Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.

Juan Ramón Jiménez


lunes, 25 de julio de 2011

UN PRINCIPIO

Adoro esa película. El texto podría ser simplemente una excusa....




Estaba el Amor sentado en un banco. Llevaba la cabeza cubierta con un bombín, y sus temblorosas manos no paraban de jugar con el pomo de su bastón. De vez en cuando sacaba el reloj del bolsillo de su chaleco, e impaciente comprobaba la hora. Se sentía desentrenado. Tenía la molesta sensación de que aquella gente que pasaba por delante suya, y lo veía sentado en aquel banco, lo miraba con el escaso interés que en aquella época despertaban las formas anacrónicas, o los elementos fuera de lugar. En aquellos tiempos avanzados, en una sociedad en la que el fracaso se consideraba algo punible, un obstáculo manifiesto al progreso, y a la supervivencia de la especie, el concepto de amor romántico había sido aniquilado. Los emparejamientos eran programados, para que su único destino final fuera el éxito. No se podía permitir que las emociones, e incompatibilidades entre la pareja lastrasen el futuro de la familia. Los emparejamientos fallidos constituían una tara y un boicot al sistema. Ahora todo se había simplificado. A base de exhaustivos análisis genéticos y neurológicos, uno podía encontrar fácilmente a su alma gemela. Claro está que se habían  extirpado el romance, y la aventura de la conquista. Pero por otro lado también se había acabado con el desamor, el desengaño, y el dolor de la ruptura. El sistema había resultado ser infalible. Apenas existía un cinco por cien de fracasos, y éstos en personas previamente desequilibradas, con escasa empatía, incapaces de establecer vínculos permanentes con los otros.

Por todo esto el Amor se sentía desentrenado. Todos los días se dirigía sin esperanzas a la oficina de empleo, en busca de una ocupación adecuada para él. Ya no existían corazones solitarios, ni expectantes, ni soñadores…Era algo insólito que alguien llegara a la adolescencia sin que le hubieran asignado a su media naranja. Las bases de datos bullían en constante búsqueda de coincidencias. A veces sucedían pequeños imprevistos, como que el resultado final emparejase a dos personas con una gran diferencia de edad, o del mismo sexo (esta última circunstancia era muy contraria a la finalidad última del sistema, que no era otra cosa que la supervivencia de la especie, y del sistema social imperante). Los científicos no se explicaban porque a veces se producían  estas incoherencias en un método con tan alto grado de fiabilidad, pero afortunadamente siempre existían más opciones de emparejamiento para eses individuos. Se les recetaban fármacos y complementos hormonales -aparte de realizárseles un  férreo seguimiento- para evitar las asperezas y los conflictos que pudiesen derivar de unos caracteres “no al 100% compatibles”.
El caso es que aquella mañana el Amor había recibido un chivatazo de su colega el Destino, cuando se habían encontrado en la cola que se formaba cada día ante la oficina de empleo. Le comentó que hacía días que se venía apercibiendo de una incongruencia en el continuo espacio-tiempo. La irrupción de uno de aquellos acontecimientos a los que antiguamente se solía denominar como “efectos mariposa”. Concepto inexistente en la actualidad, donde cada paso, cada decisión, cada aliento, era concienzudamente programado de antemano para que nunca derivasen en un obstáculo para el sistema. Como Destino que era, sabía de buena fuente que el amor era la esencia de aquel acontecimiento. Por lo que le advirtió estuviera preparado y atento, no fuera a ser que estuviera tan desentrenado que dejara escapar esta oportunidad. Según el Destino, el acontecimiento tendría lugar a lo largo de ese día, en aquel parque, en el que el Amor esperaba.

Era domingo, y las parejas proliferaban sobre la hierba paciente. Todas tenían en sus rostros aquella apariencia cómoda, satisfecha, y-para ojos inexpertos-casi feliz. Sin embargo para él no eran más que rostros vacíos, a los que se les habían sustraído los rasgos del arrobamiento y el éxtasis, con los que solían vestirse ante el milagro del amor. Faltaba el ensueño, y el elemento animal, pasional, irracional…Y sí, lo tenía claro, él siempre se había considerado un sentimiento irracional. Puro milagro. Ahora se sentía rebajado a un nivel de cotidianeidad que consideraba insultante. Sí, la mayoría de la gente se emparejaba, casi en su totalidad de forma permanente, pero él lo sabía, a pesar de lo que manifestase el sistema, el mundo podía ser un lugar más lógico, pero era un lugar carente de amor. Chasqueaba la lengua y movía su cabeza de lado a lado, negativamente. Aquel era un mundo del que se había descartado el elemento humano. Y él se consideraba el más humano de todos los conceptos.
En el cielo comenzaron a agruparse las nubes, formando corrillo. Venían con los lomos pintados de gris. Le pareció un buen síntoma, puesto que los efectos mariposa solían venir acompañados de revoltosas circunstancias meteorológicas. De pronto la vio. Enfrente, sentada en un banco, rodeada de papeles amontonados, había una joven que escribía frenéticamente. No podía verle el rostro, porque los largos cabellos le caían sobre él, a modo de velo. Las líneas de su cuerpo parecían quebradizas, como si se fueran a desvanecer al tacto de una mano. Pensó que estaba toda hecha de espuma. De pronto comenzó a llover, y los folios que rodeaban a la joven alzaron el vuelo. Ésta se levantó y corrió desesperanzada detrás de ellos. De pronto el Amor sintió un vértigo, y se supo perdido, extraviado. Y perdió la conciencia….

Un joven salió de entre las sombras, y comenzó a correr, él también, tras los folios que se desperdigaban. Pronto el parque estuvo vacío, sólo se podía ver la figura de aquellos dos jóvenes que descoordinados se movían sobre el césped, con sus ropas empapadas. De pronto ella se paró bajo la lluvia, y miraba fijamente aquellas hojas con manchones de tinta. Él se le acercó, silencioso, se metió los folios debajo de la cazadora, por si hubiera alguno que aun pudiera salvarse. Ahora estaba enfrente de ella, que por fin se había apartado los cabellos del rostro, en el que destacaban dos ojos grandes, verdes, titilantes de sueños, y de lágrimas.
-No llores-dijo él-. Quizás no todo esté perdido.
-Y tú ¿quién eres?-contestó ella recelosamente
-Alguien que observa cómo vienes aquí, a escribir, cada tarde.
El rostro de ella se destensó.
-Quizás tengas razón, y no todo esté perdido…-contestó.
Comenzaron a caminar, juntos, despacio, bajo la lluvia. Ella no paraba de mirarse las manos que sostenían aquel zafarrancho de papeles arrugados. Él, tenía los brazos en torno al pecho, protegiendo aquellos pocos folios que había rescatado. Si al menos uno sólo se conservara intacto….-pensaba.
Se dirigieron a la marquesina de los músicos y allí se limitaron a contemplar como el agua caía. En silencio. Quizás fuera a causa de la lluvia, pero podían sentir como un campo magnético se forjaba a su alrededor. Aquel silencio los cercaba, como si fuera un abrazo, envolviéndolos. Ella sentía su respiración, su aliento caliente, sobre sus cabellos mojados. Él podía olerlos, permanecía clavado en aquella humedad. Soñaba con meterlos en su boca, lamerlos, secarlos a besos. Pero nada decía. El cuerpo de ella parecía pequeño, liviano. Temería destruirlo con sus brazos, con su peso. Sin embargo se la imaginaba maleable como una duna. Quería enterrarse en ella. Asfixiarse la boca con su arena. Pero nadie decía nada. La lluvia se incrustaba contra el hierro forjado de la marquesina, como si fuera música. La joven se balanceaba ligeramente, y se imaginaba que él la tomaba, y bailaban, bailaban, bailaban….con la misma cadencia de la lluvia. Ni siquiera sabían sus nombres. Sin embargo se imaginaba bailando con el joven sin nombre. Pero dejó de llover y aquel campo magnético que los había mantenido inmóviles pareció desvanecerse, como si sólo hubiese sido un obstáculo creado por su imaginación. Ella comenzó a caminar, alejándose, como quien va a la deriva, y no puede evitarlo. Él la tomó por el hombro y susurró: Espera…Se volvió y vio como él se abría la cazadora, y extraía un montón de folios arrugados. Se los ofreció, y ella comenzó a examinarlos, con ansiedad. Por fin halló uno en el que la tinta permanecía intacta. Se le llenó la boca con una sonrisa.
-Este es el principio. Justo lo que necesitaba. A veces-le dijo entusiasmada- lo más difícil es encontrar un principio. Afortunadamente, gracias a ti, no se ha perdido.
-Entonces ¿volverás? ¿Mañana volverás a escribir a este parque..?- preguntó titubeante.
-¡Sí!-exclamó. Entonces cogió el folio, y doblándolo lo introdujo bajo su camiseta, allí donde su corazón, y se alejó, mientras el joven la observaba, hasta que su silueta acabó por perderse en la lejanía. Al llegar a casa, sacó el folio. Lo desdobló y lo colocó cuidadosamente sobre la mesa. Comenzó a pasar a limpio….

“Estaba el Amor sentado en un banco. Llevaba la cabeza cubierta con un bombín, y sus temblorosas manos no paraban de jugar con el pomo de su bastón. De vez en cuando sacaba el reloj del bolsillo de su chaleco e impaciente comprobaba la hora….”


viernes, 22 de julio de 2011

INFECCIÓN

"Hamaca" Rafael Alonso




Sufrió un colapso. Sus familiares de inmediato la llevaron al hospital. Mientras, ella, en un estado de semiinconsciencia y delirio, tuvo una iluminación. “La vida no es más que aire. Aire que se escapa”- pensó al sentir cómo éste, poco a poco, huía de sus pulmones. Podía precisar cómo se iban secando dentro de su caja torácica. “La vida no es más que agua. Nadie sabe hacia dónde fluye…”-pensó después. Se le ocurrió que cuando acabaran por secarse, serían como un pellejo, quizás sólo una costra abandonada entre las costillas. Pero, afortunadamente, llegó un médico joven que le practicó una incisión en el cuello, y lo penetró con un tubito para que el aire retornara a su cuerpo, y con él la vida. Al examinarla el médico concluyó que tenía algo que le atoraba la garganta. Cogió un artilugio metálico en forma de pinza y con cuidado extrajo un cuerpecillo negro, que no paraba de moverse, y revolverse, como si fuera un parásito de escurridizas patas. El médico, henchido, lo mostró como si fuera un premio, o una medalla. Sus familiares se miraron horrorizados. Aquello era nada más y nada menos que un “TE QUIERO”. Así, en letras mayúsculas. Y era de uno de esos especímenes de “TE QUIERO” más rabiosos. De los que no paran de agitarse y abrir la boca.  De aquellos cuya sola mordedura es infecciosa, y se pasan el día hablando con aquel tono de voz tan empalagoso, que convierte las estrellas en simple azúcar. Pero enseguida el médico tuvo que dejar a su presa sobre la bandeja, porque ya por la boca asomaban las patas de nuevos ejemplares....

En algún momento de aquel proceso de extracción, entre “TE QUIERO” y “TE QUIERO” sus familiares perdieron la cuenta. Parecería que tenía el cuerpo a punto de reventar de tantos “TE QUIERO”. En realidad el médico dictaminó que había sido un auténtico milagro que no explosionara. Aquellos “TE QUIERO” eran pura dinamita. Permanecería unos días en observación para investigar el origen de tan curiosa infección.

Se quedó de mala gana. Para ella estaba claro el origen de aquella enfermedad, pero no le apeteció decir nada ante sus familiares. Sin duda aquellos eran los “TE QUIERO” que se le habían quedado dentro, cuando ya no pudo decírselos a él, porque se había ido. En un principio, se encerró en su casa de lágrimas, y pensó que su corazón se anegaba de odio. Pero con el tiempo, sintió como el amor retornaba. Como regresaban los recuerdos desterrados. Como su nombre se rehacía en su boca. Como su dedo daba empujoncitos al balancín de su sonrisa. Y entonces fue cuando el primer “TE QUIERO”, le floreció en el velo del paladar. Le pareció un acto inútil declamarlo contra las paredes. Pensó en zambullirlo en la bañera, y empujarlo hasta el fondo para que se ahogara. Pero era de esas mujeres que no reniegan del amor, aun en la ausencia del ser amado. Por lo que con el tiempo su cuerpo fue invadido por un ejército de “TE QUIERO”. Eran tan revoltosos, y montaban tanto barullo que no la dejaban descansar por las noches. En algunas ocasiones se apiadaban de ella. De las ojeras en las órbitas de sus ojos. De los bostezos deshilachados en su boca.... Entonces con voz melodiosa la acunaban, cantándole una nana en pos del sueño. Y se dormía soñando con el amor perdido, que ahora tenía el rostro de la niebla…..Como en ese mismo momento, sobre la cama del hospital.

Esa noche, por algún descuido, la puerta del laboratorio había quedado abierta. Circunstancia que aquellos “TE QUIERO”, que descansaban panza arriba sobre la bandeja, aprovecharon para huir de él. Al principio lo hicieron en fila india, pero, haciendo honor a su fama de indisciplinados, los “TE QUIERO” pronto rompieron la formación y se desperdigaron aleatoriamente por el hospital. Como tenían la costumbre de meter la nariz en todo, entraron en las habitaciones en las que dormían los enfermos. 

Uno de los “TE QUIERO” se posó sobre la frente de un niño, que dormía inquieto porque al día siguiente lo iban a operar. Y entre sueños pudo sentirlo como el beso tranquilizador de su madre. 

Otro voló hasta los labios de una mujer mayor, enferma de alzheimer. Por un momento en un destello regresó a ella el recuerdo luminoso de un amor de juventud. 

Un hombre, que afrontaba pacientemente las horas previas a  su muerte, recibió un par de ellos sobre sus manos ya exánimes. En su estado de inconsciencia fueron para él el consolador perdón de aquella hija con la que llevaba tantos años sin hablarse. 

Dos enfermeras que se amaban en secreto, sin atreverse a admitirlo, los sintieron rebotando en sus oídos. Creyendo cada una que aquella era la confesión de la otra, acabaron fundiéndose en un acalorado y apasionado primer beso. 

Aquella noche en aquel hospital, por extraño que pueda parecer, se dio la singular circunstancia de que Eros doblegó a Tánatos. Lástima que la chica permanecía dormida, sin conocer el milagro al que había dado origen. Ignorando que, finalmente, un "TE QUIERO" nunca se dice en vano.

jueves, 21 de julio de 2011

ANDARES




Desde ayer no dejo de acordarme de Helena. Mil veces amada....




Son mis pasos tan huérfanos sin ti
que calzan agujeros y no huellas

He perdido la comba del horizonte
hasta romperme la crisma del corazón
Pero antes he robado un fajo de nubes
para que adornes tus cabellos
y mi hoguera
y mi pelambre

Amarte es un deporte de riesgo,
viaje de regreso a Ítaca,
morder con el hambre de una estrella,
llorar manchones de tibio atardecer

Oh, bella Helena
No en vano vistes nombre de tragedia
sobre tu cuerpo de cariátide

En él moran mis sueños cuando mueren….

Sueños soñados en el cáliz de tu abdomen

lunes, 18 de julio de 2011

PALABRAS EN LOS BOLSILLOS

Imagen extraída de la web. Desconozco al autor




El poeta tenía los bolsillos llenos de palabras pero ninguna moneda. Como era su costumbre permanecer gran parte del día en la taberna, escribiendo, Adriano, el patrón, solía rondar su mesa, advirtiéndole que esta vez más le valdría encontrar algo de pecunia para saldar su cuenta, en aquellos bolsillos agujereados de poemas. A esto los parroquianos siempre le reprendían diciéndole que dejara en paz al chiquillo, que no hacía mal a nadie. Lo único darle  algo de gracia al local, declamando versos como pámpanos, espolvoreando palabras como virutas, que lo impregnaba con aquel tenue olor a madera,  que a todos reconfortaba. En especial a Isabella, la mujer del tabernero, a la que el poeta saeteaba el corazón con dardos envenenados de sonetos. Siempre a las espaldas de Adriano, momento que aquella musa traviesa aprovechaba para rondar con sus alegres andares  la mesa-parnaso en penumbra. Todos sabían que el tabernero era extremadamente celoso, aunque hombre de bien.  Por lo que en muchos había calado la sospecha de que a veces les daba las espaldas concienzudamente. 

Entretanto las palabras se dislocaban y enloquecían sobre el papel en blanco. Saboreaban con delectación esa libertad que sólo encuentran en la hoja virgen en la que nada ha sido dicho. Garabatos en un cielo límpido e indefinido. Palabras saltimbanqui y circense, que se escabullían de los bolsillos del poeta en tirabuzones y acrobacias. A su paso los campos se tornaban más verdes, los caminos más pedregosos. Las puertas se volvían bocas, y las ventanas trocaban en ojos. Los enamorados recogían las que se le iban cayendo del bolsillo, y como fragantes flores se las ofrecían a sus enamoradas. Fortuitamente,  en la distancia entre ambos cuerpos, mediaba ahora una galaxia de menos. Los niños las montaban a horcajadas, pues en su presencia se transformaban en irrefrenables pegasos, y quemaban dulcemente entre los dedos, como el flamígero corazón de un dragón. Aquel que sólo halla cobijo en la mano del héroe. 

Hubo una época en la que el poeta estuvo consumiendo sus palabras copiando escritos en una escribanía. La mayor parte del tiempo éstas hacían alarde de su rebeldía. Echaban la lengua desde los documentos más graves. Torcían con sus aspavientos los más rectos renglones. Le hacían carantoñas y  por mucho que éste les rogase, se negaban a colocarse en fila india. El escribano, que era amigo de su padre, fue incapaz de erigirse en santo Job, a pesar de la paciencia que quiso mostrar en nombre de aquella amistad. Por lo que finalmente tras una de las acostumbradas reprimendas lo puso de patitas en la calle. A pesar de esto el poeta no paraba de reírse y de rascarse. Pues las palabras se entretenían en la muy sana competición de ver cuál era la más rápida en escalar desde su espalda a la cima de su nuca. Así que no dejaban de cosquillearle con aquellas manos y piecitos negros. Hemos de decir que no todas las palabras hacían trampas, pues había algunas que competían con honor. Pero en realidad la mayoría eran de naturaleza más bien truhán.

Después de esto su padre renunció a hacer de él un hombre de provecho. Por lo que pasó a rebajarle en el árbol familiar de la categoría de “hijo” a la de “oveja negra”, junto a otros nombres merecedores de tal lugar en tan ilustre familia. 

Era el amor el lugar en el que al poeta se le desparramaban sin mesura todas las palabras que vivían en sus bolsillos. Al besarla, una mano subrepticia hurgaba en ellos y las extraía a puñados, para derramarlas sobre sus cabezas enamoradas, como si fueran confeti. En el lecho las palabras se quitaban las ropas y hormigueaban en deliciosos orgasmos, sobre sus pieles. Se introducían en todas las rendijas. Se propagaban como cometas en la noche de sus cuerpos….

Pero inevitablemente llegaba el desamor, y las palabras agachaban las cabezas en lo más profundo del bolsillo. Cuando el poeta las llamaba para componer con ellas exaltados versos de tristeza, se negaban a contestarle. Así que al final las arrancaba a la fuerza, aunque aquellas se resistían a salir, agarrándose con insistencia a las costuras. Cuando por fin emergían a la superficie lo hacían cubiertas de un moho verde, y enllagadas. El poeta tenía que pasarse días limpiándolas amorosamente, curándoles las heridas, mimándolas. Y en ese proceso sanador el poeta acababa por comprender que el amor jamás moría. Ni siquiera en la falta o la ausencia del ser amado, aunque sea en su presencia donde halla su culmen. Porque como alguien dijo una vez “el amor y la belleza son el mismo camino”. Y sin duda ese es el camino del poeta.  Por donde se conducen más felizmente sus palabras.



domingo, 17 de julio de 2011

EL ÁRBOL QUE NUNCA DABA NADA. NI FRUTOS, NI FLORES

"Paseo a la luz de la luna" Vincent Van Gogh






Un día, al candor de la luna, vio como florecía un espíritu en uno de los árboles del jardín. Era aquel un espíritu de rostro extremadamente pálido, y ojos remolino. Al mirarlos uno sentía como algo tiraba de él hacia el fondo de las aguas.
Todo esto lo supo después, cuando salió en la noche, sin más compañía que las sombras, a cerciorarse de lo que había visto desde la ventana.

No sabría decir qué la despertó del sueño. Pero de pronto algo, como una mano, la devolvió a la vigilia. Se dio cuenta de que aquella noche se había olvidado de bajar la persiana. En la ventana gravitaba la luna. No vio estrellas y le pareció que el cielo había cerrado sus párpados. “Es el cielo un animal con infinitos ojos”-pensó absurdamente. “Seguramente sea omnisciente…Ocupa una posición tan privilegiada como para verlo todo. No es extraño que alguna vez le dé un descanso a sus ojos. Lo extraño es que el suyo no sea el rostro del horror, que nunca lo veamos llorar. ¿Cómo serán las lágrimas que brotan de unos ojos de estrella? Sin duda serán luminosas, como celestes luciérnagas…..”Esto pensaba mientras apoyaba las manos contra el cristal, para atisbar en la noche. Entonces fue como al amparo de la luna pudo ver al espíritu abriendo sus pétalos. Al salir al jardín y acercarse al árbol del que tan extraños frutos florecían, se percató de que el espíritu era todavía un brote tierno. En su rostro se dibujaba el espanto de lo recién arrojado al mundo. Había algo en su expresión que te hacía pensar en un bebé, aunque sin duda, se trataba del espíritu de un hombre adulto. Se estuvo mucho tiempo mirándolo. Hasta al amanecer, cuando con el nacimiento del sol, pudo ver como cuajaban en su piel las gotas del rocío. Justo antes de que el espíritu se desvaneciera.

La noche siguiente, en la endecha de la luna, de nuevo pudo ver al espíritu pendiendo del árbol. Volvió a salir para acercase a él. Se zambulló sin miedo en la angostura de sus ojos. “Los espíritus siempre tienen el rostro afligido”, pensó. Pero aquella tristeza la calaba, como el fragor dulce de una lluvia. Sintió un enorme deseo de tomar su cara con manos consoladoras. Pero todo el mundo sabe que un espíritu es un ser inmaterial. Siempre había pensado que estaría hecho de transparencias. Y a aquel lo definiría más bien como un ser translúcido. Por lo que no quiso evitar deslizar una caricia, lenta, desde la oreja hasta la salpicadura del mentón. Su tacto era tenue, corpuscular, como a punto de desintegrarse en miríadas de pequeños tactos. Él se solapó a su caricia como un gato.

-¿De dónde vienes espíritu?-Preguntó ella

-No puedo decírtelo…Sólo sé que soy al clamor de la luna. Un ínfimo ser desgajado de su brillo-contestó el espíritu con su voz fosforescente, toda hecha de vaho.

-Así parece, porque toda tu piel brilla como si estuvieras hecho de su misma materia…-miró al cielo y con los brazos en alto exclamó-¿Por qué ¡oh diosa! me envías este espíritu en la noche? ¿Por qué lo haces crecer de este árbol que nunca hasta antes había dado nada. Ni frutos, ni flores?- Pero por mucho que esperó no obtuvo respuesta.

De vez en cuando una brisa se avenía a acunar al espíritu, en su lecho de hojas. A pesar de aquellas formas de hombre, ella no dejaba de percibirlo infantil e indefenso. “¿A qué temen los espíritus? Sin duda no temerán a la muerte…” Le cantó una canción que había inventado siendo niña, cuando dormía al refugio de un campo de girasoles, cabizbajos y contritos en ausencia del sol.

-Es bonito eso que cantas-dijo el espíritu.-Pero yo nunca podré ver el espectro solar. Ni su disco alzándose en el trono del cielo. Eso me pone triste. Porque es en la presencia del sol cuando el mundo despierta. Cuando las flores se desperezan. Los pájaros se cuelgan del azul. Y las mujeres con sus vestidos de colores ornan los campos. En la noche todo es homogéneo, como un océano en el que han cesado de bailar las olas….

-Sí, es verdad…..Siempre se ha sabido que los espíritus no son seres diurnos. Y más tú, que eres hijo de la luna. Sólo los sueños habitan de colores la noche….

-Pero es inútil. Los espíritus no sueñan. Para soñar es necesario fluir, y sólo lo vivo fluye. Un espíritu es un ser inmutable. Excepto por ese vaivén de apariciones y desvanecimientos…

-Y antes, cuando te he acariciado ¿has sido capaz de sentir algo?

-He sentido el calor de la sangre agolpándose en tus dedos. Como si con cada uno de tus latidos cincelaras mi rostro, y lo vistieras de carne. Y ahora no puedo dejar de percibir pequeñas partículas de tu piel prendidas en él. Temo que sean efímeras como copos de nieve. Casi quiero pedirte que me acaricies de nuevo, antes de que se derritan…

Ella tomó su rostro con las manos, y alzándose en las puntas de sus pies, depositó un beso en la alta frente.

-Y ahora ¿qué sientes?

-Un círculo de fuego abrasándome la frente. Hasta el día de hoy he permanecido invariablemente en el frío. Me gusta este calor de llamas que titilan. Siento en mi frente el peso de una estrella…

-Me gustaría abrazarte, pero no puedo mientras permanezcas incrustado a esa rama.

-Sólo tienes que alzarte como hiciste antes, y desprenderla con tus manos de mi nuca

-Pero, ¿no te desvanecerás?....-temió ella

-No, mientras permanezca dentro del resplandor de la luna

Tal y como el espíritu le había pedido lo desprendió de la rama. En cuanto ambos estuvieron a la misma altura ella le abrazó, con todos los espacios de su cuerpo.

-Es asombros le susurró él. Por fin siento donde están los límites del ser de aire que soy. Y a la vez siento que por fin fluyo, y mi expando. Como si al conocer dónde acaba mi piel, me hubiese sido desvelado lo lejos que puedo llegar…

Mientras permanecieron abrazados, se agitaron, como presos del compás de algún baile. De tal suerte que en los movimientos de ese baile traspasaron la frontera del halo de la luna, y de inmediato el espíritu se desvaneció.  Enseguida ella lo llevó de nuevo al resplandor. Pronto sus rasgos se dibujaron de nuevo.

Y allí, en el suelo, en un colchón que recortaba el halo de la luna, se acostaron, el uno junto al otro.

Yacieron juntos en una cópula sin sexo. Ella le inventó una piel con la suya, un olor tejido con su propio aroma, un sabor cuyo epicentro estaba en su propia lengua. Recorrió cada centímetro de aquel cuerpo de aire, con su aliento, sus labios, sus dientes…Y podía sentir como aquella masa sin peso y sin carne, se estremecía, y se ondulaba entre sus brazos, como cualquier humano.

Cada noche repitieron los encuentros. Ella se pasaba la noche tejiéndolo, para que el arribo del sol lo destejiese. Pero observó que a medida que se iban sucediendo las noches, la imagen se volvía más tenue. La voz emergía más lejana. Lo único que no cambiaba eran el estremecimiento y la ondulación que se producía en aquella materia, cuando ella lo tocaba.
Hasta que un día la luna ya no era más que un gajo de luz en el cielo. Ni siquiera eso. Tan solo el perfil de un gajo de luz….Casi no podía ni verlo, ni escucharlo. Por eso ella puso todo su ímpetu en tocarle. Porque sólo sentía su presencia, pura, en aquellas ondulaciones en el aire. Él se acercó al oído, y con apenas un hilo de voz le dijo:
-Mañana no podré volver, porque la luna se habrá ocultado el rostro con el velo del cielo. Lo peor de todo es que no sé cuando regresaré. Porque no hay muchas lunas capaces de hacer florecer espíritus de los árboles. Eso sí, cuando esto suceda, le suplicaré a mi madre que sea en tu jardín.
Con la llegada del amanecer se desvaneció del todo. Llevándose puesto en esa piel, que no era piel sino aire, el envés de sus lágrimas cuajadas junto a las gotas de rocío.

Cuando por fil arribó la siguiente luna, nada floreció en aquel árbol que nunca daba nada. Ni frutos, ni flores. Transcurrieron semanas, meses, años. Y la joven continuó esperando, hasta que un día conoció a un buen hombre, y se casó con él. Aun así sus ojos siempre estaban pendientes del cielo, y los ciclos lunares.

Y una noche sintió como una mano la arrancaba del sueño. Se incorporó, y aunque la persiana estaba cerrada, no necesitó mayor evidencia que la que anidaba en su pecho para abandonar el lecho y al hombre que dormitaba en él. Y mientras caminaba por el jardín, se complacía en mirar al suelo, demorando ese momento tan dulce, ese dolor tan placentero, previo al instante en el que levantara la cabeza, para encontrarse con el remolino de los ojos de aquel espíritu que abría sus pétalos al amparo de la luna. Florecido de una de las ramas de aquel árbol que nunca daba nada. Ni frutos, ni flores.







viernes, 15 de julio de 2011

ECO

"Eco y Narciso" Nicolas Poussin






Un día decidiste ser Eco. Recuerdo perfectamente aquella mañana. Al despertar , en la huella de tu cuerpo todavía tibia sobre el colchón, se había posado  como un pájaro aleteando, una hojita de papel , blanca, doblada, sin rencor. Me pareció que picoteaba. La tomé, y, como todo, olía a ti. O quizás eso lo pensé después, cuando, tras leerla, me dispuse a iniciar mi rutina de cada mañana de domingo. Siempre has tenido un olor que se adhiere a las cosas. La casa, el coche, mi propio cuerpo,… una vez te apostas en ellos ya son indivisibles de tu aroma.  Incluso el agua de la ducha es incapaz de borrarte de mi piel. Yo pensé que con el tiempo tu olor sería como el latido de mi corazón, tan costumbre que apenas perceptible…

Quizás aquella mañana me enjaboné con más brío de lo habitual. O quizás no, y apenas me enjugué con un poco de agua. No lo recuerdo… Tampoco sabría decirte nada acerca de las noticias que aquel día leí en la prensa. Ni el artículo del que me estaba ocupando, entre sorbo y sorbo de café, cuando de pronto recordé la única palabra escrita en aquella hoja, que ahora parecía haber volado, blanda, hasta la mesa…. NARCISO. Y aunque en un primer momento aquel nombre no me había sugerido nada, apenas una flor, esta vez una escena del pasado vino enlazada al brío incontestable de sus letras. 

Estábamos tú y yo en el Louvre. Era aquella la primera etapa de nuestra amor, y pasábamos unos días en París, a la que contemplábamos con ojos ebrios,  y el corazón en carne viva. Cada arista de la ciudad, cada uno de los requiebros de cada una de las escayolas, parecía ser diseñado para ser profanado con uno de nuestros besos. Un balcón era una caricia. Las aguas del Sena una excusa para enlazarnos en un abrazo, apoyándonos ligeramente en la barandilla de alguno de sus numerosos puentes. “Nuestro amor es la luz atravesando el Rosetón de Notre Dame”, dijiste. “Sin la luz los colores del rosetón permanecerían áridos, opacos. Sin el amor, nuestros cuerpos languidecerían marchitos…”. Yo asentía a todas tus locuras, en un perpetuo “andar descalzos por el parque”.  En aquella ocasión, ante el cuadro “Eco y Narciso”, pintado por Nicolas Poussin, me dijiste con el rostro contrito, que siempre habías tenido mucha lástima de Eco. Explicaste que la desdichada Ninfa había sido condenada por Hera a vagar invisible, repitiendo las últimas sílabas de las voces de los otros-castigo muy duro para ella que siempre había sido muy parlanchina-. Y que en tales circunstancias se enamoró de Narciso, quien-incapaz de amar-la rechazó, causándole una herida que la obligó a recluirse por toda la eternidad en una cueva.

-De nada le hubiese servido tener el más hermoso de los cuerpos, o la más desbordante de las elocuencias. Más le hubiese servido convertirse en espejo, o en las aguas calmas de un estanque. Narciso sólo tenía ojos para sí mismo-sentenciaste.

En aquel momento, con aquella hoja de papel que ahora pendía entre mis dedos, me percaté del mucho tiempo transcurrido sin rememorar, sin hablar, de aquellos instantes de París. Quizás cuando en el amor el presente es anodino e ingrávido, uno se resiste a hablar de los tiempos felices, y del peso de los suspiros adornando la cabellera del otro. Una vez también dijiste “tengo el cuerpo lleno de suspiros. Siento su peso por aquí dentro-mientras, te acariciabas el vientre desnudo, de forma ascendente, hasta llegar a la frontera de tus senos-, y tengo que abrir la boca para expulsarlos…A veces debo ser muy parecida a un pez. Los arrojo contra ti, y es curioso lo ligero que parecen cuando emergen de mi cuerpo, teniendo en cuenta lo mucho que me pesan y el lugar que ocupan…”

Así que “Narciso”-me dije- como mensaje era bastante claro. Quizás en los últimos tiempos me había recluido en mi mismo. Siempre he sido un hombre solitario, tú lo sabías. Sólo el amor y la pasión me arrancan de la cárcel de mi ombligo. Pero soy muy inconstante en mis pasiones. Tiendo a la abstracción, o a la distracción, no sé…Como un pez abisal me siento a gusto campando por aguas profundas.

Me pareció que toda esta historia era un toque de atención. Por lo que fui a junto de tu amiga Marga, imaginé que te habrías refugiado en ella. No me sorprendió cuando mirándome aviesamente me dijo que no sabía nada de ti. No me pareció que mintiera, pero tampoco podría estar seguro. Nunca nos hemos caído bien, tú lo sabes….  Después fui a junto de tu “querido Jorge”. Este pareció preocuparse. “No es propio de ella”-me dijo. Pero quién se creía él para determinar lo que es o no es propio de ti…
Tu hermana Estrella puso rostro de “ya te lo advertí”, y me dijo que me tranquilizara, que seguramente querrías darme un escarmiento. Me fui a casa y me limité a esperarte.

La vida como pez abisal es sumamente sencilla. La mayor parte del tiempo permanezco con las aletas extendidas sobre la arena, sintiendo el peso del agua sobre mi cuerpo. Puede que hayan pasado meses, pero en las simas oceánicas uno tiene distinta percepción del paso de los días y las horas. Podría determinarlo por el timbre de la puerta que suena periódicamente -no sabría establecer las razones que me han llevado a pensar esto, pero estoy convencido de que es así, quizás por esa creencia que tengo de  que las personas tendemos a establecer rutinas-. O por el sonido del teléfono al que le sigue su inseparable compañero “mensaje en el contestador”. Pero para mí ambos no se diferencian en nada de esa lluvia que golpea mi ventana y a la que observo desmembrarse, gota a gota, sobre el cristal. Meros fenómenos atmosféricos.

He de decirte que no fue difícil aceptar que no estaba solo. Siempre he sido demasiado impresionable, lo sabes. Mi fantasía no precisa de demasiados estímulos externos para agazaparse sobre mí. Todo comenzó con el tema de tu aroma, que no terminaba de desvanecerse de las cosas. Por eso, poco a poco, dejé de acudir a lugares donde la vida no olía a ti. Ahora duermo calzándome la huella de tu cuerpo, que cada noche se funde con la mía en una cópula que se prolonga hasta el día.  Además así no percibo vacío tu lado de la cama. Me aferro a tu almohada y aspiro lentamente la fragancia de tu pelo. Al principio aun encontraba un rastro hecho de cabellos que te dejaste en las sábanas, como las escamas sobrantes de un pez. Acostumbraba a sostenerlos entre mis dedos, estirándolos y enfrentándolos a la luz, que los lamía. Luego los metía en mi boca y engullía. Me imaginaba que su destino era el mismo que el de tantos otros de tus cabellos, que a lo mejor se rompían cuando te besaba la cabeza, o cuando mis labios y mi lengua se zambullían en tu sexo. De vez en cuando también encontraba un espécimen de vello púbico, y entonces las ingles se me volvían de agua y no tenía otro remedio que masturbarme…

Deambulaba por la casa, buscándote. Me sumergí en los álbumes de fotos, en la dulzura del te con una nube-pequeño oasis en tu tarde-..Cocinaba tus platos favoritos, y servía “nuestro merlot” en dos copas de cristal. De esas grandes en las que yo veía con placer como tú sumergías tu naricilla engastada, y que al final de la velada siempre quedaban emborronadas por tus huellas dactilares. Desventajas de la crema de manos, decías... Me encantaba esa gracia con la que te ibas adentrando por la ebriedad. Te ponías graciosilla, y no parabas de hablar de ese modo hipnótico que sólo encontramos en los libros, o en personas realmente extraordinarias o excéntricas. Al final acabábamos haciendo el amor a codazos porque el alcohol nos trasformaba en unos animales salvajes bastante torpes, y nuestros orgasmos acababan estallando entre risas y pequeñas burlas hacia el otro.

Y un buen día me percaté de que una presencia me rondaba. Durante los últimos tiempos siempre me parecía escuchar el sonido tenue de unos pasos tras de mí. Por supuesto al volverme nunca encontraba a nadie. Y a veces  llegaba a sentir como una masa de aire se desplazaba, acariciadora, a mi lado. Las cortinas oreaban sin excusa, pues no existía corriente alguna que pudiera hacerlas balancearse, como un piélago que se estremece al sentir la mano del aire. Incluso mientras leía me parecía que una cabeza se apoyaba románticamente en mi hombro. Tal y como tú solías hacer. Pero lo que terminó por convencerme fue aquella ocasión en la que mientras bebía, rompí tu copa. Solté una maldición de la que una voz tras de mí comenzó a repetir las últimas sílabas, como quien encadena la melodía de un canon. Aquello no me sorprendió, sólo despertó en mí una gran curiosidad.  Poco a poco fui sometiéndola a pruebas, y siempre sentía la presencia de esa voz que acariciadora repetía las sílabas finales en torno a mi oreja, tan estimulantes como pequeños ósculos. Y con júbilo llegué a la conclusión de lo que había pasado. Tú nunca te habías ido, simplemente había caído sobre ti la maldición de Eco, e invisible y condenada a repetir las últimas sílabas pronunciadas por otros seres, deambulabas a mi alrededor, como si yo fuera Narciso. Por eso, lo último que debiste hacer antes de desvanecerte fue escribir ese nombre en una nota, como una pista para mí de lo que estaba sucediendo. Me sentí aliviado, tú no me habías abandonado. Continuabas ahí, aunque mis ojos no pudieran verte, ni mis manos tocarte. Lo único que puedo hacer es hablarte, decirte, exclamarte. Y eso es lo que hago todo el tiempo. A veces también juego a preguntarte, con una esperanza loca de que algún día llegue el milagro, y coger al destino en un renuncio. Lo único que obtengo son repeticiones, y ninguna respuesta. Pero siento que hasta cierto punto eso no importa. Porque después de tantos años de ostracismo la ninfa Eco ya no está sola en su condena. Quizás finalmente los siglos la han ablandado y Hera se ha apiadado de ella. Y en compensación el corazón de Narciso ya no es inmune al amor, y ha decidido redimirla compartiendo suplicio y oscuridad en el aislamiento de aquella cueva. Dos peces abisales recostados el uno junto al otro en la arena de una llanura oceánica. Sólo de vez en cuando abren la boca para exhalar un suspiro, y liberar un peso que sienten por la zona del vientre. Plácidamente los observan transformarse en pequeñas burbujitas ascendentes que decoran el mar . Y como peces abisales que son no suelen pararse a pensar en esa voz usurpadora que periódicamente le habla a mi contestador , implorándome una respuesta, y que dice llamarse por tu mismo nombre. Ya sabemos qué se suele decir de la memoria de los peces…


jueves, 14 de julio de 2011

TU BOCA

Boquita turbadora





Todo se condensa
en la curvatura de tu boca
Allí es donde convergen,
en su baile,
las olas del incesante océano
Donde moran su destierro las nubes
Y también allí
va a morir el arco iris

Tu boca está llena
de aleteos de pájaro
de migajas de ángel
de ósculos maduros
que recolecto en mi canastilla

Tu boca toda hecha de un magma
transparente y sabroso
de canción de cuna
de olvido y nacimiento

Tu boca
materia corpuscular
Grieta
en el espacio-tiempo
Ella
capaz de cambiar
la ubicación de los planetas
Una palabra de esa boca
y el caos se impone
la cabeza rueda
o el muerto anda

Tu boca
de la que quiero
hacer mi ataúd
todo clavado de besos
mordiscos
salivas

Ponerme tu boca
como un vestido nuevo
el Domingo de Ramos

Tu boca
que se concilia
con esta sed
(loba feroz)
de mi boca