Un hombre, todavía joven, arrancó el amor de su corazón y lo enterró en el jardín, en la parte más próxima a la casa. Esto sucedió el día en que se cumplían tres meses desde la muerte de su mujer. Tres niños pequeños le vieron enterrar el amor desde su ventana. Se trataba de sus tres hijos, que en aquel gesto creyeron adivinar la pérdida del padre, tres meses después de la pérdida de la madre. Existen amores tan profundos que sólo se pueden arrancar de raíz, y en ese destierro, se destierran también todas las ramificaciones del amor. Ni siquiera queda un esqueje del que pueda emerger un nuevo brote.
Desde ese momento, el corazón de aquel hombre había dejado de ser nido, para ser zarza. El sol ya no se acogía en él, al desperezarse en la mañana. El viento ya no serpenteaba cantarín por entre sus rendijas. Y la lluvia se evaporaba antes de llegar a calarlo. En él sólo cabían cenizas, y un silencio pantanoso, al que los pájaros iban a morir.
Pero la peor parte la llevaban sus hijos. Si una de aquellas manitas infantiles asomaba hasta aquel corazón, para acariciarlo, al momento regresaba al exterior disfrazada de espinas. Cualquier palabra amorosa, cualquier canción, cualquier risa, se quedaba atrapada en el silencio pantanoso que allí reinaba, y entonces los presentes sentían como las aguas de aquel silencio reptaban hasta el techo y les anegaban desde la cabeza hasta los pies. Así caminaban el resto del día con pasos mortecinos, como si a sus espaldas cargaran una pesada cruz de silencio.
Aquellos niños, sometidos a una vida de rutinarias tareas en el campo, pronto olvidaron cómo se jugaba, cómo se sonreía. Las gentes dejaron de acercarse a aquella casa. Sólo de tiempo en tiempo, la hermana melliza del padre, que vivía en la ciudad, iba a comprobar el estado de sus sobrinos y su hermano, y a procurarles un poco de bienestar. Sin embargo aquellas visitas siempre significaban para ella una nueva grieta en el pilar del alma. Su médico personal le recetó que las fuera espaciando en el tiempo. Ella comprendía y seguía en lo que podía las indicaciones del médico. Pero a los pocos meses entendió que la desazón que le procuraba aquella distancia de su hermano y sus sobrinos, tornaba en arena el cemento de sus cimientos. Y se vio retornar a aquellos tiempos de su temprana juventud en los que había sentido cómo su destino estaba ineludiblemente unido al destino de su mellizo. Por lo que, en la medida de lo posible, continuó frecuentando la casa. El tiempo que estaba con los niños, éstos estaban eximidos de sus tareas diarias. Ella siempre había tenido una risa grácil, y contagiosa. Sin embargo a las gargantas de aquellos niños sólo podía arrancarles un sonido gutural, como si se tratara de la risa de una caverna. Así que gran parte del tiempo que permanecía entre ellos trataba de enseñarles las músicas de la risa. Incluso a veces se hacía acompañar por algún bufón, para que con sus números y cabriolas alegrase los rostros vacíos de aquellos niños. Pero siempre, al final de la jornada, se los veía salir de aquella casa, cabizbajos, con los cascabeles del gorro alicaídos. En su triste regresar hombres y mujeres lloraban, y las flores con la pena se arrancaban los pétalos. Continuamente les leía libros, les contaba historias maravillosas. Quería inculcarles el germen del ensueño, que en gran medida es una de las sustancias que componen el amor. Con el tiempo, los niños parecieron desarrollar cierto interés por los libros, así que, aunque aquél le parecía un camino más largo, decidió que no podía dejar de excavar en aquella veta, por lo que en cada visita iba cargada de nuevos ejemplares.
En una de aquellas visitas a la casa la mujer percibió un ligero temblor en la madera del suelo. Aquel día permaneció hasta más tarde, pues quiso preguntarle acerca de aquel temblor a su hermano, una vez acabada la jornada laboral. Pero, como habitualmente sucedía, el hermano ni se molestó en contestarle.
En la siguiente visita, el temblor fue mucho más pronunciado. Esta vez le preguntó a sus sobrinos, quienes parecían ignorar su existencia. Aquel día los niños parecían estar más receptivos de lo habitual, así que permaneció hasta la caída de la tarde leyéndoles un libro de cuentos. Un escalofrío recorrió su espalda cuando, al abrirse la puerta que dio paso al hermano, que regresaba del trabajo, escuchó como de su boca salía un parco “buenas tardes”. Que ella recordara, era la primera vez desde hacía varios años que le dirigía la palabra.
En sucesivas visitas comprobó que los temblores de la casa iban en aumento, y, curiosamente, a medida que su frecuencia aumentaba, el rostro del hermano parecía menos huraño. Incluso en una ocasión la llamó por su nombre de un modo que le hizo recordar a aquél tan amado de los viejos tiempos. A los ojos de la hermana asomó una lágrima, en cuyo perfil alguien había tallado una estrella.
Decidió mudarse a la casa temporalmente, con el fin de comprobar la evolución, y acelerarla en la medida de lo posible. Si en el padre la mejoría era paulatina, en los niños era evidente. Ahora ya reían, ya corrían, y la acompañaban con alegría en sus juegos. Cuando el padre estaba presente, trataban de disimular estas cosas.
Pero una noche, mientras ella les leía en torno al hogar, lo vieron asomarse desde la puerta de su habitación, silencioso. Y sin alterar la gravedad del rostro, ni al entorno callado, se acercó, y se sentó en el corrillo que formaban los niños. La hermana reunió todas sus fuerzas para disimular la emoción, y continuó leyendo tratando en lo posible de no alterar la voz. Mientras tanto, los temblores eran cada vez más pronunciados. A veces la despertaban en la noche, y al levantarse comprobaba cómo, a causa de estos, la cama y los muebles eran desplazados de su sitio. Cuidadosamente y con disimulo ella los devolvía a su lugar. No quería alarmar ni a los niños ni al padre. En los últimos tiempos la mejoría ya se constataba, pero temía que todavía fuera un retoño, casi frágil, y no quería resquebrajarla con temores que eran infundados, puesto que aquellos temblores sólo parecían ser percibidos por ella.
Una noche, mientras todos los miembros de la familia la escuchaban leer en torno al fuego que ardía en la chimenea, el hermano la interrumpió y dijo:
-De todos los miembros de nuestra familia, siempre has sido la única a la que he amado absolutamente, hermana- Y mientras esto decía se acercó hasta ella, y la tomó tiernamente entre sus fornidos brazos. Y aquella voz que siempre permanecía firme y risueña en su lectura, rompió en sollozos.
Aquella misma noche, en la hora que raya el alba, la hermana fue despertada por un inmenso temblor, esta vez acompañado de un rugido como de fiera. Temió que en aquel momento tierra y cielo se hubiesen rasgado. Por lo que salió corriendo de la habitación, en ropa de cama a comprobar que todos los habitantes de la casa estuvieran seguros en sus camas. Primero acudió a la habitación de los niños, donde estos la aguardaban despiertos, con unos ojos inmensos que parecía querer escapárseles de aquellas caritas, puesto que aquella vez sí habían sentido el temblor.
Pero cuando los cuatro juntos fueron a la habitación del padre, lo descubrieron todavía acostado. Del suelo, bajo la cama, aparecían las tablas levantadas, como si una mano gigante las hubiese arrancado. Y en el medio de aquella grieta, sobresalía una enorme raíz que subía hasta el lecho. La hermana se acercó con un movimiento de pánico. Pero pronto la tranquilizó la radiante sonrisa que brillaba en el rostro del mellizo. La primera y última sonrisa que cultivó aquella boca durante tantos años. Y ante este hecho ya poco importaba que aquella enorme raíz le atravesara el pecho, justo en el epicentro de aquel corazón del que años atrás había arrancado el amor, para enterrarlo en el jardín, en la parte más próxima a la casa. Y no le extrañó que de aquella raíz tan enorme florecieran en racimo hermosos y llenos jazmines blancos. Y se extrañó todavía menos cuando escuchó que uno de sus sobrinos, el único que era un niño todavía, dijera con su cantarina y aguda voz:
-Mira tía, las favoritas de madre…