"Eco y Narciso" Nicolas Poussin
Un día decidiste ser Eco. Recuerdo perfectamente aquella mañana. Al despertar , en la huella de tu cuerpo todavía tibia sobre el colchón, se había posado como un pájaro aleteando, una hojita de papel , blanca, doblada, sin rencor. Me pareció que picoteaba. La tomé, y, como todo, olía a ti. O quizás eso lo pensé después, cuando, tras leerla, me dispuse a iniciar mi rutina de cada mañana de domingo. Siempre has tenido un olor que se adhiere a las cosas. La casa, el coche, mi propio cuerpo,… una vez te apostas en ellos ya son indivisibles de tu aroma. Incluso el agua de la ducha es incapaz de borrarte de mi piel. Yo pensé que con el tiempo tu olor sería como el latido de mi corazón, tan costumbre que apenas perceptible…
Quizás aquella mañana me enjaboné con más brío de lo habitual. O quizás no, y apenas me enjugué con un poco de agua. No lo recuerdo… Tampoco sabría decirte nada acerca de las noticias que aquel día leí en la prensa. Ni el artículo del que me estaba ocupando, entre sorbo y sorbo de café, cuando de pronto recordé la única palabra escrita en aquella hoja, que ahora parecía haber volado, blanda, hasta la mesa…. NARCISO. Y aunque en un primer momento aquel nombre no me había sugerido nada, apenas una flor, esta vez una escena del pasado vino enlazada al brío incontestable de sus letras.
Estábamos tú y yo en el Louvre. Era aquella la primera etapa de nuestra amor, y pasábamos unos días en París, a la que contemplábamos con ojos ebrios, y el corazón en carne viva. Cada arista de la ciudad, cada uno de los requiebros de cada una de las escayolas, parecía ser diseñado para ser profanado con uno de nuestros besos. Un balcón era una caricia. Las aguas del Sena una excusa para enlazarnos en un abrazo, apoyándonos ligeramente en la barandilla de alguno de sus numerosos puentes. “Nuestro amor es la luz atravesando el Rosetón de Notre Dame”, dijiste. “Sin la luz los colores del rosetón permanecerían áridos, opacos. Sin el amor, nuestros cuerpos languidecerían marchitos…”. Yo asentía a todas tus locuras, en un perpetuo “andar descalzos por el parque”. En aquella ocasión, ante el cuadro “Eco y Narciso”, pintado por Nicolas Poussin, me dijiste con el rostro contrito, que siempre habías tenido mucha lástima de Eco. Explicaste que la desdichada Ninfa había sido condenada por Hera a vagar invisible, repitiendo las últimas sílabas de las voces de los otros-castigo muy duro para ella que siempre había sido muy parlanchina-. Y que en tales circunstancias se enamoró de Narciso, quien-incapaz de amar-la rechazó, causándole una herida que la obligó a recluirse por toda la eternidad en una cueva.
-De nada le hubiese servido tener el más hermoso de los cuerpos, o la más desbordante de las elocuencias. Más le hubiese servido convertirse en espejo, o en las aguas calmas de un estanque. Narciso sólo tenía ojos para sí mismo-sentenciaste.
En aquel momento, con aquella hoja de papel que ahora pendía entre mis dedos, me percaté del mucho tiempo transcurrido sin rememorar, sin hablar, de aquellos instantes de París. Quizás cuando en el amor el presente es anodino e ingrávido, uno se resiste a hablar de los tiempos felices, y del peso de los suspiros adornando la cabellera del otro. Una vez también dijiste “tengo el cuerpo lleno de suspiros. Siento su peso por aquí dentro-mientras, te acariciabas el vientre desnudo, de forma ascendente, hasta llegar a la frontera de tus senos-, y tengo que abrir la boca para expulsarlos…A veces debo ser muy parecida a un pez. Los arrojo contra ti, y es curioso lo ligero que parecen cuando emergen de mi cuerpo, teniendo en cuenta lo mucho que me pesan y el lugar que ocupan…”
Así que “Narciso”-me dije- como mensaje era bastante claro. Quizás en los últimos tiempos me había recluido en mi mismo. Siempre he sido un hombre solitario, tú lo sabías. Sólo el amor y la pasión me arrancan de la cárcel de mi ombligo. Pero soy muy inconstante en mis pasiones. Tiendo a la abstracción, o a la distracción, no sé…Como un pez abisal me siento a gusto campando por aguas profundas.
Me pareció que toda esta historia era un toque de atención. Por lo que fui a junto de tu amiga Marga, imaginé que te habrías refugiado en ella. No me sorprendió cuando mirándome aviesamente me dijo que no sabía nada de ti. No me pareció que mintiera, pero tampoco podría estar seguro. Nunca nos hemos caído bien, tú lo sabes…. Después fui a junto de tu “querido Jorge”. Este pareció preocuparse. “No es propio de ella”-me dijo. Pero quién se creía él para determinar lo que es o no es propio de ti…
Tu hermana Estrella puso rostro de “ya te lo advertí”, y me dijo que me tranquilizara, que seguramente querrías darme un escarmiento. Me fui a casa y me limité a esperarte.
La vida como pez abisal es sumamente sencilla. La mayor parte del tiempo permanezco con las aletas extendidas sobre la arena, sintiendo el peso del agua sobre mi cuerpo. Puede que hayan pasado meses, pero en las simas oceánicas uno tiene distinta percepción del paso de los días y las horas. Podría determinarlo por el timbre de la puerta que suena periódicamente -no sabría establecer las razones que me han llevado a pensar esto, pero estoy convencido de que es así, quizás por esa creencia que tengo de que las personas tendemos a establecer rutinas-. O por el sonido del teléfono al que le sigue su inseparable compañero “mensaje en el contestador”. Pero para mí ambos no se diferencian en nada de esa lluvia que golpea mi ventana y a la que observo desmembrarse, gota a gota, sobre el cristal. Meros fenómenos atmosféricos.
He de decirte que no fue difícil aceptar que no estaba solo. Siempre he sido demasiado impresionable, lo sabes. Mi fantasía no precisa de demasiados estímulos externos para agazaparse sobre mí. Todo comenzó con el tema de tu aroma, que no terminaba de desvanecerse de las cosas. Por eso, poco a poco, dejé de acudir a lugares donde la vida no olía a ti. Ahora duermo calzándome la huella de tu cuerpo, que cada noche se funde con la mía en una cópula que se prolonga hasta el día. Además así no percibo vacío tu lado de la cama. Me aferro a tu almohada y aspiro lentamente la fragancia de tu pelo. Al principio aun encontraba un rastro hecho de cabellos que te dejaste en las sábanas, como las escamas sobrantes de un pez. Acostumbraba a sostenerlos entre mis dedos, estirándolos y enfrentándolos a la luz, que los lamía. Luego los metía en mi boca y engullía. Me imaginaba que su destino era el mismo que el de tantos otros de tus cabellos, que a lo mejor se rompían cuando te besaba la cabeza, o cuando mis labios y mi lengua se zambullían en tu sexo. De vez en cuando también encontraba un espécimen de vello púbico, y entonces las ingles se me volvían de agua y no tenía otro remedio que masturbarme…
Deambulaba por la casa, buscándote. Me sumergí en los álbumes de fotos, en la dulzura del te con una nube-pequeño oasis en tu tarde-..Cocinaba tus platos favoritos, y servía “nuestro merlot” en dos copas de cristal. De esas grandes en las que yo veía con placer como tú sumergías tu naricilla engastada, y que al final de la velada siempre quedaban emborronadas por tus huellas dactilares. Desventajas de la crema de manos, decías... Me encantaba esa gracia con la que te ibas adentrando por la ebriedad. Te ponías graciosilla, y no parabas de hablar de ese modo hipnótico que sólo encontramos en los libros, o en personas realmente extraordinarias o excéntricas. Al final acabábamos haciendo el amor a codazos porque el alcohol nos trasformaba en unos animales salvajes bastante torpes, y nuestros orgasmos acababan estallando entre risas y pequeñas burlas hacia el otro.
Y un buen día me percaté de que una presencia me rondaba. Durante los últimos tiempos siempre me parecía escuchar el sonido tenue de unos pasos tras de mí. Por supuesto al volverme nunca encontraba a nadie. Y a veces llegaba a sentir como una masa de aire se desplazaba, acariciadora, a mi lado. Las cortinas oreaban sin excusa, pues no existía corriente alguna que pudiera hacerlas balancearse, como un piélago que se estremece al sentir la mano del aire. Incluso mientras leía me parecía que una cabeza se apoyaba románticamente en mi hombro. Tal y como tú solías hacer. Pero lo que terminó por convencerme fue aquella ocasión en la que mientras bebía, rompí tu copa. Solté una maldición de la que una voz tras de mí comenzó a repetir las últimas sílabas, como quien encadena la melodía de un canon. Aquello no me sorprendió, sólo despertó en mí una gran curiosidad. Poco a poco fui sometiéndola a pruebas, y siempre sentía la presencia de esa voz que acariciadora repetía las sílabas finales en torno a mi oreja, tan estimulantes como pequeños ósculos. Y con júbilo llegué a la conclusión de lo que había pasado. Tú nunca te habías ido, simplemente había caído sobre ti la maldición de Eco, e invisible y condenada a repetir las últimas sílabas pronunciadas por otros seres, deambulabas a mi alrededor, como si yo fuera Narciso. Por eso, lo último que debiste hacer antes de desvanecerte fue escribir ese nombre en una nota, como una pista para mí de lo que estaba sucediendo. Me sentí aliviado, tú no me habías abandonado. Continuabas ahí, aunque mis ojos no pudieran verte, ni mis manos tocarte. Lo único que puedo hacer es hablarte, decirte, exclamarte. Y eso es lo que hago todo el tiempo. A veces también juego a preguntarte, con una esperanza loca de que algún día llegue el milagro, y coger al destino en un renuncio. Lo único que obtengo son repeticiones, y ninguna respuesta. Pero siento que hasta cierto punto eso no importa. Porque después de tantos años de ostracismo la ninfa Eco ya no está sola en su condena. Quizás finalmente los siglos la han ablandado y Hera se ha apiadado de ella. Y en compensación el corazón de Narciso ya no es inmune al amor, y ha decidido redimirla compartiendo suplicio y oscuridad en el aislamiento de aquella cueva. Dos peces abisales recostados el uno junto al otro en la arena de una llanura oceánica. Sólo de vez en cuando abren la boca para exhalar un suspiro, y liberar un peso que sienten por la zona del vientre. Plácidamente los observan transformarse en pequeñas burbujitas ascendentes que decoran el mar . Y como peces abisales que son no suelen pararse a pensar en esa voz usurpadora que periódicamente le habla a mi contestador , implorándome una respuesta, y que dice llamarse por tu mismo nombre. Ya sabemos qué se suele decir de la memoria de los peces…