Hylas y las ninfas de Waterhouse
Decían de ella que dejaba un rastro a limones en la boca
Existió una vez una ninfa cuya piel estaba hecha con jugo de limón. Al caminar se desprendía de su cuerpo una fragancia ligeramente ácida, muy grata al olfato. Allí, a donde ella llegaba, parecía arribar la primavera, el sol, el canto alegre de los pájaros. A los trasgos les gustaba formar corros a su alrededor, abrazarse a su cintura, y aspirar su embriagante olor. Por lo que casi nunca estaba sola.
Sin embargo la ninfa cuya piel estaba hecha con jugo de limón, se sentía triste. Pues si su olor parecía despertar el apetito de todas las narices, su sabor no era apto para todos los paladares. A la ninfa, quien respondía al nombre de Citria, le placía especialmente la compañía de los humanos y su mayor gozo lo experimentaba en las horas en las que podía retozar con alguno de ellos dedicada al juego carnal. Al principio todo parecía transcurrir normalmente. La habitual melé de caricias, suspiros, desgarrones…Cuando el humano probaba su piel, ella podía percibir como el cuerpo masculino era sacudido por un imperioso estremecimiento. Entonces la buceaba con su boca, buscando los recovecos donde se concentraba la mayor cantidad de su jugo, tan cítrico. Y aspiraba, bebía, absorbía, hasta que ella se sentía vacía y seca como una hoja, y se imaginaba que en su cuerpo por fin se había instalado el otoño, y su piel se le figuraba entonces de un color parduzco, y aguardaba sin más a que se la llevara el viento, lejos, muy lejos…. En ese momento por fin el humano parecía saciado. Permanecían durante un tiempo acostados el uno junto al otro, enlazados, los cuerpos radiantes al sol, resplandecientes bajo aquella pátina de limón que adornaba sus pieles al mezclarse. Sin embargo pronto ella, al mirarle, se percataba de que un extraño matiz iba mutando su rostro. La sonrisa se le descosía de la boca. Su frente se plegaba en pequeñas arrugas de preocupación. Los ojos parecían desvestirse de todo rastro de luz. Entonces ella sabía que la amargura había llegado. Desde aquel día el hombre se volvía taciturno y triste. Pasaba por la vida cabizbajo, y errabundo. Incapaz de borrar aquel rastro a limones que le había dejado en la boca. La amargura era el precio que los hombres pagaban por saborear su piel.
Las demás ninfas le repetían entre risas que pasara por alto este detalle, y continuase retozando con hombres si tanto le placía-cosa que le pasaba a casi la totalidad de las de su especie, puesto que en aquella época, en la que el mundo todavía era joven, eran famosas por su concupiscencia y lubricidad-. Sin embargo Citria no soportaba ver cómo todos aquellos con los que había compartido gemidos y risas, piel y fluidos, arqueo y cadencia, se volvían seres grises, sin rastro de color ni de alegría. Por lo que poco a poco dejó de seducir a los humanos con su perfume, y rehuyó su compañía. Resultando que entonces fue ella la que comenzó a volverse taciturna y triste. Hasta los trasgos dejaron de seguirla a todas partes, y ya no formaban corros saltimbanquis a su alrededor. Pues pensaban que aquel delicioso olor a limón ya no compensaba tanta tristeza.
En un lugar muy lejano, existió un hombre cuya saliva estaba hecha de azúcar. Sus palabras eran siempre dulces y almibaradas. Tanto era así que las gentes le llamaban “El Poeta”, y decían de él que con sus poemas sería capaz de conquistar a la irreductible luna. El Poeta era apasionado y entusiasta, pero la misma gente decía de él que era demasiado inconstante en sus pasiones. Tenía la costumbre de construir altares de versos que parecían derretirse en la boca de aquel que los escuchaba, para elevar en ellos a la mujer de su elección. Su Diosa de la Noche, o su Diosa de la Mañana, según las circunstancias. Lo que la gente ignoraba es que el dulzor de su saliva le impedía saborear cualquier manjar, cualquier caldo de uva, la piel de toda mujer. De ahí procedía la inconstancia de sus pasiones, pues nada era capaz de despertar a su paladar de su sueño de azúcar.
Pero un día El Poeta, escuchó hablar de Citria, la ninfa cuya piel estaba hecha con jugo de limón. Y decidió recorrer la gran distancia que les separaba-pues El Poeta procedía de un lugar más al este de Samarcanda, y la ninfa vivía en los bosques de la Europa más occidental-, para ir al encuentro de ésta. Tras viajar durante meses por las vastas zonas desérticas, y traspasar fronteras de países de los que la mayoría de sus antepasados ni había escuchado hablar, por fin El Poeta llegó al bosque en el que vivía Citria. Una vez allí hallarla fue mucho más sencillo de lo que nunca hubiese imaginado. Los trasgos-conocedores de su llegada por los susurros del viento, quien, como todo el mundo sabe, es impaciente, y no había querido evitar callarse los pormenores de aquella visita-no dudaron en guiarlo hasta la ninfa, pensando que quizás un hombre de características tan peculiares, y que había venido desde tan lejos, pudiera devolverle su alegría habitual. Citria en eses momentos se encontraba disfrutando de un placentero baño. El Poeta se estuvo largo rato observándola, mientras ella, de espaldas a él, derramaba sobre su cuerpo el agua que le sustraía al río por medio de una gran concha marina, con la que hacía mucho tiempo la habían obsequiado sus amigos los trasgos. Pronto las palabras de azúcar se amontonaron en la garganta del Poeta, quien no tuvo más remedio que dejarlas salir, llenando el aire con aquella dulce fragancia. Citria se volvió despacio, orientando hacia él su torso desnudo. Hacía tanto tiempo que no hallaba a hombre alguno en las cercanías, que todas las reconvenciones de los últimos años se vinieron abajo. Por lo que con paso firme comenzó a desprenderse de las aguas, como si fueran tan sólo una vestidura sobre su desnudez. Él la vio aproximarse, con aquellos cabellos rubios, largos y lacios, que se desplazaban armónicos a su cuerpo, como si simplemente se tratasen de una melodía, o un compás. Vio sus brazos deslizándose a través de la luz. Sus senos llenos, rebosantes. Su cintura como un amanecer. Y percibió aquella fragancia a limones, que desde su nariz parecieron invadirle la boca, la garganta, y todo el cuerpo. Cuando ella estuvo cerca sólo dijo:
-Por fin viniste
El viento tampoco había querido evitar decirle a Citria que no estuviera triste. Pues pronto habría de llegar el consuelo a su desdicha.
Y esta vez, tal y como había sospechado, El Poeta pudo conocer el sabor de una mujer. La piel de Citria restallaba alegre en su boca, inundando su paladar de azúcar. El dulce y el cítrico se conjugaban en deliciosos ósculos. El bosque olía a éxtasis y a gloria. Se amaron con avidez, como auténticos posesos. El cielo se estremecía con el atronar de sus jadeos, con el retozar de sus gemidos. Él se alimentó de aquel jugo de limón sin escatimar ni una sola gota. El azúcar de su saliva se solidificaba sobre el cuerpo de ella, como pequeñas y finas escamas que cubrían su piel. Estalactitas de limón y de azúcar. Nadie podría decir cuanto tiempo pasó, porque en un bosque como aquel nadie llevaba la cuenta del paso del tiempo. Claro que los árboles se desvistieron varias veces de sus hojas. E infinidad de nuevas mariposas abandonaron sus crisálidas, tantas como para oscurecer la bóveda celeste con sus alas. Gozaron tanto, lamieron tanto, bebieron tanto el uno del otro, que de pronto un día, tras un beso, se percataron de que ella se había llevado la última gota de azúcar de su saliva. Y él había sustraído la última gota de jugo de limón de su piel. Citria, en ese preciso instante, supo que se había convertido en mortal.
Sólo entonces descansaron, con sus cuerpos tendidos al sol. Y arribó la noche….
Nadie sabría decir que es lo que ocurrió después, pues es un secreto que la oscuridad se llevó en sus entrañas. Pero al día siguiente Citria y El Poeta habían desaparecido. El único rastro era un misterioso charco que ocupaba el lugar donde sus cuerpos se habían tendido. Los trasgos, embargados de tristeza por la desaparición de la ninfa y aquel humano de palabras de azúcar, se aproximaron en silencio. Permanecieron durante un tiempo sin saber que hacer, hasta que uno se envalentonó y aproximó un dedo al charco. Estuvo durante un tiempo examinando y aspirando el olor de aquel jugo, y viendo que era éste grato a su nariz, lo llevó a la boca. Enseguida se embriagó con aquel sabor, que era como de limones y azúcar comulgados, y animó a sus compañeros para que probaran. Al instante toda la tristeza y la melancolía desaparecieron de sus rostros. Y celebraron una gran fiesta.
Al pasar los meses, una vez que el charco hubo desaparecido, floreció un arbusto en aquel preciso lugar. Con el tiempo, de los frutos de aquel arbusto, los dioses del Olimpo, extraerían aquel néctar con el que tanto se deleitaban…