Imagen extraída de la web. Desconozco al autor
El poeta tenía los bolsillos llenos de palabras pero ninguna moneda. Como era su costumbre permanecer gran parte del día en la taberna, escribiendo, Adriano, el patrón, solía rondar su mesa, advirtiéndole que esta vez más le valdría encontrar algo de pecunia para saldar su cuenta, en aquellos bolsillos agujereados de poemas. A esto los parroquianos siempre le reprendían diciéndole que dejara en paz al chiquillo, que no hacía mal a nadie. Lo único darle algo de gracia al local, declamando versos como pámpanos, espolvoreando palabras como virutas, que lo impregnaba con aquel tenue olor a madera, que a todos reconfortaba. En especial a Isabella, la mujer del tabernero, a la que el poeta saeteaba el corazón con dardos envenenados de sonetos. Siempre a las espaldas de Adriano, momento que aquella musa traviesa aprovechaba para rondar con sus alegres andares la mesa-parnaso en penumbra. Todos sabían que el tabernero era extremadamente celoso, aunque hombre de bien. Por lo que en muchos había calado la sospecha de que a veces les daba las espaldas concienzudamente.
Entretanto las palabras se dislocaban y enloquecían sobre el papel en blanco. Saboreaban con delectación esa libertad que sólo encuentran en la hoja virgen en la que nada ha sido dicho. Garabatos en un cielo límpido e indefinido. Palabras saltimbanqui y circense, que se escabullían de los bolsillos del poeta en tirabuzones y acrobacias. A su paso los campos se tornaban más verdes, los caminos más pedregosos. Las puertas se volvían bocas, y las ventanas trocaban en ojos. Los enamorados recogían las que se le iban cayendo del bolsillo, y como fragantes flores se las ofrecían a sus enamoradas. Fortuitamente, en la distancia entre ambos cuerpos, mediaba ahora una galaxia de menos. Los niños las montaban a horcajadas, pues en su presencia se transformaban en irrefrenables pegasos, y quemaban dulcemente entre los dedos, como el flamígero corazón de un dragón. Aquel que sólo halla cobijo en la mano del héroe.
Hubo una época en la que el poeta estuvo consumiendo sus palabras copiando escritos en una escribanía. La mayor parte del tiempo éstas hacían alarde de su rebeldía. Echaban la lengua desde los documentos más graves. Torcían con sus aspavientos los más rectos renglones. Le hacían carantoñas y por mucho que éste les rogase, se negaban a colocarse en fila india. El escribano, que era amigo de su padre, fue incapaz de erigirse en santo Job, a pesar de la paciencia que quiso mostrar en nombre de aquella amistad. Por lo que finalmente tras una de las acostumbradas reprimendas lo puso de patitas en la calle. A pesar de esto el poeta no paraba de reírse y de rascarse. Pues las palabras se entretenían en la muy sana competición de ver cuál era la más rápida en escalar desde su espalda a la cima de su nuca. Así que no dejaban de cosquillearle con aquellas manos y piecitos negros. Hemos de decir que no todas las palabras hacían trampas, pues había algunas que competían con honor. Pero en realidad la mayoría eran de naturaleza más bien truhán.
Después de esto su padre renunció a hacer de él un hombre de provecho. Por lo que pasó a rebajarle en el árbol familiar de la categoría de “hijo” a la de “oveja negra”, junto a otros nombres merecedores de tal lugar en tan ilustre familia.
Era el amor el lugar en el que al poeta se le desparramaban sin mesura todas las palabras que vivían en sus bolsillos. Al besarla, una mano subrepticia hurgaba en ellos y las extraía a puñados, para derramarlas sobre sus cabezas enamoradas, como si fueran confeti. En el lecho las palabras se quitaban las ropas y hormigueaban en deliciosos orgasmos, sobre sus pieles. Se introducían en todas las rendijas. Se propagaban como cometas en la noche de sus cuerpos….
Pero inevitablemente llegaba el desamor, y las palabras agachaban las cabezas en lo más profundo del bolsillo. Cuando el poeta las llamaba para componer con ellas exaltados versos de tristeza, se negaban a contestarle. Así que al final las arrancaba a la fuerza, aunque aquellas se resistían a salir, agarrándose con insistencia a las costuras. Cuando por fin emergían a la superficie lo hacían cubiertas de un moho verde, y enllagadas. El poeta tenía que pasarse días limpiándolas amorosamente, curándoles las heridas, mimándolas. Y en ese proceso sanador el poeta acababa por comprender que el amor jamás moría. Ni siquiera en la falta o la ausencia del ser amado, aunque sea en su presencia donde halla su culmen. Porque como alguien dijo una vez “el amor y la belleza son el mismo camino”. Y sin duda ese es el camino del poeta. Por donde se conducen más felizmente sus palabras.