto a la mujer a orillas del Lethes. Sintió la humedad del primer baño. La sensación de penetrar una a una las capas del propio ser. Como si al sumergirse en el Lethes diera comienzo a un viaje hacia el interior de si mismo. El renacimiento sobre la orilla. El rencuentro con la mujer. Aquel brillo de reconocimiento en los ojos. El modo en el que recomenzaron a aprenderse, el uno al otro. Y cada una de las ocasiones en las que se habían sumergido en las aguas del olvido se desarrolló ante sus ojos. Y con ellas la emoción, y el temblor de cada uno de los rencuentros. Y siempre aquel reconocimiento de antes del tiempo. Entonces tomó entre sus brazos el cuerpo ya frío y lo condujo hacia las aguas. Cuando se encontraron a cierta profundidad sumergió a la mujer, pero poniendo amoroso cuidado de no soltarla. En su desesperación cayó en el delirio de creer que en las aguas del Lethes quizás la muerte que habitaba el cuerpo de la mujer acabaría también por olvidarla. Pero el mismo pasaba por alto una de las pocas verdades irrefutables, y es ésta que la muerte a nadie olvida. Durante tiempo continuó avanzando sin rumbo en el agua, hasta que perdió pie. Entonces el peso del cadáver que cargaba en brazos lo arrastró hasta el fondo. Se negó a soltarlo, dispuesto a perecer con aquella a la que amaba. Los cabellos castaños extendidos alrededor del rostro la orlaban de tal modo que la hacían parecer una divinidad o una flor. Él la miraba como si tuviera la presunción de que un momento a otro fuera abrir los ojos, y mientras la contemplaba, pensando que ni un solo instante podría permanecer lejos de ese cuerpo, las aguas del Lethes efectuaron su sortilegio. De un momento para otro la olvidó y dejó que la engullera el abismo de ese olvido. 

De nuevo se despertó varado en la orilla. Otra vez era un hombre acabado de nacer. Un hombre sin pasado, y sin nombre. Pero en esta ocasión no encontró ante si los ojos de la mujer, ni pudo descubrir en ellos la luz de ese reconocimiento que se propagaba desde antes de los tiempos. Y por segunda vez sintió las manos de un viento frío ciñéndole en aquel lugar que siempre había sido inmune a su soplo. Y la intemperie…






jueves, 29 de marzo de 2012

JARDINES

Imagen: Pakayla Biehn






Tus palabras
conjuran mi vientre
y pare flores
Se quiebra de aromas
el silencio

-elegía de pétalos
tañe el solitario lecho-

El vaho de mi deseo
erige celosías derrotadas
desnudas,
nunca refrescará su ardor
la hiedra de tu goce
Persigo la nervadura del aire
el dintel de la puerta hacia tu piel,
el cemento de un océano
la selló con una espátula

martes, 27 de marzo de 2012

LA COLADA






Dejaste una herida abierta
al sur de mi corazón
Al sur de mi corazón
sobre la herida que abriste
canta un jilguero
Pone el jilguero voz a las nubes
mientras yo llevo mi corazón a lavar al río
Destiñe mi corazón las aguas,
bajan turbias de rojas flores
Froto friego restriego
mi corazón,
lo azoto contra la piedra
y lo pongo a secar
en cruz
al sol
Ya no hay rastro de la mancha
ni la borra de un amor
que una vez olió a café
en la mañana
Ya el presente restaña
la sangre de la herida
en la que ayer cantó un jilguero
Ya el jilguero enmudece
y vuela
a ahorcarse
de la soga del cielo

lunes, 26 de marzo de 2012

RESONANCIAS

Desconozco autoría 






Transcribes sobre mi piel
fonéticas de un corazón políglota
Lírica del balbuceo

-corceles violentan la sangre,
sus cascos como un metrónomo-

arpegios en las cuerdas del vientre
Golpeas mi cuerpo,
con la obstinación del badajo,
musicando resonancias,
voces fecundadas en la entraña
En la noche inarticulada
abortamos poemas sobre la lengua

-verba de amor muere
con un estertor de otoño-

Nos ceñimos a la oratoria del beso,
y enmudecemos
ante la elocuencia de la carne

jueves, 22 de marzo de 2012

PECES






Se desplazan por los mares del cuerpo
bancos de peces blancos,
anillando burbujas de luz a sus colas
dan cuerda a una clepsidra
Sal cristaliza
de tu sed a la mía,
embates de espumarajos
en el puente rosado
que alzan nuestras lenguas

-Una gaviota gris
seduce al viento entre  sus alas-

Recortas  mi cuerpo
en estrellas de papel  
gemidos como pájaros
las cuelgan de las lámparas
Bulle de peces blancos
la olla a presión de las pieles,
cartografían nuestros sexos
sus irisadas escamas

Arponeado por tus olas
un océano
viene a morir a mi playa
Hemorragia de peces blancos
entre las piernas

miércoles, 21 de marzo de 2012

LANCE DE LA MARIPOSA

Imagen extraída de la red. Desconozco autoría




No puedo dejar de señalar que el germen de esta breve historia fue la lectura de la última entrada de Murmullos del texto. Gracias a Dario por sus siempre deliciosas selecciones.






En verano abrimos las puertas de nuestro hogar para recibir la visita del aire fresco, que sopla desde la ría. El mar es de un azul intenso. Ese mar detrás del cristal actúa como un opiáceo. Bajos sus efectos tanto a mí, como al mundo, se nos desdibujan los contornos. A través de esas grietas yo soy  en el mundo y el mundo es en mí. Miro al cielo y me pregunto cuántos azules completan la gama.  Me percato de que existen tantas desviaciones del color azul como concepto, como voces hermosas pueden ejecutar una misma nota. Existe un azul, que podría ser azul cielo, o azul océano, por poner un ejemplo. Y dentro de estos, infinitas variantes que dependen de la luz, o del viento. Y este hecho por si sólo sirve para ilustrar el milagro del mundo.
En ese momento entra una mariposa, transformando en senda mágica su transparente vuelo. Ante nuestros ojos su caricia eriza el vello del aire. Entonces es cuando ella me dice, “hay que sacarla de aquí, sino morirá”. Y cada uno de nosotros se aprovisiona de un vaso de plástico en la lacena y damos comienzo al rescate de la frágil mariposa. La mariposa acostumbra a quedarse inmóvil en el cristal, y yo imagino que se contempla en su superficie, como si de un espejo se tratara, y pienso que quizás esta sea la primera vez que atisba su propia imagen, aunque no exista reconocimiento. A pesar de su aparente estado de abstracción no resulta fácil atrapar a la mariposa. Por muy sigiloso que trate de ser uno, ocurre que en la dimensión de la mariposa cualquier vibración, o cualquier alteración entorno a su espacio, se magnifica con respecto a la dimensión humana. Por lo que en nuestros primeros  intentos, cuando ya nos disponemos a embocar a la mariposa con el vaso de plástico, defraudados contemplamos como muy tranquilamente sale volando. Durante un rato nos quedamos embobados mirando muy quietos como con sus pequeñas alas rasga el paño del tiempo. Pero pronto volvemos a cargar con toda nuestra artillería. Cada uno por su lado, y por fin, tras varios intentos, consigo atrapar a la mariposa en la cárcel de plástico. Me compadezco cuando la veo agitar nerviosa las alitas. Pero me digo que es sólo un momento, y con extremo cuidado separo el vaso del cristal, tras haber tomado la precaución de colocar mi mano delante, antes de que la mariposa atisbe esa pequeña rendija, señuelo de libertad. Y mientras enfilo la puerta hacia la calle, sintiendo el cosquilleo inquieto de las alas de la mariposa en la palma de mi mano, recuerdo que una vez leí que las mariposas viven durante un solo día. Procuro no
decepcionarme y no pensar en que nuestra mariposa habrá muerto al llegar la noche. Le devuelvo su libertad. Mi mujer me mira y sonreímos. Nuestra pequeña mariposa lleva entre sus alas el espacio que puede abarcar durante ese único día. En su vuelo las alas desgarran el denso y pesado párpado humano que cubre mis ojos, e intuyo cómo en la dimensión de la mariposa un día equivale a una vida, y cómo la distancia que nos separa de ese océano frente a nuestros ojos, esa distancia en que ambos la vemos perderse, equivale a un universo. Esa diminuta e insignificante mariposa es quien de derrotar al Titán del tiempo.  Sólo el hombre en su sueño de Zeus vive su vida sometido a Cronos, condicionado por los grilletes de su presunta grandeza. Esta  mariposa vivirá un solo día, y lo hará con absoluta libertad para ejecutar por si sola todas las notas de su escala.  Y así como el color, su corta vida también se basta para ilustrar el milagro del mundo.

lunes, 19 de marzo de 2012

MAGNETISMO

Marc Chagall






De repente se vio arrastrada. 

Caminaba en silencio, mirando el adoquinado de la calle, con la cruz del sol sobre los hombros. Enfundados en los zapatos de fina suela, sus pies participaban de las rugosidades de los pequeños adoquines, y se movían incómodos debido a la informidad del suelo. Sin embargo a ella le gustaba ir por aquella calle, a la que pensaba como una metáfora. “La vida no es un camino asfaltado, no..”-solía decirse mientras apresuraba el paso-. Pero aquel día algo la detuvo, y tiró de ella hacia atrás. Como si una gran mano invisible la hubiera tomado por la espalda y la obligara a desandar lo andado. Cada vez la conducía a mayor velocidad. Al poco tiempo pudo ver pasar ante si la panadería de la esquina, el colegio del otro lado de la calle, y su propia casa. Hasta que, siempre de espaldas, cruzó la carretera  por el paso de peatones y llegó al parque más céntrico de la ciudad. Vio la gran verja de hierro abierta sobre su cabeza. Ya no había edificios erguidos en torno a ella. Apenas unas nubes dormidas en el cielo, y algunas otras tan de brazos cruzados que le hicieron presagiar que aquel día no habría tormenta, y por lo tanto el pronóstico del informativo de la noche anterior habría resultado erróneo.  Esto pensaba cuando comenzó a apreciar una ligera desaceleración en aquella fuerza que tiraba de ella, de tal modo que se sintió flotar, ingrávida, o quizás no se trataba de eso, sino que su centro de gravedad no estaba ahora donde siempre, sino en algún lugar a sus espaldas. Entonces, de pronto, sintió el contacto de su cuerpo con otro cuerpo. Un cuerpo que se había interpuesto a su trayectoria. Pero en vez de la contundencia de un impacto, el encuentro fue más como una anexión. Como cuando uno se abrocha el cinturón de seguridad. E incluso en su cabeza pudo oír un imaginario “clic” confirmando que las dos piezas habían encajado a la perfección. Giró sobre si misma, siempre en contacto con el otro cuerpo. Sus ojos se enfrentaron a otros ojos. Unos ojos oscuros, salvajes. Quiso alejarse, pero no bien dio el primer paso, su propio cuerpo volvió a ser arrastrado con violencia hacia aquel otro cuerpo. Una vez más el clic imaginario. El asentimiento de un puzzle que encaja. En ese momento aquellos ojos ante si se enturbiaron, y la expresión salvaje del comienzo pareció borrarse, como si sólo se hubiese tratado de un dibujo en la superficie del agua. Esta vez fue el otro el que dio un paso atrás para desembarazarse. Pero su cuerpo volvió a ser atraído por ella como por un imán. Se miraron, y como respondiendo a un acuerdo silencioso, al unísono trataron de separarse, para volver a caer el uno en el otro. Ahora pareció como si sus miembros dibujaran los tiempos de un abrazo. Ella, ligeramente más baja, acabó con la cabeza reclinada sobre su pecho. Los brazos de él se habían enlazado a su alrededor. Sentía su respiración entrecortada sobre el pelo. Aspiró el olor a suavizante del jersey.

-Perdona-dijo él

-No importa. Tú no tienes la culpa-respondió a media voz

Deshicieron el abrazo, pero esta vez sin atreverse a separarse del todo, quién sabe qué ocurriría. Miraron a su alrededor. El resto del mundo continuaba al margen de aquellas extrañas circunstancias. Hombres que caminaban solos, en pareja, o en grupo, pero siempre manteniendo una cortés distancia.  Un niño corría bullicioso delante de sus padres. Una pareja caminaba abrazada, para luego soltarse, y de nuevo abrazarse, besarse, jugar…

-Imaginé que la gravedad había cambiado. Que ya no era la tierra la que atraía los cuerpos, sino que eran los cuerpos los que ahora se atraían entre si. Tuve esa esperanza, pero veo que no es el caso. 

-No, no es-dijo ella-. Fue como si una mano poderosa e irrefrenable me arrastrase. Pero veo que sólo nos atañe a nosotros

-Sí, para mí fue del mismo modo. 


Permanecieron en esa posición durante largo tiempo. En la recreación de una paradoja, seguían pegados a la vez que trataban de no tocarse. Las sombras de los árboles se cernieron sobre ellos, anticipando la noche que se aproximaba. La temperatura bajó, y ella, que llevaba puesto un vestido de verano, comenzó a temblar.

-Mi casa está cerca-dijo él con timidez.-Y ya que no podemos separarnos, haríamos bien en buscar un lugar para pasar la noche. Si te parece bien, claro…

-Sí..Supongo que no tenemos muchas opciones-respondió de un modo hueco, vacío. Como si alguien le hubiese robado la música a las palabras

Cuando se movieron, y comenzaron a caminar, ambos sintieron el entumecimiento de sus músculos. Habían pasado unas cuantas horas sin apenas moverse, rígidos. Tratando de algún modo de que, en aquellas circunstancias, el otro no se sintiera vulnerado. Tras salir del parque, apenas unas cuantas calles a la derecha, llegaron al portal de un viejo edificio. Él sacó las llaves de su bolsillo y abrió la puerta. Ceremonia que repitió tras subir un total de cuatro plantas por las escaleras. Ella se apercibió de que, a pesar de todo, el hombre trataba de respetar ciertas formas de cortesía, cediéndole siempre el paso de un modo caballeresco. Esfuerzo que le agradeció, pues en algunos momentos era bastante difícil.

Entraron en un pequeño y aseado apartamento. La pulcritud sólo era empañada por unas cuantas cajas desperdigadas por aquí y por allá, que daban una ligera impresión de que la vida sólo estaba de paso.

-Perdona el desorden, apenas hace una semana que me he mudado -explicó él-. ¿Quieres que te sirva una copa de vino mientras preparo algo para cenar?

Aceptó la copa, pensando que el vino le vendría bien para aliviar el entumecimiento de sus músculos, y quizás dotara de cierta normalidad aquella extraña situación. Como apenas podían separarse,  repartieron tareas. A medida que ella iba cortando las verduras, él iba confeccionando y aliñando la ensalada. Concentrados cada uno en la parte que le tocaba, comenzaron a charlar casi con normalidad para los dos completos desconocidos que eran. Él le contó que tras la muerte inesperada de su mujer, en un accidente de tráfico, había llegado a esa ciudad tratando de escapar de los recuerdos. Claro está que era perfectamente consciente de que de los recuerdos nunca se escapa. Pero al menos tenía la esperanza de ir esquivándolos al concentrarse en la perspectiva de una vida completamente nueva. A medida que él iba hablando, ella intercalaba pausas en su labor, dejando el cuchillo suspendido en el aire cada vez con mayor  frecuencia. Entonces lo miraba, y en ocasiones volvía a ver aquel destello salvaje en sus ojos. “Claro-se dijo-, ese destello no es otra cosa que su instinto de supervivencia. La luz que irradia en su modo de agarrarse a la vida”. Era un hombre todavía joven, o al menos su rostro daba esa impresión cuando uno lo miraba con detenimiento. Pero sus cabellos, salpicados de mechones canosos, le daban una apariencia un tanto mayor a simple vista. Ahora, iluminadas por la luz halógena, le pareció que las canas suavizaban su rostro, y matizaban un tanto el fulgor salvaje de aquella mirada. En conjunto aquel hombre resultaba acogedor, como una especie de cobijo. Su suave voz, el olor de su jersey. Incluso su dolor, aquel dolor del que venía huyendo. Por lo que en el transcurso de la cena se sorprendió a si misma contándole la historia de su enfermedad, y los pormenores de aquella operación durante la cual por unos minutos había estado muerta.  O eso es lo que le habían dicho los médicos, pero ella no recordaba nada. Ni túnel, ni luz, ni sueños-en realidad, desde la operación, ella no había vuelto a soñar, o al menos era incapaz de recordar ningún sueño, ni el más insignificante retal-. Si tuviera que representar en una hoja aquel momento, sólo podría dibujar un gran paréntesis. Quizás, echando mano de su imaginación podría inventarse una gran historia. Quizás la gente que hablaba de esas cosas, de túneles, de una luz intensa al fondo, o detallaba los pormenores de encuentros con personas que ya no estaban en esta vida, quizás, esa gente no hacía otra cosa que inventar. O no. Tampoco era algo que le interesara y por lo general no solía hablar de ello. No se había convertido en aquel tipo de personas a las que le gusta presumir de haber vivido una experiencia cercana a la muerte. Y tras su completa recuperación había decidido que aquella enfermedad no iba a continuar siendo el eje de su vida, pues ya lo había sido por demasiado tiempo. Pero si lo pensaba resultaba coherente el hecho de que en cierto modo había estado muerta, porque desde aquel suceso fue como si hubiera vuelto a nacer. Hoy en día casi habría olvidado que había estado enferma, si no fuera que cada mañana la cicatriz del escote la esperaba para recordárselo al otro lado del espejo.

Esto le contó a aquel completo desconocido, acompasada por el blues que sonaba en el tocadiscos. “Historia de mi casi muerte con blues al fondo”-pensó como título si tuviese que darle uno a aquel cuadro.

Cuando acabó de hablar ya se había hecho bastante tarde, así que decidieron irse a dormir. Fueron hasta la habitación, y una vez allí el hombre abrió un armario, y después de revisar la ropa que estaba allí guardada, eligió una prenda con aire satisfecho.

-Toma- dijo tendiéndole una camiseta blanca bastante amplia-, tendrás que ponerte otra cosa. No estaría bien arrugar ese bonito vestido.  Te prometo que no miraré

-No importa. Quizás tengamos que acostumbrarnos si vamos a permanecer mucho tiempo de este modo-dijo ruborizándose, un tanto sorprendida por el propio atrevimiento.

Comenzó a desabrocharse los botones del  vestido con dedos temblorosos. Pronto asomó la cicatriz en la parte superior del torso. Entonces, como un relámpago, la mano izquierda del hombre se dirigió a esa zona, e inició una larga y aplicada caricia. De nuevo apareció la mirada salvaje persiguiendo con fruición el movimiento de sus dedos, como si con los ojos estuviera tanteando la rugosidad de la cicatriz, midiendo el sutil pliegue de la carne. Ella no pudo reprimir un jadeo ante la sorpresa. Él se disculpó, y le explicó que tenía la sensación de que no podía controlarse, que había perdido el completo dominio de su cuerpo. Ella no tenía nada que reprocharle, lo comprendía perfectamente.

-¿Me harías el favor de ayudarme a desabrochar el vestido? Creo que mis dedos están demasiado torpes hoy. Temo que no acabaré nunca

Él fue desabrochando el vestido casi a ciegas, pues mientras duró esta maniobra en ningún momento dejó de mirarla a los ojos. Bajo aquella mirada tragó saliva, acto que en un silencio tan tenso, sonó con la misma intensidad que un disparo en la noche. Después, como si ella no fuera otra cosa que una niña, él le enfundó la camiseta por la cabeza, y la dejó lista para dormir. Se dejó hacer sin rechistar.

-Sólo te falta el beso en la frente-le dijo bromeando

Ahora le tocaba a él el turno de desvestirse y ponerse el pijama. Mientras esto sucedía ella no paró de hablar, contándole alguna tonta historia de su infancia. Quizás para no reparar en la semidesnudez de él. O quizás para no pensar en que nunca antes un hombre había tocado de aquel modo su cicatriz. Puede que estuviera trastornada por todo lo ocurrido, pero había creído sentir amor en aquella caricia. Más amor del que ella había supuesto que se podía concentrar en un solo acto.


Como no podían acostarse en el lecho cada uno desde un lado, decidieron hacerlo desde el frente. Se arrimaron en lo posible al pie de la cama y entre risas y a la de tres se dejaron caer. Después de espaldas serpentearon hacia atrás, hasta que posaron sus cabezas en las almohadas. Aun continuaron por un rato charlando, mientras contemplaban el techo. Lanzaban hipótesis acerca de posibles soluciones a su situación, y jugaban a colgarlas de las lámparas. La hipótesis más absurda ganaba. Podían irse a vivir a un transbordador espacial, donde con la total carencia de gravedad quizás pudieran separarse. Porque entre las escasas causas posibles, la del “trastorno gravitatorio” era la que iba ganando. O tal vez la solución estaba en el Polo Norte. Tratándose este del campo magnético de la tierra, quizás creara una interferencia en el magnetismo existente entre ellos, y pudieran liberarse. Pero lo que les hacía desternillarse de risa era pensar en la cara de los médicos cuando les fuesen a contar su “enfermedad”. Pensar a qué clase de pruebas o tratamientos les someterían. E imaginando este tipo de cosas fue cómo se quedaron dormidos. Y mientras dormían fue cuando ella tuvo un sueño.  El primer sueño desde la operación.


En el sueño ella era una península. No una península pequeña, sino una bastante grande, unida a un continente. Una porción de tierra fértil, llena de árboles, arroyos, pájaros. Además era feliz, mecida por las aguas, enternecida por el canto de los pájaros. Pero un día sin motivo aparente comenzó a moverse, primero lentamente, pero el movimiento fue acelerándose, hasta agitarse con violencia de derecha a izquierda. Las aguas a su alrededor entraron en ebullición, comenzando a crecer más y más, como si quisieran gatear hacia el cielo. Por un momento temió que la ahogaran. De repente escuchó un rugido angustioso, como el barrunto de un animal herido, y sintió como si algo se resquebrajara. Entonces las agitaciones cesaron, y se vio arrastrada en un lento movimiento hacia el norte, alejándose del continente. Miró hacia atrás, y comprobó que se había abierto una brecha entre ellos. El brazo de tierra que los unía se había roto, como si alguien hubiese cortado el cordón umbilical. Sumida en una grave sensación de desarraigo continuó viajando durante días y días, hasta que por fin el movimiento cesó. Y en ese instante, completamente inmóvil, tuvo una revelación, supo que se había convertido en una isla. Ahí fue cuando despertó.

Se despertó de un modo sobresaltado, tanto que en un movimiento involuntario por primera vez en horas fue capaz de alejarse del hombre que todavía dormía. Esta vez no hubo movimiento de retroceso, ni fuerza magnética que la arrastrase de nuevo hacia él. Con alivio imaginó que aquel fenómeno era transitorio, y parecía haber llegado a su fin. Así que sin más se levantó, y comenzó a vestirse. Decidió que no había tiempo para escribir una nota de despedida, tenía la dirección, así que le sería fácil localizar un teléfono, o enviarle una carta de disculpa. En unos pocos minutos estuvo lista, y se dirigió hacia la puerta. Pero en el último momento no pudo evitar mirar hacia atrás, y contemplar durante unos instantes al hombre que dormía. Su rostro era apenas iluminado por la tenue franja de luz que asomaba por la rendija de la persiana bajada. Le pareció que durante el sueño su aspecto era completamente sereno, y la sensación de cobijo que sintió fue todavía mayor. Mas enseguida se conminó a irse, por lo que dirigió su mano hacia el picaporte. Quiso abrir la puerta con un movimiento cuidadoso, silencioso, pero su mano, en un acto de rebeldía, le aplicó una fuerza feroz. La puerta emitió un sonoro quejido, como de espontánea protesta.  Suficiente para que el hombre durmiente se despertara, justo en el momento en el que la puerta se abría dejando pasar la luz, y pudo ver recortarse sobre ella la silueta de la mujer. Y ahora sí, de nuevo aquella fuerza inexplicable fue ejercida sobre ella, y se vio arrastrada de espaldas, hacia el hombre apenas incorporado en la cama. En un movimiento la mujer estuvo entre sus brazos, que de un modo automático se enlazaron alrededor del cuerpo.

-Parece que es difícil alejarse-dijo él.

-Parece que es imposible-contestó ella. 


Y de este modo permanecieron en la oscuridad, observando el rectángulo de luz que asomaba por la puerta abierta. Sin fuerzas y sin ganas para contrarrestar el irrefrenable magnetismo de sus cuerpos.