Imagen Igor Amelkovich
Cuando al fin llegas, el plano de mi mundo se inclina. Esto se debe fundamentalmente al peso de tu presencia en él-no, no te estoy diciendo gordo-. Ocurre entonces que las aves se desorientan en su vuelo. Pero ellas no me preocupan, porque enseguida componen un nuevo rumbo, a medida de sus nuevas circunstancias. No en vano tienen alas, y se adaptan a los múltiples medios. No sucede lo mismo con el resto de las cosas. Previamente he tenido que clavar el océano en su cuenca. Lo cual me ha valido la antipatía de las olas, pues todos sabemos lo que les gusta saltar, y hacer cabriolas. Todo esto lo hago no sin pesar, pero temo que de tanto que se inclina el mundo, el océano resbale hacia tu orilla, y termine por anegarte. Y eso es algo que no puedo permitir. Así que no te extrañe si algún día alguien te dice que por ti he esclavizado a las olas. O que te echen en cara la lástima que dan de tan tristes que asoman por entre los barrotes de su jaula. Luego está el tema de las flores, pues las pobres andan todo el día con la cabeza ladeada, y de esta guisa no pueden absorber toda la luz del sol, lo cual ralentiza el proceso de la fotosíntesis. Por eso he tenido que apuntalarlas con ramitas de árboles que he encontrado rotas ,sobre la hierba, durante mis caminatas por el bosque en el que nos amamos durante mi sueño. Al bosque he ido a capturar el rumor de las hojas de los robles que murmuraban sobre nuestras cabezas, mientras nos abrazábamos. Quería meterlo en una cajita, y regalártelo, y dejar salir su música al encuentro del beso. Sin embargo tras varios intentos frustrados he aprendido que el rumor de las hojas de los árboles es incapturable, y si uno lo guarda en una cajita es como ahogarlo en el silencio. El rumor de las hojas de los árboles sólo “es” en libertad. Mira tú, ha de pasarle lo mismo que al amor…
Con ayuda de unos piolines he atado a los gatos a sus tejados, y a los perros a sus dueños, y a los dueños a sus paseos. También he atado a parejas de hombres y mujeres, de mujeres y mujeres, de hombres y hombres, que hacían el amor-bueno, no todas eran parejas…-. Porque pienso que en el amor siempre podrán sostenerse. He atado a los niños solitarios a sus amigos imaginarios. Porque nadie estará solo mientras conserve la imaginación. A los niños inquietos los he atado a los libros de aventuras. Porque no existe mayor movilidad que la de un libro. He atado el café a las tazas, las tazas del café a las mesas, a las mesas no las he atado porque pienso que les gustará bailar la próxima vez que el plano del mundo se incline. Y así lo he hecho con cada una de las cosas. Pero cuando por fin todo estuvo más que atado, le pedí a un árbol que pasara la última cuerda que me quedaba, alrededor de su tronco y en torno a mis ramas. Y le advertí que atara bien fuerte. Pero esto último debió ser provocado por la fiebre atadora que se posesionó de mí y que ha debido trastornarme. Porque si cada vez que apareces el mundo se inclina hacia ti, sólo sería cuestión de tiempo que yo me deslizara, por fin, hasta tus brazos. Y sin embargo-ya ves- estoy aquí, cual rostro pálido atada a un árbol.
Ven a mí, ven, amado piel roja-¿qué más da que el plano del mundo se incline?-ven , ven y desátame, y anúdame a ti. Y después desatemos las cosas, y que comience el baile...