Blog sobre libros donde voy dejando mis lecturas de poesía, novela y cualquier texto literario que me haya interesado, para extender la conversación que mantenemos con los libros durante la lectura.
Eres igual a ti, y desigual, lo mismo que los azules del cielo.
Este texto lo escribí en relación a mi entrada de esta mañana. No se trata de tomar partido, sólo un divertimento que resulta de llevar las cosas a un extremo. Fantasía pura...
Un buen día una mujer encontró a un hombre de una pieza-aquí puntualizo, “encontró”, porque generalmente son las mujeres las que encuentran a los hombres-.Y vio que sus ojos se acogían en la mirada del hombre. Sus risas armonizaban con la carcajada del hombre. Y el sexo danzante del hombre imprimió su ritmo a la grieta impaciente de su sexo.
Después del baile se tendieron juntos sobre la hierba. Él le acariciaba el pelo...
-¿En qué piensas?-preguntó ella.
-En nada. Bueno….-aquí el hombre se enmendó porque los manuales enseñan que esa es una pregunta con trampa-En tu pelo.
-¿En mi pelo? El pelo no se piensa…-contestó ella
El hombre creyó llegado el momento de comenzar a poner en juego toda su artillería, y dejó al cabello de la cabeza de la mujer descansar en su placidez de cabello que no se piensa, e hizo avanzar la infantería de su boca a través de aquellas dos turgentes colinas de sus senos, bordeo el pozo del olvido ubicado subrepticiamente en su ombligo, y tomó posición en el bosque del sexo, en el que su lengua-siempre en vanguardia, pues era talentosa y temeraria- se hizo valer en hazañas que el hombre pensó que deberían ser transcriptas con tinta indeleble en los anales de la patria. La mujer durante todo este tiempo estuvo elaborando la lista de la compra, ensañándose en un comentario de su jefe que ella hubiese deseado que algún valiente se lo hubiese introducido-con gran escarnio- por “sálvese la parte”, y recordó que se había olvidado de ponerle de comer al gato. Sólo en el momento del orgasmo se hizo el silencio, y se sintió retornar de él como una mujer nueva. El primer alba de un mundo recién nacido. Una flor silvestre abriéndose en una alfombra de hierba. E intuyó que quizás con ese hombre se quedaría para siempre.
Pero pronto comenzó a mosquearle que aquel hombre fuera de una pieza. ¿Qué iba a hacer el resto de su vida con un hombre así? Comenzó a desmenuzarlo. El hombre se dejó hacer porque al fin y al cabo era hombre, y solía tomarse las cosas como se le presentaban, y aquella mujer era bella.
La mujer fue separándolo en piezas más pequeñas. Y se pasaba las horas intercambiándolas de sitio, y llevando las piezas de aquel hombre, dentro de su bolso, allá a donde iba. A veces, cuando sentía aquella tristeza que la invadía sin razón-y las mujeres necesitan siempre una razón para todo, y no soportan esa clase de tristezas irracionales, locas-sacaba la pieza de la sonrisa de su bolso. Y contemplaba aquella sonrisa dulce, comestible, e inflamable-pues era como una mecha que prendía en su sexo-. Al principio se sentía feliz mirando aquella sonrisa, pero con el tiempo comenzó a pensar que aquella sonrisa también era irónica, burlona, incluso intrigante. Por lo que ya no la consolaron las comisuras de aquella boca, ni las dunas de aquellos labios. Y sintió como su corazón era mordisqueado hasta el último centímetro por los dientes de aquella sonrisa caníbal. Decidió entonces recurrir a la pieza de los ojos. Porque la mirada es una puerta al alma del otro. Aquellos ojos grandes, pardos, con un rubor verde enmarcando la niña. Las pestañas escarchadas. Tenían un mirar dulce, sincero, cercano. Sin embargo en ocasiones miraban al horizonte, soñadores. ¿Con qué soñarían esos ojos? Quizás con el pasado perdido, o a lo peor, miraban al futuro, a la posibilidad de una nueva vida lejos de ella. Definitivamente, sólo le gustaban sus ojos de presente. No le gustaban sus ojos nostálgicos, ni sus ojos soñadores. Por lo que también descartó los ojos. Y así sucesivamente comenzó a encontrar peros a cada una de aquellas partes, y recordó lo mucho que le había gustado el hombre de una sola pieza, antes de haberlo desmontado. Decidió reunificarlo. Amontonó todas las piezas sobre el manto de hierba en el que habían yacido por primera vez y con cuidado las recolocó una por una. Fue una tarea ardua, que le llevó demasiado tiempo. Algunas piezas parecían no encajar, como si hubieran mudado de tamaño, y fueran más grandes o más pequeñas que el hueco previsto para ellas. Finalmente la figura del hombre resurgió, pero le faltaba el brío del primer momento. Parecía incómodo en su piel, como si al experimentarse por partes ahora se sintiese aprisionado en su propio ser. Ella le miró, pero no encontró hueco en su mirada. Se rió, pero su carcajada desentonó en el silencio. Trató de hacer bailar a su sexo, pero lo encontró taciturno y poco rítmico.
-¿En qué piensas?-preguntó ella.
-Pues pienso-dijo-en que yo era un ser de una pieza, y eso no te bastó. Es una lástima. Una vez leí que la Escuela de la Gestalt dice que el todo es más que la suma de las partes. Pues bien, tú has sumado mis partes, pero yo siento que a mí ahora me falta ese “más”.
Entonces él se levantó, y tras un último y conmovido beso se alejó de ella, renqueante, pues recordemos que había quedado descoyuntado.
La mujer permaneció triste, pensando en que siempre se aprende algo nuevo e inesperado. Porque nunca hubiese imaginado que a la sempiterna pregunta de toda mujer al hombre amado “¿en qué piensas?” hubiese preferido entre todas las respuestas “en nada”.
Y el hombre que tan desnudo en la vida está, tan a la intemperie, ha de dejarse arropar por el viento, amamantar por la lluvia, y cesar de esconderse en sus sofisticadas cuevas. Él con su sexo danzante al aire, debería dejar de cubrírselo por montañas de informes, y de rutinas. Dejar de vestir esos trajes de papel moneda. Un día de estos terminará de perderse en ese sucedáneo de vida que la sociedad inventa por él. Y ya no sabrá amar, ni sabrá llorar. Quedará helada la noche en un grito silencioso y desgarrado. Caerá una lluvia de poemas que no serán leídos por nadie. Los árboles se arrancarán las hojas de ominoso luto. Y ya no habrá valientes en la hora de la muerte.
A veces me sorprende la metáfora que puedo leer en nuestros sexos. He dicho, “hombre con sexo danzante al aire”, y entiendo que todo en él es así. El sexo del hombre está a la luz. Sin embargo el sexo de la mujer está escondido, para llegar a él hay que empaparse de oscuridad. Por mucho que uno penetre en él, se moje en él, por mucho que uno lama, lo estimule, o se derrame en él, hay lugares que nunca abandonarán la tiniebla, que permanecerán sumidos en el misterio, a los que sólo adornarán con su brillo las estrellas que se erigen en el orgasmo, pero con esa luz fantasma que es toda estrella. Incluso para ella misma esos son lugares desconocidos, ignotos. La mujer carga en sus entrañas con el peso de esos misterios. Y quizás por eso lo complejizamos todo, porque nuestra misma sexualidad es compleja. Y no aceptamos esa desnudez, y esa simplicidad (aclaro, no es peyorativo. No entiendo por qué se tiende a infravalorar lo simple) del sexo masculino. A veces no vemos a los hombres, sino que los inventamos. Sus frases nos parecen cargadas de segundas intenciones. No entendemos de qué se ríen los hombres porque no podemos aceptar lo que a nuestros ojos es simpleza. Cuando se nos acercan siempre tiene que haber una segunda o una tercera razón. Cuando se alejan, quizás haya una cuarta o una quinta. No aceptamos a los hombres como son. Siempre tratamos de cambiarlos. Tenemos demasiado presente al príncipe azul, y al hombre que tenemos entre manos tratamos de encajarlo en ese molde. Y nos sentimos frustradas cuando las piezas nos encajan. Nos enfurruñamos y ellos nunca saben el porqué. Pero ellos aceptan con mayor facilidad nuestras locuras, que a veces el amor es un campo de batalla en el cual hay que izar una bandera blanca. Creo que no suelen plantearse las razones por las que están a nuestro lado, y que piensan que para nosotras debería ser suficiente el hecho de que estén aquí. Pero para nosotras nunca nada es suficiente. Y no aceptamos que se limiten a bajar los brazos en esa ardua tarea de entendernos. Pero ¿cómo hacer de lo simple complejo? Y lo que es peor ¿por qué hacerlo? Y no aceptar que la mayoría de las veces ni nos entendemos a nosotras mismas….
Claro que seguramente en todo esto esté bastante equivocada. Disculpen, no es más que una mera elucubración de un anodino domingo en la mañana, y una excusa para poner un cuadro de Urbano Lugris.
Este texto tiene su origen en estos versos que escribió Silvia Zappa. Así que espero que le guste....
Él era un chico transparente. Su piel sabía a la sal que sucumbe en la cresta de una ola. Su sonido era el del mar resquebrajándose en la playa, desnudo, con todas las plumas caídas. Su cuerpo eran mil ríos desbocados que convergían en un arrullo, suave, como el enmudecer de una pompa de jabón. Su risa era de mercurio y servía para medir todas las fiebres de su alma. Nada era oscuro en él, ser de luz desmembrándose. Hasta su carne la habían tejido con los colores de un arco iris que había nacido durante el caer de una lluvia de amor. Una en cuyas gotas se escondían hermosos mensajes cifrados.
Pero aquellos mil ríos eran los que insuflaban vida a su corazón, el día que dejaran de fluir, su corazón ya no volvería a latir. Así lo habían tallado en su cuna de madera, nada más nacer. Así se lo repetía su madre. Siempre le advirtieron que amara con mesura, porque no sería al primero que le ocurre quedarse seco de amor.
Ella era una chica subterránea. Toda construida de laberintos y fosos con pequeños dragones, verdes, vigilantes. Sus cabellos eran narcotizantes, al olerlos uno caía sumergido en la profundidad de un ensueño. Su boca era de vértigo. Su sexo, parecía cavado en la tierra. Sus andares el imperceptible movimiento de dos placas tectónicas, uno siempre tenía la sensación de que estaba a un paso del seísmo. Para llegar a ella había muchas tapias que saltar, cimas que coronar, y demasiadas nubes de paso. Mirarla a los ojos era sondear el fondo de un abismo, tenían la oscuridad de un alma en el purgatorio. Pero de vez en cuando, en alguno de sus recodos, podía verse resplandecer una mota de luz, tímida y cambalache, sobre la que la mirada se paseaba y recorría el suntuoso desfiladero de su cuerpo.
Había nacido con el corazón dentro de una caja, que tenía un candado. El que quisiera llegar a él corría el riesgo de perderse en uno de los numerosos laberintos que lo rodeaban, y en todo caso la llave colgaba del collar del cancerbero. A ella también le advirtieron que amara con mesura. Porque corría el riesgo de que su corazón encontrase demasiado pequeña y opresiva la caja de madera en la que estaba encerrado.Tampoco sería la primera...
Un día ocurrió que el chico transparente y la chica subterránea se encontraron. Desde un primer momento se gustaron. Quizás ella pensó en esos mil ríos deslizándose por sus subterráneos, y no pudo evitar estremecerse. En algún lugar del mundo tembló la tierra, una ligera cosquilla en su corteza, bajo los pies de los hombres. Quizás hasta él llegó la fragancia narcotizante de sus cabellos y se vio subiendo en esa mota de luz tímida y cambalache, y conoció aquellos laberintos iluminados, aquellos abismos con las entrañas al aire, que ella era un ejército de pequeñas muñecas rusas a las que había que conquistar, capa por capa, hasta llegar a aquella última caja en la que estaba encerrado su corazón.
Por lo que a pesar de las advertencias acabaron por yacer juntos. Todos los ríos de él se desbocaron en ella como corceles en estampida, salvajes. Y derribaron todos los diques, inundaron todos los pozos, recorrieron todos los laberintos –porque no existe laberinto en el mundo en el que el agua no pueda encontrar salida, eso es algo que había olvidado tener en cuenta el arquitecto del complejo entramado de su cuerpo-, y reventaron la piel de todas esas muñecas rusas, hasta llegar a la caja donde su corazón se ocultaba. Como dijimos, la caja estaba cerrada con un candado, cuya llave el arquitecto había ocultado oportunamente en el infierno. Sin embargo, arquitecto tan previsor había olvidado impermeabilizar la caja. Y no existe caja tan hermética en la que el agua no pueda encontrar la entrada. Entonces penetró por las juntas y comenzó a inundar aquel sarcófago donde se recogía su corazón. Al instante él comprendió que sus aguas ya no regresarían al cauce del cuerpo, porque habían encontrado una nueva sima en la que ser océano. Sintió como los lechos de sus mil ríos se iban quedando secos. Y todo se tornó árido y desierto en torno a su corazón, hasta que no quedó una sola gota que le insuflara movimiento.
Justo en ese instante el corazón de ella quedó totalmente anegado dentro de su caja.
Él cayó sobre ella con el crujir de una rama seca. A pesar del peso del agua, en un esfuerzo postrero el corazón de ella continuó latiendo, el tiempo suficiente para tomar su cara entre las manos, y depositar en sus labios el beso final. En el abismo de sus ojos asomaran unas lágrimas, que se derramaron por el rostro, formando un pequeño arroyuelo, deslizándose hasta su boca, y de ésta a la boca del chico transparente. Y mientras ella se hundía en el vacío, en la nada, porque su corazón ya no tenía fuerzas para empujar bajo el agua, y estaba totalmente ahogado, tuvo tiempo, para escuchar, y sentir en su pecho del que escapaba la vida, como el cuerpo sobre ella emitía un débil primer latido. Y un segundo...
*Quizás sólo si se ha visto la película se puede captar la verdadera dimensión del texto. He puesto el video por si puede orientar en ese sentido. Aunque quizás si no se ha visto la película el texto pueda resultar más fantasioso...
A veces sueño que alguien me toca el pelo. En eses momentos suelo despertarme, y me parece sentir todavía prendida de mis cabellos una caricia, como una hoja seca que aparto con un gesto, huidizo. Siempre me pregunto a qué saben las caricias, cuando son de amor. No estoy segura de haber sentido alguna vez sobre mi piel una caricia de amor. Pero esas caricias que encuentro en mi pelo, las siento también sobre la lengua, y el paladar. Me gustaría saber a qué sabe una caricia de amor para comprobar si es algo parecido a esto.
En algunos de mis sueños mi pelo es azul. Pero es extraño, no recuerdo haber tenido nunca el pelo azul. En ocasiones, cuando estoy deprimida, me imagino que voy a la peluquería y me tiño el pelo de ese color azul de mis sueños. Azul como las estrellas de Van Gogh, con un corazón de luz tembloroso en el centro. Me parece que ese color azul de mi pelo se parece mucho a la felicidad. No sé lo que es la felicidad. Pero este estado en el que llevo sumergida tanto tiempo no se debe parecer en nada a esa felicidad de la que hablan los libros, es simplemente un gran vacío. Así que la felicidad tiene que ser un gran lleno, una gran plenitud. A veces despierto de mis sueños con la extraña sensación de haber estado llena, pero enseguida se esfuma, y vuelve el vacío de todos mis días.
En mis sueños hay un rostro de un hombre. Siempre el mismo rostro, el mismo hombre que me llama “su pequeña Clementine”. El hombre parece muy frágil, pero se vuelve fuerte y grande cuando me abraza, como si a través de mi cuerpo alcanzara su verdadera dimensión. Entonces yo me ovillo en él, como una gatita de pelo azul. Siempre le canto, y él me llena el pelo de flores. No sé de dónde salen las flores, quizás sólo sean besos, pero huelen bien. Son como campos recorriendo mi pelo. A veces en sueños me parece que mi cuerpo está cubierto de ríos y que los pájaros vienen a refrescarse en ellos las alas. Entonces el hombre de siempre me mira y se ríe. Parece feliz. Tiene una expresión llena en el rostro. Pero no sé por qué al instante siguiente se vuelve de espaldas, y comienza a alejarse de mí. Trato de llamarle, pero no sé su nombre, o quizás alguna vez lo he sabido y ya no lo recuerdo. A veces, antes de quedarme dormida, invento un nombre para él. Para llamarle en el momento que se aleje de mí en el sueño. Pero cuando llega el momento, mi voluntad cae rendida. Debe ser cosa de los pájaros que acaban por distraerme con sus cantos. O quizás sea la impresión que me produce verle marchar. Siempre pienso que la suerte está echada. Supongo que quizás lo que hago va en contra de las reglas del sueño, por eso ese nombre no viene a mi boca. Pero, ¿acaso no soy yo quién le sueño? ¿No es legítimo ponerle un nombre?
La otra mañana, mientras leía en el vagón del tren…. Bueno, primero he de explicar que suelo leer poesía cuando voy en el tren. Me gusta leer un verso y erguir la cabeza, mirar por la ventana y arrojar las palabras que leo al paisaje que se me muestra. Es delicioso ver como el sonido (la cadencia de esa voz imaginaria que sólo existe cuando leemos en silencio) se aletarga en la imagen. Superpongo la imagen del verso a la imagen que se ofrece a través del cristal, y parecen formar un todo compacto y perfecto. Pero la razón fundamental de que lea poesía es porque como desconozco lo que es la felicidad y el amor, trato de aprehenderlos a través de ella. Y a veces creo que me siento más llena cuando la leo, o al menos siento como algunos versos me pesan bajo los párpados.
El caso es que la otra mañana sentí una mirada posada en mí. Trate de disimular y continué leyendo. Pero en un movimiento tímido, casi imperceptible, intenté captar en el cristal el reflejo del hombre que me miraba. No lo podía creer. Su rostro era el del hombre de mis sueños. Me volví y el apartó la mirada, fingió concentrarse en un objeto que acariciaba entre sus dedos y que no pude discernir. Supongo que es una mala jugada del subconsciente. Seguramente yo habré visto su rostro tantas veces, en el vagón,- los trenes de cercanías son transportes rutinarios. Siempre las mismas gentes de camino al trabajo, de camino a casa- que lo he proyectado en mis sueños. Esa es la explicación más lógica.
Coincido todos los días con el hombre de mis sueños. Aunque trato de concentrarme en la poesía, no dejo de sentir su mirada posada en mí, y de vez en cuando le espío con el rabillo del ojo. No me molesta que me mire. Por alguna razón el hecho de soñar con él hace que no resulte una persona ajena para mí, como si recorriéramos órbitas concéntricas. Si lo encontrara en un callejón oscuro y solitario no tendría miedo. Incluso sería capaz de regalarle esa indefensión de mientras duermes. Además, no dejo se percibir su rostro lleno, esa sensación de plenitud mientras me mira, muy similar (diría idéntica) a la de los sueños. Sólo de vez en cuando, baja los ojos con temor, y parece concentrarse en el objeto que acaricia obstinadamente entre sus dedos.
Había decidido acercarme a él. No con la idea de entablar una conversación, o comenzar relación de ninguna especie. Sería una loca si quisiera trasladar las imágenes de mis sueños al plano real. Si se lo contara hasta se reiría. Decirle que cada noche sueño con él. Que en el sueño nos amamos, y en ocasiones tengo la sensación de que somos uno. De que intuyo que en ese sueño siento una plenitud parecida a esa felicidad que desconozco y que se desvanece en la vigilia…Eso es absurdo. Pero he pensado que quizás esa sea la regla que rige mi sueño. Quizás si el mismo hombre de mis sueños, a quien encuentro cada día en el tren, me dice su nombre, pueda llamarle en el sueño, en el instante en el que se da vuelta, y por fin impedir que se vaya. Así que me he acercado a él, y ha reaccionado como siempre, bajando los ojos. Por fin he podido ver el objeto amuleto, que acariciaba obstinadamente entre sus dedos. Me he quedado sin aliento al comprobar que se trataba de un mechón de pelo azul, como las estrellas de los cielos de Van Gogh, con un corazón de luz palpitante en el centro.
El amor se acaba ¿y bien? A todas luces, eso es lo de menos...
Si algo me dolió pequeña Clementine, fue que borraras mis caricias de tu pelo naranja. O de tu pelo azul. Porque recuerdo que en una época tu pelo fue azul, y parecías de juguete. Olías a gominola, como las muñecas. Y a mí me gustaba jugar a vestirte y desvestirte, y mordisquearte en la barriguita y en las nalgas.
Al borrar mis caricias de tu pelo naranja, fue como si borrases el tacto de tu pelo naranja de la aureola de mis dedos. Y ahora sólo son dedos vacíos, como agujeros negros que han engullido tu tacto, y ya no lo recuerdan. Mis dedos hacen memoria en otros cabellos, en otras pieles. Así como mis dientes inventan nuevos mordiscos en nalgas resplandecientes, turgentes y recién compradas. En algunas ocasiones, no llego a quitarles el plástico. Porque algo me dice que no tienen aquella caída tan especial de las tuyas.
A veces incluso siento como si mis dedos fueran de aire, transparentes. Como si yo no fuera otra cosa que un dibujo que has ido borrando del folio de tu vida con una goma. Y no puedo ver mis dedos, ni asir otras cinturas. Trato de abrir las puertas que permanecen cerradas, hasta que otra mano caritativa las abre por mí. Lo peor es cuando esto me ocurre en casa, porque entonces me paso días enteros encerrado.
Otras veces son mis ojos, porque los borraste mientras te miraban. En todas esas ocasiones que yo te veía, sonriente, auténtica, desnuda, lúdica, lacerante, estrella, sirena, rocío, guitarra, mujer. Todo eso lo hurtaste a mis pupilas. Te miraba y tú encarnabas todas las ciudades, Londres, París, Barcelona, Roma, Compostela, Buenos Aires, Tokio, Lisboa….Fregaste el suelo de esas imágenes y dejaste grandes territorios vírgenes en mis atlas. Cuando veo a un niño por la calle, lo señalo y le pido que me diga cómo se llama ese país, en el que se ve sólo un roto sin nombre. Por supuesto echan a correr pensando que soy un loco peligroso.
Y en algunos momentos ya nada puedo ver porque me arrancaste los ojos cuando te llevaste tu imagen. Ya la luz no encuentra su lugar en mis pupilas. ¿En qué lugar se recoge toda esa luz que me sobra? ¿En qué oscuridad será bien recibida?
Hay días en los que no tengo piel, porque tú la borraste de la tuya. Camino por el mundo como un idiota invisible. Llevo ropa de abrigo en verano, y voy semidesnudo en invierno. Ya no sé qué es el frío, ni el calor. Duermo cada noche sobre un lecho de hielo. Con todas mis estructuras a la intemperie. Hay animales que me acechan en la oscuridad, pero se alejan convencidos de que soy sólo un espectro.
Y bueno, luego está el tema del sexo. Tras haber tachado de mi lista todos nuestros coitos ( salvajes, aburridos, románticos, simpáticos, ardientes, de tu la llevas, de jueguitos, o a la carrera…) juraría que vuelvo a ser virgen. Ni siquiera puedo ampararme en ellos para masturbarme. Pero sucede que tras haber borrado mis caricias, mis dedos, mis mordiscos, mis miradas, mi tacto, mi sexo, has borrado mi deseo. Y con mucho trabajo, tengo que hurgar en mi mente, para rescatar un destello, un pequeño atributo de ti sobre el cual volver a erigirte, nuevamente inventarte. Y entonces te veo de nuevo, alegre, caprichosa, coqueta, neurótica, cantarina, pajarito,…y por fin un mechón de pelo naranja vuela a reencontrarse con mis dedos.
Si algo me dolió pequeña Clementine, no fue tanto que trataras de borrarme de ti, sino que trataras de borrarte de mis propios recuerdos.