Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


viernes, 13 de enero de 2012

CANCIÓN DEL HOMBRE DEL SUEÑO

Imagen Marcela Bolivar 



Estemos bien
Querámonos
Sé que a veces no es fácil entenderse
Pero no importa
No hemos de compartir la vida,
tan solo estas ganas de lluvia

Estemos bien
Amémonos
Sé que tu lecho es inalcanzable
Pero entre nosotros existen lechos ignotos
aguardando ponerse nuestras pieles por bandera

Estemos bien
Tomémonos
Ya sé que nadie es de nadie
Pero tengo estas ganas de entrega
que pinta de nieve las cumbres
No le pongamos techo a los sueños

jueves, 12 de enero de 2012

DE LO QUE SE OCULTA BAJO MIS SÁBANAS

The Mask of Binds and Blinds de Paolo Franco Orlando







No siempre mis sábanas
esconden primaveras
A veces bajo ellas
a mi cuerpo sudoroso,
-mi cuerpo lapa-
lo montan otros cuerpos
que es difícil despegarse
Y caemos
unidos por los sexos
como perros de la calle
A veces duermo
con el cuerpo imantado
y en la noche
hombres sin rostro
vienen hacia él
y cosechan
la canastilla de orgasmos
Y yo
que me jacto de no desperdiciar
ningún goce
lleno el vacío sobre su cuello
con unos ojos
una boca
una máscara de placer
la que simula el rostro de ese hombre
-sí-
la de ese hombre
- justo-
el único entre todos
-sí
justo
vos-
que nunca ha de venir

miércoles, 11 de enero de 2012

EL ROSAL

Imagen: Sophie Thouvenin






Cada sábado en la mañana el jardinero iba a cortar la rosa más hermosa del rosal para su amada. Cuando lo veía acercarse por el camino de gravilla, silbando jubiloso una alegre melodía, el bello rosal se hinchaba como un pajarillo. Una vez que el joven jardinero estaba frente a él, con aquellos ojos de un azul tan claro que su mirada era casi transparente, y caía sobre las flores como una gota de rocío, entonces-decíamos- el rosal le ofrecía su flor más fresca y radiante, aquella que palpitaba en el lado izquierdo de su pecho, la única que era fruto de su corazón.  El jardinero se acercaba a la flor con sumo cuidado, y con un golpe limpio de su tijera, segaba el tallo tierno de la rosa. En ese momento todo el rosal se estremecía, como si con sus hojas se hubiera entrelazado una brisa deliciosa. Y todas las rosas se abrían al día en una misma canción.
Una vez que el jardinero se alejaba dichoso, portando en sus manos su delicada carga, comenzaba un duro trabajo para el rosal. En aquellos momentos todos sus esfuerzos se encaminaban en volver a hacer crecer a aquella rosa de su pecho. Pues bien sabido es que, entre todas las rosas, la del corazón es la más bella. Así que el rosal agitaba sus raíces para que estas no cesasen en su empeño de encontrar alimento, escarbando en la tierra. Se ponía de puntillas para acercarse al sol, y así absorber con fruición la energía de sus rayos. Y su corazón palpitaba con fuerza inusitada para acaparar toda la savia, y hacer florecer con ella la rosa destinada a la amada del jardinero.
Y, siempre, durante todos aquellos meses, el sábado al amanecer, puntualmente, aquella rosa del corazón se abría, tan hermosa y radiante, que nacía escarchada de rocío-como si hubiese nacido de la mirada transparente del jardinero-para que el mismo sol pudiese entre sus pétalos jugar.
El rosal se había adaptado con extraordinaria facilidad a aquella rutina, a la que dedicaba todo su empeño y esfuerzo. Pero, transcurridos unos meses, ocurrió que llegó el primer sábado en el que el jardinero no acudió a su cita. El rosal no quiso darle importancia, pues bien era posible que el jardinero se hallara indispuesto, y no le hubiese quedado otro remedio que postergar aquel momento, que, a todas luces, esperaba con ansias. Y se imaginó que aquella ausencia era una ventaja, pues con una semana de adicional, la rosa de su corazón tendría tiempo para crecer y crecer, y convertirse en la más hermosa que hubiera  nunca brotado del pecho de un rosal. Y a ello se dedicó toda la semana. Pero ocurrió que el siguiente sábado el jardinero tampoco acudió. Y esta vez sí que este hecho dejó un tanto melancólico al rosal. 
Pero fue al tercer sábado cuando el rosal se sintió realmente apesadumbrado. Tanto era su pesar que incluso una de sus rosas se dobló con el peso de la tristeza, hasta que terminó por caerse. Pero una de las ráfagas, hijas del viento, llegó a tiempo de que aquella flor no tocase el suelo, y desperdigó sus pétalos por los cuatro puntos cardinales. Pues el viento en sus fugaces visitas, se había convertido en uno de los amantes abnegados de aquel rosal.  Y no quiso permitir que una de sus rosas se derramara por el suelo.
La semana siguiente fue la cuarta en la que el jardinero no acudió a su cita. Y otra de aquellas rosas, una que destacaba por ser especialmente alegre y vivaracha, se separó de su tallo. Esta vez fue el propio rosal el que clamó por el viento:
-Ven, querido viento, ven. O envíame una de esas ráfagas que son como un esqueje tuyo. Ven, y llévale al jardinero mi rosa más alegre, como un llamado para él de este rosal triste y olvidado.

Esta vez el viento acudió personalmente, y se llevó aquellos rojos pétalos entrelazados en su piel, como un llamado para el jardinero.
Aquel día el jardinero se hallaba pensativo, sentado sobre el tocón de un árbol, en medio del bosque. Era tal su ensimismamiento que apenas parpadeó cuando vio que sobre su cabeza llovieran unos cuantos pétalos de rosa.
Llegó el quinto sábado y el jardinero tampoco se presentó. Esta vez su rosa más soñadora resbalo como una lágrima por su rostro, y cayó en el regazo del viento, que se había adelantado a la llamada del rosal. Y esta rosa, como la anterior, cayó como lluvia sobre la cabeza del jardinero, que apenas se percató de ello.
Y así durante semanas y semanas, hasta que por fin sólo quedaron dos rosas. Una rosa que destacaba entre todas por su generosidad, y la rosa del corazón que durante todo este tiempo permaneció impertérrita y radiante cara el sol. Una mañana se presentaron junto a él unos pájaros que habían escuchado de labios del viento la historia del rosal que languidecía debido a la ausencia de su jardinero. Y con el jolgorio de sus voces todo lo entristecido que le era posible a tan alegres  criaturas se compadecieron del rosal de este modo:
-Pobre y hermoso rosal que extraña a su jardinero. Triste es porque el jardinero no ha de volver, pues hace tiempo que perdió el corazón de su amada. Por lo tanto no derroches por él hasta la última de tus rosas, y nunca olvides conservar, a pesar de la amargura, viva la rosa del corazón.
Y una vez dicho esto, se alejaron agitando sus alitas
Pero al sábado siguiente, ante la ausencia de su jardinero, la rosa generosa imitó el destino de sus predecesoras.  Afortunadamente, y como de costumbre, muy cerca se hallaba el viento, que se llevó la constelación de pétalos, a horcajadas, sobre su lomo. Y otra vez llovieron  sobre la cabeza del jardinero, que en esta ocasión acariciaron los cabellos con extraordinaria generosidad. Era aquella caricia la única que en todo ese tiempo de dolor había impreso su huella en el abatido jardinero. Tanto que al sentirla, y ver aquellos pétalos cayendo en cascada sobre él, se acordó de aquel rosal que tiempo atrás había abandonado, porque era entre todas las cosas y todos los seres la que más le recordaba al amor perdido. Así que se levantó como un resorte del tocón en el que permanecía sentado, y corrió hacia su jardín. Llegó casi sin resuello pero esperanzado. Sin embargo al ver como su antiguo y florecido rosal se había convertido casi en un esqueleto, una nueva tristeza le embargó. Sólo una única rosa parecía subsistir hermosa y llena en aquel rosal. Al verla se dio cuenta que aquella era la rosa del corazón, la que en tiempos felices siempre había sido destinada para su amada. En aquel instante se llenó de júbilo, e identificó-como suelen hacer a veces los amantes desdichados, que creen ver señales del amor por todas partes-el hecho de que aquella fuera la única rosa que permanecía en pie, con la posibilidad de que su amada lo conservara del mismo modo en el corazón. Decidió cortarla e ir a llevársela como un presente. Acercó con delicadeza su mano con el fin de arrancarla. Pero una vez que sus dedos la tocaron, aquella rosa tan palpitante al sol derramó con furia todos sus pétalos, y de ella apenas quedó un mísero y seco tallo. Bueno es que al ver aquello el viento acudió presuroso, y se los llevó puestos en su abrazo. 
Y fue así como el jardinero aprendió que la rosa del corazón, puede parecer fresca y en óptimo estado, pero eso no significa que la tristeza no la haya matado por dentro. Y decidió que a partir de aquel instante nunca más iba a dejar abandonado su jardín, porque para que un jardín florezca es preciso cuidarlo.







VERA, SUS REMOLINOS

Imagen: Irina Kotova



Hay días en los que la felicidad es un viento fresco en la cara. Un viento que barre los lastres del alma. Un viento-caricia, viento-beso. Por eso a veces, cuando me siento feliz, digo que tengo el cuerpo lleno de vientos. Y al doblar la esquina me tropiezo con la luna blanca, que todavía asoma el hocico en un cielo que comienza a pintarse de azul. El mismo gato atigrado de siempre se cruza diagonalmente en mi camino. O quizás no sea el mismo gato. Todo los gatos el gato. Hay una luz en sus ojos en la que creo reconocerme, pero a la vez es un algo indefinible. Como yo, a la que cada día le resulta más difícil definirse, calificarse. Esto, contrariamente a lo que se pueda pensar, no me produce desazón. Amo la contradicción que me habita.  “¿Que yo me contradigo? Pues , me contradigo. Y, ¿qué? Yo soy inmenso, contengo multitudes.”, tomando prestado el verso de Whitman. Identifico esa contradicción con el natural fluir de la vida. Pero a la gente le encanta definirse, definirte, que la definan…Porque en cierto modo esto nos mantiene a salvo de los abismos del otro, de los de uno mismo. El terreno de las definiciones es un terreno muy cómodo….Cuando vemos una película, ante cualquier situación de conflicto interior, él suele preguntarme ¿y tú, qué harías?  Entonces él se gana mis furias-mis furias suelen tener algo de zarpazo de gato: un tanto de intención y un tanto de juego-porque yo nunca sé qué haría, a veces ni sé qué hago en el presente, y además odio que me corten el hilo de la película.
El caso es que yo sé que a ti no te pasa lo que a mí con los gatos. A veces trato de explicarte, y te digo que para entenderme has de reducirlo a términos de amor. Ese amor infinito que nos mueve hacia los otros, hacia las cosas. Socialmente se tiende a asociar el amor a las relaciones de pareja. Pero ese sentido me resulta demasiado limitado. Creo que el amor es algo mucho más pleno. El amor es el impulso vital tirando de nosotros, y arrancándonos de la inercia. Es lo que yo creo. Es el amor el que me mueve hacia el gato. Es el amor el que me mueve hacia ti, aunque este último de un modo mucho más perentorio. Soy consciente de que te amo de manera absoluta, y a la vez esto no implica que no pueda amar a más personas. Quizás, la diferencia, es esta necesidad de ir hacia ti sin reservas. Respecto a la mayoría de las cosas y los seres que amo soy una proyección. Pero respecto a ti, soy plenitud. Entre todas las personas que existen, sólo tú desatas los vientos que viven en mí. Y me siento un vórtice a lo que todo viene y de lo que todo mana. Por eso sé que finalmente nada habrá que yo no pueda o no quiera decirte, nada que yo tema o no desee mostrarte. Quizás a veces ignores que en mí también hay una mujer llena de timideces, u odiosos prejuicios. Recuerdo el día en que me dijiste que yo siempre necesitaba ser el centro de atención, y que en realidad no soportaba las situaciones en las que este fuera otra persona. La verdad es que aquel comentario me hizo reír, porque nada más lejos de mi percepción de mí misma. También pensé que en ese comentario se traslucía lo mucho que he cambiado estos últimos años. Es cierto, he cambiado. Sin embargo sé que mi timidez natural es un obstáculo que siempre he de saltar, aunque la costumbre haya facilitado que ese salto muchas veces sea inconsciente. Pero, no creas, a veces la timidez vuelve y me pilla con la guardia bajada. Entonces soy de nuevo esa chica con las mejillas sonrosadas, que si no fuera porque está paralizada, acabaría escondiéndose debajo de la mesa. Claro está que la palabra es para mí el modo más eficaz de vencer esa timidez. La palabra o la imaginación. Por todo esto que te digo, tú espera….

lunes, 9 de enero de 2012

LA RAÍZ

Imagen: Lilya Corneli



Un hombre, todavía joven, arrancó el amor de su corazón y lo enterró en el jardín, en la parte más próxima a la casa. Esto sucedió el día en que se cumplían tres meses desde la muerte de su mujer. Tres niños pequeños le vieron enterrar el amor desde su ventana. Se trataba de sus tres hijos, que en aquel gesto creyeron adivinar la pérdida del padre, tres meses después de la pérdida de la madre. Existen amores tan profundos que sólo se pueden arrancar de raíz, y en ese destierro, se destierran también todas las ramificaciones del amor. Ni siquiera queda un esqueje del que pueda emerger un nuevo brote. 

Desde ese momento, el corazón de aquel hombre había dejado de ser nido, para ser zarza. El sol ya no se acogía en él, al desperezarse en la mañana. El viento ya no serpenteaba cantarín por entre sus rendijas. Y la lluvia se evaporaba antes de llegar a calarlo. En él sólo cabían cenizas, y un silencio pantanoso, al que los pájaros iban a morir. 

Pero la peor parte la llevaban sus hijos. Si una de aquellas manitas infantiles asomaba hasta aquel corazón, para acariciarlo, al momento regresaba al exterior disfrazada de espinas. Cualquier palabra amorosa, cualquier canción, cualquier risa, se quedaba atrapada en el silencio pantanoso que allí reinaba, y entonces los presentes sentían como las aguas de aquel silencio reptaban hasta el techo y les anegaban desde la cabeza hasta los pies. Así caminaban el resto del día con pasos mortecinos, como si a sus espaldas cargaran una pesada cruz de silencio. 

Aquellos niños, sometidos a una vida de rutinarias tareas en el campo, pronto olvidaron cómo se jugaba, cómo se sonreía. Las gentes dejaron de acercarse a aquella casa. Sólo de tiempo en tiempo, la hermana melliza del padre, que vivía en la ciudad, iba a comprobar el estado de sus sobrinos y su hermano, y a procurarles un poco de bienestar. Sin embargo aquellas visitas siempre significaban para ella una nueva grieta en el pilar del alma. Su médico personal le recetó que las fuera espaciando en el tiempo. Ella comprendía y seguía en lo que podía las indicaciones del médico. Pero a los pocos meses entendió que la desazón que le procuraba aquella distancia de su hermano y sus sobrinos, tornaba en arena el cemento de sus cimientos. Y se vio retornar a aquellos tiempos de su temprana juventud en los que había sentido cómo su destino estaba ineludiblemente unido al destino de su mellizo. Por lo que, en la medida de lo posible, continuó frecuentando la casa. El tiempo que estaba con los niños, éstos estaban eximidos de sus tareas diarias. Ella siempre había tenido una risa grácil, y contagiosa. Sin embargo a las gargantas de aquellos niños sólo podía arrancarles un sonido gutural, como si se tratara de la risa de una caverna. Así que gran parte del tiempo que permanecía entre ellos trataba de enseñarles las músicas de la risa. Incluso a veces se hacía acompañar por algún bufón, para que con sus números y cabriolas alegrase los rostros vacíos de aquellos niños. Pero siempre, al final de la jornada, se los veía salir de aquella casa, cabizbajos, con los cascabeles del gorro alicaídos. En su triste regresar hombres y mujeres lloraban, y las flores con la pena se arrancaban los pétalos. Continuamente les leía libros, les contaba historias maravillosas. Quería inculcarles el germen del ensueño, que en gran medida es una de las sustancias que componen el amor. Con el tiempo, los niños parecieron desarrollar cierto interés por los libros, así que, aunque aquél le parecía un camino más largo, decidió que no podía dejar de excavar en aquella veta, por lo que en cada visita iba cargada de nuevos ejemplares. 

En una de aquellas visitas a la casa la mujer percibió un ligero temblor en la madera del suelo. Aquel día permaneció hasta más tarde, pues quiso preguntarle acerca de aquel temblor a su hermano, una vez acabada la jornada laboral. Pero, como habitualmente sucedía, el hermano ni se molestó en contestarle.
En la siguiente visita, el temblor fue mucho más pronunciado. Esta vez le preguntó a sus sobrinos, quienes parecían ignorar su existencia. Aquel día los niños parecían estar más receptivos de lo habitual, así que permaneció hasta la caída de la tarde leyéndoles un libro de cuentos. Un escalofrío recorrió su espalda cuando, al abrirse la puerta que dio paso al hermano, que regresaba del trabajo, escuchó como de su boca salía un parco “buenas tardes”. Que ella recordara, era la primera vez  desde hacía varios años que le dirigía la palabra. 

En sucesivas visitas comprobó que los temblores de la casa iban en aumento, y, curiosamente, a medida que su frecuencia aumentaba, el rostro del hermano parecía menos huraño. Incluso en una ocasión la llamó por su nombre de un modo que le hizo recordar a aquél tan amado de los viejos tiempos. A los ojos de la hermana asomó una lágrima, en cuyo perfil alguien había tallado una estrella.

Decidió mudarse a la casa temporalmente, con el fin de comprobar la evolución, y acelerarla en la medida de lo posible. Si en el padre la mejoría era paulatina, en los niños era evidente. Ahora ya reían, ya corrían, y la acompañaban con alegría en sus juegos. Cuando el padre estaba presente, trataban de disimular estas cosas.

Pero una noche, mientras ella les leía en torno al hogar, lo vieron asomarse desde la puerta de su habitación, silencioso. Y sin alterar la gravedad del rostro, ni al entorno callado, se acercó, y se sentó en el corrillo que formaban los niños. La hermana reunió todas sus fuerzas para disimular la emoción, y continuó leyendo tratando en lo posible de no alterar la voz. Mientras tanto, los temblores eran cada vez más pronunciados. A veces la despertaban en la noche, y al levantarse comprobaba cómo, a causa de estos, la cama y los muebles eran desplazados de su sitio. Cuidadosamente y con disimulo ella los devolvía a su lugar. No quería alarmar ni a los niños ni al padre. En los últimos tiempos la mejoría ya se constataba, pero temía que todavía fuera un retoño, casi frágil, y no quería resquebrajarla con temores que eran infundados, puesto que aquellos temblores sólo parecían ser percibidos por ella.

Una noche, mientras todos los miembros de la familia la escuchaban leer en torno al fuego que ardía en la chimenea, el hermano la interrumpió y dijo:

-De todos los miembros de nuestra familia, siempre has sido la única a la que he amado absolutamente, hermana- Y mientras esto decía se acercó hasta ella, y la tomó tiernamente entre sus fornidos brazos. Y aquella voz que siempre permanecía firme y risueña en su lectura, rompió en sollozos.

Aquella misma noche, en la hora que raya el alba, la hermana fue despertada por un inmenso temblor, esta vez acompañado de un rugido como de fiera. Temió que en aquel momento tierra y cielo se hubiesen rasgado. Por lo que salió corriendo de la habitación, en ropa de cama a comprobar que todos los habitantes de la casa estuvieran seguros en sus camas. Primero acudió a la habitación de los niños, donde estos la aguardaban despiertos, con unos ojos inmensos que parecía querer escapárseles de aquellas caritas, puesto que aquella vez sí habían sentido el temblor.

Pero cuando los cuatro juntos fueron a la habitación del padre, lo descubrieron todavía acostado. Del suelo, bajo la cama, aparecían las tablas levantadas, como si una mano gigante las hubiese arrancado. Y en el medio de aquella grieta, sobresalía una enorme raíz que subía hasta el lecho. La hermana se acercó con un movimiento de pánico. Pero pronto la tranquilizó la radiante sonrisa que brillaba en el rostro del mellizo. La primera y última sonrisa que cultivó aquella boca durante tantos años. Y ante este hecho ya poco importaba que aquella enorme raíz le atravesara el pecho, justo en el epicentro de aquel corazón del que años atrás había arrancado el amor, para enterrarlo en el jardín, en la parte más próxima a la casa. Y no le extrañó que de aquella raíz tan enorme florecieran en racimo hermosos y llenos jazmines blancos. Y se extrañó todavía menos cuando escuchó que uno de sus sobrinos, el único que era un niño todavía, dijera con su cantarina y aguda voz:

-Mira tía, las favoritas de madre…

domingo, 8 de enero de 2012

PECES

 Peces de Bárbara Bezina



Ser un pez
nadando tu sueño,
tajo plateado
en océano oscuro
Un pez
resbalando tu sueño,
estalactita de luz
en la garganta de esta noche
Un pez
todos los peces
enredándose
en las algas de tu sueño,
barriendo con las aletas
constelaciones de burbujas

Descender las profundidades
de tu sueño
y en mi delirio de pez abisal
soñar mi propio sueño
enterrada en su arena

sábado, 7 de enero de 2012

FIEBRES

Imagen: Betwen Worlds de Paolo Franco Orlando



Anteayer
arrojé tu nombre al viento,
pero el viento
no quiso llevárselo