Imagen: Sophie Thouvenin
Cada sábado en la mañana el jardinero iba a cortar la rosa más hermosa del rosal para su amada. Cuando lo veía acercarse por el camino de gravilla, silbando jubiloso una alegre melodía, el bello rosal se hinchaba como un pajarillo. Una vez que el joven jardinero estaba frente a él, con aquellos ojos de un azul tan claro que su mirada era casi transparente, y caía sobre las flores como una gota de rocío, entonces-decíamos- el rosal le ofrecía su flor más fresca y radiante, aquella que palpitaba en el lado izquierdo de su pecho, la única que era fruto de su corazón. El jardinero se acercaba a la flor con sumo cuidado, y con un golpe limpio de su tijera, segaba el tallo tierno de la rosa. En ese momento todo el rosal se estremecía, como si con sus hojas se hubiera entrelazado una brisa deliciosa. Y todas las rosas se abrían al día en una misma canción.
Una vez que el jardinero se alejaba dichoso, portando en sus manos su delicada carga, comenzaba un duro trabajo para el rosal. En aquellos momentos todos sus esfuerzos se encaminaban en volver a hacer crecer a aquella rosa de su pecho. Pues bien sabido es que, entre todas las rosas, la del corazón es la más bella. Así que el rosal agitaba sus raíces para que estas no cesasen en su empeño de encontrar alimento, escarbando en la tierra. Se ponía de puntillas para acercarse al sol, y así absorber con fruición la energía de sus rayos. Y su corazón palpitaba con fuerza inusitada para acaparar toda la savia, y hacer florecer con ella la rosa destinada a la amada del jardinero.
Y, siempre, durante todos aquellos meses, el sábado al amanecer, puntualmente, aquella rosa del corazón se abría, tan hermosa y radiante, que nacía escarchada de rocío-como si hubiese nacido de la mirada transparente del jardinero-para que el mismo sol pudiese entre sus pétalos jugar.
El rosal se había adaptado con extraordinaria facilidad a aquella rutina, a la que dedicaba todo su empeño y esfuerzo. Pero, transcurridos unos meses, ocurrió que llegó el primer sábado en el que el jardinero no acudió a su cita. El rosal no quiso darle importancia, pues bien era posible que el jardinero se hallara indispuesto, y no le hubiese quedado otro remedio que postergar aquel momento, que, a todas luces, esperaba con ansias. Y se imaginó que aquella ausencia era una ventaja, pues con una semana de adicional, la rosa de su corazón tendría tiempo para crecer y crecer, y convertirse en la más hermosa que hubiera nunca brotado del pecho de un rosal. Y a ello se dedicó toda la semana. Pero ocurrió que el siguiente sábado el jardinero tampoco acudió. Y esta vez sí que este hecho dejó un tanto melancólico al rosal.
Pero fue al tercer sábado cuando el rosal se sintió realmente apesadumbrado. Tanto era su pesar que incluso una de sus rosas se dobló con el peso de la tristeza, hasta que terminó por caerse. Pero una de las ráfagas, hijas del viento, llegó a tiempo de que aquella flor no tocase el suelo, y desperdigó sus pétalos por los cuatro puntos cardinales. Pues el viento en sus fugaces visitas, se había convertido en uno de los amantes abnegados de aquel rosal. Y no quiso permitir que una de sus rosas se derramara por el suelo.
Pero fue al tercer sábado cuando el rosal se sintió realmente apesadumbrado. Tanto era su pesar que incluso una de sus rosas se dobló con el peso de la tristeza, hasta que terminó por caerse. Pero una de las ráfagas, hijas del viento, llegó a tiempo de que aquella flor no tocase el suelo, y desperdigó sus pétalos por los cuatro puntos cardinales. Pues el viento en sus fugaces visitas, se había convertido en uno de los amantes abnegados de aquel rosal. Y no quiso permitir que una de sus rosas se derramara por el suelo.
La semana siguiente fue la cuarta en la que el jardinero no acudió a su cita. Y otra de aquellas rosas, una que destacaba por ser especialmente alegre y vivaracha, se separó de su tallo. Esta vez fue el propio rosal el que clamó por el viento:
-Ven, querido viento, ven. O envíame una de esas ráfagas que son como un esqueje tuyo. Ven, y llévale al jardinero mi rosa más alegre, como un llamado para él de este rosal triste y olvidado.
Esta vez el viento acudió personalmente, y se llevó aquellos rojos pétalos entrelazados en su piel, como un llamado para el jardinero.
Aquel día el jardinero se hallaba pensativo, sentado sobre el tocón de un árbol, en medio del bosque. Era tal su ensimismamiento que apenas parpadeó cuando vio que sobre su cabeza llovieran unos cuantos pétalos de rosa.
Llegó el quinto sábado y el jardinero tampoco se presentó. Esta vez su rosa más soñadora resbalo como una lágrima por su rostro, y cayó en el regazo del viento, que se había adelantado a la llamada del rosal. Y esta rosa, como la anterior, cayó como lluvia sobre la cabeza del jardinero, que apenas se percató de ello.
Y así durante semanas y semanas, hasta que por fin sólo quedaron dos rosas. Una rosa que destacaba entre todas por su generosidad, y la rosa del corazón que durante todo este tiempo permaneció impertérrita y radiante cara el sol. Una mañana se presentaron junto a él unos pájaros que habían escuchado de labios del viento la historia del rosal que languidecía debido a la ausencia de su jardinero. Y con el jolgorio de sus voces todo lo entristecido que le era posible a tan alegres criaturas se compadecieron del rosal de este modo:
-Pobre y hermoso rosal que extraña a su jardinero. Triste es porque el jardinero no ha de volver, pues hace tiempo que perdió el corazón de su amada. Por lo tanto no derroches por él hasta la última de tus rosas, y nunca olvides conservar, a pesar de la amargura, viva la rosa del corazón.
Y una vez dicho esto, se alejaron agitando sus alitas
Pero al sábado siguiente, ante la ausencia de su jardinero, la rosa generosa imitó el destino de sus predecesoras. Afortunadamente, y como de costumbre, muy cerca se hallaba el viento, que se llevó la constelación de pétalos, a horcajadas, sobre su lomo. Y otra vez llovieron sobre la cabeza del jardinero, que en esta ocasión acariciaron los cabellos con extraordinaria generosidad. Era aquella caricia la única que en todo ese tiempo de dolor había impreso su huella en el abatido jardinero. Tanto que al sentirla, y ver aquellos pétalos cayendo en cascada sobre él, se acordó de aquel rosal que tiempo atrás había abandonado, porque era entre todas las cosas y todos los seres la que más le recordaba al amor perdido. Así que se levantó como un resorte del tocón en el que permanecía sentado, y corrió hacia su jardín. Llegó casi sin resuello pero esperanzado. Sin embargo al ver como su antiguo y florecido rosal se había convertido casi en un esqueleto, una nueva tristeza le embargó. Sólo una única rosa parecía subsistir hermosa y llena en aquel rosal. Al verla se dio cuenta que aquella era la rosa del corazón, la que en tiempos felices siempre había sido destinada para su amada. En aquel instante se llenó de júbilo, e identificó-como suelen hacer a veces los amantes desdichados, que creen ver señales del amor por todas partes-el hecho de que aquella fuera la única rosa que permanecía en pie, con la posibilidad de que su amada lo conservara del mismo modo en el corazón. Decidió cortarla e ir a llevársela como un presente. Acercó con delicadeza su mano con el fin de arrancarla. Pero una vez que sus dedos la tocaron, aquella rosa tan palpitante al sol derramó con furia todos sus pétalos, y de ella apenas quedó un mísero y seco tallo. Bueno es que al ver aquello el viento acudió presuroso, y se los llevó puestos en su abrazo.
Y fue así como el jardinero aprendió que la rosa del corazón, puede parecer fresca y en óptimo estado, pero eso no significa que la tristeza no la haya matado por dentro. Y decidió que a partir de aquel instante nunca más iba a dejar abandonado su jardín, porque para que un jardín florezca es preciso cuidarlo.
Y fue así como el jardinero aprendió que la rosa del corazón, puede parecer fresca y en óptimo estado, pero eso no significa que la tristeza no la haya matado por dentro. Y decidió que a partir de aquel instante nunca más iba a dejar abandonado su jardín, porque para que un jardín florezca es preciso cuidarlo.