Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


miércoles, 11 de enero de 2012

VERA, SUS REMOLINOS

Imagen: Irina Kotova



Hay días en los que la felicidad es un viento fresco en la cara. Un viento que barre los lastres del alma. Un viento-caricia, viento-beso. Por eso a veces, cuando me siento feliz, digo que tengo el cuerpo lleno de vientos. Y al doblar la esquina me tropiezo con la luna blanca, que todavía asoma el hocico en un cielo que comienza a pintarse de azul. El mismo gato atigrado de siempre se cruza diagonalmente en mi camino. O quizás no sea el mismo gato. Todo los gatos el gato. Hay una luz en sus ojos en la que creo reconocerme, pero a la vez es un algo indefinible. Como yo, a la que cada día le resulta más difícil definirse, calificarse. Esto, contrariamente a lo que se pueda pensar, no me produce desazón. Amo la contradicción que me habita.  “¿Que yo me contradigo? Pues , me contradigo. Y, ¿qué? Yo soy inmenso, contengo multitudes.”, tomando prestado el verso de Whitman. Identifico esa contradicción con el natural fluir de la vida. Pero a la gente le encanta definirse, definirte, que la definan…Porque en cierto modo esto nos mantiene a salvo de los abismos del otro, de los de uno mismo. El terreno de las definiciones es un terreno muy cómodo….Cuando vemos una película, ante cualquier situación de conflicto interior, él suele preguntarme ¿y tú, qué harías?  Entonces él se gana mis furias-mis furias suelen tener algo de zarpazo de gato: un tanto de intención y un tanto de juego-porque yo nunca sé qué haría, a veces ni sé qué hago en el presente, y además odio que me corten el hilo de la película.
El caso es que yo sé que a ti no te pasa lo que a mí con los gatos. A veces trato de explicarte, y te digo que para entenderme has de reducirlo a términos de amor. Ese amor infinito que nos mueve hacia los otros, hacia las cosas. Socialmente se tiende a asociar el amor a las relaciones de pareja. Pero ese sentido me resulta demasiado limitado. Creo que el amor es algo mucho más pleno. El amor es el impulso vital tirando de nosotros, y arrancándonos de la inercia. Es lo que yo creo. Es el amor el que me mueve hacia el gato. Es el amor el que me mueve hacia ti, aunque este último de un modo mucho más perentorio. Soy consciente de que te amo de manera absoluta, y a la vez esto no implica que no pueda amar a más personas. Quizás, la diferencia, es esta necesidad de ir hacia ti sin reservas. Respecto a la mayoría de las cosas y los seres que amo soy una proyección. Pero respecto a ti, soy plenitud. Entre todas las personas que existen, sólo tú desatas los vientos que viven en mí. Y me siento un vórtice a lo que todo viene y de lo que todo mana. Por eso sé que finalmente nada habrá que yo no pueda o no quiera decirte, nada que yo tema o no desee mostrarte. Quizás a veces ignores que en mí también hay una mujer llena de timideces, u odiosos prejuicios. Recuerdo el día en que me dijiste que yo siempre necesitaba ser el centro de atención, y que en realidad no soportaba las situaciones en las que este fuera otra persona. La verdad es que aquel comentario me hizo reír, porque nada más lejos de mi percepción de mí misma. También pensé que en ese comentario se traslucía lo mucho que he cambiado estos últimos años. Es cierto, he cambiado. Sin embargo sé que mi timidez natural es un obstáculo que siempre he de saltar, aunque la costumbre haya facilitado que ese salto muchas veces sea inconsciente. Pero, no creas, a veces la timidez vuelve y me pilla con la guardia bajada. Entonces soy de nuevo esa chica con las mejillas sonrosadas, que si no fuera porque está paralizada, acabaría escondiéndose debajo de la mesa. Claro está que la palabra es para mí el modo más eficaz de vencer esa timidez. La palabra o la imaginación. Por todo esto que te digo, tú espera….

lunes, 9 de enero de 2012

LA RAÍZ

Imagen: Lilya Corneli



Un hombre, todavía joven, arrancó el amor de su corazón y lo enterró en el jardín, en la parte más próxima a la casa. Esto sucedió el día en que se cumplían tres meses desde la muerte de su mujer. Tres niños pequeños le vieron enterrar el amor desde su ventana. Se trataba de sus tres hijos, que en aquel gesto creyeron adivinar la pérdida del padre, tres meses después de la pérdida de la madre. Existen amores tan profundos que sólo se pueden arrancar de raíz, y en ese destierro, se destierran también todas las ramificaciones del amor. Ni siquiera queda un esqueje del que pueda emerger un nuevo brote. 

Desde ese momento, el corazón de aquel hombre había dejado de ser nido, para ser zarza. El sol ya no se acogía en él, al desperezarse en la mañana. El viento ya no serpenteaba cantarín por entre sus rendijas. Y la lluvia se evaporaba antes de llegar a calarlo. En él sólo cabían cenizas, y un silencio pantanoso, al que los pájaros iban a morir. 

Pero la peor parte la llevaban sus hijos. Si una de aquellas manitas infantiles asomaba hasta aquel corazón, para acariciarlo, al momento regresaba al exterior disfrazada de espinas. Cualquier palabra amorosa, cualquier canción, cualquier risa, se quedaba atrapada en el silencio pantanoso que allí reinaba, y entonces los presentes sentían como las aguas de aquel silencio reptaban hasta el techo y les anegaban desde la cabeza hasta los pies. Así caminaban el resto del día con pasos mortecinos, como si a sus espaldas cargaran una pesada cruz de silencio. 

Aquellos niños, sometidos a una vida de rutinarias tareas en el campo, pronto olvidaron cómo se jugaba, cómo se sonreía. Las gentes dejaron de acercarse a aquella casa. Sólo de tiempo en tiempo, la hermana melliza del padre, que vivía en la ciudad, iba a comprobar el estado de sus sobrinos y su hermano, y a procurarles un poco de bienestar. Sin embargo aquellas visitas siempre significaban para ella una nueva grieta en el pilar del alma. Su médico personal le recetó que las fuera espaciando en el tiempo. Ella comprendía y seguía en lo que podía las indicaciones del médico. Pero a los pocos meses entendió que la desazón que le procuraba aquella distancia de su hermano y sus sobrinos, tornaba en arena el cemento de sus cimientos. Y se vio retornar a aquellos tiempos de su temprana juventud en los que había sentido cómo su destino estaba ineludiblemente unido al destino de su mellizo. Por lo que, en la medida de lo posible, continuó frecuentando la casa. El tiempo que estaba con los niños, éstos estaban eximidos de sus tareas diarias. Ella siempre había tenido una risa grácil, y contagiosa. Sin embargo a las gargantas de aquellos niños sólo podía arrancarles un sonido gutural, como si se tratara de la risa de una caverna. Así que gran parte del tiempo que permanecía entre ellos trataba de enseñarles las músicas de la risa. Incluso a veces se hacía acompañar por algún bufón, para que con sus números y cabriolas alegrase los rostros vacíos de aquellos niños. Pero siempre, al final de la jornada, se los veía salir de aquella casa, cabizbajos, con los cascabeles del gorro alicaídos. En su triste regresar hombres y mujeres lloraban, y las flores con la pena se arrancaban los pétalos. Continuamente les leía libros, les contaba historias maravillosas. Quería inculcarles el germen del ensueño, que en gran medida es una de las sustancias que componen el amor. Con el tiempo, los niños parecieron desarrollar cierto interés por los libros, así que, aunque aquél le parecía un camino más largo, decidió que no podía dejar de excavar en aquella veta, por lo que en cada visita iba cargada de nuevos ejemplares. 

En una de aquellas visitas a la casa la mujer percibió un ligero temblor en la madera del suelo. Aquel día permaneció hasta más tarde, pues quiso preguntarle acerca de aquel temblor a su hermano, una vez acabada la jornada laboral. Pero, como habitualmente sucedía, el hermano ni se molestó en contestarle.
En la siguiente visita, el temblor fue mucho más pronunciado. Esta vez le preguntó a sus sobrinos, quienes parecían ignorar su existencia. Aquel día los niños parecían estar más receptivos de lo habitual, así que permaneció hasta la caída de la tarde leyéndoles un libro de cuentos. Un escalofrío recorrió su espalda cuando, al abrirse la puerta que dio paso al hermano, que regresaba del trabajo, escuchó como de su boca salía un parco “buenas tardes”. Que ella recordara, era la primera vez  desde hacía varios años que le dirigía la palabra. 

En sucesivas visitas comprobó que los temblores de la casa iban en aumento, y, curiosamente, a medida que su frecuencia aumentaba, el rostro del hermano parecía menos huraño. Incluso en una ocasión la llamó por su nombre de un modo que le hizo recordar a aquél tan amado de los viejos tiempos. A los ojos de la hermana asomó una lágrima, en cuyo perfil alguien había tallado una estrella.

Decidió mudarse a la casa temporalmente, con el fin de comprobar la evolución, y acelerarla en la medida de lo posible. Si en el padre la mejoría era paulatina, en los niños era evidente. Ahora ya reían, ya corrían, y la acompañaban con alegría en sus juegos. Cuando el padre estaba presente, trataban de disimular estas cosas.

Pero una noche, mientras ella les leía en torno al hogar, lo vieron asomarse desde la puerta de su habitación, silencioso. Y sin alterar la gravedad del rostro, ni al entorno callado, se acercó, y se sentó en el corrillo que formaban los niños. La hermana reunió todas sus fuerzas para disimular la emoción, y continuó leyendo tratando en lo posible de no alterar la voz. Mientras tanto, los temblores eran cada vez más pronunciados. A veces la despertaban en la noche, y al levantarse comprobaba cómo, a causa de estos, la cama y los muebles eran desplazados de su sitio. Cuidadosamente y con disimulo ella los devolvía a su lugar. No quería alarmar ni a los niños ni al padre. En los últimos tiempos la mejoría ya se constataba, pero temía que todavía fuera un retoño, casi frágil, y no quería resquebrajarla con temores que eran infundados, puesto que aquellos temblores sólo parecían ser percibidos por ella.

Una noche, mientras todos los miembros de la familia la escuchaban leer en torno al fuego que ardía en la chimenea, el hermano la interrumpió y dijo:

-De todos los miembros de nuestra familia, siempre has sido la única a la que he amado absolutamente, hermana- Y mientras esto decía se acercó hasta ella, y la tomó tiernamente entre sus fornidos brazos. Y aquella voz que siempre permanecía firme y risueña en su lectura, rompió en sollozos.

Aquella misma noche, en la hora que raya el alba, la hermana fue despertada por un inmenso temblor, esta vez acompañado de un rugido como de fiera. Temió que en aquel momento tierra y cielo se hubiesen rasgado. Por lo que salió corriendo de la habitación, en ropa de cama a comprobar que todos los habitantes de la casa estuvieran seguros en sus camas. Primero acudió a la habitación de los niños, donde estos la aguardaban despiertos, con unos ojos inmensos que parecía querer escapárseles de aquellas caritas, puesto que aquella vez sí habían sentido el temblor.

Pero cuando los cuatro juntos fueron a la habitación del padre, lo descubrieron todavía acostado. Del suelo, bajo la cama, aparecían las tablas levantadas, como si una mano gigante las hubiese arrancado. Y en el medio de aquella grieta, sobresalía una enorme raíz que subía hasta el lecho. La hermana se acercó con un movimiento de pánico. Pero pronto la tranquilizó la radiante sonrisa que brillaba en el rostro del mellizo. La primera y última sonrisa que cultivó aquella boca durante tantos años. Y ante este hecho ya poco importaba que aquella enorme raíz le atravesara el pecho, justo en el epicentro de aquel corazón del que años atrás había arrancado el amor, para enterrarlo en el jardín, en la parte más próxima a la casa. Y no le extrañó que de aquella raíz tan enorme florecieran en racimo hermosos y llenos jazmines blancos. Y se extrañó todavía menos cuando escuchó que uno de sus sobrinos, el único que era un niño todavía, dijera con su cantarina y aguda voz:

-Mira tía, las favoritas de madre…

domingo, 8 de enero de 2012

PECES

 Peces de Bárbara Bezina



Ser un pez
nadando tu sueño,
tajo plateado
en océano oscuro
Un pez
resbalando tu sueño,
estalactita de luz
en la garganta de esta noche
Un pez
todos los peces
enredándose
en las algas de tu sueño,
barriendo con las aletas
constelaciones de burbujas

Descender las profundidades
de tu sueño
y en mi delirio de pez abisal
soñar mi propio sueño
enterrada en su arena

sábado, 7 de enero de 2012

FIEBRES

Imagen: Betwen Worlds de Paolo Franco Orlando



Anteayer
arrojé tu nombre al viento,
pero el viento
no quiso llevárselo

jueves, 5 de enero de 2012

SOBRE PLANOS INCLINADOS






Cuando al fin llegas, el plano de mi mundo se inclina. Esto se debe fundamentalmente al peso de tu presencia en él-no, no te estoy diciendo gordo-. Ocurre entonces que las aves se desorientan en su vuelo. Pero ellas no me preocupan, porque enseguida componen un nuevo rumbo, a medida de sus nuevas circunstancias. No en vano tienen alas, y se adaptan a los múltiples medios. No sucede lo mismo con el resto de las cosas. Previamente he tenido que clavar el océano en su cuenca. Lo cual me ha valido la antipatía de las olas, pues todos sabemos lo que les gusta saltar, y hacer cabriolas. Todo esto lo hago no sin pesar, pero temo que de tanto que se inclina el mundo, el océano resbale hacia tu orilla, y termine por anegarte. Y eso es algo que no puedo permitir. Así que no te extrañe si algún día alguien te dice que por ti he esclavizado a las olas. O que te echen en cara la lástima que dan de tan tristes que asoman por entre los barrotes de su jaula. Luego está el tema de las flores, pues las pobres andan todo el día con la cabeza ladeada, y de esta guisa no pueden absorber toda la luz del sol, lo cual ralentiza el proceso de la fotosíntesis. Por eso he tenido que apuntalarlas con ramitas de árboles que he encontrado rotas ,sobre la hierba, durante mis caminatas por el bosque en el que nos amamos durante mi sueño. Al bosque he ido a capturar el rumor de las hojas de los robles que murmuraban sobre nuestras cabezas, mientras nos abrazábamos. Quería meterlo en una cajita, y regalártelo, y dejar salir su música al encuentro del beso. Sin embargo tras varios intentos frustrados he aprendido que el rumor de las hojas de los árboles es incapturable, y si uno lo guarda en una cajita es como ahogarlo en el silencio. El rumor de las hojas de los árboles sólo “es” en libertad. Mira tú, ha de pasarle lo mismo que al amor…
Con ayuda de unos piolines he atado a los gatos a sus tejados, y a los perros a sus dueños, y a los dueños a sus paseos. También he atado a parejas de hombres y mujeres, de mujeres y mujeres, de hombres y hombres, que hacían el amor-bueno, no todas eran parejas…-. Porque pienso que en el amor siempre podrán sostenerse.  He atado a los niños solitarios a sus amigos imaginarios. Porque nadie estará solo mientras conserve la imaginación. A los niños inquietos los he atado a los libros de aventuras. Porque no existe mayor movilidad que la de un libro. He atado el café a las tazas, las tazas del café a las mesas, a las mesas no las he atado porque pienso que les gustará bailar la próxima vez que el plano del mundo se incline. Y así lo he hecho con cada una de las cosas. Pero cuando por fin todo estuvo más que atado, le pedí a un árbol que pasara la última cuerda que me quedaba, alrededor de su tronco y en torno a mis ramas. Y le advertí que atara bien fuerte. Pero esto último debió ser provocado por la fiebre atadora que se posesionó de mí y que ha debido trastornarme. Porque si cada vez que apareces el mundo se inclina hacia ti, sólo sería cuestión de tiempo que yo me deslizara, por fin, hasta tus brazos. Y sin embargo-ya ves- estoy aquí, cual rostro pálido atada a un árbol.
Ven a mí, ven, amado piel roja-¿qué más da que el plano del mundo se incline?-ven , ven y desátame, y anúdame a ti. Y después desatemos las cosas, y que comience el baile...


miércoles, 4 de enero de 2012

PARA TI, AHORA Y SIEMPRE, TODOS MIS POEMAS TONTOS

Isabel Muñoz de la serie El Imperio de los Sentidos



Pienso
pájaros negros y brillantes
goteando
en mi sexo
Pienso
arquitecturas de caricias
olvidos en tu carne



Isabel Muñoz




Anclemos el amor al pecho
para que ni viento
ni agua lo arrastren
Y si el futuro conjuga un huracán
atemos los cabos
de nuestras cinturas
e ícenos
el amor
hasta los cielos


 


Voy
al encuentro
de un punto en el horizonte
sé que no habré de llegar
pero aun así
voy








Isabel Muñoz de la serie El Imperio de los Sentidos



Isabel Muñoz de la serie El Imperio de los Sentidos



Si mi corazón hablara
lo haría con la voz del viento
si lo hiciera mi carne
al caer la noche
aullaría
Y en el lecho vacío
-desnuda-
se conjugan
en un rumor
de hojas secas

martes, 3 de enero de 2012

¿CUÁNTO EXISTE DE PÉRDIDA EN LA ENTREGA?

Desconozco el autor de la imagen





Y todo aquel que dude
del premio inherente a la entrega
debería dudar también
del goce en la caricia,
nada sabrá
de pájaros revoloteando su alma,
e ignorará 
la quemadura
del poema en la lengua