Imagen extraída de la web. Desconozco autoría
A veces, en la noche, sale hasta la cornisa. Y deja que el viento se le amarre a la cintura. Lleva un vestido de flores. Debajo no hay ropa interior. El viento ondea los campos de su vestido. Ella cierra los ojos y permite que se lo suba. De vez en cuando asoman piezas de vello púbico. Después de unas cuantas noches, el hombre de la ventana ya es quien de completar el puzzle de su sexo. Ella sale a la cornisa, mientras el marido y los niños duermen. El hombre de la ventana se la encuentra alguna mañana cuando sale por el portal. Ella siempre va con prisas, aun así siempre se toma su tiempo para mirarle, y su mano traza un saludo, que se queda flotando en el aire, hasta que cae con la lentitud de una hoja seca. Él desearía que ese saludo realmente fuera una hoja seca, para poder tomarlo, y llevárselo a casa. Lo guardaría entre las páginas de uno de sus muchos libros. Sí, le gustaría tener cada una de las páginas de sus libros marcada por una hoja seca. A ello podría dedicar el resto de su vida. Y a mirar a la mujer que en la noche asoma a la cornisa con un liviano vestido de flores. El hombre de la ventana ha imaginado en varias ocasiones las razones por las que la mujer está ahí. Una vez concluyó que la mujer era amante del aire. Y ahora el aire hincha la falda de la mujer, como si debajo de ella olisqueara, mordiera, bebiera ese puzzle que el hombre de la ventana sería capaz de reconstruir. Entonces el viento asciende y ondea los cuellos de su vestido, la zona del escote, y asoma de improviso el nacimiento del pecho. El pelo de la mujer cae hacia atrás y luego hacia delante. Como un mar que indeciso se aproxima y se separa de la playa. Y el hombre de la ventana anticipa el momento en el que, indefectiblemente, la mujer con tiento da media vuelta y se va. Y es engullida por la oscuridad de su apartamento. Ya lamenta esos pasos que a la altura del séptimo piso acabarán por alejarla de él. Ya paladea la ansiedad que precede al encuentro siguiente, cuando en mitad de la noche ve levantarse una persiana del edificio de enfrente, como la rendija abriéndose en el cuerpo de una mujer. Pero esta vez ella se queda quieta, y abre los ojos. Él tembló porque le pareció que había dirigido una mirada a su ventana. Enseguida la mujer vuelve a cerrar los ojos, y tantea el lateral de su vestido. Con mano experimentada desliza la cremallera. Y en un movimiento certero se despoja del campo de flores por los hombros. Y lo deja a su vera en la cornisa. Por primera vez el hombre de la ventana contempla la desnudez de la mujer de la cornisa. Y se dice que con razón aquélla era una noche sin luna. Estaba escrito que la luna habría de asomar en un séptimo piso. La mujer comienza a deslizar las manos por su cuerpo, siempre con los ojos cerrados. Y el hombre de la ventana comienza a sentir en las suyas la forma de los senos, la curva del vientre. Sus manos aprietan, hasta que asoman los pezones. Son unos pechos grandes, maternales, pero también firmes. El vientre ligeramente abombado. Deliciosa en sus dedos la cosquilla del fino vello. Las manos, ahora sí, bajan hasta el sexo y comienzan a componer el puzzle. Se llenan de humedad, de olor, de sabor. La mujer, con las piernas ligeramente abiertas y los ojos cerrados, oscila peligrosamente en la cornisa. El hombre de la ventana siente el vértigo del abismo que se abre ante ella, ese abismo devorador, ávido de tomar él también para si ese cuerpo. Los músculos de la mujer ganan tensión, los movimientos de sus manos cada vez más frenéticos. Las piernas bailan en precario equilibrio. El hombre la toma más y más con sus manos. Ahonda en su carne para sostenerla. No dejará que se caiga. Los gemidos de la mujer quemándole el oído. Su saliva dejando la estela de un caracol en la mejilla. Y escapa un último aullido que mata a una estrella en la noche.
Ahora sí, la mujer dirige la mirada hacia su ventana, con una peculiar sonrisa ladeada en su rostro. Sólo en ese momento el hombre de la ventana se percata de la sustancia pringosa en sus manos. De sus pantalones ridículamente arremangados en los tobillos. Y del abismo que se abre ante él, parado peligrosamente en su propia cornisa. Y mientras el hombre se sube los pantalones, la mujer es engullida, una vez más, por la oscuridad del apartamento de enfrente.